Capítulo 8

No debería. Y lo sabía. Pero no podía evitarlo. A su hermana no le gustaba que mendigase, que pidiese lo inalcanzable. Pero algo en su interior le impedía dejar de hacerlo. Necesitaba saber lo que había allí fuera. Qué había más allá del bosque, más allá de los campos. Aquello a lo que ella acudía a diario, cuando los abandonaba en la casa. Tenía que saber cómo era aquello cuya existencia les recordaba el ruido de un avión surcando el cielo por encima de sus cabezas, o cuando oían el ruido de un coche, lejos, muy lejos.

Al principio, ella se negaba. Les decía que ni hablar. Que el único lugar donde estaban seguros, donde él, su pobre pájaro cenizo, estaba seguro, era en la casa, en su reducto. Pero él seguía preguntando. Y cada vez que preguntaba, creía advertir que su resistencia se agotaba. Él mismo oía su obstinación, lo suplicante del tono que se le colaba en la voz cada vez que hablaba de lo desconocido, de aquello que quería ver sólo una vez.

Su hermana permanecía siempre a su lado en silencio. Los observaba con un peluche en el regazo y con el pulgar en la boca. Ella nunca confesó tener el mismo anhelo. Y jamás se habría atrevido a preguntar. Pero, a veces, él atisbaba en sus ojos un destello del mismo deseo cuando, sentada junto al banco de madera que había al lado de la ventana, miraba al bosque que, al parecer, se extendía infinito. En esos momentos, veía que su hermana abrigaba el mismo anhelo que él.

Por eso continuaba preguntando. Por eso rogaba y suplicaba. Ella le recordaba al cuento que tan a menudo leían, aquel cuento sobre dos hermanos curiosos que se perdieron en el bosque. Que estaban solos y asustados, atrapados en la casa de una bruja mala. Podían extraviarse allí fuera. Y era ella quien los protegía. ¿Acaso querían extraviarse? ¿Acaso querían arriesgarse a no encontrar nunca el camino de vuelta a casa? Ya los había salvado de la bruja en una ocasión… La voz de ella sonaba siempre tan frágil, tan triste, cuando respondía a sus preguntas con más preguntas… Pero había algo en su interior que lo impulsaba a continuar, aunque el desasosiego le arañaba y le descarnaba el pecho cuando oía su voz temblorosa, y se le llenaban los ojos de lágrimas. La atracción de lo que había fuera era tan intensa…

—¡Bienvenidos! —Erling los fue invitando a entrar agitando la mano y se irguió un poco más al ver a los cámaras que entraron detrás—. A Viveca y a mí nos alegra tanto que hayáis querido venir a esta modesta cena de bienvenida en nuestra sencilla morada —añadió en dirección a la cámara con un cacareo. Los telespectadores apreciarían sin duda el hecho de poder adentrarse en la vida de the rich and famous, como él mismo le dijo a Fredrik Rehn cuando le propuso la idea. Naturalmente, a Fredrik le pareció genial. Invitar a los participantes a una cena de despedida en la casa del pez gordo del Consejo Municipal era, desde luego, de lo más apropiado—. Vamos, vamos, entrad —insistió conduciéndolos hasta la sala de estar—. Viveca no tardará en ofreceros una copa de bienvenida. ¿O acaso no bebéis? —dijo con un guiño y soltando una carcajada ante su propia ocurrencia.

Satisfecho, pensó que los telespectadores comprenderían que no era el estereotipo de funcionario municipal triste y aburrido enfundado en su traje no menos gris. No, él sabía animar el ambiente. En las conferencias siempre era él quien contaba las mejores anécdotas en la sauna de los chicos, sí, todos los empresarios lo conocían por sus bromas. Un killer, pero de los graciosos.

—Mira, ya viene Viveca con las copas —añadió señalando a su mujer, que aún no había pronunciado una sola palabra. Habían mantenido una pequeña charla sobre ello antes de que llegaran los invitados y el equipo de los cámaras. Debía mantenerse apartada y dejar que él brillase en solitario. No en vano era el artífice de todo aquello—. He pensado ofreceros la posibilidad de probar una bebida de adultos —continuó con una risita—. Un auténtico Dry Martini, o un draja, como solíamos llamarlo en Estocolmo. —Volvió a reír, demasiado alto esta vez, pero quería estar seguro de que su voz llegaba a la pantalla. Los muchachos olisquearon cautos la bebida, en cuya superficie flotaba una aceituna ensartada en un palillo.

—¿Hay que comerse la aceituna? —preguntó Uffe arrugando la nariz con repulsión.

Erling sonrió.

—No, qué va, puedes dejarla ahí. Es más bien un adorno. —Uffe asintió sin más y apuró la copa procurando evitar la aceituna.

Algunos siguieron su ejemplo y Erling comenzó a hablar, un tanto desconcertado:

—Bueno, yo había pensado daros la bienvenida con un brindis, pero se ve que algunos teníais sed. En fin, ¡salud! —Alzó un poco más su copa, recibió un murmullo indefinido por respuesta y dio un sorbito a su Dry Martini.

—¿Puedo tomarme otro? —preguntó Uffe tendiéndole la copa a Viveca. La mujer miró a Erling, y éste asintió. ¡Qué puñetas! Había que dejar que los chicos se divirtieran un poco.

Justo para el postre, empezó a apoderarse de Erling W. Larson cierta sensación de arrepentimiento. Era verdad que tenía un vago recuerdo de que, en su reunión con Fredrik Rehn, éste le había advertido de que se guardase de servirles a los chicos demasiado alcohol durante la cena, pero desechó tontamente las objeciones de Rehn. Si no recordaba mal, pensó que nada podía ser peor que aquella ocasión, en 1998, cuando toda la dirección fue a Moscú en viaje de negocios. En realidad, lo que sucedió entonces estaba aún muy poco claro, pero él conservaba algún recuerdo fragmentario, que incluía caviar ruso, una cantidad bestial de vodka y un prostíbulo. Sin embargo, Erling no reparó en que una cosa era emborracharse en terreno ajeno y otra muy distinta tener a cinco jóvenes borrachos en su propia casa. La comida en sí había sido algo similar a una catástrofe. El canapé de huevas de salmón apenas lo habían tocado, el risotto con vieiras fue recibido con amagos de vomitona a modo de efectos de sonido, sobre todo de aquel bárbaro de Uffe, y ahora parecían haber alcanzado el culmen, ya que desde el baño se oían las arcadas de una vomitona de verdad. Teniendo en cuenta que al menos el postre sí se lo habían comido, se imaginó horrorizado cómo quedaría la mousse de chocolate en las flamantes y preciosas teselas del cuarto de baño.

—¡Pero si tenías más vino, Erla el perla! —balbució Uffe con voz gangosa saliendo triunfal de la cocina con una botella recién abierta. Con una sensación de vértigo en el estómago, Erling constató que a Uffe se le había ocurrido descorchar uno de los mejores reservas que tenía y, por ende, uno de los más caros. Sintió la efervescencia de la rabia, pero se contuvo al notar que la cámara lo filmaba en primer plano, seguramente con la esperanza de grabar una reacción de ese estilo.

—Fíjate, ¡qué suerte! —observó sereno y con una sonrisa forzada. Acto seguido, lanzó una mirada suplicante a Fredrik Rehn. Sin embargo, el productor debió de pensar que el consejero se lo tenía bien merecido y le tendió a Uffe la copa vacía para que se la llenase.

—Sírveme un poco, Uffe —pidió sin mirar a Erling.

—Y a mí —dijo Viveca, que había guardado silencio durante la cena, mirando desafiante a su marido. Erling estallaba por dentro. Aquello era un motín, pensó antes de sonreír a la cámara.

Faltaba menos de una semana para la boda. Erica empezaba a sentirse un tanto nerviosa, aunque la intendencia estaba bajo control. Anna y ella habían trabajado como animales para organizarlo todo, las flores, las tarjetas de distribución en las mesas, el alojamiento de los invitados, la orquesta, todo, todo, todo. Erica observó preocupada a Patrik, que estaba desayunando enfrente de ella y mordisqueaba absorto un bocadillo. Le había preparado un chocolate y una rebanada de pan ácimo con queso y huevas, la combinación favorita de Patrik, que a Erica le producía náuseas. Pero ahora estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para que Patrik ingiriese algún alimento. Desde luego, no tendría ningún problema para entrar en el frac, se decía Erica.

Los últimos días, Patrik había deambulado por la casa como un espectro. Llegaba, comía, se acostaba y se levantaba al alba para ir a la comisaría. Se lo veía agotado y ojeroso, marcado por el cansancio y la frustración, y Erica había empezado a percibir también cierta resignación. La semana anterior Patrik le había contado que tenía que existir otra víctima. Habían vuelto a lanzar una consulta a todas las comisarías del país, pero sin resultado. Lleno de desesperanza, le explicó cómo habían revisado el material de que disponían una, dos, tres, mil veces, sin hallar nada que les permitiese avanzar en la investigación. Gösta habló por teléfono con la madre de Rasmus, pero tampoco a ella le sonaban los nombres de Elsa Forsell y Börje Knudsen. Se habían estancado.

—¿Qué tenéis hoy en la agenda? —preguntó Erica tratando de mantener un tono neutro.

Patrik mordisqueaba como un ratón la tostada de pan duro, aunque, después de un cuarto de hora, sólo llevaba la mitad. Presa del abatimiento, le dijo:

—Esperar un milagro.

—Pero ¿no podéis pedir ayuda externa? Me refiero a los demás distritos afectados. O de la policía judicial central, ¡o algo!

—He estado en contacto con Lund, Nyköping y Boras. Y están trabajando en ello. Y la central… bueno, es que yo confiaba en que seríamos capaces de resolverlo nosotros solos, pero parece que tendremos que pedir refuerzos. —Absorto en sus pensamientos, dio un mordisco minúsculo a la tostada. Erica no pudo por menos de inclinarse y acariciarle la mejilla.

—¿Sigues queriendo que lo hagamos el sábado?

La miró sorprendido, su expresión se dulcificó enseguida y, besándole la palma de la mano, le dijo:

—Cariño, ¡claro que quiero! El sábado será un día precioso, el mejor de nuestra vida, después del día en que nació Maja, claro. Y me sentiré feliz y animado, y no pensaré más que en ti y en nuestra boda. No te preocupes por eso, de verdad que tengo muchas ganas.

Erica le dirigió una mirada escrutadora, pero sólo vio sinceridad en su semblante.

—¿Seguro?

—Seguro. —Patrik sonrió—. Y no creas que no sé lo mucho que habéis trabajado Anna y tú.

—Bueno, tú has estado ocupado con tus cosas. Y, además, creo que ha sido muy beneficioso para Anna —repuso Erica echando una ojeada a la sala de estar, donde Anna se había enroscado con Emma y Adrian para ver un programa infantil. Maja aún dormía y, pese al abatimiento de Patrik, a Erica le pareció un lujo disponer de unos minutos para estar a solas con él—. ¿Sabes? Me gustaría… —No terminó la frase. Patrik la miró y le leyó el pensamiento.

—Te gustaría que tus padres hubiesen estado con nosotros.

—Sí. O, bueno… Si he de ser sincera, me gustaría que mi padre hubiese podido estar aquí. Mi madre, en cambio, habría mostrado el mismo desinterés que siempre mostró por los asuntos de Anna y por los míos.

—¿Habéis hablado Anna y tú de por qué Elsy se comportaba así?

—No —respondió Erica reflexiva—. Pero yo he pensado mucho en ello. En por qué sabemos tan poco sobre la vida de mi madre antes de que conociera a mi padre. Lo único que nos dijo fue que nuestros abuelos maternos llevaban muchos años muertos. Anna y yo no sabemos más. Ni siquiera hemos visto nunca una fotografía. ¿No te parece extraño?

Patrik asintió.

—Sí, desde luego, es muy raro. Podrías investigar un poco en el árbol genealógico, ¿no? A ti se te da bien indagar en esas cosas y recabar información. No tienes más que ponerte manos a la obra en cuanto nos hayamos librado de la boda.

—¿En cuanto nos hayamos librado? —preguntó Erica en tono ominoso—. ¿Te parece que nuestra boda es algo de lo que haya que «librarse»?

—No —respondió Patrik, aunque no se le ocurrió una respuesta mejor formulada. En silencio, mojó la tostada de queso y huevas en el chocolate. Sabía cuándo le convenía callar. Dejar que la comida le cerrase la boca…

—En fin, hoy se acaba lo bueno.

Lars quería verse con ellos en un ambiente menos tenso que de costumbre, y los invitó a merendar en el Pappas Lunchcafé, que, naturalmente, se encontraba en la calle Affärsvägen de Tanumshede.

—Ya tenía ganas de largarme de aquí, joder —dijo Uffe antes de meterse en la boca un dulce de mazapán.

Jonna lo miró asqueada y le dio un mordisco a una manzana.

—¿Qué planes tenéis? —preguntó Lars tomando un sorbo de té. Los chicos vieron fascinados que ponía seis terrones de azúcar en la taza.

—Lo de siempre —respondió Calle—. Volver a casa, ver a los amigos. Salir de bares. Las tías del Kharma me echan de menos —dijo con una sonrisa, aunque algo inerte y lleno de desesperanza se apreciaba en sus ojos.

A Tina, en cambio, le brillaron al decir:

—¿No es ahí donde suele ir la princesa Madeleine?

—Sí, claro, Madde suele ir al Kharma —confirmó Calle con desinterés—. Antes salía con un amigo mío.

