A las nueve, los de las mudanzas se habían marchado ya. Ellie y Gage, exhaustos, dormían en sus nuevas habitaciones; Gage, en la cuna y Ellie en un colchón puesto en el suelo, con una montaña de cajas a los pies: sus innumerables lápices, nuevos, gastados o rotos, sus pósters de Barrio Sésamo, sus libros de cuentos, sus vestidos y sabe Dios cuántas cosas más. Y, cómo no, allí estaba también Church, roncando levemente. Aquel ligero gruñido era lo más parecido a un ronroneo que era capaz de emitir el gatazo.
Antes, Rachel había recorrido la casa de arriba abajo con Gage en brazos, tratando de localizar dónde Louis había mandado colocar cada cosa, y haciéndolo cambiar todo de sitio. Louis no había extraviado el cheque: seguía en el bolsillo del pecho, junto con los cinco billetes de diez dólares que había apartado para la propina. Cuando, por fin, el camión quedó vacío, él entregó el cheque y el dinero, correspondió a las gracias con un movimiento de cabeza, firmó el recibo y desde el porche los vio ir hacia el camión. Probablemente, pararían en Bangor a tomar unas cervezas para refrescarse. También a él le caerían bien un par de cervezas. Eso le hizo pensar otra vez en Jud Crandall.
Él y Rachel se sentaron a la mesa de la cocina. Ella tenía ojeras.
—Tú, a la cama —le dijo.
—¿Órdenes del médico? —preguntó Rachel, sonriendo levemente.
—Sí.
—De acuerdo —dijo ella, poniéndose en pie—. Estoy molida. Y es posible que Gage se despierte esta noche. ¿Vienes?
Él titubeó.
—Todavía no. Ese viejo del otro lado de la calle…
—Carretera. En el campo se dice carretera. Aunque probablemente Judson Crandall dirá carreteeyra.
—Pues entonces, del otro lado de la carreteeyra. Me invitó a tomar una cerveza y me parece que voy a aceptar la invitación. Estoy cansado, pero me parece que la excitación no me dejaría dormir.
—Acabarás preguntando a Norma Crandall dónde le duele y cómo es el colchón de su cama —sonrió Rachel.
Louis se echó a reír, pensando que era gracioso —gracioso y alarmante— que una mujer pudiese leerte el pensamiento de ese modo, al cabo de unos cuantos años.
—Él vino cuando le necesitábamos —dijo—. Si yo puedo hacerle un favor…
—¿Hoy por ti, mañana por mí?
Él se encogió de hombros. Ni quería ni hubiera sabido explicarle por qué Crandall le había causado tan buena impresión.
—¿Qué tal la mujer?
—Muy cariñosa —dijo Rachel—. Tomó en brazos a Gage y él no protestó, a pesar de que ha tenido un día muy malo y tú ya sabes que, ni aun en las mejores circunstancias, le hacen gracia las personas extrañas. Y a Eileen le dejó una muñeca para que jugara.
—¿Y cómo te ha parecido que está de la artritis?
—Muy mal.
—¿En silla de ruedas?
—No…, pero anda muy despacio y tiene los dedos así. —Rachel curvó sus finos dedos. Louis asintió—, pero no tardes, Lou. Las casas extrañas me dan escalofríos.
—Pronto dejará de ser una casa extraña —dijo Louis, dándole un beso.