Sobre un barquito de corteza y una montaña que escupía fuego
La mamá del Mumintroll estaba sentada al sol en la escalera, mientras enjarciaba un barquito de corteza de árbol.
Si recuerdo bien, un pailebote tiene dos grandes velas en la parte de atrás y varias pequeñas y triangulares delante, junto al bauprés, pensó.
El timón era lo más engorroso y la bodega, lo más divertido. Mamá Mumin había hecho una escotilla pequeñísima de corteza, y cuando la puso en su sitio encajó perfectamente en el agujero y los bordes finitos quedaron bien pegados a la cubierta.
Por si hay tormenta, dijo para sí misma suspirando contenta.
A su lado, en la escalera, estaba sentada la hija de la Mymla con las piernas recogidas debajo de la barbilla, observando. Vio cómo la mamá del Mumintroll sujetaba el estay con alfileres, todos ellos con cabezas de cristal de diferentes colores. En las puntas de los mástiles puso gallardetes rojos.
¿Para quién es?, preguntó con devoción la hija de la Mymla.
Para el Mumintroll, dijo la madre y se puso a buscar en su costurero un amarre adecuado para el ancla.
¡No empujes!, gritó una voz muy tenue dentro del costurero.
Ay, por Dios, dijo la mamá del Mumintroll, ya está tu hermana dentro del costurero otra vez. Se va a pinchar con los alfileres.
¡My!, dijo amenazante la hija de la Mymla hurgando en una maraña de hilos intentando sacar de allí a su hermana. ¡Sal inmediatamente!
Pero la Pequeña My se deslizó aún más adentro en el costurero y desapareció por completo entre la maraña de hilos.
Resulta tan pesado que haya salido así de pequeña…, se quejó la hija de la Mymla. Nunca sé dónde se ha metido. ¿No le puedes hacer un barco de corteza a ella también? Entonces podría navegar en el barril de agua y yo al menos sabría dónde está.
La mamá del Mumintroll se rió y sacó un trozo de corteza de su bolso.
¿Crees que éste aguantaría a la Pequeña My?, preguntó.
Seguro, dijo la hija de la Mymla. Pero también tendrás que hacerle un pequeño cinturón salvavidas de corteza.
¿Puedo cortar el ovillo en trozos?, gritó la Pequeña My en el costurero.
Adelante, dijo Mamá Mumin. Estaba sentada observando su pailebote y se preguntaba si se le olvidaba ponerle alguna cosa. Mientras lo sostenía en la patita, apareció de pronto planeando una gran pavesa de hollín que se posó sobre la cubierta.
¡Uf!, dijo la mamá del Mumintroll quitándosela de un soplido. Enseguida llegó volando otra pavesa y se le posó sobre el hocico. Todo el aire estaba lleno de ellas.
Mamá Mumin se levantó y suspiró.
Es tan irritante esto de la montaña que escupe fuego…, dijo.
¿Montaña que escupe fuego?, preguntó la Pequeña My interesada mientras salía del costurero.
Sí, es una montaña de por aquí cerca que ha empezado a escupir fuego, explicó Mamá Mumin. Y hollín. Ha estado tranquila desde que me casé y ahora, justo cuando acabo de tender la ropa para que se seque, empieza a resoplar otra vez y se pone todo negro…
¡Se va a quemar el mundo entero!, gritó alegre la Pequeña My. ¡Y todas las casas, los jardines, los juguetes y los hermanitos, y también sus juguetes, todo se va a quemar!
Tonterías, dijo Mamá Mumin dulcemente, sacudiéndose un poco de hollín del hocico.
Y se fue a buscar al Mumintroll.
Bajando por la pendiente, un poco a la derecha de los árboles donde colgaba la hamaca Papá Mumin, había un gran agujero que estaba lleno de agua de color marrón muy clarito. La hija de la Mymla siempre decía que en el centro no había fondo. A lo mejor tenía razón. En los bordes crecían hojas anchas y relucientes donde podían descansar las libélulas y los zapateros, y debajo de la superficie había una mezcla de bichitos que iban de un lado a otro sin dejar de estar alerta. Más abajo brillaban los ojos de oro de la rana y, a veces, se podían ver los rápidos destellos de sus misteriosos parientes que vivían abajo del todo, en el barro.
El Mumintroll estaba tumbado en su lugar de siempre (o en uno de sus lugares de siempre), acurrucado sobre el musgo verde y amarillo con la cola puesta con cuidado debajo del cuerpo.
