Capítulo 7

Era por las noches cuando más cercano sentía el horror. ¿Y si venían mientras ella estaba durmiendo? ¿Y si no le daba tiempo de despertar hasta que no fuese demasiado tarde? En el dormitorio, él y su hermana tenían cada uno su cama. Ella solía ir por las noches a taparlos hasta la barbilla y a darles un beso en la frente, primero a él, luego a su hermana. Un dulce «buenas noches» y apagaba la luz. Y cerraba con llave. Y era entonces cuando el mal campaba a sus anchas dominando sus sentidos. Sin embargo, supieron hallar consuelo. Con pasos cautos y de puntillas, se pasaba a la cama de su hermana y se acostaba pegado a ella bajo el edredón. No acostumbraban a hablar, simplemente se quedaban así, muy cerca, sintiendo el calor mutuo. Tan cerca que se intercambiaban el aliento, aire ardiente que llenaba sus pulmones y se extendía hasta sus corazones invadiéndolos de una sensación de seguridad.

A veces se quedaban así, despiertos, mucho rato. Cada uno veía el miedo en los ojos del otro, aunque incapaces de formularlo con palabras. En esos instantes, sentía a veces tal amor por su hermana que creía que podría estallar. Llegaba a cada rincón de su ser y lo impulsaba a querer acariciar cada centímetro de su piel. La veía tan indefensa, tan inocente, tan atemorizada por lo de fuera. Más asustada aún que él mismo. En su caso, el miedo convivía mezclado con el anhelo de lo que existía allá fuera. Aquello a lo que habría tenido acceso, de no ser por su condición de pájaro cenizo, y de no ser porque lo desconocido lo aguardaba allí.

A veces, cuando yacía así por las noches, con su hermana en sus brazos, se preguntaba si lo terrible guardaba alguna relación con la mujer de la voz agria. Después, el sueño se apoderaba de él. Y con el sueño, los recuerdos.

Martin se mareaba en coche desde siempre. Aun así, trataba de leer las páginas fotocopiadas del diario de Lillemor.

—¿Quién será ese «él» del que habla y al que dice reconocer? —preguntó desconcertado sin dejar de leer, por si encontraba más pistas.

—No lo explica —respondió Patrik, que había leído las copias antes de partir—. Ni siquiera parece estar segura de haberlo visto, o de dónde lo vio.

—Pero sí dice que le produce una sensación desagradable —observó Martin señalando el lugar de la página donde acababa de leerlo—. Resulta increíble que haya sido casualidad que la mataran después.

—Sí, estoy de acuerdo —admitió Patrik mientras aceleraba para adelantar a un camión—. Pero no hay nada más en el diario que resulte de interés, de todos modos. Y puede ser cualquiera. Alguien del pueblo, alguien del grupo de participantes, alguien del equipo de producción… Lo único que sabemos es que se trata de un hombre. —Se detuvo, pues oyó que Martin empezaba a respirar con dificultad—. ¿Te encuentras bien? ¿Te estás mareando? —Una simple ojeada a la cara de Martin le confirmó que así era. Sus pecas relucían rojizas en contraste con la palidez de su cara, más acentuada que de costumbre, y el pecho se le agitaba subiendo y bajando al ritmo de su respiración—. ¿Quieres que abra la ventanilla para que entre un poco de aire fresco? —preguntó algo preocupado. Por un lado, lo sentía por el colega; por otro, no tenía ninguna gana de hacer el viaje hasta Lund con una vomitona en el coche. Martin asintió y Patrik bajó la ventanilla del lado del acompañante. Martin se apoyó en la ventanilla y respiró con avidez el oxígeno, aunque venía mezclado con el humo de los coches, por lo que no le reportó el alivio que esperaba.

Unas cuantas horas más tarde, con las piernas entumecidas y con dolor de espalda, entraron en el aparcamiento de la comisaría de policía de Lund. No se habían permitido más que una breve pausa para orinar y estirar las piernas, ya que ambos estaban ansiosos por saber qué sacarían de la reunión con el comisario Kjell Sandberg. Sólo tuvieron que aguardar unos minutos en recepción: el comisario bajó enseguida. En realidad, el hombre libraba aquel sábado, pero después de la llamada de Patrik, aceptó acudir a la comisaría.

