El título de «Rey del Mundo», tomado en su acepción más elevada, la más completa y al mismo tiempo la más rigurosa, se aplica propiamente a Manu, el Legislador primordial y universal, cuyo nombre se encuentra, bajo formas diversas, en un gran número de pueblos antiguos; a este respecto, recordaremos solo el Mina o Menes de los egipcios, del Menw de los celtas y del Minos de los griegos [9]. Por lo demás, este nombre no designa de ningún modo a un personaje histórico o más o menos legendario; lo que designa en realidad, es un principio, la Inteligencia cósmica que refleja la Luz espiritual pura y formula la Ley (Dharma) propia a las condiciones de nuestro mundo o de nuestro ciclo de existencia; y es al mismo tiempo el arquetipo del hombre considerado especialmente en tanto que ser pensante (en sánscrito mânava).
Por otra parte, lo que importa esencialmente destacar aquí, es que este principio puede ser manifestado por un centro espiritual establecido en el mundo terrestre, por una organización encargada de conservar integralmente el depósito de la tradición sagrada, de origen «no-humano» (apaurushêya), por la que la Sabiduría primordial se comunica a través de las edades a aquellos que son capaces de recibirla. El jefe de una tal organización, que representa en cierto modo a Manu mismo, podrá legítimamente llevar su título y sus atributos; e incluso, por el grado de conocimiento que debe haber alcanzado para poder ejercer su función, se identifica realmente al principio del que es como la expresión humana, y ante el cual su individualidad desaparece. Tal es efectivamente el caso del Agarttha, si ese centro ha recogido, como lo indica Saint-Yves, la herencia de la antigua «dinastía solar» (Sûrya-vansha) que residía antaño en Ayodhyâ[10], y que hacía remontar su origen a Vaivaswata, el Manu del ciclo actual.
Saint-Yves, como ya lo hemos dicho, no considera no obstante al jefe supremo del Agarttha como «Rey del Mundo»; le presenta como «Soberano Pontífice», y, además, le pone a la cabeza de una «Iglesia brâhmanica», designación que procede de una concepción demasiado occidentalizada[11]. Aparte de esta última reserva, lo que dice Saint-Yves completa, a este respecto, lo que dice por su lado M. Ossendowski; parece que cada uno de ellos no haya visto más que el aspecto que respondía más directamente a sus tendencias y a sus preocupaciones dominantes, ya que, en verdad, aquí se trata de un doble poder, a la vez sacerdotal y real.
El carácter «pontifical», en el sentido verdadero de esta palabra, pertenece realmente, y por excelencia, al jefe de la jerarquía iniciática, y esto hace llamada a una explicación: literalmente, el Pontifex es un «constructor de puentes», y este título romano es en cierto modo, por su origen, un título «masónico»; pero, simbólicamente, es el que desempeña la función de mediador, estableciendo la comunicación entre este mundo y los mundos superiores[12]. A este título, el arcoíris, el «puente celeste», es un símbolo natural del «pontificado»; y todas las tradiciones le dan significaciones perfectamente concordantes: así, en los Hebreos, es la prenda de la alianza de Dios con su pueblo; en China, es el signo de la unión del Cielo y de la Tierra; en Grecia, representaba a Iris, la «mensajera de los Dioses»; un poco por todas partes, en los Escandinavos tanto como en los Persas y los Árabes, en África central y hasta en algunos pueblos de América del Norte, es el puente que liga el mundo sensible al suprasensible.
Por otra parte, la unión de los dos poderes sacerdotal y real estaba representada, en los Latinos, por un cierto aspecto del simbolismo de Janus, simbolismo extremadamente complejo y de significaciones múltiples; bajo la misma relación, las llaves de oro y plata figuraban las dos iniciaciones correspondientes[13].
Para emplear la terminología hindú, se trata de la vía de los Brâhmanes y la de los Kshatriyas; pero en la cima de la jerarquía, uno está en el principio común de donde los unos y los otros sacan sus atribuciones respectivas, y por consiguiente más allá de su distinción, puesto que ahí está la fuente de toda autoridad legítima, en cualquier dominio en que se ejerza; y los iniciados del Agarttha son ativarna, es decir, «más allá de las castas»[14].
