Cuando Louis regresó, se sentía un poco avergonzado. Nadie le había pedido que examinara a Norma Crandall; cuando él cruzó la calle (la carreteeyra, rectificó, sonriendo), la buena señora ya se había acostado. Jud era una silueta borrosa detrás de la tela mosquitera que cubría el porche. Se oía el sosegado roce de una mecedora sobre linóleo. Louis golpeó la puerta que repicó suavemente en el marco. La brasa del cigarrillo brillaba, fosforescente, como una luciérnaga grande y apacible. A través de un aparato de radio con el volumen bajo se oía una retransmisión deportiva. Todo ello produjo a Louis la extraña sensación de que entraba en su casa.
—Hola, doctor —dijo Crandall—. Me figuré que sería usted.
—Supongo que lo de la cerveza iba en serio —dijo Louis al entrar.
—Tratándose de cerveza, yo nunca miento —dijo Crandall—. El que miente al hablar de cerveza se hace enemigos. Siéntese, doctor. Puse un par de latas más en hielo, por si acaso.
El porche era largo y estrecho y estaba amueblado con sillones y otomanas de roten. Louis se sentó en un sillón y notó con sorpresa que era muy cómodo. A mano izquierda tenía un cubo con hielo y varias latas de Black Label. Tomó una.
—Gracias —dijo al abrirla. Los dos primeros tragos le cayeron en la garganta como una bendición.
—No hay de qué —dijo Crandall—. Deseo que sean muy felices aquí, doctor.
—Amén.
—Si quiere unas galletas o algo de comer se lo traigo. Tengo un pedazo de queso que estará en su punto.
—Gracias, pero la cerveza será suficiente.
—De acuerdo, pues, nos dedicaremos a la cerveza. —Crandall eructó, satisfecho.
—¿Su esposa se acostó ya? —preguntó Louis, sin conseguir explicarse por qué estaba dándole pie.
—Sí. Unas veces se queda y otras, no.
—¿Es muy dolorosa su artritis?
—¿Sabe de algún caso que no lo sea? —preguntó Crandall.
Louis movió negativamente la cabeza.
—Será tolerable, imagino —dijo Crandall—. Ella no se queja. Buena muchacha mi Norma.
Había en su voz un afecto sincero y profundo. Por la carretera 15 pasó un camión-cisterna. Era tan grande y tan largo que, durante un momento, Louis no pudo ver su casa. En un rótulo pintado en el costado del camión, a la luz del crepúsculo, se leía: ORINCO.
—Vaya armatoste —comentó Louis.
—La Orinco está cerca de Orrington —dijo Crandall—. Es una fábrica de fertilizantes. Están todo el día arriba y abajo. Y luego, los de la gasolina, y los volquetes, y los que van a trabajar a Bangor o a Brewer y regresan a casa por la noche. —El viejo movió la cabeza—. Eso es lo único que no me gusta de Ludlow. Esa condenada carretera. Mucho ruido. Noche y día. A veces despiertan a Norma. Y hasta a mí, y eso que yo duermo como un leño.
Louis que, después del constante estrépito de Chicago, percibía en aquellos extraños parajes de Maine una paz casi imponente, se limitó a mover la cabeza.
—Cualquier día los árabes cerrarán la espita y entonces se podrán cultivar violetas africanas en la misma raya amarilla.
—Tal vez tenga razón. —Louis se llevó la lata a los labios y se sorprendió de encontrarla vacía.
—Ande, doctor, reengánchese —rio Crandall.
Louis vaciló y dijo:
—De acuerdo, pero sólo una. Tengo que marcharme pronto.
—Lo comprendo. ¿No es un trajín eso de la mudanza?
—Lo es —convino Louis, y los dos hombres quedaron en silencio. Era un silencio grato, como si se conocieran de mucho tiempo. Era una sensación sobre la que Louis había leído en los libros, pero nunca experimentado. Ahora se sentía avergonzado de haber pensado con tanta ligereza lo de la visita del médico gratis.
Por la carretera pasó zumbando una camioneta lanzando destellos con los faros, como una estrella a ras de tierra.
—Dichosa carretera —remachó Crandall, pensativo, casi ausente. Luego, se volvió a mirar a Louis con una peculiar sonrisa en sus labios surcados de fisuras. Insertó un Chesterfield en un ángulo de la sonrisa y encendió un fósforo con la uña del pulgar—, ¿se acuerda del sendero que vio la niña?