—¿Qué tal el viaje? —preguntó Kjell Sandberg echando a andar delante de ellos.

Era un hombre de muy baja estatura —poco más de uno sesenta, calculó Patrik—, pero parecía compensarlo con la gran cantidad de energía acumulada en su breve persona. Hablaba con todo el cuerpo y gesticulaba sin cesar, y tanto a Martin como a Patrik les costó seguir su carrera por el pasillo. La marcha culminó por fin en una sala de descanso y entonces Kjell los invitó a pasar primero.

—He pensado que podíamos sentarnos aquí en lugar de en mi despacho —dijo Kjell señalando una mesa donde había un montón de archivadores. En el primero de ellos se leía «Börje Knudsen» que, según sabía Patrik desde el día anterior, era el nombre de la víctima número tres, o número dos, para ser exactos y consecuentes con la cronología. Se sentaron y Kjell empujó el montón hacia Patrik—. Ayer estuve revisándolo todo otra vez. Después de vuestra consulta, bueno, podría decirse que vi una serie de detalles a una luz distinta. —Meneó la cabeza como lamentándolo y excusándose un poco.

—Y hace seis años, ¿no hubo ninguna sospecha de que algo no encajaba? —preguntó Patrik, aunque procurando que no sonara como un reproche.

Kjell meneó de nuevo la cabeza. Cada vez que lo hacía, su enorme bigote aleteaba de un modo un tanto cómico.

—No, la verdad, no se nos pasó por la cabeza que hubiese nada extraño en la muerte de Börje. Ya sabéis, Börje era uno de los borrachos habituales, a los que uno esperaba encontrarse muerto cualquier día. Había estado a punto de morir de una borrachera en más de una ocasión, pero se había librado. Aquel día pensamos simplemente que… Bueno, cometimos un error, no hay que darle más vueltas —dijo con expresión angustiada.

Patrik asintió como para consolarlo.

—Por lo que sé, era fácil cometer ese error precisamente en este caso. También nosotros creímos durante bastante tiempo que nuestro asesinato había sido un accidente. —Con esta confesión, Patrik pareció conseguir que Kjell se sintiera un poco mejor.

—¿Qué fue exactamente lo que hizo que reaccionarais, o, bueno, que reaccionaras a nuestra consulta? —preguntó Martin tratando de no quedarse mirando el aleteo del bigote. Aún conservaba algo de la palidez del viaje y se alegró de poder comer un par de galletas María, que lo animaron un poco. Por lo general, solía tardar unas horas en volver a su ser después de un viaje en coche.

Kjell no dijo nada al principio, se puso a remover en el montón de archivadores, buscando algo. Finalmente, sacó uno que dejó abierto delante de Patrik y de Martin.

—Mirad. Aquí tenéis las fotos de Börje cuando lo encontraron. En fin… llevaba algo más de una semana muerto en el apartamento, así que no ofrecen un espectáculo muy agradable que digamos —explicó disculpándose—. Nadie reaccionó hasta que no empezó a oler mal.

Kjell tenía razón, sin duda, aquellas fotos eran horrendas, pero lo que captó su atención fue algo que Börje sostenía en la mano. Parecía una hoja de papel arrugada. Siguieron mirando fotos hasta que llegaron a un primer plano del papel ya desplegado, después de que se lo hubieran quitado a Börje de la mano. Era una página del libro que Patrik y Martin tan bien conocían a aquellas alturas. El cuento Hansel y Gretel, de los hermanos Grimm. Se miraron y Kjell asintió.

—Sí, es una coincidencia extraordinaria como para atribuírsela a la casualidad. Y lo recordaba porque me pareció muy extraño que Börje tuviese en sus manos una página de un cuento. Él no tenía hijos.

—¿Y la página? ¿La conserváis? —preguntó Patrik conteniendo la respiración, tenso y expectante ante la respuesta. Kjell no pronunció una palabra, pero, con una sonrisa en los labios, sacó una funda de plástico que tenía encima de la silla contigua.

—Una combinación de suerte y habilidad —declaró sonriente.

