CAPÍTULO XXII

El sargento Culloughs dejó la pipa sobre la mesa.

—Nunca podremos detenerle —dijo.

Carter afirmó con la cabeza.

—Se puede intentar.

—¡No podemos detener con dos motos a un tipo que va a ciento sesenta kilómetros por hora en un coche que pesa ochocientos kilos!

—Se puede intentar. Nos jugamos el físico, pero se puede intentar.

Barrow no había dicho nada aún. Era un tipo alto, delgado, moreno y desgarbado, que arrastraba las palabras cuando hablaba.

—Yo pienso lo mismo —dijo.

—¿Vamos, pues? —dijo Carter.

Culloughs les miró.

—Muchachos os jugáis el tipo, pero si lo lográis tendréis un ascenso.

—De todas maneras, no podemos dejar que una mierda de negro arrase el país a sangre y fuego —dijo Carter.

Culloughs no contestó y miró su reloj.

—Son las cinco —dijo por fin—. Han telefoneado hace diez minutos. Tiene que pasar dentro de unos cinco minutos…, si pasa —añadió.

—Ha matado a dos chicas —dijo Carter.

—Y al empleado de una gasolinera —añadió Barrow.

Comprobó que el Colt colgaba de su cadera y se dirigió hacia la puerta.

—Hay otros detrás de él —dijo Culloughs—. Según las últimas noticias, seguían aguantando. El coche del Super también ha salido, y se espera otro coche más.

—Pues lo mejor es que nos vayamos ya —dijo Carter—. Sube detrás —le dijo a Barrow—. Cogeremos sólo una moto.

—No es reglamentario —protestó el sargento.

—Barrow es un buen tirador —dijo Carter—. Pero no puede disparar y conducir al mismo tiempo.

—¡Está bien, haced lo que queráis! —dijo Culloughs—. Yo me lavo las manos.

La Indian se puso en marcha al primer intento. Barrow se aferró a Carter, y la moto salió como una flecha. Barrow iba sentado al revés, con la espalda pegada a la de Carter, y atado a él con una correa.

—Afloja cuando hayamos salido de la ciudad —dijo Barrow.

—No es reglamentario —murmuró Culloughs, casi en el mismo momento, y miró melancólico la moto de Barrow.

Se encogió de hombros y volvió a entrar en el puesto. Volvió a salir casi al instante y vio desaparecer la cola de un gran Buick blanco que acababa de pasar con gran estruendo de motor. Y luego oyó las sirenas y vio pasar cuatro motos —así que había cuatro— y un coche que las seguía de cerca.

—¡Mierda de carretera! —gruñó, una vez más, Culloughs.

Esta vez se quedó fuera.

Oyó decrecer el aullido de las sirenas.