En la edad media había una expresión en la que los dos aspectos complementarios de la autoridad se encontraban reunidos de una manera que es muy digna de observación: en aquella época, se hablaba frecuentemente de una región misteriosa a la que se llamaba el «Reino del Prestejuan»[15]. Era el tiempo donde lo que se podría designar como la «cobertura exterior» del centro en cuestión se encontraba formada, en una buena parte, por los Nestorianos (o lo que se ha convenido llamar así con razón o sin ella) y los Sabeos[16]; y precisamente estos últimos se daban a sí mismos el nombre de Mendayyeh de Yahia, es decir, «discípulos de Juan». A este propósito, podemos hacer a continuación otra precisión: es al menos curioso que muchos grupos orientales de un carácter muy cerrado, desde los Ismaelitas o discípulos del «Viejo de la Montaña» hasta los Drusos del Líbano, hayan tomado uniformemente, lo mismo que las Órdenes de caballería occidentales, el título de «guardianes de la Tierra Santa». Ciertamente, la continuación hará comprender mejor sin duda lo que eso puede significar; parece que Saint-Yves haya encontrado una palabra justa, quizás más todavía de lo que él mismo pensaba, cuando habla de los «Templarios del Agarttha». Para que nadie se sorprenda de la expresión de «cobertura exterior» que acabamos de emplear, agregaremos que es menester tener cuidado con el hecho de que la iniciación caballeresca era esencialmente una iniciación de Kshatriyas; esto es lo que explica, entre otras cosas, el papel preponderante que desempeña en ella el simbolismo del Amor[17].
Sea como sea en estas últimas consideraciones, la idea de un personaje que es sacerdote y rey todo junto no es muy corriente en Occidente, aunque se encuentra, en el origen mismo del Cristianismo, representada de una manera destacable por los «Reyes Magos»; incluso en la edad media, el poder supremo (según las apariencias exteriores al menos) estaba dividido entre el Papado y el Imperio[18]. Una tal separación puede ser considerada como la marca de una organización incompleta por arriba, si uno puede expresarse así, puesto que no se ve aparecer en ella el principio común del que proceden y dependen regularmente los dos poderes; así pues, el verdadero poder supremo debía encontrarse en otra parte. En Oriente, el mantenimiento de una tal separación en la cima misma de la jerarquía es, al contrario, bastante excepcional, y no es apenas más que en algunas concepciones búdicas donde se encuentra algo de este género; queremos hacer alusión a la incompatibilidad afirmada entre la función de Buddha y la de Chakravartî o «monarca universal»[19], cuando se dice que Shâkya-Muni, en un cierto momento, tuvo que escoger entre la una y la otra.
Conviene agregar que el término Chakravartî, que no tiene nada de especialmente búdico, se aplica muy bien, según los datos de la tradición hindú, a la función del Manu o de sus representantes: literalmente, es «el que hace girar la rueda», es decir, el que, colocado en el centro de todas las cosas, dirige su movimiento sin participar él mismo en él, o que, según la expresión de Aristóteles, es su «motor inmóvil»[20].
Llamamos muy particularmente la atención sobre esto: el centro de que se trata es el punto fijo que todas las tradiciones están de acuerdo en designar simbólicamente como el «Polo», puesto que es alrededor de él donde se efectúa la rotación del mundo, representado generalmente por la rueda, tanto en los Celtas como en los Caldeos y en los Hindúes[21]. Tal es la verdadera significación del swastika, este signo que se encuentra difundido por todas partes, desde el Extremo Oriente hasta el Extremo Occidente [22], , y que es esencialmente el «signo del Polo»; sin duda es aquí la primera vez, en la Europa moderna, que se hace conocer su sentido real. En efecto, los sabios contemporáneos han buscado vanamente explicar este símbolo mediante las teorías más fantasiosas; la mayoría de entre ellos, obsesionados por una suerte de idea fija, han querido ver en él, como casi por todas partes, un signo exclusivamente «solar»[23], mientras que, si lo ha devenido a veces, no ha podido ser más que accidentalmente y de un manera desviada. Otros han estado más cerca de la verdad al considerar al swastika como el símbolo del movimiento; pero esta interpretación, sin ser falsa, es muy insuficiente, ya que no se trata de un movimiento cualquiera, sino de un movimiento de rotación que se cumple alrededor de un centro o de un eje inmutable; y es el punto fijo el que es, lo repetimos, el elemento esencial al que se refiere directamente el símbolo en cuestión[24].
Por lo que acabamos de decir, ya se puede comprender que el «Rey del Mundo» debe tener una función esencialmente ordenadora y reguladora (y se observará que no carece de fundamento que esta última palabra tenga la misma raíz que rex y regere), función que puede resumirse en una palabra como la de «equilibrio» o de «armonía», lo que traduce precisamente en sánscrito el término Dharma[25]: Lo que entendemos por eso, es el reflejo, en el mundo manifestado, de la inmutabilidad del Principio supremo. Se puede comprender también, por las mismas consideraciones, por qué el «Rey del Mundo» tiene como atributos fundamentales la «Justicia» y la «Paz», que no son más que las formas revestidas más especialmente por ese equilibrio y esa armonía en el «mundo del hombre» (mânava-loka[26]). Ese es también un punto de la mayor importancia; y, además de su alcance general, se lo señalamos a aquellos que se dejan llevar de ciertos temores quiméricos, de los que el libro mismo de M. Ossendowski contiene como un eco en sus últimas líneas.