CAPÍTULO VII

A las tres de la madrugada llamó Dexter. Jean seguía esforzándose para coronar una segunda cogorza, más lograda aún que la primera, ocasión que aproveché para dejarla con Nicholas. Me pegué a su hermana, y la hice beber tanto como pude; pero no se dejaba engañar, y me obligaba a emplear toda mi astucia. Dexter nos advirtió que los viejos Asquith empezaban a extrañarse por la ausencia de sus hijas. Le pregunté cómo había averiguado nuestro lugar de reunión, y por poco se muere de risa al otro extremo del hilo. Le expliqué por qué nos habíamos marchado.

—No te preocupes por mí, Lee —me dijo—. Ya sé que en mi casa no había nada bueno que hacer. Demasiada gente seria.

—Vente con nosotros, Dex —le ofrecí.

—¿Ya no os queda nada de bebida?

—No —dije yo—. Pero no es eso, aquí se te refrescarían un poco las ideas.

Como siempre, Dexter intentaba herirme, y, como siempre, lo hacía con un tono completamente inocente.

—No puedo dejar esto —se disculpó—. Si no, vendría. ¿Y qué les digo a los padres?

—Diles que les devolveremos a las niñas a domicilio.

—No sé si eso les va a gustar, Lee, ya sabes…

—Ya son bastante mayorcitas como para apañárselas solas. Arréglame el asunto, Dexter, colega, cuento contigo.

—O.K., Lee, intentaré arreglarlo. Hasta la vista.

—Hasta la vista.

Colgó. Yo hice lo mismo y regresé a mis ocupaciones. Jicky y Bill iniciaban unos pequeños ejercicios no aptos para señoritas de buena familia, y tenía ganas de ver cómo reaccionaba Lou. Empezó a beber un poco, por fin. Pero el espectáculo no parecía impresionarla, ni cuando Bill se puso a desabrochar el vestido de Jicky.

—¿Qué te sirvo?

—Whisky.

—Termínatelo de prisa y nos vamos a bailar.

La agarré por la muñeca con la intención de llevarla a otra habitación.

—¿A qué vamos allí?

—Aquí hay demasiado ruido.

Me seguía dócilmente. Se sentó en el sofá a mi lado, sin rechistar, pero cuando le puse una mano encima recibí uno de esos sopapos que un hombre recuerda toda su vida. Me encolericé terriblemente, pero conseguí no perder la sonrisa.

—Las zarpas quietas —dijo Lou.

—Exageras un poco, ¿no?

—No he sido yo la que he empezado.

—¿Y eso qué tiene que ver? ¿Te creías que estábamos en una reunión de la escuela dominical? ¿O que habíamos venido aquí a jugar al bingo?

—No tengo ningunas ganas de ser el primer premio.

—Lo quieras o no, eres el primer premio.

—Estás pensando en la pasta de mi padre.

—No —dije yo—. Estoy pensando en esto.

La tumbé en el sofá y le rasgué la parte delantera del vestido. Se revolcó como un hermoso diablillo. De la seda clara asomaron sus senos.

—¡Déjame! Eres un bestia.

—Nada de eso —repliqué—. Soy un hombre.

—Me das asco. —Luchaba por zafarse—. ¿Qué has hecho durante todo el rato que has estado arriba con Jean?

—Pero si no he hecho nada —protesté—. Sabes perfectamente que Judy estaba con nosotros.

—Lee Anderson, estoy empezando a adivinar a qué se dedica tu banda, y con qué clase de gente te haces.

—Lou, te juro que no he tocado a tu hermana si no es para serenarla.

—Mientes. No has visto la cara que ponía cuando ha bajado.

—Palabra, ¡juraría que estás celosa!

Me miró estupefacta.

—Pero… ¿qué dices…? ¿Qué te has creído?

—¿Te parece que si hubiera… tocado a tu hermana, tendría realmente las ganas que tengo de ocuparme de ti?

—¡Mi hermana no está mejor que yo!

Seguía sujetándola sobre el diván. Había dejado de revolverse. Su pecho se agitaba con violencia. Me incliné sobre ella y le besé los senos, largamente, primero el uno y después el otro, acariciando los pezones con la lengua. Luego me levanté.

—No, Lou —dije—. Tu hermana no está mejor que tú.

La solté y salté hacia atrás, porque esperaba una reacción violenta. Entonces, se volvió y se echó a llorar.