—¿De verdad? —preguntó Tina impresionada. Por primera vez, en algo más de un mes, miraba a Calle con cierto respeto.

—Sí, pero él terminó dejándola. Su mamá y su papá se metían demasiado a todas horas.

—¿Su mamá y…? ¡Oooh! —exclamó Tina con los ojos como platos—. ¡Qué pasada!

—Bueno, y tú, ¿qué vas a hacer? —le preguntó Lars a Tina. La joven se encogió de hombros.

—Yo me voy de gira.

—De gira —repitió Uffe en tono jocoso y burlón al tiempo que cogía otro mazapán—. Irás con Drinken y cantarás una canción por noche y luego te pasarás el resto del tiempo en la barra. Yo no lo llamaría irse de gira…

—Oye, que hay un montón de bares interesados en que vaya a cantar I Want to Be Your Little Bunny, que lo sepas —replicó Tina—. Drinken me dijo que, además, vendrán un montón de tíos de las discográficas.

—Ya, claro, y lo que dice Drinken siempre es verdad. —Se burló Uffe poniendo los ojos en blanco.

—Joder, ¡qué a gusto me voy a quedar cuando te pierda de vista! Eres siempre tan… negativo —le espetó Tina antes de darle la espalda con desprecio. Los demás disfrutaban del espectáculo.

—¿Y tú, Mehmet? —Todas las miradas se volvieron hacia Mehmet, que no había abierto la boca desde que llegaron a la cafetería.

—Yo me quedo aquí —respondió preparado para la reacción, que no se hizo esperar.

Cinco pares de ojos incrédulos lo observaron atónitos.

—¿Qué? ¿Que te vas a quedar… ¡aquí!? —Calle lo miraba como si Mehmet se hubiese transformado en rana delante de sus narices.

—Sí, me quedo trabajando en el horno. Voy a alquilar mi apartamento un tiempo, a ver.

—¿Y dónde piensas vivir aquí? ¿Con Simon…? —Las palabras de Tina resonaron en el local y Mehmet sembró la perplejidad con su silencio—. O sea, que sí que te quedas con él… ¿Qué pasa, que estáis juntos?

—¡No, no estamos juntos! —desmintió Mehmet—. Aunque eso no te incumbe a ti, de todos modos. Sencillamente, somos… colegas.

Simon and Mehmet, sitting in a tree, K-I-S-S-I-N-G —cantó Uffe riéndose de tal modo que por poco se cae de la silla.

—Oye, deja en paz a Mehmet —dijo Jonna casi en un susurro con el que, curiosamente, hizo callar a los demás—. Yo creo que eres muy valiente, Mehmet. Eres el mejor de todos nosotros.

—¿Qué quieres decir, Jonna? —preguntó Lars con la cabeza ladeada en un gesto amable—. ¿En qué sentido es el mejor?

—Lo es y punto —respondió Jonna tirándose de las mangas del jersey—. Es un tío legal. Y bueno, eso.

—¿Es que tú no eres buena? —Quiso saber Lars. Su pregunta parecía tener muchos sentidos ocultos.

—No —dijo Jonna en voz baja. Una vez más, recreó mentalmente la escena desarrollada delante de la finca, el odio que sintió hacia Barbie, lo herida que se sintió al saber lo que Barbie había ido diciendo de ella y su deseo de hacerle daño. Experimentó una satisfacción auténtica cuando le sesgó la piel con el cuchillo. Si hubiese sido buena, no lo habría hecho. Pero no dijo nada al respecto, sino que se puso a observar los coches que pasaban al otro lado de la ventana. Los cámaras ya habían recogido su equipo y se habían marchado. Y eso haría ella ahora, marcharse a casa. A un piso enorme y desierto. A las notas de la cocina con la recomendación de que no esperase levantada. A los folletos informativos sobre diversas carreras universitarias que le dejaban en la mesa de la sala de estar. Al silencio.

—Y tú, ¿qué vas a hacer ahora? —le preguntó Uffe a Lars en un tono ligeramente venenoso—. ¿Ahora que no podrás entretenerte con nosotros?

—No te preocupes, sabré mantenerme ocupado —respondió Lars tomando otro sorbo de su taza de té azucarado—. Terminaré el libro y quizá abra una consulta. ¿Y tú, Uffe? Tú no nos has dicho lo que vas a hacer.

Uffe se encogió de hombros con fingida indiferencia.

—Bah, nada especial. Supongo que una gira en el programa El bar, al menos un tiempo. Y me figuro que podré oír la dichosa canción I Want to Be Your Little Bunny hasta hartarme —dijo mirando a Tina con desprecio—. Y luego, pues… Bah, yo qué sé. Ya me las arreglaré. —Por un instante, la inseguridad se dejó traslucir a través de la máscara. Pero enseguida se esfumó y Uffe volvió a carcajearse como de costumbre—. ¡Mira lo que sé hacer! —Cogió la cucharilla del café y se la colocó en la nariz. ¿Cómo iba a perder el tiempo en preocuparse por el futuro? Los tíos que sabían sostener una cucharilla en la nariz siempre salían a flote.

Cuando se despidieron para dirigirse al autobús que los aguardaba para llevárselos de Tanum, Jonna se detuvo un minuto. Por un instante, creyó ver a Barbie allí sentada entre ellos, con su largo cabello rubio y sus uñas postizas tan largas que apenas si podía usar las manos. La vio riéndose con ese destello dulce y tierno en los ojos, tan característico, un destello que todos interpretaron como un indicio de debilidad. Jonna comprendía ahora que se había equivocado. Mehmet no era el único bueno. Barbie también lo era. Por primera vez, empezó a pensar en la tarde de aquel viernes en que todo salió tan mal. En quién había dicho qué, en realidad. En quién había difundido todo aquello que Jonna sospechaba ahora eran mentiras. En quién los había dirigido como a marionetas. En su mente empezó a formarse una idea, pero, antes de que hubiese cobrado forma, el autobús partió alejándolos de Tanumshede. Jonna miró por la ventanilla. El asiento contiguo iba vacío.

Hacia las diez de la mañana, Patrik empezó a lamentar no haber tomado algo más en el desayuno. En efecto, ahora le rugía el estómago y se encaminó a la cocina de la comisaría en busca de algo comestible. Tuvo suerte, un bollo de canela yacía olvidado y solitario en una bolsa sobre la mesa, y Patrik lo devoró en un segundo. No era el tentempié ideal, pero tendría que valer. Cuando volvió al despacho aún con la boca llena de migas, sonó el teléfono. Vio que era Annika e intentó tragarse la bola a toda velocidad, pero sólo consiguió que se le atascara en el gaznate.

—¿Hola? —preguntó en medio de un ataque de tos.

—¿Patrik? —Tragó un par de veces y logró arrastrar el resto de bollo.

—Sí, soy yo.

—Tienes visita —le dijo la recepcionista. Patrik comprendió que se trataba de algo importante.

—¿Quién es?

—Sofie Kaspersen.

Aquello era muy interesante. ¿La hija de Marit? ¿Para qué querría verlo?

—Dile que pase —respondió antes de salir al pasillo para recibir a Sofie.

La muchacha estaba pálida y muy desmejorada, y Patrik recordó que Gösta le había comentado algo de que, cuando estuvieron en casa de Ola, sufría gastroenteritis. Y, desde luego, tenía toda la pinta.

—Tengo entendido que has estado enferma. ¿Estás un poco mejor? —le preguntó mientras la conducía a su despacho.

Sofie asintió.

—Sí, he tenido gastroenteritis, pero ya estoy bien. Sólo que he perdido un par de kilos —explicó con media sonrisa.

—Vaya, pues podrías contagiarme un poco —dijo Patrik riéndose como para romper el hielo. La muchacha parecía estar aterrada. Permanecieron unos segundos en silencio. Patrik aguardó pacientemente.

—¿Saben algo más… de lo de mi madre? —preguntó Sofie finalmente.

—No —contestó Patrik con sinceridad—. Estamos muy atascados, la verdad.

—O sea, que siguen sin saber cuál es la conexión entre ella y los demás, ¿no?

—Sí —volvió a responder Patrik, que ya empezaba a preguntarse adónde quería ir a parar la joven. Con suma cautela, sugirió—: Yo creo que la conexión se encuentra en algún dato que aún no hemos descubierto. Algo que desconocemos, tanto de tu madre como de los demás.

—Ya… —respondió Sofie, aún sin saber qué hacer.

—Es importante que lo sepamos todo si queremos encontrar a la persona que te arrebató a tu madre. —Su voz sonó suplicante, pero era evidente que Sofie tenía algo que decirle, y que ese algo guardaba relación con su madre.

Tras otra larga pausa silenciosa, la joven se llevó la mano al bolsillo de la cazadora muy despacio. Con la vista clavada en el suelo, sacó un folio de papel y se lo entregó a Patrik. Cuando éste empezó a leer, Sofie se quedó mirándolo.

—¿Dónde has encontrado esto? —preguntó Patrik una vez hubo terminado de leerlo y con un cosquilleo de expectación en el estómago.

—En una caja. En casa de mi padre. Pero son cosas de mamá, cosas que ella guardó. Estaba entre un montón de fotos y cosas así.

—¿Sabe tu padre que lo has encontrado? —Quiso saber Patrik.

Sofie negó con un gesto vehemente. Su oscuro cabello liso flotó aleteando alrededor de su cara.

—No. Y no creo que le siente muy bien. Pero los policías que estuvieron en casa la semana pasada nos dijeron que debíamos avisar si sabíamos algo y, bueno, tenía la sensación de que esto había que contarlo. Por mi madre —añadió escrutándose las uñas.

—Has hecho lo correcto —aseguró Patrik subrayando la última palabra—. Es una información que debíamos conocer y creo que acabas de facilitarnos la clave del caso. —Patrik no podía ocultar su excitación. Era tanto lo que aportaba aquella información… Empezó a darle vueltas a otras piezas del rompecabezas: la lista de delitos de Börje, las lesiones de Rasmus, la culpa de Elsa…, todo encajaba.

—¿Puedo quedármelo? —preguntó agitando el documento.

—¿No podría sacar una copia? —sugirió Sofie.

Patrik asintió.

—Por supuesto. Y, si tu padre se enfada contigo, dile que hable conmigo. No has hecho más que lo correcto.

Sacó una copia en la fotocopiadora del pasillo, le devolvió a Sofie el original y la acompañó a la salida. Patrik se quedó observándola un buen rato mientras se alejaba por la calle, cabizbaja y con las manos hundidas en los bolsillos. Parecía que se encaminaba a casa de Kerstin. Esperaba que así fuera. Se necesitaban más de lo que ellas mismas creían.

Con el triunfo en la mirada, entró en la comisaría para ponerlos a todos a trabajar. ¡Por fin! ¡Por fin tenían la clave!

Bertil Mellberg acababa de vivir la mejor semana de toda su vida. Apenas podía creerlo. Rose-Marie había dormido en su casa otras dos veces y, aunque la actividad nocturna empezaba a dejar su huella en forma de un par de profundas ojeras, valía la pena. Se sorprendía a sí mismo tarareando a veces e incluso dando saltitos de alegría. Claro que sólo cuando no lo veía nadie.

Rose-Marie era fantástica. No podía creer la suerte que había tenido. Que aquel milagro de mujer lo hubiese convertido en su elegido. No, sencillamente, no lo entendía. Y ya habían empezado a hablar del futuro. En efecto, ambos estaban conmovedoramente de acuerdo en que tenían un futuro juntos. Sobre ese particular no cabía la más mínima duda. Mellberg, que siempre había abrigado un sano escepticismo hacia la formalización de las relaciones, no podía ahora contenerse.

También habían conversado sobre el pasado. Él le había hablado de Simon y, lleno de orgullo, le mostró una foto de aquel hijo al que tan tarde había conocido en la vida. Rose-Marie comentó lo guapo que era, tan parecido a su padre, y le aseguró que tenía muchas ganas de conocerlo. Ella, por su parte, tenía dos hijas. Una vivía en Kiruna y la otra en Estados Unidos. Las dos tan lejos, se lamentó apenada mientras le mostraba una foto de los nietos norteamericanos. Quizá pudieran ir los dos a verlos en verano, sugirió Rose-Marie. Y él asintió entusiasmado. Estados Unidos… Siempre había deseado ir allí. A decir verdad, nunca había salido de Suecia. Haber cruzado el puente de Svinesund no contaba como viaje al extranjero, desde luego. Pero Rose-Marie lo abrió a un mundo nuevo. De hecho, estaba pensando en comprar un apartamento compartido en España, le confesó una noche en la cama, con la cabeza recostada en su brazo. Una casa blanca con escalinata y balcón, con vistas al mar, con piscina propia y una buganvilla trepando por la fachada y difundiendo su encantador aroma en la cálida noche estival. Mellberg se lo imaginaba a la perfección. Él y Rose-Marie sentados en el balcón al calor de la noche, abrazados, bebiendo de sendas copas heladas. Una idea empezó a germinar en su mente negándose a desaparecer. En la penumbra del dormitorio, se volvió hacia ella y le propuso emocionado que comprasen el apartamento a medias. Aguardó nervioso su reacción, que no fue, al principio, tan entusiasta como él esperaba, sino más bien preocupada. Le dijo que, en ese caso, tenían que arreglar muy bien los papeles para que no hubiera problemas de dinero entre ellos. No podían permitir tal cosa. Él sonrió y le besó la punta de la nariz. Se ponía tan bonita cuando estaba preocupada… Pero finalmente se pusieron de acuerdo y convinieron que así lo harían.

