Sobre cómo vengarse de los vigilantes de parques
Si la Pequeña My hubiese sido un poco más grande, seguramente se habría ahogado. Ahora saltaba como una burbujita de un remolino a otro y volvía a salir a la superficie resoplando y escupiendo. Flotaba como un corcho y la corriente seguía llevándosela a toda velocidad.
Esto es divertido, se dijo la Pequeña My. ¡Cómo se sorprendería mi hermana! Miró a su alrededor y descubrió la fuente de galletas y el costurero de Mamá Mumin. Después de dudar un momento (porque todavía quedaban galletas) se decidió por el costurero y se subió arriba.
Durante un buen rato, la Pequeña My estuvo investigando todo lo que había y tranquilamente cortó a trocitos algunos ovillos. Después se acurrucó en una lana de angora y se durmió.
El costurero flotaba y flotaba. La corriente lo arrastró hacia la cala en la que la casa había tocado fondo, se metió por entre los juncos y finalmente se detuvo en el fango. Pero la Pequeña My no se despertó. Ni siquiera se despertó cuando un anzuelo de perca apareció y se quedó enganchado en el costurero. Dio una sacudida, el hilo se tensó y el sedal comenzó a recoger.
Querido lector, prepárate para una sorpresa. Las casualidades y las coincidencias son cosas curiosas. Sin saber nada el uno de los otros ni de sus respectivos viajes, la familia mumin y el Snusmumrik habían acabado en la misma cala justo la noche de San Juan. Era el mismísimo Snusmumrik en persona con su sombrero verde el que estaba en la playa mirando fijamente el costurero.
Por mi sombrero, ¿no es una pequeña mymla?, dijo quitándose la pipa de la boca. Empujó a la Pequeña My con el ganchillo y dijo amable:
¡No tengas miedo!
¡No tengo miedo ni de las hormigas!, contestó My sentándose.
Se miraron.
La última vez que se habían visto, My era tan pequeña que apenas se veía, de modo que no era de extrañar que no se reconocieran.
¡Vaya con la pequeña!, dijo el Snusmumrik rascándose detrás de la oreja.
¡Vaya con la pequeña, tú!, dijo My.
El Snusmumrik suspiró. Estaba haciendo unos negocios importantes y, además, había esperado poder estar solo un poco más antes de volver al Valle de los Mumin. Y de pronto una mymla descuidada ponía a su hija en un costurero. Así, sin más.
¿Dónde está tu madre?, preguntó.
Se la han comido, mintió la Pequeña My. ¿Tienes comida?
El Snusmumrik señaló con la pipa. Una pequeña cacerola llena de guisantes estaba haciendo chup-chup en la hoguera. Al lado había otra con café hirviendo.
Pero tú sólo bebes leche, ¿no?, preguntó.
La Pequeña My se rió con desprecio. Sin pestañear se tragó dos cucharadas de café y después se comió ni más ni menos que cuatro guisantes.
El Snusmumrik echó agua sobre las brasas y dijo:
¿Y bien?
Ahora quiero echarme a dormir otra vez, dijo la Pequeña My. Donde duermo mejor es en los bolsillos.
Ah, bueno, dijo el Snusmumrik y se la metió en el bolsillo. Lo importante es que sepas lo que quieres.
Ella se llevó la lana de angora.
Y el Snusmumrik siguió caminando por la playa.
La gran ola se había cansado a la entrada de la cala y allí el verano estaba intacto y en pleno esplendor. Lo único que se había notado de la erupción del volcán eran las nubes de ceniza y las puestas de sol granates y hermosas que habían intrigado al Snusmumrik. No sabía nada de lo que les había pasado a sus amigos en el Valle de los Mumin y creía que estaban felizmente sentados en su porche celebrando la noche de San Juan.
A veces pensaba que quizá el Mumintroll lo estaba esperando. Pero tenía que arreglar su gran negocio con el vigilante del parque antes de volver. Y sólo lo podía arreglar la noche de San Juan.
Mañana estaría listo.