Patrik cogió la funda con expresión solemne y se aplicó a examinarla enseguida. Luego se la pasó a Martin, que también la observó con suma atención.

—¿Y qué me dices del resto, de las lesiones y el modo en que murió? —preguntó Patrik observando con más detenimiento las fotos del cadáver de Börje. Creyó advertir unas sombras violáceas alrededor de la boca, pero el cuerpo se hallaba en tal estado de descomposición que resultaba casi imposible distinguirlo. Sintió que se le revolvían las tripas sólo de mirarlo.

—Por desgracia, no tenemos información alguna sobre las lesiones. Como os decía, no se hallaba en un estado que permitiera observar nada y, además, Börje siempre estaba más o menos lesionado, o sea que la cuestión es si habríamos reaccionado aunque… —No acabó la frase, pero Patrik comprendió lo que quería decir. Börje era un borracho que solía andar metido en peleas y el que lo hubiesen hallado muerto de una borrachera no dio pie a que se abriera ninguna investigación. Claro, sí, ahora que sabían lo que había sucedido, fue un error, pero Patrik lo comprendía. Con todos los datos en la mano, resultaba muy fácil juzgar.

—Pero ¿presentaba una tasa de alcohol muy elevada?

Kjell asintió con tal vehemencia que el bigote, más que agitarse, empezó a saltar.

—Sí, eso encaja, pero incluso así… Presentaba una tasa absolutamente anormal, aunque, claro, con los años, había alcanzado una tolerancia muy acusada. Y, según el forense, se había bebido una botella entera y de eso murió, sin más.

—¿Tenía algún familiar con el que pudiéramos hablar?

—No, no tenía a nadie. Las únicas personas con las que tenía relación éramos los policías y sus compañeros de la pandilla de alcohólicos del barrio. Y las personas a las que conocía en sus estancias en la cárcel, claro.

—¿Cuáles eran los motivos por los que iba a parar a la cárcel?

—Bueno, las causas eran muy variadas. Tenéis la lista, con las fechas correspondientes, en la primera carpeta. Agresiones, amenazas, conducción bajo los efectos del alcohol, homicidio preterintencional, atracos, todo un repertorio. Yo diría que pasaba más tiempo entre rejas que fuera.

—¿Puedo llevarme este material? —preguntó Patrik cruzando los dedos.

Kjell asintió.

—Sí, ésa era la idea. Y prométeme que llamaréis si pensáis que podemos ayudaros en algo. Yo me encargaré de preguntar entre los colegas, por si hubiera algo más que os sea de utilidad.

—Muchísimas gracias —respondió Patrik y se puso de pie, al igual que Martin.

Camino de la salida, tuvieron que volver a recorrer el pasillo medio a la carrera para seguir el ritmo de Kjell. Las piernas del colega escaniano funcionaban como pequeños palillos de tambor.

—¿Regresáis hoy mismo? —Quiso saber Kjell volviéndose hacia ellos justo delante de la salida.

—No, hemos reservado habitación en el Scandic, así que tendremos tiempo de revisar el material tranquilamente antes de la próxima parada de mañana.

—Sí, que será Nyköping, ¿no? —dijo Kjell muy serio—. Los asesinos que reparten su talento de este modo no son frecuentes, por suerte.

—No —contestó Patrik con la misma seriedad—. No son frecuentes. No lo son en absoluto.

—¿Qué prefieres? ¿Lo de los chuchos o revisar el material de Marit? —Gösta no podía ocultar su frustración ante la carga laboral que les habían encomendado. Hanna tampoco parecía muy animada. Seguramente, se había hecho a la idea de pasar una agradable tarde de sábado en casa con su marido. Sin embargo y muy a su pesar, Gösta tuvo que admitir que, si en algún caso tenían justificación las horas extraordinarias, era en uno como aquél. No todos los días se les presentaba en la comisaría una investigación de asesinato múltiple; cinco, para ser exactos.