Y allí estaba Mellberg, sentado en su despacho, con los ojos cerrados, sintiendo la cálida brisa en sus mejillas y el aroma a loción solar y a melocotones frescos. Las cortinas aleteando con la perfumada brisa marina. Se vio a sí mismo inclinado sobre Rose-Marie, le levantaba el ala de la pamela y… Unos golpes en la puerta lo arrancaron de su ensoñación.

—Entra —ordenó irritado apresurándose a bajar las piernas de la mesa y fingiendo que ordenaba unos documentos que tenía esparcidos por encima—. Espero que sea importante, estoy muy ocupado —le dijo a Hedström cuando lo vio asomar por la puerta.

Patrik asintió y tomó asiento.

—Es muy importante —aseguró, dejando sobre la mesa la copia del documento que le había llevado Sofie.

Mellberg lo leyó. Y, por una vez, se mostró de acuerdo con Patrik.

Había algo en la primavera que la llenaba de melancolía. Iba al trabajo y hacía lo que debía, luego volvía a casa, hablaba con Lennart y jugaba con los perros y se iba a la cama. Las mismas rutinas que el resto de las estaciones del año, pero justo en primavera solía invadirla la sensación de absurdo. En realidad, tenía una vida más que buena. Lennart y ella tenían una relación más estable y mejor que la mayoría de las parejas que conocía, los perros eran miembros de la familia muy queridos y, además, ambos compartían el interés por las competiciones de drag racing, que les permitía viajar por toda Suecia de una competición a otra y que les había procurado muchos amigos. En verano, otoño e invierno, aquello era más que suficiente. Sin embargo, por alguna razón, la primavera le hacía sentir que algo le faltaba. En primavera sentía con toda su fuerza el deseo de tener hijos. Ignoraba la razón. Quizá porque fue la estación en que sufrió el primer aborto. El 3 de abril, una fecha que siempre permanecería grabada a fuego en su corazón. Pese a que hacía ya más de quince años. Ocho abortos siguieron a aquel primero, incontables visitas al médico, exploraciones, tratamientos… Pero nada servía. Y al final, terminaron por aceptarlo. Y por sacar el mejor partido de la situación. Claro que también habían sopesado la posibilidad de adoptar, pero nunca se pusieron a ello. Se habían vuelto hipersensibles e inseguros después de tantos años de pérdidas y decepciones. No se atrevían a poner sus corazones en la balanza una vez más. Y pese a que la mayor parte del año consideraba que llevaban una buena vida, en primavera añoraba a todos sus hijos no nacidos. Sus niños y niñas que, por alguna razón, no se formaban ni para la vida en sus entrañas ni para la vida de fuera. A veces los imaginaba como angelitos, como seres diminutos que flotaban a su alrededor cual hojas al viento. Esos días no eran fáciles. Y hoy era uno de esos días.

Se enjugó las lágrimas e intentó concentrarse en la hoja de cálculo que tenía en la pantalla. Nadie de la comisaría conocía su tragedia personal, sólo sabían que ella y Lennart no tenían hijos, y Annika no quería que la vieran lamentarse. Entrecerró los ojos para enfocar bien las celdas y emparejar los datos. El nombre del propietario del perro en la celda de la izquierda y la dirección en la de la derecha. Le llevó más tiempo de lo que pensaba, pero por fin había averiguado la dirección de todos los nombres que figuraban en la lista. Annika guardó el documento en un disquete y lo sacó del ordenador. Los angelitos seguían flotando a su alrededor, le preguntaban cómo se habrían llamado, a qué habrían jugado juntos, qué habrían sido de mayores… Annika sentía que el llanto volvía a acosarla y miró el reloj. Las once y media. Ya podía ir a casa a almorzar. Sentía que necesitaba un rato de tranquilidad en casa. Pero antes iría a entregarle el disquete a Patrik. Sabía que quería tener la información lo antes posible.

En el pasillo se cruzó con Hanna y vio la posibilidad de evitarse la mirada escrutadora de Patrik.

—Hola Hanna —le dijo—. ¿Podrías llevarle este disquete a Patrik? Es la relación de los suecos que tienen galgos españoles y sus direcciones. Ya está terminada. Yo… estaba pensando que hoy me voy a comer a casa.

—Oye, ¿cómo estás? ¿No te encuentras bien? —le preguntó Hanna preocupada cogiendo el disquete.

Annika se obligó a sonreír.

—Sí, muy bien. Es sólo que me apetece comer algo casero.

—Vale —asintió Hanna sin creérselo del todo—. Bueno, yo le llevo el disquete a Patrik, no te preocupes. Entonces, nos vemos luego.

—Sí, luego nos vemos —respondió Annika apresurándose hacia la salida. Los angelitos la acompañaron a casa.

Patrik levantó la vista cuando llegó Hanna.

—Toma, Annika me ha pedido que te lo dé. Los dueños de los perros. —Hanna le entregó el disquete y Patrik lo dejó en la mesa.

—Siéntate un momento —dijo señalando la silla que había enfrente del escritorio. Hanna obedeció y Patrik la observó con una mirada escrutadora—. ¿Cómo te ha ido aquí este primer mes? ¿Estás a gusto? Un comienzo algo turbulento, quizá. —Sonrió y ella le correspondió con una tímida sonrisa. A decir verdad, estaba un poco preocupado por su nueva colega.

Parecía cansada, agotada. Claro que todos lo estaban, más o menos, después de las semanas que habían pasado, pero en el caso de Hanna había algo más. Había una película transparente sobre su rostro, algo más que simple cansancio. Como de costumbre, llevaba la melena rubia recogida en una cola de caballo, pero no tenía brillo, y, debajo de los ojos, la piel aparecía fina y oscura.

—Me ha ido estupendamente —respondió Hanna con vivacidad, inconsciente de que Patrik la estuviese observando—. Me encanta, de verdad, y me gusta estar ocupada al máximo. —Miró a su alrededor, observó todos los documentos y las fotografías que cubrían las paredes, y guardó silencio—. Bueno, comprendo que puede sonar un poco absurdo, pero tú me entiendes.

—Sí, te entiendo —sonrió Patrik—. Y Mellberg, ¿se ha… portado bien?

Hanna rompió a reír. Por un instante, su expresión se relajó un poco y Patrik reconoció en ella a la mujer que empezó en la comisaría hacía cinco semanas.

—Apenas lo he visto, si he de ser sincera, así que bueno, podemos decir que sí, que se ha portado bien. Lo que he aprendido a lo largo de estas cinco semanas es que, en la práctica, todos te consideran jefe a ti. Y he de decir que haces honor a tal consideración.

Patrik sintió que se ruborizaba sin poder remediarlo. No solían alabarlo, y no sabía cómo reaccionar.

—Gracias —murmuró con timidez y cambió de tema enseguida—. Habrá una nueva reunión dentro de una hora. He pensado que nos veamos en la cocina. Esto se nos queda muy estrecho.

—¿Ha habido alguna novedad? —preguntó Hanna irguiéndose en la silla.

—Pues… sí, podría decirse que sí —respondió Patrik sin poder contener media sonrisa—. Puede que hayamos encontrado la clave de la relación entre los cuatro casos —declaró sonriendo ya abiertamente.

Hanna se revolvió en la silla.

—¿La conexión? ¿Has encontrado la conexión?

—Bueno… yo no. Digamos que me la han traído. Pero he de hacer dos llamadas para confirmarlo, así que no quisiera decir nada antes de la reunión. Por ahora, sólo he informado a Mellberg.

—Vale, pues nos vemos dentro de una hora —convino Hanna antes de levantarse para salir. Patrik seguía sin poder librarse de la sensación de que algo le pasaba, pero se dijo que, llegado el momento, Hanna acudiría a él para contárselo.

Cogió el auricular y marcó el primer número.

—Hemos encontrado la conexión que estábamos buscando.

Patrik miró a su alrededor para disfrutar del efecto provocado por semejante declaración. Su mirada se detuvo un segundo en Annika y se inquietó al notar que parecía haber estado llorando. Aquello era del todo inusual, Annika siempre estaba alegre y tenía una actitud positiva en todas las situaciones, de modo que se dijo que debería hablar con ella después de la reunión, a fin de averiguar qué le ocurría.

—Sofie Kaspersen nos ha traído hoy la pieza decisiva del rompecabezas. Entre las pertenencias de su madre, encontró un viejo artículo y decidió venir a entregárnoslo. Está claro que Gösta y Hanna, que estuvieron en casa de su padre la semana pasada, supieron transmitirle la necesidad de que colaborasen, lo que la llevó a tomar esa resolución. ¡Buen trabajo! —dijo asintiendo alentador en la dirección de los dos colegas—. El artículo… —No pudo resistir la tentación de hacer una pequeña pausa de efecto al sentir la expectación que reinaba en la sala—. El artículo explica que, hace veinte años, Marit sufrió un accidente de tráfico en el que hubo un muerto. Su vehículo colisionó con el de una señora mayor que falleció en el acto y, cuando la policía acudió al lugar del siniestro, comprobaron que Marit sobrepasaba la tasa de alcohol permitida. La condenaron a once meses de cárcel.

—¿Por qué no hemos sabido nada al respecto hasta el momento? —preguntó Martin intrigado—. ¿Fue antes de que se mudara aquí?

—No. Ella y Ola tenían veinte años y llevaban ya uno viviendo en Tanumshede cuando tuvo lugar el accidente. Pero de eso hace mucho tiempo, la gente olvida, y quizá lo veían con cierta condescendencia. La tasa de alcohol estaba justo por encima del límite legal, y cogió el coche después de haber estado cenando en casa de una amiga, donde tomó un poco de vino. Lo sé porque he localizado los documentos relacionados con el accidente. Los teníamos en el archivo.

—O sea, que durante toda la investigación, hemos tenido los papeles que demostraban lo que dices ahí abajo, ¿no? —preguntó Gösta incrédulo.

—Sí, ya sé —asintió Patrik—, pero no es extraño que no lo encontrásemos. Ocurrió hace tantos años que no figuraba en ningún archivo electrónico, y no existía razón alguna para revisar los documentos del archivo así, al azar. Y, desde luego, tampoco existía razón alguna para revisar el cajón de las sentencias por conducción bajo los efectos del alcohol.

—Ya, pero aun así… —masculló Gösta abatido.

—Lo he comprobado con Lund, Nyköping y Boras. Rasmus Olsson sufrió sus lesiones en un accidente de tráfico. Él conducía, se le fue el coche contra un árbol y su acompañante, un amigo de su misma edad, falleció a consecuencia de la colisión. Börje Knudsen tenía un repertorio delictivo tan largo como mi brazo. Uno de ellos es un accidente, ocurrido hace quince años, en el que provocó un choque frontal con un vehículo que venía en sentido contrario. Una niña de cinco años murió en aquel accidente. Es decir, en tres de los cuatro casos, nuestras víctimas, en estado de embriaguez, protagonizaron un accidente de tráfico que causó la muerte de otra persona.

—¿Y Elsa Forsell? —Quiso saber Hanna clavando la mirada en Patrik, que hizo un gesto de resignación.

—Es el único caso en que aún no cuento con la confirmación necesaria. No hay ninguna sentencia contra ella en Nyköping, pero el sacerdote de su comunidad religiosa nos habló con insistencia de la «culpa» de Elsa. Y yo creo que se trata de una culpa del mismo tipo, sólo que no la hemos encontrado todavía. Voy a llamar al sacerdote, Silvio Mancini, después de nuestra reunión a ver si puedo sacarle algo más.

—Buen trabajo, Hedström. —Lo felicitó Mellberg desde el lugar donde estaba sentado, junto a la mesa de la cocina común. Su intervención fue tan inesperada que todas las miradas se volvieron hacia él.

—Gracias —respondió Patrik tan perplejo que ni siquiera se sintió avergonzado. Un elogio por parte de Mellberg era como… No, ni siquiera se le ocurría un buen símil. Sencillamente, Mellberg no elogiaba a nadie y punto. Un tanto desconcertado por lo inesperado del comentario, prosiguió—: En otras palabras, ahora hemos de trabajar partiendo de los nuevos datos. Averiguar tanto como podamos de aquellos accidentes. Gösta, tú te encargarás de Marit. Martin, tú dedícate al caso de Boras. Hanna, tú indaga en el de Lund. Yo trataré de averiguar algo más sobre Nyköping y Elsa Forsell. ¿Alguna pregunta?

Nadie se pronunció, de modo que Patrik dio por concluida la reunión y se marchó dispuesto a telefonear a Nyköping. Reinaba en la comisaría una especie de frenesí, una energía y una tensión renovadas. Era tan evidente que Patrik pensó que podría palparlo con la mano. Se detuvo en el pasillo, respiró hondo y entró para hacer aquella llamada.

Cuando iba a Italia a ver a la familia y los amigos, todos acostumbraban a hacerle siempre las mismas preguntas. ¿Cómo podía vivir a gusto en el frío norte? ¿No eran los suecos una gente muy rara? Por lo que ellos sabían, siempre estaban encerrados en sus casas y apenas hablaban con nadie. Además, no sabían entendérselas con el alcohol: bebían como esponjas y siempre se emborrachaban. ¿Cómo quería vivir allí?

Silvio solía dar un trago de un buen vaso de vino tinto y contemplar unos segundos los olivares de su hermano antes de responder:

—Los suecos me necesitan.