Miraba serio y satisfecho el agua mientras escuchaba el frufrú de las alas de las abejas y su soñoliento zumbido.
Será para mí, pensó. Tiene que ser para mí. Siempre le hace el primer barco de corteza del verano al que más quiere. Después lo disimula un poco para que nadie se ponga triste. Si aquel zapatero se va hacia el este no llevará yola. Si se va hacia el oeste, llevará yola y será tan pequeña que no se podrá coger ni con la pata.
El zapatero se deslizó lentamente hacia el este y al Mumintroll se le saltaron las lágrimas.
Al instante, la hierba sonó y su madre sacó la cabeza por entre las borlas.
Hola, dijo. Tengo una cosa para ti.
Con cuidado puso el pailebote en el agua. Se balanceaba con hermosura sobre su reflejo y comenzó a dar bordadas de forma natural, como si nunca hubiese hecho otra cosa.
El Mumintroll vio enseguida que se le había olvidado la yola.
Restregó con cariño su hocico contra el de ella (es como pasar la cara por terciopelo blanco) y dijo:
Es el más bonito que has hecho jamás.
Se sentaron el uno junto al otro sobre el musgo mirando cómo el pailebote navegaba a través del pott[1] y se detenía sobre una hoja.
En la casa podían oír a la hija de la Mymla gritarle a su hermana pequeña. ¡My! ¡My!, gritaba. ¡Niña espantosa! ¡Myyy! ¡Ven a casa que te voy a tirar de los pelos!
Ya se ha escondido otra vez, dijo el Mumintroll. ¿Recuerdas cuando la encontramos en tu bolso?
Mamá Mumin asintió. Estaba sentada con el hocico en el espejo del agua mirando el fondo.
Ahí hay algo que brilla, dijo.
Es tu pulsera de oro, dijo el Mumintroll. Y el anillo de pie de la señorita Snork. ¿No es una buena idea?
Muy buena, dijo su madre. A partir de ahora vamos a tener siempre nuestras joyas en agua marrón de manantial. Quedan mucho más bonitas ahí.
Pero en las escaleras de la casa de los Mumin estaba la hija de la Mymla gritando hasta quedarse sin voz. La Pequeña My se estaba riendo en alguno de sus innumerables escondites y su hermana lo sabía.
Debería tentarme con miel, pensó My. Y luego darme unos cuantos azotes cuando aparezca.
Oye, mymla, dijo el papá del Mumintroll desde la mecedora. Si gritas así no saldrá nunca.
Sólo grito por cuestiones de conciencia, explicó la hija de la Mymla dándose importancia. Cuando mamá se marchó dijo: ahí te dejo a tu hermanita pequeña para que te hagas cargo de ella, y si no la puedes educar tú, nadie podrá hacerlo, porque yo ya desistí desde el principio.
Ah, bueno, ya comprendo, dijo Papá Mumin. Pues tú grita, si eso te calma. Cogió un trozo de bizcocho de la mesa del desayuno, miró después con atención a su alrededor y lo mojó en la jarra de nata.
La mesa estaba puesta para cinco, el sexto plato estaba debajo de la mesa del porche, porque la hija de la Mymla aseguraba que allí se sentía más independiente.
El plato de My era, obviamente, muy pequeño y estaba a la sombra del florero que había en el centro de la mesa.
Ahora llegaba la mamá del Mumintroll galopando por el camino del jardín.
Cálmate, querida mía, dijo Papá Mumin. Hemos comido en la despensa.
La madre subió jadeando hasta la veranda, que llamaban porche, y se quedó mirando la mesa del desayuno. El mantel estaba lleno de hollín.
Jo, jo, ya, ya, dijo. Qué calor hace. Y qué tiznado está todo. Es tan irritante esto de la montaña que escupe fuego…
Si por lo menos estuviese más cerca, uno podría tener un pisapapeles de lava de verdad, dijo nostálgico el padre.
Hacía muchísimo calor.
El Mumintroll seguía tumbado junto al pott mirando al cielo, que estaba totalmente blanco y parecía una lámina de plata. Oía cómo las aves marinas se llamaban las unas a las otras.
Hay tormenta en el aire, pensó el Mumintroll soñoliento levantándose del musgo. Y, como siempre que cambiaba el tiempo, caía la tarde o había cambios de luz, empezó a echar de menos al Snusmumrik.
El Snusmumrik era su mejor amigo. Naturalmente, también le gustaba muchísimo la señorita Snork, pero, claro, no es exactamente lo mismo con una chica.
