Sobre cómo familiarizarse con una casa fantasma
La madre del Mumintroll estaba sentada en el tejado con el bolso, el costurero, la cafetera y el álbum familiar en el regazo. De vez en cuando se apartaba del mar que subía, porque no le gustaba tener la cola metida en el agua. Especialmente ahora que tenían invitados.
Pero no podemos salvar todos los muebles del salón, dijo Papá Mumin.
Querido, dijo la madre, ¿qué se hace con una mesa sin sillas y unas sillas sin mesa? Y ¿qué gracia tiene tener camas sin armario para la ropa blanca?
Tienes razón, reconoció el padre.
Y siempre es bueno tener un armario con espejos, dijo con ternura Mamá Mumin. Ya sabes lo divertido que es mirarse al espejo por la mañana. Además, continuó al cabo de un rato, el diván es tan agradable para tumbarse a pensar por las tardes…
No, el diván no, dijo decidido el padre.
Como quieras, cariño, contestó ella.
Por delante les pasaron arbustos y árboles arrancados. Carretas y amasaderas, carros, viveros, embarcaderos y vallas pasaron flotando, vacíos o llenos de náufragos. Pero todo era demasiado pequeño para el mobiliario del salón.
De pronto, Papá Mumin se echó atrás el sombrero y miró con atención hacia la entrada del valle. Algo extraño estaba llegando desde el mar. Al padre le daba el sol en la cara y no podía ver si era algo peligroso, pero era grande, lo bastante grande como para diez mobiliarios de salón y una familia mucho más grande.
Al principio parecía una lata enorme que se estaba hundiendo. Después parecía una caracola que estaba de lado.
Papá Mumin se volvió hacia la familia y dijo:
Creo que nos salvaremos.
Claro que nos salvaremos, contestó Mamá Mumin. Estoy aquí sentada esperando nuestra nueva casa. Sólo a los sinvergüenzas les van mal las cosas.
No digas eso, exclamó el Homsa. Conozco a sinvergüenzas a los que nunca les pasa nada malo.
Pues qué manera de aburrirse, los pobres, dijo Mamá Mumin sorprendida.
El objeto raro estaba ahora más cerca. Debía de ser una especie de casa. Arriba, sobre el tejado en forma de caracola, había dos caras de oro; la una les lloraba y la otra les reía. Bajo las caras que hacían muecas se veía claramente una habitación con forma de medio círculo que estaba a oscuras y llena de telarañas. Por lo visto, la gran ola había arrancado una pared entera. A los dos lados de la ancha abertura colgaban cortinas de terciopelo de color rojo que se arrastraban tristes en el agua.
El padre del Mumintroll observaba interrogante las sombras.
¿Hay alguien en casa?, gritó con cuidado.
Nadie contestó. Oían puertas abiertas golpeando por el oleaje y las bolas de polvo rodaban de un lado a otro sobre el suelo vacío.
Espero que pudieran salvarse del temporal, dijo Mamá Mumin preocupada. Pobre familia. Me pregunto cómo eran. En verdad, es terrible quitarles su casa de esta manera…
Cariño, dijo el padre. El nivel de agua está subiendo.
Sí, sí, dijo la madre. Pues habrá que mudarse.
Saltó a su nueva casa y echó un vistazo. Un poco descuidados habían sido, podía verlo. Pero ¿quién no lo es? Y habían guardado un montón de trastos viejos. Daba pena que una pared se hubiese caído, pero no importaba demasiado ahora durante el verano…
¿Dónde ponemos la mesa del salón?, preguntó el Mumintroll.
Aquí, en el centro, dijo su madre. Se sintió mucho más tranquila cuando los preciosos muebles del salón, vestidos con felpa roja y flecos, estuvieron dispuestos a su alrededor. La extraña habitación se había hecho acogedora de repente y Mamá Mumin se sentó alegre en la mecedora y empezó a pensar en cortinas y empapelados de color azul celeste.
De mi casa ya sólo queda el palo de la bandera, dijo acongojado el padre.
La madre del Mumintroll le acarició la pata.
Era una casa bonita, dijo. Mucho mejor que ésta. Pero dentro de un tiempo verás que todo será normal.