Y, de hecho, era lo que sentía. Cuando, treinta años atrás, partió rumbo a Suecia, le pareció una aventura. La oferta de un trabajo temporal que le hizo la comunidad católica de Estocolmo le brindó la oportunidad que siempre había buscado, la oportunidad de conocer un país que siempre se le había antojado mítico y extraordinario. Una vez allí, quizá no le resultó tan extraordinario. Y era verdad que, el primer invierno, estuvo a punto de morir de frío, hasta que aprendió que, para salir a la calle en enero, debía ponerse tres capas de ropa. Pese a todo, fue un amor a primera vista. Se enamoró de la luz, de las comidas, de la fría apariencia y el interior ardiente de los suecos. Aprendió a apreciar y a comprender sus pequeños gestos, lo obsequioso de sus comentarios, la amabilidad discreta de que hacían gala los rubios hombres del norte. Aunque esto último no era del todo cierto. En realidad, se quedó muy sorprendido cuando aterrizó en tierra sueca y comprobó que no todos los suecos eran rubios de ojos azules.

En cualquier caso, allí permaneció. Después de diez años en la comunidad de Estocolmo, se le ofreció la posibilidad de dirigir su propia parroquia en Nyköping. Con el transcurso de los años había adquirido incluso cierto acento de Sörmland, mezclado con su sueco italianizado, y le encantaba comprobar el regocijo que semejante mezcla provocaba en su auditorio de vez en cuando. Reír era algo que los suecos hacían con poquísima frecuencia. Quizá el común de los mortales no asociara el catolicismo a la alegría y a la risa, pero para él la religión era eso precisamente. Si el amor a Dios no era luz y deleite, ¿qué podía serlo en la vida?

Aquello sorprendió a Elsa al principio. Elsa acudió a él quizá con la esperanza de encontrar allí cilicio y látigo. En cambio, halló una mano cálida y una mirada afable. Llegaron a conversar tanto sobre ello… Su sentimiento de culpa, su necesidad de verse castigada… A lo largo de los años, la fue guiando por todos los estratos de los conceptos de culpa y perdón. La parte más importante del perdón era el arrepentimiento. El arrepentimiento sincero. Y eso lo había sentido Elsa de un modo desmedido. Durante más de treinta años, había sentido arrepentimiento, cada día y cada segundo. Demasiado tiempo para llevar un yugo tan pesado. Silvio se alegraba de haber aligerado su carga levemente, para que pudiera respirar un poco, al menos durante unos años, hasta el día de su muerte.

Silvio frunció el entrecejo. Había pensado mucho en la vida de Elsa —y también en su muerte— desde que recibió la visita de los policías. En realidad, había pensado mucho en ello antes también, pero sus preguntas removieron una infinidad de sentimientos y de recuerdos. Sin embargo, la confesión era sagrada. El sacerdote no podía traicionar la confianza que los fieles depositaban en él. Y lo sabía. Aun así, las ideas giraban en su cabeza, el anhelo de romper una promesa a la que estaba obligado por Dios. Pero sabía que era imposible.

Cuando sonó el teléfono que tenía en el escritorio, supo instintivamente quién llamaba. Respondió con una mezcla de esperanza y de angustia.

—Aquí Silvio Mancini.

Sonrió al oír la voz del policía de Tanumshede. Escuchó un buen rato lo que Patrik Hedström tenía que decirle y, finalmente, respondió al tiempo que meneaba la cabeza:

—Lo siento, me es imposible desvelar lo que Elsa me confió.

—Lo sé, está sujeto al voto de silencio.

El corazón le latía acelerado en el pecho. Por un instante, creyó ver a Elsa en la silla de enfrente. Tan erguida, con su melena corta de color gris ceniciento y aquella delgadez. Silvio intentó hacerla engordar un poco a base de pasta y de galletas, pero nada parecía arraigar en sus huesos. Elsa lo contemplaba con dulzura.

—Lo siento muchísimo, pero no puedo. Tendrán que encontrar otras vías para… —Elsa asentía animándolo desde la silla y Silvio trató de comprender qué deseaba transmitirle. ¿Acaso quería que hablase? No servía de nada, pues le era imposible. Elsa seguía observándolo y, de repente, tuvo una idea. Muy despacio, le dijo a Patrik—: No puedo revelar lo que Elsa me dijo, pero sí lo que es conocido por todos. Elsa era de su región. Era de Uddevalla.

Desde su lugar en la silla de enfrente, Elsa le sonrió antes de desaparecer. Silvio sabía que no había sido real, sino producto de su imaginación. Pero fue un alivio verla.

Cuando colgó el auricular, se sintió en paz. No había traicionado a Dios, y tampoco había traicionado a Elsa. El resto era cosa de la policía.

Erica comprendió que algo había ocurrido en cuanto Patrik cruzó la puerta. Caminaba con paso ligero y con los hombros relajados.

—¿Te ha ido bien hoy? —preguntó cauta acercándosele con Maja en brazos. La pequeña se echó radiante en sus brazos y Patrik la cogió.

—Sí, hoy ha ido estupendamente —respondió dando unos pasos de baile con su hija. Maja se rio tanto que le entró hipo. Papá era tan divertido que era para morirse de risa. Y ella lo sabía desde muy temprana edad.

—Cuéntame —le pidió Erica y entró en la cocina para terminar de preparar la cena, seguida de Patrik y Maja. Anna, Emma y Adrian estaban viendo en la tele Bolibompa, y lo saludaron abstraídos con la mano. El oso Björne reclamaba toda su atención.

—Hemos encontrado la conexión —dijo Patrik dejando a Maja en el suelo. La pequeña se quedó allí un momento, debatiéndose entre su padre y Björne, pero al final se decidió por el más peludo de los dos y se marchó gateando en dirección a la tele—. Siempre me deja, siempre voy en segundo lugar —suspiró melodramático mirando a Maja.

—Eh, pero para mí sigues siendo el número uno —dijo Erica abrazándolo largamente antes de volver a los preparativos de la cena. Patrik se sentó a mirarla.

Erica carraspeó y lanzó una mirada elocuente hacia las verduras que había en la encimera.

Patrik se levantó de un salto y empezó a cortar el pepino para la ensalada.

—Ordéname que salte y sólo te preguntaré a qué altura —aseguró entre risas y se hizo a un lado para esquivar un amago de patada que Erica fue a darle en broma.

—Espera y verás, a partir del sábado, el látigo restallará en esta casa con renovada intensidad —repuso Erica intentando en vano infundir temor. Sólo de pensar en la boda, se ponía de buen humor.

—Pues a mí me parece que restalla bastante bien ya —le dijo inclinándose para besarla.

—¡Eh, parad ya! —Se oyó gritar a Anna desde la sala de estar—. ¡Os oigo besaros, muac, muac! Que sepáis que aquí hay menores.

—Ejem… Quizá deberíamos dejarlo para más tarde —propuso Erica guiñándole un ojo a Patrik—. Bueno, a ver, cuéntame las novedades.

Patrik le expuso brevemente lo que habían averiguado y la sonrisa se borró del rostro de Erica. Era tan trágico, tanta muerte y, pese a que la investigación había experimentado un avance significativo, comprendía que iba a resultar difícil también en lo sucesivo.

—De modo que la víctima de Nyköping también había causado la muerte de alguien con un coche, ¿no?

—Bueno, aún no conocemos los detalles. Ese accidente es mucho más antiguo que los otros, así que nos llevará tiempo averiguar algo más. Pero hoy he estado hablando con los colegas de Uddevalla y nos enviarán todo el material de que dispongan en cuanto lo encuentren. A algún pobre diablo le tocará arrastrarse y rebuscar un buen rato entre cajones polvorientos.

—Es decir, que alguien se dedica a asesinar a gente que ha matado a alguien por conducir borracho. Pero esos delitos al volante se extienden desde el primer accidente, hace treinta y cinco años, hasta… ¿cuándo fue el último?

—Hace diecisiete años —dijo Patrik—. Rasmus Olsson.

—Y por toda Suecia. —Constató Erica pensativa, sin dejar de remover el contenido de la olla—. Desde Lund hasta aquí. ¿Cuándo tuvo lugar el primer asesinato?

—Hace diez años —respondió Patrik observando atentamente a su futura esposa. Erica estaba acostumbrada a manejar datos y a analizarlos, y él solía recurrir a su sagacidad.

—O sea, que el asesino se mueve a lo largo de una zona muy extensa, sus crímenes están alejados en el tiempo y lo único que las víctimas tienen en común es que los han asesinado por haber causado una muerte accidental al conducir bebidos.

—Exacto, así es —suspiró Patrik. Al oír la síntesis de Erica, tomó conciencia de lo imposible que era la situación. Mezcló las verduras en una fuente y la colocó en la mesa—. No olvides que seguramente nos falte una víctima —le dijo en voz baja al tiempo que se sentaba—. Lo más probable es que se trate de la víctima número dos, a la que aún no hemos encontrado. Bueno, yo estoy seguro de que es así. Se nos ha escapado uno.

—¿No hay manera de obtener más información de las páginas del cuento? —Quiso saber Erica mientras colocaba la olla humeante sobre un salvamanteles.

—Parece que no —dijo Patrik—. Así que ahora tengo todas mis esperanzas puestas en que la información sobre el accidente de Elsa Forsell aporte algún dato que nos permita seguir avanzando. Ella fue la primera víctima, y algo me dice que por esa razón es la más significativa.

—Sí… puede que tengas razón —convino Erica antes de llamar a Anna y a los niños. Ya hablarían después.

Habían pasado dos días desde que supieron lo que tenían en común las víctimas del asesino en serie. La euforia inicial se fue apagando, sustituida por cierto abatimiento. Aún seguían sin comprender por qué tanta dispersión geográfica. ¿Acaso se dedicaba el asesino a viajar por toda Suecia en busca de sus víctimas o había vivido en todas esas ciudades? Aún eran demasiados los interrogantes. Habían leído con lupa todo el material disponible sobre los accidentes en que habían estado involucradas las víctimas, pero no hallaron nada que las vinculase. Patrik se sentía inclinado a pensar que no existía ninguna relación personal entre los asesinatos, sino que el asesino era una persona rebosante de odio que, de forma totalmente arbitraria, había elegido a una serie de víctimas en razón de sus acciones. De ser así, el asesino no tenía en cuenta que varias de las víctimas hubiesen demostrado arrepentimiento sincero después del suceso. Elsa había vivido cargando con la culpa y buscó el perdón en la religión. Marit jamás volvió a probar el alcohol, y lo mismo ocurrió con Rasmus, que, de todos modos, no podía beber a causa de las lesiones provocadas por el accidente. Börje era la excepción. Él continuó bebiendo y continuó conduciendo bebido y no parecía vivir preocupado por la niña cuya muerte debía llevar en su conciencia.

Sin embargo, era imposible sacar ninguna conclusión, puesto que faltaba una de las víctimas para tener la imagen completa. Cuando el teléfono sonó a las nueve de la mañana del miércoles, Patrik no tenía ni idea de que aquella llamada le brindaría la última pieza del rompecabezas.

—Aquí Patrik Hedström —respondió, y tapó enseguida el micrófono con la mano, para que la persona que llamaba no lo oyese bostezar. Por esa razón no oyó bien el nombre—. Perdón, me ha dicho que se llama…

—Vilgot Runberg, soy comisario de Ortboda.

—¿Ortboda? —repitió Patrik buscando febrilmente en un mapa mental del país.

—A las afueras de Eskilstuna —explicó el comisario un tanto impaciente—. Pero es una comisaría pequeña, sólo somos tres.

El comisario apartó la boca del auricular para toser y, un segundo después, prosiguió:

—Resulta que acabo de volver de dos semanas de vacaciones en Tailandia.

—¿Ajá? —respondió Patrik preguntándose adónde conduciría aquella conversación.

—Sí, por eso no había visto vuestra consulta hasta ahora.

—Ajá —dijo Patrik con renovado interés. Sintió la expectación ante lo que intuía que iba a oír.

—Sí, los muchachos son relativamente nuevos en la zona, así que no sabían nada del asunto, pero yo conozco el caso, sin duda. Yo mismo dirigí la investigación, hace ocho años.

—¿Qué caso? —preguntó Patrik, cuya respiración sonaba ahora entrecortada y superficial. Se apretó el auricular contra la oreja por miedo a perderse una sola palabra.

—Pues sí, hace ocho años, un hombre del pueblo… Bueno, yo pensaba que en todo aquello había algo muy extraño. Pero, claro, tenía antecedentes de alcoholismo y… —El comisario dejó la frase inconclusa: le costaba admitir el error cometido—. En fin, que todos creímos que había recaído y que había bebido hasta morir, pero las lesiones que mencionáis… Debo confesar que, bien mirado, yo tuve mis dudas entonces. —Se hizo un largo silencio y Patrik comprendió lo mucho que al comisario le estaba costando hacer aquella llamada.

—¿Cómo se llamaba el hombre? —preguntó Patrik para romper el silencio.

—Jan-Olov Persson —respondió el comisario Runberg—. Tenía cuarenta y dos años, trabajaba de carpintero. Era viudo.

—¿Y había sido alcohólico?

—Sí. Durante un tiempo estuvo verdaderamente en el arroyo. Cuando su mujer murió, pues… bueno, el hombre se hundió. Fue una historia verdaderamente lamentable. Una noche se sentó borracho al volante y atropelló a una pareja joven que había salido a pasear. El hombre falleció y a Jan-Olov lo encerraron una temporada. Pero una vez que salió, jamás volvió a probar el alcohol. Se portaba bien, hacía su trabajo, cuidaba de su hija…

—Y luego, un día, lo encuentran muerto y con una tasa insólita de alcohol en la sangre.