Hanna y él se habían instalado en la mesa de la cocina para organizar el trabajo que Patrik les había encomendado, pero ninguno de los dos parecía sentir el menor entusiasmo. Gösta observó a su colega, que servía el café junto al fregadero. Desde luego, no podía decirse que, cuando empezó con ellos, fuese una de esas mujeres entradas en carnes, pero ahora más que delgada estaba raquítica. Se preguntó una vez más si tendría algún problema en casa. Últimamente había en su semblante una expresión tensa, casi atormentada. Tal vez ella y su marido no pudieran tener hijos, aventuró Gösta. Después de todo, Hanna tenía cuarenta años y no tenía niños. Le habría gustado poder ofrecerse para que le contara lo que quisiera, pero tenía la sensación de que no dispensaría una buena acogida a tal ofrecimiento. Hanna apartó un mechón de su rubio cabello y, de repente, Gösta advirtió en su gesto una fragilidad y una inseguridad inmensas. Hanna Kruse era, en verdad, una mujer llena de contradicciones. Era fuerte, dura y valiente en apariencia pero, al mismo tiempo y de vez en cuando, en ciertos gestos, Gösta creía entrever algo muy distinto… algo… roto. Ésa era la palabra que en su opinión mejor lo describía. Cuando Hanna se volvió hacia él, no obstante, Gösta se preguntó si no estaría interpretando de más. La expresión de Hanna era hermética, su rostro denotaba fortaleza. No había ni rastro de debilidad.

—Yo me encargaré de los documentos de Marit —propuso ella mientras se sentaba—. Y tú te encargas de los chuchos, ¿te parece bien? —le preguntó mirándolo por encima de la taza.

—Me parece bien. Ya te dije que podías elegir —respondió Gösta un tanto más irritado de lo que pretendía.

Hanna sonrió y la sonrisa suavizó sus rasgos de modo que Gösta dudó aún más de que sus especulaciones fuesen acertadas.

—Un suplicio, ¿no, Gösta?, esto de tener que trabajar.

Le guiñó un ojo, para hacerle ver que estaba bromeando y Gösta no pudo por menos de responder con una sonrisa. Dejó a un lado las reflexiones sobre su vida doméstica y decidió disfrutar sin más de su nueva colega. Le gustaba muchísimo, de verdad.

—Bien, pues yo me encargo de los chuchos —convino poniéndose de pie.

—¡Guau! —contestó ella entre risas. Después, se puso a hojear los documentos que contenía la carpeta de Marit.

—He oído que el otro día hubo aquí una especie de juego dramático —observó Lars mirando con gravedad a los participantes, que escuchaban sentados en círculo a su alrededor. Nadie pronunció una palabra. Lars lo intentó de nuevo—. ¿Alguien tendría la amabilidad de informarme de lo que pasó?

—Tina hizo el ridículo —murmuró Jonna.

Ésta la miró iracunda.

—¡Y una mierda! —le espetó mirándolos a todos—. Lo que os pasa es que tenéis envidia porque lo encontré yo y no vosotros. Y habríais hecho lo mismo.

—Oye, yo jamás habría hecho algo tan sucio —aseguró Mehmet sin levantar la vista de sus zapatos. Lo había visto demasiado apagado últimamente, de modo que Lars centró su atención en él.

—¿Y cómo estás tú, Mehmet? Pareces bastante abatido.

—No, no es nada —respondió aún con la vista en sus zapatos.

Lars lo observó inquisitivo, pero decidió no insistir. Era evidente que Mehmet no deseaba hablar. Quizá fuera más fácil en la sesión individual. Lars volvió a Tina, que, obstinada, meneaba la cabeza.

—¿Qué decía el diario que tanto te indignó? —le preguntó afable. Tina apretó los labios con rebeldía manifiesta—. ¿Qué te hizo pensar que tenías derecho a exponer de ese modo a Barbie…, quiero decir, a Lillemor?

—Decía que Tina no tenía ningún talento —intervino Calle solícito. El ambiente entre él y Tina había sido bastante frío desde la discusión en el restaurante Gestgifveriet, y ahora aprovechaba la ocasión de hacerle la puñeta. Aún le dolía el comentario con que ella había terminado la discusión, por lo que su voz resonó con maldad. En aquellos momentos, su mayor deseo era herirla—. Y no creo que se le pueda reprochar —añadió con frialdad—. No hizo más que constatar un hecho.