(Querido lector, la madre estaba totalmente equivocada. Nada iba a ser normal, porque la casa en la que se habían metido no era una casa normal y la familia que había vivido allí no era en absoluto una familia normal. No digo nada más).
¿Quieres que salve la bandera también?, preguntó el Homsa.
No, déjala allí, dijo Papá Mumin. De alguna manera da sensación de nobleza.
Lentamente siguieron a la deriva por el valle. Pero aún desde el paso por las Montañas Solitarias podían ver la bandera meciéndose como un alegre puntito sobre el agua.
Mamá Mumin había puesto la mesa para el té de la tarde en su nuevo hogar. La mesa del té parecía un poco desangelada en aquel grande y extraño salón. A su alrededor habían puesto las sillas, el armario con espejos y el armario para la ropa, como haciendo guardia, pero detrás de ellos la habitación se perdía en la oscuridad, el silencio y el polvo. Y el techo, donde debía colgar la bonita lámpara de salón con sus flecos rojos, era lo más raro. Desaparecía tras unas enigmáticas sombras y allí arriba se oían aleteos y movimiento, algo grande e impreciso se mecía de un lado a otro, siguiendo los movimientos de la casa en el agua.
Hay tantas cosas que uno no entiende…, dijo Mamá Mumin para sí misma. Pero ¿por qué hay que tenerlo todo tal y como te has acostumbrado a tenerlo?
Contó las tazas en la mesa y vio que se habían dejado la mermelada.
Qué pena, dijo la madre. Sé que al Mumintroll le gusta la mermelada en el té. ¿Cómo me he podido olvidar de la mermelada?
A lo mejor los que vivían aquí antes también se olvidaron de llevarse la mermelada, propuso el Homsa para ayudar. A lo mejor era difícil de empaquetar. O quizá quedaba tan poca en el tarro que no valía la pena salvarla.
Si es que podemos encontrar su mermelada…, dijo dubitativa Mamá Mumin.
Voy a intentarlo, dijo el Homsa. En algún lugar tenían que tener una despensa.
Se adentró en la oscuridad.
En medio del suelo había una puerta solitaria. El Homsa la cruzó por mera formalidad y descubrió sorprendido que era de papel y que por la otra parte había dibujada una chimenea francesa. Después subió por unas escaleras que terminaban en el aire.
Hay alguien que me está gastando una broma, pensó el Homsa. Pero a mí no me parece divertido. Una puerta debe dar a algún sitio y una escalera debe subir a algún sitio. ¿Cómo sería la vida si de repente una Misa empezara a comportarse como una mymla o un homsa como un hemul?
Allí había trastos por todas partes. Extrañas estructuras de cartón, tela y madera, probablemente cosas de las que la anterior familia se había cansado, o que no había pensado en subir a la buhardilla, o que no había llegado a terminar.
¿Qué andas buscando?, le preguntó la hija de la Mymla apareciendo desde dentro de un armario que no tenía ni estantes ni parte de atrás.
Mermelada, contestó el Homsa.
Aquí hay de todo, dijo la hija de la Mymla, así que… ¿por qué no mermelada también? Debía de ser una familia muy curiosa.
Hemos visto a uno de ellos, le contó la Pequeña My con importancia. ¡Uno que no quería ser visto!
¿Dónde?, preguntó el Homsa.
La hija de la Mymla señaló hacia un rincón oscuro que estaba lleno de porquería hasta el techo. Había una palmera apoyada contra la pared que crujía melancólica con sus hojas de papel.
¡Un sinvergüenza!, susurró la Pequeña My. ¡Que sólo espera matarnos a todos!
Cálmate, dijo el Homsa con la voz entrecortada.
Fue hasta una pequeña puerta y husmeó con cuidado.
Miró hacia un pasillo estrecho que se torcía misteriosamente y desaparecía en la oscuridad.
Por aquí debe de estar la despensa, dijo el Homsa.
Entraron y descubrieron un montón de puertecillas en el pasillo.
La hija de la Mymla asomó la cabeza y con gran esfuerzo deletreó el cartel de la puerta. A-tre-zo, leyó. Atrezo. ¡Un verdadero nombre de sinvergüenza!