—Exacto —suspiró Runberg—. Como te decía, creí que nos hallábamos ante una recaída que se le había ido de las manos. Lo encontró su hija de diez años. La pequeña declaró que se había cruzado en la puerta con un desconocido, pero supongo que no le prestamos mucha atención. Pensamos que era el shock, o que quería proteger a su padre… —Su voz terminó por apagarse y la vergüenza impregnó el silencio que se hizo a continuación.

—¿Hallasteis cerca de su cadáver alguna página suelta de un libro? De un cuento, concretamente.

—Cuando leí vuestra consulta, estuve haciendo memoria, pero no lo recuerdo —admitió Runberg—. De ser así, no reparamos en ello. Supongo que pensamos que sería de la niña.

—O sea, que no tenéis nada —se oyó preguntar Patrik, decepcionado.

—No, no tenemos mucho que digamos. Ya te digo, creíamos que el tipo se mató bebiendo. Pero puedo enviarte lo poco que conservamos.

—¿Tenéis fax? Si pudieras enviármelo por fax… Estaría bien recibirlo lo antes posible.

—Claro —respondió Runberg, antes de añadir—: Pobre niña, ¡qué vida la suya! Primero murió su madre, cuando era pequeña, y su padre da con sus huesos en la cárcel. Y luego se le muere el padre. Y ahora resulta que, según he leído en los periódicos, la han asesinado ahí, en Tanum. Se ve que estaba participando en uno de esos reality-shows. La verdad es que jamás la habría reconocido por las fotos. Apenas quedaba rastro de la pequeña Lillemor. A los diez años era menuda y escuálida y tenía el pelo oscuro, y ahora… En fin, se produjeron muchos cambios durante esos años.

Patrik sentía que todo le daba vueltas. En un primer momento, le costó interiorizar la información. Luego, en una fracción de segundo, tomó conciencia de lo que implicaban las palabras que acababa de oírle decir a Vilgot Runberg. Lillemor, la joven Barbie, era hija de la segunda víctima. Y, ocho años atrás, había visto al asesino.

Cuando Mellberg entró en el banco, se sentía más seguro y más feliz de lo que se había sentido en muchos, muchos años. Él, que detestaba gastar dinero, estaba a punto de invertir doscientas mil coronas sin el menor atisbo de duda. Y es que iba a comprarse un futuro. Un futuro con Rose-Marie. Siempre que cerraba los ojos, algo que, a decir verdad, sucedía cada vez más a menudo en horario laboral, percibía el olor del hibisco, el perfume a sol y agua marina, y el aroma de Rose-Marie. No alcanzaba a comprender la suerte que había tenido y lo mucho que su vida había cambiado en tan sólo unas semanas. En junio irían juntos al apartamento por primera vez y pasarían allí cuatro semanas. Ya contaba los días.

—Quisiera ordenar una transferencia de doscientas mil coronas —le dijo a la cajera entregándole el impreso con el número de cuenta. Sentía cierto orgullo. No eran muchos los que habían conseguido ahorrar tanto dinero con un sueldo de policía, pero granito a granito… Ahora disponía de unos ahorros respetables. Rose-Marie tenía la misma cantidad y el resto podían pedirlo prestado, según propuso ella misma. Sin embargo, cuando lo llamó el día anterior, le advirtió que era importante que se diesen prisa, pues había otra pareja interesada.

Mellberg saboreó sus palabras, «otra pareja». Quién iba a decirle que formaría una pareja, a sus años… Rio para sus adentros. Desde luego, él y Rose-Marie también podían competir con los jóvenes en la alcoba. Rose-Marie era maravillosa en todos los sentidos.

Ya estaba a punto de darse la vuelta y marcharse una vez finalizada la transacción, cuando se le ocurrió una brillante idea.

—¿Cuál es el saldo actual de la cuenta? —le preguntó ansioso a la cajera.

—Dieciséis mil cuatrocientas coronas —le respondió la mujer. Mellberg se lo pensó un nanosegundo, antes de tomar la decisión.

—Quiero un reintegro. Me lo llevo todo al contado.

—¿Al contado? —le preguntó la cajera asombrada mientras él asentía con firmeza. Un plan había cobrado forma en su cabeza y, cuanto más lo pensaba, más apropiado se le antojaba. Con gesto ampuloso, se guardó el dinero en la cartera y volvió a la comisaría. Jamás habría podido imaginar que se sentiría tan bien gastando dinero.

—Martin. —Patrik entró jadeante en el despacho del colega, que se preguntó qué habría ocurrido—. Martin —repitió al tiempo que se sentaba para recobrar el aliento.

—¿Te has rayado como un disco? —bromeó Martin sonriente—. Creo que deberías cuidarte ese jadeo.

Patrik desechó la broma con un gesto y, por una vez, no aprovechó la oportunidad de hacer unos chistes.

—Están relacionadas —declaró inclinándose sobre Patrik.

—¿Quiénes están relacionadas? —Martin se extrañó al ver a Patrik tan alterado.

—Las dos investigaciones —reveló Patrik triunfal.

Martin se sintió más confuso aún.

—Ajá… —respondió vacilante—. Ya hemos constatado que el denominador común es la conducción bajo los efectos del alcohol… —Frunció el entrecejo tratando de comprender sobre qué deliraba Patrik.

—No, no esas investigaciones, sino las dos investigaciones independientes que llevamos. El asesinato de Lillemor guarda relación con los demás. Es el mismo asesino.

A aquellas alturas, Martin ya estaba convencido de que Patrik se había vuelto loco de atar. Se preguntó preocupado si se debería al estrés. La gran cantidad de trabajo de las últimas semanas, combinada con el nerviosismo por la boda. Eso podía pasar en las mejores familias…

Patrik pareció adivinar lo que pensaba y lo interrumpió irritado.

—Te digo que están relacionadas, escucha.

Le expuso brevemente lo que le había revelado Vilgot Runberg y el asombro de Martin fue creciendo a medida que hablaba. No podía creerlo, resultaba demasiado inverosímil. Miró a Patrik intentando asimilar todos los datos.

—Es decir, la víctima número dos es un tal Jan-Olov Persson que, a su vez, era padre de Lillemor Persson. Y Lillemor vio al asesino cuando tenía diez años.

—Exacto —confirmó Patrik aliviado al ver que Martin lo captaba por fin—. ¡Y coincide con lo que escribió en el diario! Recuerda que decía que le sonaba la cara de alguien, aunque no sabía de qué. Un breve encuentro ocho años atrás, cuando ella sólo contaba diez, no puede quedar nítido en el recuerdo.

—Pero el asesino cayó en la cuenta de quién era y temió que se le refrescase la memoria.

—Sí, y por eso tuvo que matarla antes de que pudiese identificarlo y lo relacionáramos con el asesinato de Marit.

—Y, a la larga, con los demás asesinatos —remató Martin entusiasmado.

—Así es, ¿verdad que sí? —preguntó Patrik con la misma alegría.

—De modo que si damos con el asesino de Lillemor, resolveremos también los demás asesinatos —concluyó Martin más calmado.

—Sí. O al contrario, si resolvemos los otros casos, daremos con el asesino de Lillemor.

—Sí. —Ambos guardaron silencio unos minutos.

Patrik sentía deseos de gritar «¡Eureka!», pero comprendió que no era muy apropiado.

—¿Con qué contamos para investigar en el caso de Lillemor? —Fue la pregunta retórica de Patrik—. Tenemos los pelos del perro y la grabación de la noche del asesinato. Tú le echaste otro vistazo el lunes, ¿no? ¿Viste algo más que fuese de interés?

Algo empezó a moverse en el subconsciente de Martin, pero lo que quiera que fuese se negaba a emerger a la superficie, de modo que terminó por negar con un gesto.

—No, no vi nada nuevo. Sólo lo que contenía el informe conjunto de Hanna y mío. Patrik asintió despacio.

—Entonces, nos pondremos a repasar la lista de los dueños de galgos españoles. Annika me la entregó el otro día. —Se levantó—. Voy a comunicarles las novedades a los demás.

—Sí, ve —le respondió Martin ausente. Seguía intentando recordar qué le había pasado inadvertido. ¿Qué demonios era lo que había visto en la grabación? ¿O qué no había visto? Cuanto más se esforzaba, tanto más parecía escapársele la idea. Exhaló un suspiro. Más le valía dejarlo por el momento.

La noticia causó en la comisaría el mismo efecto que una bomba. En un primer momento, todos reaccionaron con la misma suspicacia que Martin, pero a medida que Patrik fue exponiéndoles los hechos, fueron aceptándola. Una vez informados todos los colegas, Patrik volvió a su escritorio para diseñar una estrategia de cómo continuar.

—Menuda noticia —le dijo Gösta desde el umbral de la puerta.

Patrik asintió sin pronunciar palabra.

—Ven y siéntate aquí —lo invitó. Gösta obedeció—. Sí. El único problema es que no sé cómo voy a desbrozar esta maraña —admitió Patrik—. Había pensado repasar la lista que confeccionaste con todos los dueños de galgos españoles y echarle un vistazo a los documentos que nos han enviado de Ortboda —añadió señalando los faxes que tenía sobre la mesa y que había recibido diez minutos antes.

—Sí, hay cosas que hacer —suspiró Gösta con una mirada a todos los papeles que cubrían las paredes—. Es como una tela de araña gigantesca, pero sin guía que nos lleve al lugar donde se encuentra la araña.

Patrik soltó una risita.

—Vaya, Gösta, menudo símil, no sabía que tuvieses una vena poética.

Gösta murmuró una respuesta inaudible, se levantó y dio una vuelta por la habitación, con la cara a unos centímetros de los documentos y las fotografías que lo empapelaban todo.

—Debe de haber algún detalle, por ínfimo que sea, que hayamos pasado por alto.

—Pues sí. Si encuentras algo, te estaré más que agradecido. Yo lo he estudiado tanto todo, que ya no veo nada —dijo abarcando con un gesto las cuatro paredes.

—Sinceramente, no entiendo cómo puedes trabajar rodeado de este modo —observó Gösta señalando las fotos de las víctimas, que estaban colocadas por orden cronológico. Elsa, junto a la ventana, y Marit cerca de la puerta—. Aún no has colocado la foto de Jan-Olov —constató indicándole el lugar correspondiente, a la derecha de Elsa Forsell.

—No, no he tenido tiempo —admitió Patrik con cierto regocijo: había ocasiones en que Gösta estallaba de repente en una especie de ansia por trabajar. El bueno de Gösta Flygare… Y, al parecer, aquélla era una de esas ocasiones—. ¿Quieres que me aparte? —preguntó al ver que quería pasar por detrás de su silla.

—Sí, me facilitaría las cosas —asintió Gösta haciéndose a un lado para que Patrik pudiera salir.

Patrik se apoyó en la pared opuesta y se cruzó de brazos. No era tan mala idea que alguien más estudiase aquello con detenimiento.

—Veo que el laboratorio te ha devuelto todas las páginas del cuento —dijo Gösta mirando a Patrik.

—Sí, llegaron ayer. La única que nos falta es la de Jan-Olov, pero no la conservan.

—Lástima —se lamentó Gösta antes de seguir con las fotos, estudiándolas en sentido inverso, desde Marit hasta Elsa Forsell—. Me pregunto por qué justamente el cuento de Hansel y Gretel —apuntó pensativo—. ¿Será fortuito o tendrá algún significado?

—Ya me gustaría saberlo, ya. Eso y mucho más —reconoció Patrik.

—Eh… —murmuró Gösta, que ya había llegado justo a la porción de pared cubierta por los documentos y las fotografías de Elsa Forsell.

—Llamé a Uddevalla. Aún no han encontrado los informes de su accidente, pero los enviarán por fax en cuanto den con ellos —se adelantó Patrik, adivinando la pregunta de Gösta.

Éste no respondió. Simplemente, se quedó un buen rato en silencio observando los documentos. La luz primaveral se filtraba por la ventana arrancando destellos de aquellos papeles cuya superficie era satinada. Frunció levemente el entrecejo. Retrocedió un poco. Se inclinó luego para acercarse más que antes. Tanto que casi pegó la oreja a la pared. Patrik lo observaba presa del mayor de los desconciertos. ¿Qué demonios estaba haciendo?

—Colócate donde estoy yo —le dijo Gösta haciéndose a un lado.

Patrik se apresuró a adoptar la misma posición, acercó la cabeza a la pared y observó la página del libro tal y como Gösta acababa de hacer. Y así, al contraluz, vio lo que Gösta acababa de descubrir.

Sofie se sentía como congelada por dentro. Miraba el ataúd mientras lo enterraban. Miraba, pero no lo entendía. No podía entenderlo. Que fuese su madre la que ocupara aquel féretro.

El pastor hablaba o, al menos, se le movía la boca, pero Sofie no oía lo que decía a causa del murmullo ensordecedor que le ronroneaba en los oídos acallando todo lo demás. Miró a su padre de soslayo. Ola estaba serio y sereno, con la cabeza gacha y rodeando con el brazo los hombros de la abuela. Los padres de su madre habían llegado de Noruega el día anterior. Distintos a como ella los recordaba, pese a que se habían visto la Navidad pasada. La abuela tenía en la cara arrugas nuevas, y Sofie no supo bien cómo acercarse a ella. También el abuelo había cambiado. Ahora era más callado, más difuso. Siempre fue un hombre jovial y alegre, pero en el apartamento de Ola y de Sofie no hacía más que deambular de un lado a otro y sólo hablaba cuando se le dirigía la palabra.

