La cosa siguió igual hasta septiembre. Completaban la banda cinco o seis miembros más, entre chicos y chicas: B. J., la propietaria de la guitarra, bastante mal hecha, pero con una piel que olía extraordinariamente bien; Susie Ann, otra rubia, pero más llenita que Jicky, y otra chica de pelo castaño, insignificante, que solía pasarse el día bailando. En cuanto a los chicos, eran tan estúpidos como yo hubiera podido desear. No había vuelto a salir con ellos por la ciudad: habría sido mi perdición ante la gente. Nos encontrábamos a orillas del río, y ellos guardaban el secreto de nuestros encuentros porque yo era para ellos un proveedor cómodo de bourbon y de gin.
Conseguía a todas las chicas, una tras otra, pero era demasiado fácil, me desanimaba. Lo hacían casi con la misma facilidad con que se limpiaban los dientes, por higiene. Se comportaban como una banda de chimpancés, descamisados, glotones, tumultuosos y viciosos; pero, por el momento, me conformaba con eso.
A menudo tocaba la guitarra; esto solo me habría bastado, incluso aunque no hubiera sido capaz de romperles la cara a todos aquellos mocosos al mismo tiempo, y con una sola mano. Me enseñaban el jitterburg y el jive; no me costó mucho esfuerzo hacerlo mejor que ellos. Pero no era culpa suya.
Sin embargo, me había puesto de nuevo a pensar en el chico, y dormía mal. Había vuelto a ver a Tom dos veces. Estaba logrando aguantar. Ya no se hablaba de la historia del chico. A Tom le dejaban tranquilo en su escuela, y a mi no me recordaban demasiado. El padre de Anne Moran había mandado a su hija a la universidad del condado; su hijo seguía con él. Tom me preguntó si las cosas me iban bien, y le dije que mi cuenta corriente ascendía ya a ciento veinte dólares. Economizaba en todo, salvo en el alcohol, y los libros se seguían vendiendo bien. Esperaba un aumento a finales de verano. Tom me pidió que no olvidara mis deberes religiosos. En realidad, había conseguido librarme de todas mis creencias, pero me las arreglaba para que se notara tan poco como lo demás. Tom creía en Dios. Yo iba al oficio dominical, como hiciera Hansen, pero estoy convencido de que no se puede conservar la lucidez y creer en Dios al mismo tiempo, y yo tenía que estar lúcido.
Al salir del templo, nos encontrábamos en el río y nos tirábamos a las chicas, con tanto pudor como una banda de orangutanes en celo; a fe mía, eso es lo que éramos. Y luego terminó el verano sin que nos diéramos cuenta, y empezaron las lluvias.
Volví a frecuentar el bar de Ricardo. De vez en cuando me pasaba por el drugstore para charlar un rato con la basca del lugar; realmente empezaba a hablar su jerga mejor que ellos, se ve que tenía facilidad también para esto. Por aquellos días fueron volviendo de vacaciones un montón de tipos, de lo más rico de Buckton, venían de Florida o de Santa Mónica o de yo qué sé dónde… Todos bronceados y rubios, pero no más que nosotros, que nos habíamos quedado junto al río. La tienda se convirtió en uno de sus lugares de reunión.
Esos no me conocían aún, pero había tiempo de sobra y yo no tenía ninguna prisa.