El Homsa se armó de valor y llamó. Esperaron, pero Atrezo no estaba en casa.
Entonces la hija de la Mymla empujó la puerta.
Nunca habían visto tantas cosas al mismo tiempo.
Había estanterías que iban desde lo alto del techo hasta abajo en el suelo y en ellas había todas las cosas que puede haber en una estantería, en un caos colorido y abrumador. Unos enormes cuencos con fruta se apretujaban entre juguetes y lámparas y cerámica y armaduras de hierro entre flores y herramientas y pájaros disecados y cubos y globos terráqueos y escopetas y cajas de sombreros y relojes y pesacartas y…
La Pequeña My se subió a una estantería de un saltito que dio desde el hombro de su hermana. Se quedó mirando un espejo y gritó:
¡Mirad! ¡Me he vuelto aún más pequeña! ¡No me puedo ver!
No es un espejo de verdad, explicó la hija de la Mymla. Existes, eso es seguro.
El Homsa buscaba la mermelada. Quizá confitura fuera igual de bien, dijo metiendo el dedo en un tarro.
Yeso pintado, dijo la hija de la Mymla. Cogió una manzana y la mordió. Madera, dijo.
La Pequeña My se reía. Pero el Homsa estaba preocupado. Todo a su alrededor representaba algo diferente a lo que era, le engañaban con colores bonitos y cuando alargaba la patita no era más que papel, madera o yeso. Las coronas de oro no tenían el ansiado peso que debían tener y las flores eran flores de papel, los violines no tenían cuerdas y las cajas no tenían fondo y los libros ni siquiera se podían abrir.
Herido en su honrado corazón, caviló acerca del sentido de todo aquello, pero no se lo encontró.
Si fuese un poco más listo, pensó. O unas semanas mayor.
Esto me gusta, dijo la hija de la Mymla. Es como si, en realidad, nada importara nada.
¿Y no importa?, preguntó la Pequeña My.
No, respondió alegre su hermana. Además, no preguntes cosas tan bobas.
En ese momento oyeron a alguien resoplar. Con fuerza y enfadado.
Se miraron asustados entre sí.
Yo me voy, murmuró el Homsa. Me entra melancolía con todas estas cosas.
Entonces se oyó un violento y apagado ruido en el salón y una bonita nubecilla de polvo se desprendió de las estanterías. El Homsa se hizo con una espada y salió corriendo al pasillo. Oyeron gritar a la Misa.
El salón estaba a oscuras. Algo grande y blando le topó al Homsa en la cara. Cerró los ojos y blandió la espada de madera a través del enemigo invisible. Se oyó como si algo se rasgara, como si el enemigo fuera de tela, y cuando el Homsa se atrevió a abrir los ojos vio la luz del día a través del agujero.
¿Qué has hecho?, preguntó la hija de la Mymla.
He matado a Atrezo, respondió el Homsa temblando.
La hija de la Mymla se rió y pasó a través del agujero hacia el salón.
Y vosotros, ¿qué es lo que habéis hecho?, preguntó.
¡Mamá tiró de un cordón!, exclamó el Mumintroll.
¡Y entonces apareció algo tremendamente grande que bajó del techo!, gritó la Misa.
Y, de golpe había un paisaje completo en el salón, explicó la señorita Snork. Al principio creimos que era de verdad. Hasta que tú entraste a través del césped.
La hija de la Mymla se dio la vuelta y miró.
Vio abedules muy verdes que se reflejaban en un lago muy azul.
La cara relajada del Homsa apareció de entre la hierba.
Uy, uy, uy, dijo Mamá Mumin. Pensaba que era el cordón de las cortinas. Y entonces te cae todo esto encima. Imaginaos que alguien acaba chafado. ¿Has encontrado mermelada?
No, respondió el Homsa.
Pues habrá que tomarse el té de todos modos, dijo la madre del Mumintroll, mientras observamos este cuadro. Es realmente maravilloso. Si tan sólo se dejara ver con un poco más de calma…
Empezó a servir el té en las tazas.
Y justo entonces alguien se rió.