Sofie vio con el rabillo del ojo algo que se movía junto a la verja, al fondo del cementerio. Volvió la cabeza en aquella dirección y vio a Kerstin con su abrigo rojo y las manos convulsamente aferradas a los barrotes. Sofie era incapaz de apartar la vista de ella. Se avergonzaba de que su padre estuviese allí y Kerstin, en cambio, no pudiese estar. Se avergonzaba de no haber luchado por el derecho de Kerstin a estar allí y despedirse de Marit. Pero su padre se mostró tan hostil, tan firme. Y Sofie no tuvo fuerzas. Desde que se enteró de que le había entregado a la policía el artículo sobre Marit, no paró de regañarle por haber avergonzado a la familia. Por haberlo avergonzado a él. Así que, cuando empezó a hablar del entierro y de que sólo sería para los más íntimos, sólo la familia de Marit, y «la tipa aquella que osara siquiera» acercarse, Sofie optó por la salida más fácil y guardó silencio. Sabía que no era lo correcto, pero su padre estaba lleno de odio y tan indignado que Sofie sabía que aquella lucha le costaría demasiado.

Pero cuando vio a lo lejos el rostro de Kerstin, lamentó profundamente su actitud. Allí estaba la compañera de su madre, sola y sin posibilidad de darle a su amada el último adiós. Se dijo que debería haber sido más valiente. Debería haber sido más fuerte. El nombre de Kerstin ni siquiera pudo figurar en la necrológica. Ola encargó una esquela en la que él, Sofie y los padres de Marit figuraban como los dolientes. Pero Kerstin envió la suya propia. Ola se encolerizó al verla en el periódico, el día antes de que apareciese la suya, aunque no pudo hacer nada por evitarlo.

De repente, Sofie sintió un profundo cansancio. Estaba harta de las mentiras, de las apariencias, de lo injusto que era todo. Se apartó del sendero de grava y vaciló un segundo para dirigirse luego resuelta hacia donde se encontraba Kerstin. Por un segundo, volvió a sentir la mano de su madre en el hombro y, cuando se arrojó a los brazos de Kerstin, lo hizo con una sonrisa en los labios.

—Sigrid Jansson —dijo Patrik con los ojos entrecerrados—. Mira, ¿verdad que dice Sigrid Jansson?

Le dejó espacio a Gösta, que volvió a echar un vistazo a la página y al nombre que se perfilaba a la luz del sol primaveral que entraba por la ventana.

—Sí, eso parece —confirmó Gösta satisfecho.

—¡Qué raro que no lo hayan visto en el laboratorio! —se extrañó Patrik, pero enseguida comprendió que su misión era buscar huellas dactilares. Y lo que había ocurrido era que, cuando la propietaria del libro escribió su nombre en la guarda, éste quedó grabado en la siguiente, la primera página, la que encontraron junto al cadáver de Elsa Forsell.

—¿Qué hacemos? —preguntó Gösta aún con la misma expresión ufana en el semblante.

—No es un nombre raro, pero podemos hacer una búsqueda de todas las Sigrid Jansson que haya en Suecia, a ver qué sacamos.

—Era un libro antiguo, puede que el propietario esté muerto.

—Pues… sí… —Patrik reflexionó antes de contestar—. Por eso no debemos limitar la búsqueda al término «mujeres vivas», sino que buscaremos entre las nacidas… en el siglo XX.

—Suena razonable —admitió Gösta—. ¿Crees que el hecho de que a Elsa Forsell le tocase la primera página tiene algún significado? ¿Existirá alguna relación entre ella y esta tal Sigrid Jansson?

Patrik se encogió de hombros. En lo que concernía a aquel caso, ya nada le sorprendía. Cualquier cosa parecía posible.

—Tendremos que averiguarlo —se limitó a responder—. Y quizá sepamos más cuando llamen de Uddevalla.

Y en ese momento, como por ensalmo, sonó el teléfono que Patrik tenía en el escritorio.

—Aquí Patrik Hedström —dijo Patrik indicándole a Gösta que se quedase en cuanto oyó quién llamaba.

—…

—Un accidente. En 1969. Sí… Sí… No… Sí…

Fue respondiendo con monosílabos mientras Gösta daba saltos de impaciencia. Por la expresión de Patrik, comprendió que se trataba de una información crucial. Y así era, de hecho.

Cuando colgó, le dijo triunfal:

—Era Uddevalla. Han encontrado los datos de Elsa Forsell. Iba conduciendo cuando se produjo un accidente en el que chocó de frente con otro vehículo, en 1969. Había bebido. Y adivina cómo se llamaba la mujer que murió en dicho accidente…

—Sigrid Jansson —susurró Gösta emocionado.

Patrik asintió.

—¿Vienes conmigo a Uddevalla?

Gösta resopló sin más. Por supuesto que pensaba acompañarlo a Uddevalla.

—¿Adónde se han ido Patrik y Gösta? —preguntó Martin después de una visita al despacho vacío de Patrik.

—A Uddevalla —dijo Annika mirando a Martin por encima de las gafas.

La recepcionista siempre había sentido debilidad por Martin. Tenía un aspecto de cachorro y un toque de ingenuidad que despertaban su instinto maternal. Antes de que conociese a Pia, Martin se había pasado muchas horas con ella hablando hasta la saciedad de sus problemas amorosos y, aunque Annika se alegraba de que ahora tuviese una relación estable, había ocasiones en que echaba de menos aquellas charlas.

—Siéntate —le ordenó. Martin obedeció. Nadie en la comisaría era capaz de desoír una orden de Annika. Ni siquiera Mellberg—. ¿Qué tal estás? ¿Todo bien? ¿Estáis a gusto en el piso? Cuéntame —lo exhortó con una mirada severa. Para su asombro, vio una amplia sonrisa asomar al rostro de un Martin incapaz de estarse quieto en la silla.

—Pues verás, voy a ser padre —le soltó sonriendo más aún. Annika sintió que el llanto acudía a sus ojos. No por envidia ni por tristeza ante lo que ella no podía tener, sino de pura alegría sincera por Martin.

—¡¿Qué me dices?! —exclamó riendo mientras se enjugaba una lágrima que ya le rodaba por la mejilla—. ¡Dios, qué mema soy! Mira que ponerme a llorar —se excusó algo avergonzada, aunque se percató de que también Martin estaba emocionado—. ¿Para cuándo?

—Para finales de noviembre —respondió Martin sin dejar de sonreír. Annika se alegraba de verlo tan feliz.

—Para finales de noviembre —repitió—. ¿Quién lo iba a decir? Pero bueno, ¿qué haces ahí como un pasmarote? ¡Dame un abrazo! —dijo extendiendo los brazos. Martin se le acercó y le dio un fuerte abrazo. Siguieron hablando del evento un rato más, hasta que Martin se puso serio y la sonrisa se borró de su semblante.

—¿Crees que llegaremos al fondo de todo esto?

—¿Te refieres a los asesinatos? —preguntó Annika antes de menear la cabeza con gesto vacilante—. No lo sé —confesó—. Empiezo a temer que Patrik se haya metido en camisas de once varas en esta ocasión… Esto es… demasiado —dijo al fin.

Martin asintió.

—Sí, yo también he pensado lo mismo —aseguró—. Por cierto, ¿qué iban a hacer en Uddevalla?

—No lo sé. Patrik me dijo que habían llamado por lo de Elsa Forsell y que él y Gösta tratarían de conseguir más información. Que luego me lo explicarían. Desde luego, una cosa es segura, parecían absolutamente resueltos.

Aquello despertó enseguida la curiosidad de Martin.

—Deben de haber averiguado algo importante sobre ella —apuntó reflexivo—. Me pregunto qué será…

—Ya nos lo contarán por la tarde —dijo Annika, aunque tampoco ella pudo evitar las elucubraciones sobre qué los habría hecho salir de forma tan apresurada.

—Sí, seguramente —convino Martin levantándose para volver a su despacho. De repente, sintió un anhelo inaudito de que ya fuese noviembre.

Cuatro horas tardaron Patrik y Gösta en volver de Uddevalla. Annika supo que traían noticias decisivas en cuanto los vio entrar por la puerta de la comisaría.

—Nos reunimos en la cocina —dijo Patrik escuetamente mientras se dirigía a su despacho para quitarse la cazadora.

Cinco minutos más tarde, estaban todos congregados.

—Hoy se han producido dos hechos decisivos —comenzó, mirando a Gösta—. En primer lugar, Gösta ha descubierto que en la página del libro de Elsa Forsell se veía un nombre grabado sin tinta. El nombre de Sigrid Jansson. Además, hemos recibido una llamada de Uddevalla, donde hemos estado recabando toda la información existente. Y todo encaja.

Hizo una pausa, bebió un trago de agua y se apoyó en la encimera de la cocina. Todas las miradas se clavaron en él, a la espera de oír lo que les diría a continuación.

—Elsa Forsell iba conduciendo cuando se produjo un accidente con una víctima mortal. Sucedió en 1969. Igual que las otras víctimas, también ella estaba bebida y le cayó un año de cárcel. El coche con el que colisionó lo conducía una mujer de unos treinta años, que llevaba en el coche a sus dos hijos. La mujer murió en el acto, pero los niños salieron milagrosamente ilesos. —Hizo una pausa para conseguir mayor efecto, antes de continuar—: La mujer se llamaba Sigrid Jansson.

Los demás contuvieron la respiración. Gösta asintió satisfecho. Hacía mucho que no se sentía tan orgulloso de su trabajo.

Martin levantó la mano para decir algo, pero Patrik lo detuvo:

—Espera, hay más. Al principio creyeron, como es natural, que los niños que iban en el coche eran hijos de Sigrid, pero existía un problema: Sigrid no tenía hijos. Era una mujer solitaria que vivía en el campo a las afueras de Uddevalla, en la casa de su infancia, que habitó desde la muerte de sus padres. Trabajaba de dependienta en una tienda de ropa elegante de la ciudad, era educada y siempre dispensaba un trato agradable a los clientes, pero los compañeros de trabajo a los que interrogó la policía dijeron que era introvertida y, por lo que sabían, no tenía ni parientes ni amigos con los que relacionarse. Y, desde luego, no tenía hijos.

—Pero… ¿de quién eran entonces? —preguntó Mellberg rascándose la frente con visible desconcierto.

—Nadie lo sabe. No había ninguna orden de búsqueda de dos niños de esas edades. Y nadie los reclamó. Era como si hubiesen surgido de la nada. Y cuando fueron a inspeccionar la casa de Sigrid, la policía vio que, desde luego, allí vivían dos niños. Hemos hablado con uno de los policías que llevaron la investigación, que nos contó que los niños compartían una habitación abarrotada de juguetes y con mobiliario infantil, decorada como un dormitorio para niños, pero Sigrid jamás tuvo ningún parto, según demostró la autopsia. Además, hicieron análisis de sangre y comprobaron definitivamente que no era familia de los niños y tampoco sus grupos sanguíneos coincidían.

—De modo que Elsa Forsell es la fuente de todo —dijo Martin pensativo.

—Sí, eso parece —respondió Patrik—. Parece que el accidente de Elsa Forsell puso en marcha la cadena de asesinatos. Y, en consecuencia, el asesino empezó con ella.

—¿Dónde están esos niños ahora? —preguntó Hanna, formulando en voz alta lo que todos tenían en mente.

—Estamos intentando averiguarlo —dijo Gösta—. Los colegas de Uddevalla tratan de conseguir la documentación de los Servicios Sociales, pero parece que puede llevarles tiempo.

—O sea, que tendremos que trabajar partiendo de la información de que disponemos —confirmó Patrik—. Pero el punto de referencia es que Elsa Forsell constituye la clave de este caso, así que nos centraremos en ella.

Todos salieron de la cocina, pero Patrik llamó a Hanna.

—¿Sí? —preguntó. Al ver su palidez, Patrik se reafirmó en su decisión de hablar con ella.

—Siéntate —le pidió, al tiempo que se sentaba él mismo en una de las sillas—. Oye, ¿estás bien? —Se preocupó escrutando su semblante.

—Bueno, no mucho, si he de ser sincera —afirmó bajando la mirada—. Llevo varios días sintiéndome fatal, la verdad, como si fuese a tener fiebre.

—Sí, ya he notado que no tenías muy buen aspecto. Creo que debes irte a casa y descansar. No le haces un favor a nadie fingiendo ser superwoman, aguantar y seguir trabajando cuando estás enferma. Es mejor que te lo tomes con calma, así recobrarás las fuerzas.

—Pero la investigación… —comenzó a protestar Hanna. Patrik se puso de pie.

—Tú obedece a tu superior, vete a casa y métete en la cama —le dijo con fingida severidad.

—A la orden, jefe —respondió Hanna con una sonrisa haciéndole en broma el saludo militar—. Pero antes tengo que terminar unas cosillas. Y tus protestas no servirán de nada —añadió.

—Vale, tú decides —aceptó Patrik—. Pero luego vete derecha a casa y acuéstate, mujer.

Hanna sonreía vagamente cuando salió por la puerta. Patrik la observó preocupado. Desde luego, no parecía encontrarse nada bien.

Se volvió hacia la ventana y se permitió un segundo de descanso. Se habían producido tantos avances en los últimos días… Habían resuelto tantas cosas… Al mismo tiempo, tenía la sensación de que el principal acontecimiento aún los aguardaba a la vuelta de la esquina. Más que saberlo, Patrik intuía que urgía encontrar a los niños. A aquéllos cuyo origen y destino todos desconocían.