De momento, Louis no supo de qué le hablaba.
Antes de quedarse dormida, Ellie había hablado de un montón de cosas. Luego, recordó. Aquella senda bien recortada que serpenteaba cuesta arriba, rodeando el bosquecillo.
—Sí; usted le prometió explicarle adonde lleva.
—Se lo prometí y se lo diré —respondió Crandall—. El camino atraviesa unos dos kilómetros y medio de bosque. Los chiquillos que viven cerca de la carretera 15 y de Middle Drive lo cuidan bien porque son ellos los que lo usan. Pero los chicos se renuevan… Ahora la gente se muda con más frecuencia que cuando yo era joven; entonces uno elegía un sitio y allí se quedaba. Aunque ellos se lo dicen unos a otros y cada primavera una pandilla corta la hierba del camino y lo mantiene limpio durante todo el verano. No todos los mayores de por aquí saben que existe, muchos sí, pero no todos, quiá. Pero los críos sí, ya lo creo.
—¿Ellos saben adónde lleva?
—Sí; al cementerio de animales.
—El cementerio de animales —repitió Louis, desconcertado.
—No es tan extraño como parece —dijo Crandall, fumando y meciéndose—. Es esa carretera, que se lleva a cantidad de animales. La mayoría, perros y gatos, pero también a otros. Un camión de la Orinco atropelló al mapache domesticado de los pequeños Ryder. Eso fue…, ¡caray!, debió de ser en el setenta y siete o tal vez antes. Desde luego, antes de que las autoridades prohibieran tener en casa a mapaches y zorrillos.
—¿Por qué lo prohibieron?
—Por la rabia —dijo Crandall—. Hay muchos casos de rabia en el Maine. Un viejo San Bernardo pilló la rabia hace un par de años en la zona sur del estado y mató a cuatro personas[1]. Si esos estúpidos se hubieran preocupado de vacunar al perro, no habría ocurrido eso. Pero a un mapache o a un zorrillo no siempre le toma la vacuna, ni aunque se la pongas dos veces al año. El mapache de los chicos Ryder era muy cariñoso. Estaba la mar de lúcido, y se te acercaba y te lamía la cara lo mismo que un perro. El padre hasta lo llevó al veterinario para que lo capara y le quitara las zarpas. Eso debió de costarle un riñón.
»Ryder trabajaba en la IBM de Bangor. La familia se trasladó a Colorado hace cinco años… o tal vez seis. Tiene gracia pensar que esos arrapiezos pronto tendrán edad para sacar el carnet de conducir. ¿Que si les dolió lo del mapache? ¡Ya lo creo! Matty Ryder estuvo llorando tanto tiempo que su madre se asustó y pensó en llevarlo al médico. Supongo que ya se le habrá pasado el disgusto, pero esas cosas no se olvidan. Cuando un buen animal es atropellado en la carretera, eso a un chaval no se le olvida.
Louis pensó en Ellie y la recordó tal como la viera aquella noche, profundamente dormida con Church ronroneando al pie del colchón.
—Mi hija tiene un gato —dijo—. Winston Churchill. Le llamamos Church para abreviar.
—¿Y le cuelga algo al andar?
—¿Cómo dice? —Louis no tenía ni idea de lo que quería decir el hombre.
—Que si aún tiene las bolas o está operado.
—No —dijo Louis—. No; no está operado.
A decir verdad, en Chicago habían tenido sus más y sus menos a este respecto. Rachel quería que caparan a Church y hasta pidió hora al veterinario. Pero Louis la anuló. Aún no sabía por qué. No fue por algo tan simple y estúpido como equiparar su propia virilidad a la del gato de su hija, ni porque le irritara pensar que había que castrar a Church para evitarle a la gorda de la vecina la molestia de asegurar la tapadera del cubo de la basura a fin de que Church no pudiera tirarla con la pata para investigar su contenido. Ambas razones contribuyeron, sí; pero, sobre todo, estaba la vaga pero firme aversión a privar a Church de algo que Louis consideraba valioso: a poner en los verdes ojos del gato la mirada del pasota. Finalmente, Louis hizo ver a Rachel que, puesto que se iban a vivir al campo, aquello ya no tenía por qué ser un inconveniente. Y ahora Judson Crandall le salía con que la vida en el campo requería tomar precauciones respecto a la carretera 15 y con que si Church estaba operado. Un poco de filosofía, doctor Creed, es buena para la circulación.
