Los recuerdos empezaron a acudir a mi mente como una hora antes de llegar. Me acordé del día que cogí una guitarra por primera vez. Era en casa de un vecino, que me daba lecciones a escondidas; me enseñaba una sola canción, When the Saints go marchin’on, y aprendí a tocarla entera, comprendido el break, y a cantarla al mismo tiempo. Y una noche me llevé la guitarra del vecino a casa para darles una sorpresa; Tom se puso a cantar conmigo; el chico estaba como loco, empezó a bailar dando vueltas alrededor de la mesa como si estuviera siguiendo un desfile; había cogido un bastón y hacía molinetes con él. En aquel momento llegó mi padre y rió y cantó con nosotros. Le devolví la guitarra al vecino, pero al día siguiente encontré una encima de mi cama; era de ocasión, pero estaba en buen estado. Ensayaba un poco todos los días. La guitarra es un instrumento que te vuelve perezoso. La coges, tocas cualquier cosa, la dejas, te das una vuelta por ahí, la vuelves a coger para marcarte un par de acordes o acompañarte mientras silbas. Los días pasan volando así.
Un bache en la carretera me devolvió a la realidad. Creo que me estaba durmiendo. Ya no sentía para nada el brazo izquierdo, y tenía una sed terrible. Intenté volver a pensar en los viejos tiempos para cambiar de ideas, porque estaba tan impaciente por llegar que, cada vez que tomaba conciencia de ello, el corazón me volvía a latir en las costillas y la mano derecha se me ponía a temblar sobre el volante; y con una sola mano no andaba muy sobrado para conducir. Me pregunté qué debía de estar haciendo Tom en aquel momento; seguramente rezando o enseñándoles cosas a los niños; a través de Tom llegué a Clem y a la ciudad, Buckton, donde había vivido tres meses encargándome de una librería que me daba buen dinero; recordé a Jicky, y la vez que me la había tirado en el agua, y el río tan transparente aquel día. Jicky tan joven, tersa y desnuda como un bebé, y, de repente, eso hizo que me acordara de Lou y de su vello negro, rizado y tupido, y del gusto que tenía cuando la mordí, un gusto dulzón y un poco salado al mismo tiempo, con el olor a perfume de sus muslos, y sus gritos resonaron de nuevo en mi oído; el sudor me resbalaba por la frente, y no podía soltar el maldito volante para secarme. Tenía el estómago como hinchado de gas y me pesaba sobre el diafragma para aplastarme los pulmones, y Lou me chillaba al oído; llevé la mano a la bocina, en el volante; la de carretera era el aro de ebonita, el botón negro del centro era la de ciudad, y las apreté las dos al mismo tiempo para ahogar los gritos.
Debía estar corriendo a ciento treinta y cinco kilómetros por hora, más o menos; era casi todo lo que el coche daba de sí, pero entonces vino una pendiente y vi que la aguja ganaba dos puntos, tres, luego cuatro. Hacia ya un buen rato que era de día. Ahora empezaba a cruzarme con otros coches y a adelantar a alguno de vez en cuando. A los pocos minutos solté las dos bocinas, porque podía encontrarme con la poli de tráfico y no tenía gasolina suficiente como para dejarlos atrás. Cuando llegara cogería el coche de Jean, pero, ¡Dios mío!, ¿cuándo iba a llegar?
Creo que me puse a soltar gruñidos dentro del coche, a gruñir como un cerdo, por entre los dientes, para ir más aprisa, y entré en una curva sin reducir, haciendo chirriar terriblemente los neumáticos. El Nash se desplazó con violencia, pero recuperó la estabilidad, después de haber llegado casi al borde izquierdo de la carretera. Seguí pisando a fondo y ahora me reía y estaba tan contento como el chico el día que daba vueltas alrededor de la mesa cantando When the Saints…, y se me había pasado el miedo.