—¡Está perfecto! —estalló Anna entusiasmada y Erica no pudo por menos de mostrarse conforme. Le habían retocado el vestido aquí y allá, cogido con alfileres, pero una vez hechos los cambios, le quedaría divino. Ya habían desaparecido parte de los kilos que arrastraba después del embarazo y, a consecuencia del cambio de dieta, Erica se sentía más animada y más guapa—. ¡Vas a estar guapísima! —exclamó.

Erica se rio ante la ocurrencia de su hermana que, a aquellas alturas, estaba más entusiasmada que ella misma con la idea de la boda del sábado. Le echó una ojeada a Maja, que se había dormido en la silla del coche.

—Me preocupa Patrik —dijo Erica. La sonrisa se esfumó de su semblante—. Está tan acelerado. Me pregunto si podrá disfrutar de la boda.

Anna la observó pensativa, como si estuviese sopesando algo. Al final, pareció decidirse:

—En realidad, esto iba a ser una sorpresa —confesó—. Pero hemos estado hablando con los chicos y hemos llegado a la conclusión de que es mejor saltarnos vuestras despedidas de soltero. No nos parece la situación ideal para un montón de chorradas. Así que, a cambio, os hemos reservado cena y una noche en el Stora Hotel para el viernes. Así podréis pasar unas horas tranquilos la víspera de la boda. Espero que no te importe —dijo Anna dudosa.

—¡Dios mío, qué buenos sois! Y, desde luego, muy acertado. Me temo que, sobre todo Patrik, no habría acogido muy bien una despedida de soltero en estos momentos. Suena estupendamente eso de pasar unas horas tranquilos la noche del viernes. Sospecho que el sábado no habrá un minuto de calma.

—Pues no, no lo creo —rio Anna, aliviada al ver que aceptaba su idea.

Erica cambió radicalmente de tema.

—Oye, he decidido investigar un poco por mi cuenta… sobre mamá.

—¿Investigar? —preguntó Anna extrañada—. ¿Qué quieres decir?

—Pues… bueno, indagar un poco en su familia. Averiguar de dónde era. Obtener respuestas… quizá.

—¿De verdad piensas que es necesario? —replicó Anna escéptica—. Claro, tú haz lo que quieras, pero mamá no era muy sentimental que digamos y, seguramente, ésa es la razón por la que no conservó nada ni nos contó una palabra sobre su juventud y su infancia. Ya sabes el poco interés que puso en documentar nuestra niñez, por ejemplo.

Anna profirió una amarga risa que sorprendió a Erica. Su hermana siempre había dado la impresión de no verse afectada por la frialdad de su madre.

—Pero ¿tú no sientes la menor curiosidad? —preguntó Erica observando el perfil de Anna.

La joven miraba por la ventanilla del coche.

—No —respondió con cierta vacilación al cabo de un rato.

—No te creo. Y, de todos modos, yo pienso investigar. Si quieres que te cuente lo que averigüe, bien. De lo contrario, no te lo cuento y punto.

—¿Y si no hallas respuestas, sino sólo una infancia normal, una vida normal? Si no encuentras ninguna explicación, salvo que, sencillamente, no le importábamos. ¿Qué harás entonces? —le preguntó Anna volviéndose a mirarla.

—Aceptarlo —contestó Erica—. Como siempre he hecho.

Hicieron el resto del camino en silencio, ambas sumidas en honda reflexión.

Patrik revisó la lista por tercera vez sin dejar de esforzarse por no estar pendiente del teléfono. Cada vez que éste sonaba, esperaba que fuese la comisaría de Uddevalla para comunicarle que habían encontrado más información sobre los niños. Y cada vez que sonaba, se llevaba una decepción.

También la lista de los dueños de galgos españoles lo había decepcionado: estaban desperdigados por todo el reino de Suecia y ninguno se hallaba cerca de Tanumshede. Era consciente de lo rebuscado de la apuesta, pero, aun así, había abrigado cierta esperanza. Por si acaso, repasó la lista por cuarta vez. Ciento cincuenta y nueve nombres, pero el más próximo vivía a las afueras de Trollhättan. Patrik dejó escapar un suspiro. Una buena parte de su trabajo consistía en la realización de tareas aburridas en las que perdían un montón de tiempo, pero después de los últimos acontecimientos, casi había olvidado esa circunstancia. Iba y venía por el despacho contemplando el mapa de Suecia que colgaba de la pared. Las cabezas de los alfileres parecían mirarlo como retándolo a identificar un plan, a descubrir el código según el cual estaban dispuestos. Cinco alfileres correspondientes a cinco lugares dispersos por la mitad sur de la superficie alargada de Suecia. ¿Qué había movido al asesino a desplazarse entre aquellas ciudades? ¿Se debería a cuestiones de trabajo? ¿Sería una táctica para despistar? ¿Tendría una central de operaciones fija en algún lugar? Patrik lo dudaba. Algo le decía que la respuesta se hallaba en aquella distribución geográfica, que, por alguna razón, el asesino se adaptaba a ella. Asimismo creía que el responsable de los crímenes seguía en la zona. Era más una intuición que una certeza, pero tan intensa que no podía dejar de observar con curiosidad a todo aquél que se cruzaba por la calle. ¿Sería éste el asesino? ¿O aquél? ¿Aquel otro? ¿Quién se ocultaba tras una máscara de anonimato, de persona común y corriente?

Patrik lanzó un suspiro y alzó la vista cuando Gösta, tras unos discretos golpecitos en la puerta, entró en su despacho.

—Bueeeno —comenzó Gösta al tiempo que se sentaba—. Verás, resulta que, desde que nos dijeron ayer lo de los niños, algo se ha puesto a funcionar aquí arriba —aseguró señalándose la sien con el dedo índice—. Seguro que no nos aporta nada, es demasiado rebuscado…

Gösta murmuraba y balbucía, y Patrik tuvo que contener el impulso de zarandearlo para hacerlo hablar.

—Verás, es que he estado pensando en un suceso ocurrido en Fjällbacka en 1967. Yo acababa de empezar en esta comisaría. Terminé pronto los estudios en otoño y…

Patrik lo miraba con creciente irritación ¡Habrase visto! ¡Cuánto preámbulo!

Gösta retomó el hilo.

—Bueno, pues como te digo, no llevaba muchos meses trabajando aquí cuando recibimos una llamada de emergencia de dos niños que se habían ahogado. Eran mellizos. De tres años. Vivían con su madre en la isla de Kalvö. El padre se había ahogado también, un par de meses antes, mientras caminaba por el hielo, y al parecer la madre empezó a darle a la bebida. Y aquel día, fue en marzo, si no recuerdo mal, cogió el barco a Fjällbacka y luego el coche hasta Uddevalla para hacer unos recados. Cuando volvió a coger el barco para regresar, había empezado a soplar el viento y, según la madre, la embarcación volcó justo antes de que llegaran y los dos niños se ahogaron. Ella logró alcanzar la orilla a nado y pidió ayuda por radio.

—Ajá —dijo Patrik—. ¿Y por qué has recordado esa historia en relación con nuestro caso? Aquellos niños se ahogaron, ¿no? No pueden ser los mismos que Sigrid Jansson llevaba en el coche dos años después.

Gösta dudaba…

—Porque hubo un testigo que aseguró que la madre, Hedda Kjellander, no llevaba a sus hijos consigo cuando subió al barco.

Patrik guardó silencio unos minutos.

—¿Por qué nadie fue hasta el fondo de aquel asunto?

Gösta no respondió enseguida, parecía afligido.

—El testigo era una señora mayor —dijo al fin—. Estaba algo mal de la cabeza, a decir de la gente. Se pasaba los días sentada junto a la ventana con los prismáticos y, de vez en cuando, decía que había visto alguna cosa rara.

Patrik enarcó una ceja y adoptó una expresión inquisitiva.

—Monstruos marinos y cosas así —explicó Gösta, aún muy apurado. Para ser sincero, él había pensado en aquello más de una vez, en aquellos dos mellizos cuyos cuerpos nunca rescataron de las aguas, pero siempre terminaba por apartar de sí el recuerdo, procurando convencerse de que fue un trágico accidente y nada más—. Después de hablar con Hedda, la madre —continuó—, me costó creer que hubiese ocurrido de un modo distinto al que ella nos describió. Estaba desesperada, destrozada. No existía razón alguna para creer… —No concluyó la frase y se sentía incapaz de mirar a Patrik a la cara.

De pronto, a Patrik se le encendió una bombilla.

—Te refieres a Hedda la de Kalvö. —Él mismo no comprendía cómo no se le había ocurrido antes relacionarlo, pero ignoraba que Hedda hubiese tenido dos hijos. Lo único que había oído decir de ella era que sufrió dos tragedias en su vida y, desde entonces, había perdido la cabeza por el consumo de alcohol—. O sea que tú crees…

Gösta se encogió de hombros.

—No sé lo que creo, pero es una extraña coincidencia. Y la edad encaja. —Calló, como para dejar que Patrik reflexionara.

—¿Sabes qué te digo? Vamos a ir a hablar con ella —decidió finalmente.

Gösta asintió sin más.

—Podemos coger nuestro bote —propuso Patrik poniéndose de pie. Gösta seguía cabizbajo. Patrik se volvió hacia él y le dijo—: Gösta, aquello pasó hace muchos años. Y no puedo asegurar que yo no hubiese llegado a la misma conclusión. Seguramente, habría procedido como tú. Además, tampoco eras el jefe.

Gösta no estaba seguro de que Patrik no hubiese actuado de modo distinto. Y, claro, él habría podido presionar un poco más al que, a la sazón, era su superior. Pero lo hecho, hecho estaba y no merecía la pena seguir dándole vueltas.

—¿Estás enferma? —Lars se sentó preocupado en el borde de la cama y posó una mano fresca sobre su frente—. ¡Pero si estás ardiendo! —exclamó y la tapó con el edredón hasta la barbilla. Hanna empezó a temblar y experimentaba aquella sensación extraña de tener frío al mismo tiempo que no dejaba de sudar.

—Déjame sola —le dijo antes de darse media vuelta en la cama.

—Sólo quiero ayudarte —respondió Lars un tanto herido y apartó la mano que descansaba sobre el edredón.

—Ya me has ayudado bastante —replicó Hanna con amargura, sin dejar de castañetear los dientes.

—¿Te has dado de baja en el trabajo? —Lars se sentó de espaldas a ella y miró por la cristalera del balcón. Era tal la distancia que los separaba que se diría que estuviesen cada uno en un continente. Algo le encogía el corazón. Parecía miedo, pero un miedo tan profundo, tan penetrante que no podía recordar cuándo fue la última vez que sintió algo parecido. Respiró hondo—. Si cambiara de idea con respecto a lo de los hijos, ¿modificaría algo las cosas?

El castañeteo cesó por un instante. Hanna se incorporó en la cama con esfuerzo y apoyó la espalda en los almohadones, aunque siguió tapada hasta la barbilla. Temblaba tanto, que la cama vibraba bajo el peso de los dos. Era tal la preocupación de Lars que habría podido tocarse con la mano. Como siempre que Hanna enfermaba. Si era él quien caía enfermo, no le importaba lo más mínimo, pero cuando era Hanna, se sentía morir.

—Eso lo cambiaría todo —aseguró Hanna mirándolo con ojos enfebrecidos—. Lo cambiaría todo —reiteró. Pero, tras un instante, añadió—: O… ¿lo cambiaría de verdad?

Lars volvió a darle la espalda y se concentró en el tejado del vecino.

—Seguro que sí —sostuvo al fin, aunque él mismo dudaba de estar diciendo la verdad—. Sí que lo cambiaría todo.

Se dio media vuelta. Hanna se había dormido. Se quedó contemplándola unos minutos. Al cabo de un rato, salió del dormitorio sin hacer ruido.

—¿Sabrás llegar? —le preguntó Patrik a Gösta cuando salían del embarcadero de Badholmen.

Gösta asintió.

—Sí, claro que sé llegar.

Guardaron silencio durante la travesía hasta Kalvö. Cuando por fin echaron amarras en el pequeño muelle desvencijado, la cara de Gösta estaba de un gris ceniciento. Había vuelto a la isla en varias ocasiones desde aquel día de hacía treinta y siete años, pero siempre que regresaba acudía a su memoria aquella primera visita.

Subieron despacio hacia la cabaña, que estaba en la cima de la isla. Se veía claramente que llevaba mucho tiempo desatendida y la pequeña porción de césped que la rodeaba aparecía cubierta de maleza y plantas silvestres. Por lo demás, no había más que granito hasta donde alcanzaba la vista, aunque tras un análisis más detenido se observaban, entre las grietas, pequeños brotes que aguardaban la llegada del calor para despertar. Era una casa blanca con grandes trozos desconchados bajo los cuales se adivinaba una madera gris maltratada por el viento. Los listones del tejado estaban sueltos y ladeados y aquí y allá se atisbaba un agujero, como en una boca con pocos dientes.

Gösta había encabezado la marcha y llamó a la puerta con unos golpecitos discretos. Sin respuesta. Volvió a llamar, más fuerte esta vez.

—¿Hedda? —Aporreó con el puño, con más fuerza a cada golpe, pero al cabo de unos minutos, intentó abrir. No estaba cerrado con llave y se abrió sin oponer resistencia.

Acababan apenas de entrar cuando ambos se llevaron la mano a la nariz para defenderse del hedor. Era como entrar en una pocilga. Había basura por doquier, restos de comida, periódicos atrasados y, sobre todo, botellas vacías.

—¿Hedda? —gritó Gösta avanzando despacio por el vestíbulo. Nadie respondía—. Voy a echar un vistazo a ver si la encuentro —dijo.

Patrik no podía hablar y asintió con la cabeza. El que hubiese personas capaces de vivir de aquel modo era algo que escapaba a su razón.