—¡Cállate, cállate, cállate! —gritó Tina salpicando saliva.

—Calma, chicos —atajó Lars con dureza—. Es decir, que Lillemor escribió en su diario algo negativo sobre ti, y por eso te creíste con derecho a mancillar su memoria. —Lars le dedicó una mirada de reproche y Tina apartó la vista. Sonaba tan… duro y tal cruel dicho así…

—Escribió un montón de mierda sobre todos vosotros —dijo mirando al grupo con la esperanza de reconducir parte del descontento de Lars hacia alguno de los otros—. Decía que tú eras un niño rico consentido, Calle; que tú, Uffe, eras uno de los tíos más tontos que había conocido en su vida. Y que Mehmet sufría una inseguridad y una angustia tales ante la idea de no complacer a su familia que debería echarle un poco de valor a la cosa. —Hizo una pausa, antes de dirigirse a Jonna—. Y de ti dijo que tenías los problemas típicos de los países desarrollados y que era ridículo y patético que anduvieras haciéndote cortes a todas horas. Así que cada uno recibió su parte, ¡que lo sepáis! ¿Alguno de vosotros sigue pensando que «deberíamos honrar su memoria» o la basura esa que decís? Si tenéis remordimientos por haberla puesto entre la espada y la pared la noche de la fiesta, ¡olvidadlo! ¡Se lo tenía merecido! —Tina se apartó la melena de la cara con un gesto brusco, como retando a que la contradijeran.

—¿Y morir? ¿También se lo tenía merecido? —preguntó Lars tranquilamente.

Se hizo el silencio en la sala. Tina se mordía una uña de puro nerviosismo. Luego, se levantó bruscamente y echó a correr hacia la calle. Todos la siguieron con la mirada.

La carretera se extendía infinita ante su vista. Sus cuerpos empezaban a resentirse después de tantas horas de coche y Patrik iba dormitando en el asiento del acompañante. Martin se había ofrecido a conducir en esta ocasión, con la esperanza de mantener a raya las náuseas. Hasta el momento, había funcionado, y ya sólo les quedaban unos kilómetros hasta Nyköping. Martin bostezó y contagió a Patrik. Ambos se echaron a reír.

—Me temo que anoche nos quedamos hasta muy tarde —dijo Patrik.

—Sí, yo diría que sí, pero es que había mucho que revisar.

—Desde luego —respondió Patrik sin añadir más comentarios al respecto. La noche anterior, habían desbrozado la información relativa al caso varias veces en la habitación de Patrik. Martin no se fue a la suya hasta bien entrada la madrugada y luego les llevó cerca de otra hora más conciliar el sueño, excitados con tantas ideas y cabos sueltos—. Oye, ¿cómo está Pia? —preguntó, por abordar un tema distinto de los asesinatos.

—¡Muy bien! —A Martin se le iluminó la cara—. Ya se le han pasado las molestias y ahora está estupendamente, la verdad. ¡Joder, es tan emocionante!

—Sí, lo es, sin duda —aseguró Patrik sonriendo al pensar en Maja. Las echaba tanto de menos a ella y a Erica que casi sentía un dolor físico.

—¿Queréis saber de antemano si es niño o niña? —preguntó Patrik curioso cuando tomaron la salida hacia Nyköping.

—Pues, no sé, pero no lo creo —dijo Martin concentrándose en los indicadores—. ¿Qué hicisteis vosotros? ¿Lo preguntasteis?

—No, a mí me parece que eso es como hacer trampas. Dejamos que fuese una sorpresa. Y con el primer hijo, no importa, la verdad. Claro que estaría bien que el segundo fuera un niño, para tener la parejita.

—Pero ¿no iréis a…? —comenzó a preguntar Martin mirando a Patrik.

—No, no, ¡qué va! —Negó Patrik riendo—. Todavía no, ¡por Dios! Con habituarnos a la vida con Maja tenemos de sobra. Pero más adelante…

—¿Y qué dice Erica? Teniendo en cuenta lo mal que lo ha pasado con Maja… —Martin guardó silencio, pues no sabía si Patrik quería hablar del tema.