El Snusmumrik sacó su armónica y comenzó a tocar la vieja tonadilla del Mumintroll «todos los animalitos se ponen un lazo en la cola».
La Pequeña My se despertó al instante y asomó la cabeza por el bolsillo.
¡Ésa me la sé!, gritó. Y se puso a cantar con una voz aguda, parecida a la de un mosquito:
… se ponen un lazo, sí lazo, en la cola,
todos los hemules llevan guirnalda y corona,
el Homsa bailará cuando la luna vaya a bajar,
¡canta pequeña Misa y deja ya de llorar!
Rojos tulipanes alrededor de la casa del mumrik,
ondean a la apacible luz de la mañana,
una noche excelente desaparece despacio.
¡La Mymla va sola, su sombrero buscando!
¿Dónde la has oído?, dijo sorprendido el Snusmumrik. Casi no te has equivocado en nada. Eres una chiquilla muy curiosa.
¡Puedes estar seguro!, dijo la Pequeña My. Además tengo un secreto.
¿Un secreto?
Sí, un secreto. Sobre una tormenta que no es una tormenta y un salón que da vueltas. ¡Pero no diré nada!
Yo también tengo un secreto, dijo el Snusmumrik. Está en mi mochila. Dentro de un momento lo podrás ver. ¡Porque entonces haré un negocio con un sinvergüenza!
¿Pequeño o grande?, preguntó la Pequeña My.
Pequeño, dijo el Snusmumrik.
Eso es bueno, dijo la Pequeña My. Son mejores los sinvergüenzas pequeños, que se rompen con facilidad.
Volvió a meterse satisfecha en la lana de angora y el Snusmumrik siguió caminando con cuidado a lo largo de una valla muy larga. Aquí y allá colgaban carteles en los que ponía:
El vigilante del parque y la vieja del parque vivían juntos, en un parque, naturalmente. Habían podado y pelado cada árbol en forma de círculo o de cuadrado y todos los senderos eran rectos como un palo. En cuanto una brizna de hierba se atrevía a asomar la cortaban, de modo que tenía que volver a hacer el gran esfuerzo.
Alrededor de las parcelas de césped había empalizadas altas y por todas partes se veían carteles en los que se podía leer que algo estaba prohibido.
A este horrible parque acudían diariamente veinticuatro niños y niñas reprimidos que, por alguna razón, habían sido olvidados o se habían perdido. Eran niños del bosque peludos a los que no les gustaba ni el parque ni el cajón de arena donde tenían que jugar, querían trepar, hacer el pino, correr por el césped…
Pero esto no lo comprendían ni el vigilante del parque ni la vieja del parque, que se sentaban a vigilarlos cada uno a un lado del cajón de arena.
¿Qué podían hacer los niños? Les habría gustado enterrarlos a los dos en la arena, pero eran demasiado pequeños y no tenían fuerza para hacerlo.
A este parque llegó ahora el Snusmumrik con la Pequeña My metida en el bolsillo. Bordeó la empalizada de puntillas y observó a su viejo enemigo.
¿Qué tienes pensado hacer con él?, preguntó la Pequeña My. ¿Ahorcarlo, cocinarlo o disecarlo?
¡Asustarlo!, dijo el Snusmumrik mordiendo la pipa con más fuerza. Sólo hay una persona que me guste realmente poco y es este vigilante del parque. ¡Voy a arrancar todos los carteles que prohíben algo!
El Snusmumrik comenzó a rebuscar en la mochila y sacó una bolsa grande. Estaba llena de pequeñas semillas que brillaban.
¿Qué es eso?, preguntó la Pequeña My.
Semillas de hatifnatt, contestó el Snusmumrik.
¡Ajá!, dijo la Pequeña My extrañada. ¿Los hatifnatt salen de las semillas?
Claro que sí, dijo el Snusmumrik. Pero el secreto es que hay que sembrarlas la noche de San Juan.
Cuidadosamente empezó a lanzar las semillas al césped por entre las maderas de la valla. El Snusmumrik rodeó de puntillas todo el parque y fue sembrando los hatifnatt por donde pudo (repartiéndolos bastante para que no se les enredaran las patitas cuando salieran). Cuando la bolsa estuvo vacía se sentó a esperar.