Tras unos minutos de búsqueda, Gösta volvió y le hizo a Patrik una seña para que lo acompañase.

—Está en la cama. Totalmente fuera de combate. Tendremos que intentar despabilarla. ¿Preparas tú el café?

Patrik contempló desorientado la cocina. Al final, dio con una lata llena de café en polvo y un cazo vacío. Le dio la impresión de que sólo se usaba para hervir agua: a diferencia del resto del menaje de cocina, tenía un aspecto más o menos limpio.

—Vamos, ven aquí. —Gösta se presentó en la cocina arrastrando lo que más que una mujer parecía una piltrafa. Hedda emitía un murmullo espeso, pero logró con apuros ir poniendo un pie delante del otro hasta la silla a la que Gösta la dirigía. La mujer se desplomó en el asiento, extendió los brazos sobre la mesa, apoyó en ellos la cabeza y se puso a roncar sin más dilación—. Hedda, no te duermas otra vez, tienes que despertarte. —Le zarandeó el hombro con delicadeza, pero ella no reaccionó. Señaló con la cabeza el cazo del fogón donde ya hervía el agua—. Café —dijo.

Patrik se apresuró a servir uno en la taza menos mugrienta que encontró. A él no le apetecía lo más mínimo.

—Hedda, tenemos que hablar contigo —insistió Gösta.

La mujer respondió con el mismo murmullo ininteligible, pero se incorporó despacio y, balanceándose levemente de un lado a otro, intentó fijar la mirada.

—Somos de la policía de Tanumshede. Patrik Hedström y Gösta Flygare. Tú y yo nos hemos visto ya en varias ocasiones. —Gösta articulaba de forma exagerada a fin de conseguir que al menos algo de lo que decía penetrase en la conciencia de aquella mujer.

Le indicó a Patrik por señas que se acercase y tomase asiento, y ambos se colocaron enfrente de Hedda. El hule de la mesa, que en su día lució un estampado de rosas sobre fondo blanco, estaba ahora lleno de restos de comida, migas y grasa hasta el punto de que apenas se distinguía el dibujo. E igual de difícil resultaba imaginar cuál habría sido el aspecto de Hedda en el pasado. El alcohol le había destrozado el cutis dejándolo cuarteado y surcado de profundas arrugas y toda ella parecía recubierta de una gruesa capa homogénea de grasa. El cabello, que un día fue rubio, sin duda, colgaba ahora gris y enmarañado en una cola de caballo recogida en la nuca. Y, seguramente, llevaba mucho tiempo sin lavárselo. Vestía una rebeca repleta de agujeros que daba la impresión de haber sido adquirida cuando era mucho más delgada. Le quedaba estrecha de hombros y de cuerpo.

—¡Qué coño…! —interrumpió la frase y su final quedó reducido a un torpe balbucir que la mujer acompañó de un leve balanceo en la silla.

—Toma un poco de café —le propuso Gösta con una dulzura sorprendente, al tiempo que le acercaba la taza de modo que quedase dentro de su campo de visión.

Hedda obedeció sin rechistar y, con mano trémula, tomó la pequeña taza de porcelana y apuró el café de un solo trago. Hecho esto, apartó la taza con brusquedad, y Patrik la cazó al vuelo justo cuando estaba a punto de caer.

—Queremos hablar del accidente —dijo Gösta.

Hedda alzó la cabeza muy despacio y le dirigió una mirada turbia. Patrik había decidido guardar silencio y dejar que Gösta se encargase de la charla.

—¿El accidente? —repitió Hedda, cuyo cuerpo parecía haber recobrado algo de estabilidad.

—En el que murieron los niños. —Gösta no apartaba la vista de la mujer.

—Pues yo no quiero hablar de eso —farfulló Hedda desechando la propuesta con un gesto de la mano.

—Pero tenemos que hacerlo —insistió Gösta, aunque sin abandonar el tono amable.

—Se ahogaron. Todos se ahogan, ¿sabéis? —Hedda agitó el dedo en el aire rítmicamente—. ¿Sabéis? Primero se ahogó Gottfrid. Había salido a pescar caballa y tardaron una semana en encontrarlo. Una semana me pasé esperándolo, aunque claro, ya sabía yo, aquella misma noche, que Gottfrid ya no regresaría jamás con su mujer y sus hijos. —La mujer sollozó ausente, como si se hallase a muchos años de distancia.

—¿Cuántos años tenían los niños entonces? —preguntó Patrik.

Hedda lo miró por primera vez.

—¿Los niños? ¿Qué niños? —preguntó desconcertada.

—Los mellizos —aclaró Gösta atrayendo así su atención—. ¿Cuántos años tenían entonces los mellizos?

—Tenían dos años. Casi tres. Dos auténticas fierecillas. Sólo gracias a la ayuda de Gottfrid tenía yo fuerzas para criarlos. Cuando él… —A Hedda se le apagó otra vez la voz. Miró a su alrededor por la cocina como buscando algo, hasta que se detuvo en uno de los muebles. Entonces se levantó con mucho esfuerzo y se arrastró hasta la puerta, la abrió y sacó una botella de Explorer—. ¿Queréis un trago? —preguntó sosteniendo la botella. Al ver que ambos negaban con la cabeza, rompió a reír—. ¡Menos mal, porque no pensaba invitaros! —Su risa sonaba como un repiqueteo.

Hedda llevó la botella a la mesa y volvió a sentarse. No se molestó en buscar un vaso, sino que se llevó la botella a la boca y dio un trago. A Patrik le quemaba la garganta sólo de verla.

—¿Qué edad tenían los mellizos cuando se ahogaron? —preguntó Gösta. Pero Hedda no pareció oírlo, sino que permaneció en silencio con la mirada perdida.

—Era tan elegante —volvió a balbucear Hedda—. Llevaba abrigo y un collar de perlas y todo. Una mujer elegante, vaya si lo era…

—Pero ¿quién? —dijo Patrik muerto de curiosidad—. ¿Qué mujer? —Pero Hedda parecía haber perdido el hilo.

—¿Qué edad tenían los mellizos cuando se ahogaron? —repitió Gösta con más claridad esta vez.

Hedda se volvió hacia él con la botella en alto y a medio camino hacia la boca.

—Pero si los mellizos no se han ahogado, ¿no? —Volvió a empinar la botella.

Gösta le lanzó a Patrik una mirada elocuente y se inclinó ansioso.

—¿No se ahogaron los mellizos? ¿Y dónde están?

—¿Cómo que no se ahogaron? —El miedo afloró de pronto en la mirada de Hedda—. Claro que sí, se ahogaron, claro que se ahogaron… —Volvió a dar un trago, con los ojos cada vez más turbios.

—¿Qué pasó, Hedda? ¿Se ahogaron o no se ahogaron? —Gösta oyó la desesperación de su tono de voz, que no parecía surtir en Hedda otro efecto que el de hacerla adentrarse más aún en la bruma. De hecho, ni siquiera respondió, sólo meneó la cabeza.

—No creo que podamos sacarle más —se lamentó Gösta.

—No, yo tampoco lo creo, hemos de intentarlo por otra vía. Quizá debiéramos echar un vistazo por la casa.

Gösta asintió y se volvió hacia Hedda, que ya estaba a punto de apoyar de nuevo la cabeza en la mesa.

—Hedda, ¿podemos echarle una ojeada a tus cosas?

—Eh… —respondió la mujer antes de dormirse.

Gösta colocó su silla pegada a la de ella para que no cayese al suelo y los dos policías empezaron a inspeccionar la vivienda.

Una hora más tarde no habían encontrado nada más que basura, basura y más basura. Patrik lamentó no haberse llevado los guantes y ahora tenía la sensación de que le picaba todo el cuerpo. Sin embargo, no hallaron el menor indicio de que en aquella casa hubiesen vivido un día dos niños. Hedda debió de deshacerse de todas sus cosas.

Lo que había mencionado acerca de una «mujer elegante» seguía resonándole en los oídos. No se le iba de la cabeza, de modo que se sentó al lado de Hedda y trató de despabilarla otra vez. La mujer se incorporó a regañadientes, pero no podía sostener derecha la cabeza, que se le fue hacia atrás hasta que logró estabilizarla.

—Hedda, tienes que responder a mi pregunta. Esa señora tan elegante, ¿es la que tiene a tus hijos?

—Eran tan traviesos. Y yo sólo iba a Uddevalla a hacer unos recados. Tenía que comprar algo de beber también, no me quedaba una gota de alcohol en casa —farfulló mirando por la ventana el mar que lanzaba destellos al sol primaveral—. Pero ellos no dejaban de armar jaleo. Y yo estaba tan cansada y la mujer era tan elegante… Muy amable. Ella podía llevárselos, me dijo. Así que se los di.

Hedda se giró hacia Patrik que, por primera vez, advirtió en su mirada un sentimiento sincero. En lo más hondo de aquel ser existían un dolor y una culpa tan inexplicables que sólo el alcohol era capaz de ahogarlos.

—Pero me arrepentí —aseguró con el llanto en los ojos—. Y entonces, ya no los encontré. Busqué y busqué, pero se habían esfumado. Igual que la señora elegante. La que llevaba un collar de perlas. —Hedda se pasó la mano por el cuello para indicar dónde lucía el collar—. Ella también se había esfumado.

—Pero ¿por qué dijiste que se habían ahogado? —Patrik vio con el rabillo del ojo que Gösta los escuchaba desde el umbral de la puerta.

—Sentía vergüenza… Y quizá con ella estaban mejor. Pero yo sentía vergüenza…

Hedda volvió a mirar el mar y permanecieron un buen rato en silencio. El cerebro de Patrik trabajaba a toda máquina para asimilar lo que acababa de oír. No era difícil concluir que la «señora elegante» era Sigrid Jansson, que, por alguna razón, se había llevado a los hijos de Hedda. Y quizá jamás consiguieran averiguar el porqué.

Cuando se levantó y se volvió hacia Gösta, le temblaban las piernas de tanta desdicha como acababa de oír. Entonces vio que el colega tenía algo en la mano.

—He encontrado una fotografía —dijo—. Debajo del colchón. Una fotografía de los mellizos.

Patrik la cogió para verla. Dos niños pequeños, de unos dos años de edad, sentados en el regazo de sus padres, Gottfrid y Hedda. Se los veía felices. Debieron de tomarla poco antes de que Gottfrid muriera ahogado. Antes de que todo se derrumbase. Patrik escrutó la cara de los niños. ¿Dónde estarían ahora? Y, ¿sería alguno de ellos un asesino? Nada le desvelaban los rostros gordezuelos de los pequeños. Hedda se había vuelto a dormir en la mesa de la cocina. Y Patrik y Gösta salieron a respirar la brisa pura del mar. Muy despacio, Patrik se guardó la instantánea en la cartera. Él mismo se encargaría de que Hedda la recuperase cuanto antes. Ahora la necesitaban, para dar con el asesino.

Durante la travesía de regreso guardaron el mismo silencio que en el viaje de ida. Sin embargo, en esta ocasión, el silencio se percibía impregnado de conmoción y de dolor. Dolor por lo frágil e insignificante que resultaba a veces el ser humano. Conmoción por la trascendencia que sus errores podían llegar a alcanzar. Patrik se imaginó a Hedda errabunda por Uddevalla, buscando a unos hijos que, en un ataque de resignación, cansancio y síndrome de abstinencia, le había entregado a una completa desconocida. Sintió el pánico que debió de experimentar cuando comprendió que no encontraría a sus hijos. Y la desesperación que la impulsó a decir que se habían ahogado en lugar de admitir que se los había dejado a una extraña.

Cuando Patrik amarró el viejo bote al pontón del muelle, rompieron el silencio.

—Bueno, pues ahora ya lo sabemos —dijo Gösta, aún con sentimiento de culpa.

Patrik le dio una palmadita en el hombro cuando se encaminaron al coche.

—Tú no podías saberlo —lo consoló.

Gösta no respondió y Patrik sospechaba que nada de lo que dijese podría mitigar sus remordimientos.

—Hemos de averiguar cuanto antes qué fue de los niños —observó Patrik mientras conducían rumbo a Tanumshede.

—¿Seguimos sin tener noticias de los Servicios Sociales de Uddevalla?

—No, no creo que resulte fácil rescatar información tan antigua. Pero ha de estar en algún lugar. Dos niños de cinco años no pueden desaparecer sin más.

—¡Qué vida más desgraciada la de esa mujer!

—¿Te refieres a Hedda? —preguntó Patrik, aunque sabía perfectamente que era en ella en quien Gösta pensaba.

—Sí. Figúrate, vivir toda la vida con esa culpa. Toda la vida.

—No es de extrañar que haya intentado anestesiarse como ha podido —observó Patrik.

Gösta no respondió. Se limitó a mirar por la ventana, hasta que preguntó:

—Y ahora ¿qué hacemos?

—Hasta que sepamos adónde fueron a parar los niños, seguiremos trabajando con lo que tenemos. Sigrid Jansson, los pelos del galgo español hallados en el cadáver de Lillemor… Trataremos de encontrar la conexión entre las distintas ciudades.

Giraron para entrar en el aparcamiento de la comisaría y, abatidos por la pesadumbre, enfilaron hacia la entrada. Patrik se detuvo un instante en la recepción para comunicarle a Annika lo que había sucedido y se encerró en su despacho. Aún no se sentía con fuerzas para contárselo a los demás.

Sacó la fotografía de la cartera con mucho cuidado y se sentó a observarla. Los ojos de los mellizos lo miraban inescrutables.