Salieron del coche entumecidos y se estiraron un poco antes de entrar en la comisaría. Ya empezaba a resultarles algo habitual. Al menos, a Patrik, ya que era la tercera vez en muy poco tiempo que visitaba una comisaría de otra ciudad. La comisario que los recibió provocó en Patrik una reflexión sobre lo heterogéneo que era el Cuerpo de Policía de Suecia. Jamás había conocido a nadie cuyo aspecto encajase tan poco con la imagen que uno se forjaba a partir del nombre. En efecto, Gerda Svensson no sólo era mucho más joven de lo que él esperaba —rondaba los treinta y cinco—, sino que, pese a la clara sonoridad sueca de su nombre, su piel era tan oscura como la caoba. Era una mujer de una belleza sorprendente. Patrik cayó de pronto en la cuenta de que se había quedado mirándola boquiabierto como un pez y una breve ojeada a Martin le permitió constatar que su colega hacía el ridículo con la misma destreza que él. Le dio un codazo en el costado y le tendió la mano a la comisario Svensson, para presentarse.

—Mis colegas nos aguardan en la sala de reuniones —declaró Gerda Svensson indicándoles con la mano la dirección que debían tomar. Tenía una voz suave y profunda a un tiempo, y muy agradable al oído. A Patrik le costaba apartar la vista de aquella mujer.

No dijeron nada mientras se dirigían a la sala de reuniones, y sólo se oía el resonar de sus zapatos contra el suelo. Cuando entraron en la sala, dos hombres se adelantaron para darles la mano. El primero, que dijo llamarse Konrad Meltzer, frisaba los cincuenta, era menudo y macizo, pero con chispa y una sonrisa afectuosa. El otro tendría la misma edad que Gerda y era alto, corpulento y rubio. Patrik no pudo evitar pensar que Gerda y él formaban una pareja excelente. Supo enseguida que ellos dos lo habían comprendido mucho antes que él, ya que el hombre se presentó como Rickard Svensson, es decir, compartían apellido.

—Por lo que he visto, disponéis de información que puede ser relevante para un asesinato que nosotros archivamos sin resolver. —Gerda se había sentado entre Konrad y su marido, y ninguno de los dos parecía oponerse a que ella tomase el mando—. Yo dirigí la investigación de la muerte de Elsa Forsell —añadió como si hubiese leído la mente de Patrik—. Konrad y Rickard formaban parte de mi equipo y dedicamos muchas horas a las pesquisas. Por desgracia, llegamos a un punto en que nos estancamos… hasta anteayer, cuando llegó vuestra consulta.

—Supimos que vuestro caso guardaba relación con el nuestro en cuanto leímos lo de la página del cuento —intervino Rickard cruzando las manos sobre la mesa. Patrik no pudo por menos de preguntarse cómo funcionaría la cosa, siendo Gerda su esposa y su jefe a la vez. Aunque Patrik se tenía por un hombre igualitario e instruido, a él le habría costado un poco tener a Erica como superior en el trabajo. Por otro lado, tampoco a ella le gustaría que él fuera su jefe, de modo que quizá no fuese tan extraño.

—Rickard y yo nos casamos una vez finalizada la investigación. Desde entonces, trabajamos en unidades distintas —aclaró Gerda mirando a Patrik, que se ruborizó hasta las cejas. Por un instante se preguntó si no sería cierto que aquella mujer le leía el pensamiento. Sin embargo, se dijo que no debía de resultarle muy difícil adivinar lo que pensaba, ya que, seguramente, no era el primero en hacerse tales reflexiones.

—¿Dónde encontrasteis la página vosotros? —preguntó para cambiar de tema. A los labios de Gerda asomó una sonrisa discreta: se había dado cuenta de que Patrik lo había entendido, pero fue Konrad quien tomó la palabra.

—Estaba entre las páginas de una Biblia que tenía al lado.

—¿Dónde hallaron su cadáver? —Quiso saber Martin.

—En su piso. Fue uno de los miembros de su comunidad.

—¿De su comunidad? —Se sorprendió Patrik—. ¿Qué clase de comunidad era?