El sol se estaba poniendo pero seguía calentando, y los hatifnatt empezaron a brotar.
Por todas partes en el césped rasurado había puntitos blancos que parecían champiñones.
¡Mira ése!, dijo el Snusmumrik. Dentro de un momento ya tendrá los ojos por encima de la superficie.
Y muy ciertamente, al cabo de un ratito se vieron dos ojos esféricos debajo de la cabeza blanca.
Son especialmente eléctricos cuando acaban de nacer, explicó el Snusmumrik. ¡Mira, ahora les salen las patitas!
Ahora los hatifnatt crecían tanto que crepitaban. El vigilante del parque no se dio cuenta de nada, porque tenía la vista clavada en los niños. Los hatifnatt aparecían a cientos por todo el césped. Ya sólo les quedaban enterrados los pies. Un olor a azufre y goma quemada atravesó el parque. La vieja del parque husmeó el aire.
¿A qué huele?, dijo. Niños, ¿quién de vosotros es el que huele?
Ahora, por el suelo se cruzaban pequeñas descargas eléctricas.
El vigilante del parque comenzó a preocuparse y comenzó a cambiar de pie. Los botones del uniforme empezaron lentamente a chisporrotear.
De repente, la vieja del parque dio un grito y se levantó del banco de un salto. Con un dedo tembloroso señaló el césped.
Los hatifnatt habían crecido hasta su tamaño normal y se acercaban hormigueantes al parque desde todos los lados, atraídos por los botones electrizados. El aire estaba lleno de mini relámpagos y los botones chisporroteaban más y más. De pronto, los ojos del vigilante comenzaron a brillar. El pelo comenzó a chispear, se propagó a la nariz y al cabo de un momento ¡todo el vigilante era fosforescente! Como un sol resplandeciente se fue dando saltos hacia las puertas del parque mientras un ejército de hatifnatt le perseguía.
La vieja del parque ya estaba saltando la valla. Sólo los niños y las niñas seguían sentados en el cajón de arena, totalmente estupefactos.
Qué estilo, dijo la Pequeña My impresionada.
¡Bueno!, dijo el Snusmumrik ajustándose el sombrero. Y ahora vamos a quitar todos los carteles ¡y que cada brizna de hierba crezca como quiera!
El Snusmumrik había deseado toda la vida poder arrancar carteles que le prohibieran cosas que le gustaba hacer y ahora temblaba de emoción y ansiedad. Comenzó con el de «Prohibido fumar». Después asaltó el de «Prohibido sentarse en la hierba». Después saltó sobre «Está prohibido reír y silbar», y después el de «Prohibido saltar con los pies juntos» se fue a hacer gárgaras.
Los chiquillos del bosque lo observaban con detenimiento, cada vez más asombrados.
Poco a poco empezaron a creer que los estaba salvando. Salieron del cajón de arena y se juntaron a su alrededor.
Volved a casa, niños y niñas, dijo el Snusmumrik. ¡Id a donde queráis!
Pero no se marcharon, le siguieron a todas partes. Cuando el último cartel cayó de bruces y el Snusmumrik levantó la mochila para continuar su camino todavía le seguían. ¡Uf, uf, fuera niños!, dijo el Snusmumrik. ¡Volved con mamá!
A lo mejor no tienen, dijo la Pequeña My.
¡Pero yo no estoy acostumbrado a los niños!, dijo espantado el Snusmumrik. ¡Ni siquiera sé si me gustan!
Pero tú les gustas a ellos, dijo la Pequeña My lloriqueando.
El Snusmumrik se quedó mirando la multitud callada y admirada que tenía alrededor de sus pies.
Como si no tuviera bastante con lo mío. Bueno. Pues venid conmigo. Pero esto no saldrá bien.
Y el Snusmumrik continuó por los prados con veinticuatro niños y niñas serios que le seguían mientras él se preguntaba sombrío qué haría cuando les entrara el hambre, se les mojaran los pies o tuviesen dolor de barriga.