Era una risa sarcástica y muy vieja que provenía del rincón oscuro donde estaba la palmera de papel.
¿Por qué os reís?, preguntó Papá Mumin después de un largo silencio.
El silencio se alargó aún más.
¿No quiere usted también un poco de té?, preguntó Mamá Mumin insegura.
En el rincón reinaba el mismo silencio.
Debe de ser alguno de los que vivían aquí antes que nosotros, dijo. ¿Por qué no sale y se presenta?
Esperaron un buen rato, pero como no pasaba nada, la madre dijo:
El té se enfría, chicos. Y comenzó a untar las tostadas.
Mientras cortaba el queso en trozos iguales cayó una fuerte tromba de agua sobre el tejado.
Sopló un repentino viento que bramaba triste por las esquinas.
Asomaron la cabeza y vieron el sol hundirse en un claro mar de verano.
Aquí hay algo que no funciona, dijo el Homsa conmovido.
Ahora se levantaba una tormenta. Se oían las olas rompiendo contra una playa lejana, la lluvia caía a cántaros —pero fuera, el tiempo seguía igual de bonito—. Y ahora llegaron los truenos. Retumbó lentamente, se fue acercando, unos relámpagos blancos daban latigazos por el salón y un estruendo tras otro resonaba sobre la familia mumin.
El sol se quedó tranquilo y en paz.
Y después, el suelo comenzó a dar vueltas. Al principio iba despacio. Luego aumentó la velocidad y el té de las tazas empezó a salpicar. La mesa y las sillas y toda la familia daban vueltas y vueltas como en un tiovivo y, a su alrededor, el armario de espejos y el de la ropa giraba de la misma manera.
Acabó tan de repente como había empezado.
Los truenos, los relámpagos, la lluvia y el viento también pararon.
Qué curioso es el mundo, en verdad, dijo Mamá Mumin.
¡No era real!, exclamó el Homsa. No había nubes. ¡Y el relámpago cayó tres veces sobre el armario ropero sin que se rompiera! Y la lluvia y el viento y daba vueltas y…
¡Ese que se rió de mí!, gritó la Misa.
Pero ya ha pasado, dijo el Mumintroll.
Debemos ir con mucho cuidado, dijo su padre. Esto es una casa encantada y peligrosa en la que cualquier cosa puede pasar.
Gracias por el té, dijo el Homsa. Fue hasta el borde del salón y se quedó mirando el atardecer. Son tan diferentes a mí, pensó. Tienen sensaciones y ven colores y oyen ruidos y dan vueltas, pero qué sienten y qué ven y qué oyen y por qué dan vueltas, eso no les importa en absoluto.
Ahora desapareció el último trozo del disco solar en el agua.
Y en el mismo segundo todo el salón se iluminó con una radiante luz.
Asombrada, la familia mumin levantó la vista de sus tazas de té. Por encima de ellos brillaba un arco de lámparas, alternando rojas y azules. Enmarcaban el mar de la tarde en una corona de estrellas y era muy hermoso y agradable. También en el suelo se encendió una hilera de luces.
Es para que nadie se caiga al mar, creyó Mamá Mumin. Qué bien organizada está la vida. Pero ahora ya han pasado tantas cosas, indignantes y maravillosas, que estoy un poco cansada. Así que me parece que me voy a retirar.
Pero antes de que la madre se tapara el hocico con la manta, dijo rápidamente:
¡Despertadme de todas formas si pasa algo nuevo!
Más tarde, al anochecer, la Misa se puso a deambular de un lado para otro, a solas junto al agua. Vio salir la luna y cómo empezaba a dar su solitario paseo por la noche.
Ella es como yo, pensó la Misa melancólica. Totalmente sola e igual de redonda.
Entonces se sintió tan abandonada y tierna que tuvo que llorar un poquito.
¿Por qué lloras?, preguntó el Homsa.
No lo sé, es agradable, contestó la Misa.
Pero siempre se llora porque algo es triste, ¿o no?, replicó el Homsa.
Sí, la luna…, dijo la Misa bajito y sonándose. La luna, la noche y la melancolía, así en general…
Ah, sí, dijo el Homsa…