El Snusmumrik era tranquilo y sabía un montón de cosas, pero no hablaba de ellas si no era necesario. Sólo de vez en cuando contaba cosas de sus viajes y entonces te sentías orgulloso, como si el Snusmumrik te hubiese dejado ser miembro de una sociedad secreta. El Mumintroll siempre hibernaba con los demás cuando llegaba la primera nieve. Pero el Snusmumrik partía hacia el sur y no volvía al Valle de los Mumin hasta la primavera siguiente.
Esta primavera aún no había regresado.
El Mumintroll empezó a esperarle en cuanto salió de la hibernación, pero sin decírselo a los demás. Cuando las bandadas de pájaros hubieron cruzado el valle y la nieve del norte hubo desaparecido, empezó a impacientarse. Nunca había tardado tanto tiempo. Llegó el verano y el lugar de acampada del Snusmumrik junto al río quedó sepultado por la vegetación y se volvió verde como si nadie hubiese vivido nunca allí.
El Mumintroll seguía esperando, pero ya no con tanta ansiedad, sino resentido y un poco cansado.
Un día la señorita Snork había sacado el tema durante la comida.
¡Cómo está tardando el Snusmumrik este año!, dijo.
¡Tú qué sabes! A lo mejor ya no viene, dijo la hija de la Mymla.
¡Se lo habrá comido el Marran!, gritó la Pequeña My. ¡O se habrá caído por un agujero y se habrá chafado!
Callaos, callaos, dijo rápido la madre del Mumintroll. El Snusmumrik siempre se las apaña.
Pero, igualmente, a lo mejor…, pensó el Mumintroll mientras caminaba a lo largo del río. Hay mårror y policías. Y precipicios por los que te puedes caer. Te puedes congelar, salir disparado, caerte al mar, se te puede atragantar un hueso y mil cosas más. El gran mundo es peligroso. Allí no hay nadie que te conozca y sepa qué cosas te gustan o qué cosas te dan miedo. Y por allí va ahora el Snusmumrik con su sombrero verde… Y allí está el vigilante del parque, que es su gran enemigo. Un enemigo muy, muy peligroso…
El Mumintroll se detuvo en el puente y entristecido se quedó mirando el agua. Entonces, una patita le rozó el hombro. El Mumintroll dio un brinco y se dio la vuelta rápidamente.
Ah, eres tú, dijo.
Estoy tan triste, dijo la señorita Snork mirándolo suplicante por debajo del flequillo.
Llevaba una corona de violetas alrededor de las orejas y se había estado aburriendo toda la mañana.
El Mumintroll emitió un sonido amable aunque un poco distraído.
¿Vamos a jugar?, dijo la señorita Snork. ¿Jugamos a que yo era hermosísima y que tú me raptabas?
No sé si estoy de humor, dijo el Mumintroll.
La señorita Snork bajó las orejas, él frotó rápidamente su hocico contra el de ella y dijo:
No hace falta que juguemos a que eres hermosísima, porque ya lo eres. A lo mejor te rapto mañana.
El día de junio fue pasando y llegó el atardecer.
Pero seguía haciendo el mismo calor.
El aire seco y caliente estaba lleno de hollín que revoloteaba por todas partes y la familia Mumin se fue apagando quedándose callada, sin ganas de hablar con nadie. Al final, la madre pensó que podían dormir en el jardín. Les preparó las camas aquí y allá en lugares agradables, y junto a cada cama puso una pequeña lámpara para que no se sintieran solos.
El Mumintroll y la señorita Snork se acurrucaron bajo los jazmines. Pero no podían dormir.
No era una noche normal y corriente, había un silencio espeluznante.
Hace tanto calor…, se quejó la señorita Snork, no hago más que dar vueltas y vueltas y las sábanas son incómodas, y ¡dentro de poco empezaré a pensar en cosas tristes!
A mí me pasa lo mismo, dijo el Mumintroll.
Se sentó y miró hacia el jardín. Los demás parecían estar dormidos y las lámparas ardían tranquilamente al lado de las camas. De pronto los jazmines temblaron con fuerza.
¿Lo has visto?, dijo la señorita Snork.
Ahora se han quedado quietos otra vez, dijo el Mumintroll.
Entonces la lámpara se volcó sobre la hierba.
Las flores dieron un respingo y una pequeña brecha se fue abriendo paso por el suelo. Avanzaba y avanzaba y desapareció al fin debajo del colchón. Y se hizo más ancha. Tierra y arena empezaron a caer por ella y, de repente, el cepillo de dientes del Mumintroll se deslizó dentro de la oscuridad de la tierra.