—Yo lo haría operar —dijo Crandall aplastando el cigarrillo entre el índice y el pulgar—. Un gato capado no sale tanto a vagabundear. Pero si anda siempre cruzando de un lado al otro, un día se le acabará la suerte y tendrá que ir a hacer compañía al mapache de los chicos Ryder, al negro cocker de Timmy Dressler y al loro de Mrs. Bradleigh. Y no es que al loro lo atropellaran, pero un día amaneció patas arriba.
—Lo pensaré —dijo Louis.
—Piénselo. —Crandall se puso en pie—. ¿Cómo va la cerveza? Me parece que será mejor que saque el queso, después de todo.
—La cerveza se acabó —dijo Louis levantándose a su vez—. Y yo me marcho. Mañana me espera un día de mucho trabajo.
—¿Empieza en la universidad?
Louis asintió.
—Los chicos no irán hasta dentro de dos semanas, pero, para entonces, ya tengo que saber en qué consiste mi trabajo, ¿no le parece?
—Sí. Puede tener problemas, si no sabe dónde están las píldoras. —Crandall le tendió la mano y Louis se la estrechó, aunque sin apretar, pensando que los huesos viejos duelen enseguida—. Venga cualquier noche —dijo—. Quiero que conozca a mi Norma. Me parece que le caerá usted bien.
—Así lo haré —dijo Louis—. Me alegro de haberle conocido, Jud.
—Lo mismo digo. Ya verá cómo se aclimatan enseguida. Y hasta puede que se queden una buena temporada.
—Eso espero.
Louis recorrió el sendero de losas desiguales y salió a la carretera. Allí tuvo que pararse porque pasaba otro camión, seguido de una pequeña caravana de cinco coches, en dirección a Bucksport. Luego, alzando la mano en señal de saludo, cruzó la calle (la «carreteeyra», rectificó de nuevo mentalmente) y entró en su nueva casa.
Dentro reinaba la quietud del sueño. Ellie ni se había movido, y Gage seguía en su cuna, durmiendo al estilo Gage, boca arriba, con los brazos extendidos sobre la cabeza y las piernas abiertas, y el biberón al alcance de la mano. Louis se quedó mirando a su hijo y sintió que se le llenaba el corazón de un cariño tan fuerte que hasta le dio un poco de miedo. Pensó que en parte se debería a que condensaba en el pequeño el afecto que antes sintiera hacia lugares y personas de Chicago que habían desaparecido de su horizonte, borrados por los kilómetros como si nunca hubieran existido. «Ahora la gente se muda con más frecuencia… Antes uno elegía un sitio y allí se quedaba». Tenía razón.
Se acercó al niño y, puesto que nadie le veía, ni siquiera Rachel, se besó las yemas de los dedos y, pasando la mano a través de los barrotes de la cuna, rozó ligeramente la mejilla de Gage.
El niño suspiró y se puso de lado.
—Que duermas bien, hijo —dijo Louis.
Louis se desnudó con precaución y se acostó en su mitad de la cama que, provisionalmente, no era más que un colchón en el suelo. Sintió que iba mitigándose la tensión del día. Rachel no se movió. Las cajas, aún sin vaciar, parecían fantasmas al acecho.
Antes de intentar conciliar el sueño, Louis se incorporó en la cama apoyándose en un codo y miró por la ventana. La habitación estaba en la parte de delante y desde allí podía ver la casa de los Crandall, al otro lado de la carretera. Estaba muy oscuro y no se distinguían los detalles, pero sí la brasa del cigarrillo. «Sigue levantado —pensó—. Seguramente, se acostará muy tarde. Los viejos suelen padecer insomnio. Como si montaran guardia».
«¿Guardia contra qué?».
Pensando en esto, Louis se quedó dormido. Soñó que estaba en Disney World y conducía una reluciente furgoneta blanca con una cruz roja en el costado. A su lado iba Gage que, en el sueño, tenía ya unos diez años. Church le miraba con sus brillantes ojos verdes desde encima del salpicadero. Fuera, en Main Street, junto a la estación de ferrocarril fin de siglo, Mickey Mouse daba la mano a los niños que se apiñaban a su alrededor. Las manos pequeñas y confiadas de la chiquillería desaparecían dentro del enorme guante de cartón blanco.