¡Era nuevo!, exclamó el Mumintroll. ¿Puedes verlo?
Pegó el hocico a la brecha y miró.
Y en ese instante la tierra se cerró con un pequeño uuuppp.
Era nuevo, repitió pasmado el Mumintroll. Azul.
Pero ¿y si se te hubiese quedado enganchada la cola?, dijo la señorita Snork para consolarlo. ¡Tendrías que quedarte aquí sentado el resto de tu vida!
El Mumintroll se puso de pie de un salto.
Ven, dijo. Dormiremos en el porche.
Delante de la casa estaba el padre olfateando el aire.
Se oyó un crujido en el jardín, una bandada de pájaros salió volando y unos pies pequeñitos corrieron por la hierba.
La Pequeña My sacó la cabeza del girasol que había junto a la escalera y gritó alegre:
¡Ya estalla!
De repente comenzó a retumbar suavemente bajo los pies. Oyeron caerse las cacerolas en la cocina.
¿Vamos a comer?, gritó Mamá Mumin medio dormida. ¿Qué ocurre?
Nada, querida, contestó el padre. La montaña que escupe fuego, que se está moviendo (no quiero ni pensar la cantidad de pisapapeles de lava…).
Ahora la hija de la Mymla también se había despertado. Estaban todos mirando de pie junto a la barandilla del porche.
¿Dónde está la montaña ésa?, preguntó el Mumintroll.
En una pequeña isla, dijo su padre. Una pequeña isla negra donde no puede crecer nada.
¿No te parece que es un poco, un poquito peligroso?, susurró el Mumintroll poniendo la patita en la de su padre.
Uy, sí, respondió amable. Un poco peligroso parece.
El Mumintroll asintió fascinado. Fue entonces cuando oyeron el gran estruendo.
Llegó del mar, primero como un murmullo, después como un ruido cada vez más fuerte.
En la noche clara vieron algo enorme alzarse por encima de los bosques, algo que no dejaba de crecer y crecer y que tenía una cresta blanca y burbujeante en lo más alto.
Creo que entraremos en el salón, dijo la madre del Mumintroll.
A duras penas acababan de pasar las colas por el umbral de la puerta cuando la ola del mar pasó a toda velocidad por el Valle de los Mumin y lo inundó todo con una oscuridad absoluta. La casa se meció un poco, pero no perdió el equilibrio, porque era una casa muy buena. Poco a poco, los muebles comenzaron a flotar en el salón. Entonces la familia subió al segundo piso y se sentaron a esperar a que escampara el temporal.
No ha hecho un tiempo así desde que yo era joven, dijo Papá Mumin animado mientras encendía una vela.
La noche estaba llena de intranquilidad, detrás de las paredes se oían crujidos y chirridos, y unas pesadas olas golpeaban los postigos de las ventanas.
La madre del Mumintroll se sentó ausente en la mecedora y comenzó a mecerse hacia delante y hacia atrás.
¿Es el fin del mundo?, preguntó curiosa la Pequeña My.
Como mínimo, dijo la hija de la Mymla. Intenta ser buena si te da tiempo porque, seguramente, dentro de poco estaremos todos en el cielo.
¿El cielo?, repitió la Pequeña My. ¿Tenemos que entrar en el cielo? Y ¿cómo se sale de allí?
Algo pesado dio un empujón a la casa y la vela parpadeó.
Mamá, susurró el Mumintroll.
Sí, cariño, contestó su madre.
Me olvidé el barquito de corteza en el pott.
Supongo que mañana seguirá allí, dijo Mamá Mumin. De pronto dejó de mecerse y exclamó:
¡Cómo he podido!
¿El qué?, dijo la señorita Snork dando un salto.
La yola, dijo la madre del Mumintroll. Me he olvidado de la yola. Sabía que me dejaba algo importante.
Ya ha alcanzado el regulador de tiro de la chimenea, anunció Papá Mumin. Bajaba corriendo continuamente al salón para medir el nivel del agua. Miraron hacia la escalera del salón y pensaron en todo lo que no debía mojarse.
¿Alguien ha metido la hamaca?, preguntó de repente Papá Mumin.
Nadie se había acordado de meter la hamaca.
No pasa nada, dijo. Tenía un color horrible.
El agua que bramaba tras las paredes les hacía entrar sueño y uno tras otro se fueron acurrucando en el suelo, quedándose dormidos. Pero antes de apagar, el padre puso el despertador a las siete.
Porque estaba muerto de curiosidad por saber qué había ocurrido allí fuera.