—La Cruz de la Virgen María —respondió Gerda—. Una comunidad católica.

—¿Católica? —preguntó Martin—. ¿Acaso era de algún país del sur?

—El catolicismo no se da sólo en los países del sur —replicó Patrik, un tanto avergonzado por la ignorancia de Martin—. Está extendido por una parte considerable del mundo y en Suecia existen varios miles de católicos.

—Exacto —confirmó Rickard—. Hay unos ciento sesenta mil católicos en este país. Elsa llevaba muchos años en esa comunidad que, en principio, era su familia.

—¿No tenía más parientes? —Quiso saber Patrik.

—No, no localizamos a ningún familiar —contestó Gerda moviendo la cabeza negativamente—. Interrogamos a los demás miembros de la comunidad para ver si se había producido una especie de cisma o algo así, que hubiese podido culminar en el asesinato de Elsa, pero el resultado fue cero.

—Si quisiéramos hablar con alguien que hubiese tenido una relación cercana con Elsa… ¿quién se os ocurre? —Martin tenía el bolígrafo preparado para anotar el nombre.

—Sin duda, el sacerdote. Silvio Mancini. Él sí es del sur de Europa —dijo Gerda guiñándole un ojo a Martin, que se sonrojó en el acto.

—Por lo que deduje de vuestra consulta, también la víctima de Tanumshede presentaba indicios de haber estado atada, ¿no es cierto? —Rickard le dirigió la pregunta a Patrik.

—Así es. Nuestro forense halló huellas de una cuerda en los brazos y en las muñecas. Si no me equivoco, fue una de las razones que os inclinaron a considerar la muerte de Elsa como un asesinato, ¿verdad?

—Sí. —Gerda sacó una fotografía que les pasó a Patrik y a Martin por la mesa. Ambos la observaron unos segundos y constataron que, en efecto, las marcas de la cuerda se apreciaban con total claridad. Patrik reconoció además los extraños moratones alrededor de la boca.

—¿Detectasteis residuos de pegamento? —le preguntó a Gerda.

—Sí, el pegamento procedente de cinta adhesiva marrón normal y corriente. —Gerda carraspeó un poco—. Comprenderéis que nos interesa mucho conocer la información de que disponéis sobre los demás casos. A cambio, claro está, os facilitaremos todo lo que tenemos nosotros. Sé que, en ocasiones, se da un alto grado de rivalidad entre los distritos policiales, pero nosotros deseamos sinceramente iniciar una buena colaboración con canales abiertos entre nosotros. —No lo dijo como una súplica, sino como una fría constatación. Patrik asintió sin la menor vacilación.

—Por supuesto. Necesitamos toda la ayuda que nos podáis prestar. Igual que vosotros. De modo que lo más lógico es que nos facilitéis copias de vuestro material y viceversa. Además de mantenernos en contacto por teléfono.

—Bien —dijo Gerda.

A Patrik no le pasó inadvertida la admiración que reflejaba la mirada que Rickard dirigió a su mujer. El respeto de Patrik por Rickard Svensson aumentó enseguida. Era preciso ser un hombre de verdad para saber apreciar a tu mujer, cuando ésta había ascendido más alto que tú en el escalafón.

—¿Sabéis dónde podemos localizar a Silvio Mancini? —preguntó Martin cuando ya se levantaban para despedirse.

—La comunidad católica tiene un local en el centro —Konrad les anotó la dirección en un bloc, arrancó la hoja y se la dio a Martin antes de explicarles cómo llegar.

—Cuando hayáis hablado con Silvio, podéis pasar por aquí a recoger el paquete con las copias de todo el material —sugirió Gerda mientras le estrechaba la mano a Patrik—. Daré orden de que las hagan ahora mismo.

—Muchas gracias por la ayuda —dijo Patrik con sinceridad. Tal y como Gerda había mencionado, la colaboración entre los distritos no siempre era el punto fuerte de la policía, y se sentía muy satisfecho de que en el caso de aquella investigación ocurriese justo lo contrario.

—¿No piensas dejarte ya de tonterías?

Jonna cerró los ojos. La voz de su madre sonaba siempre tan dura y tan acusadora por teléfono…

—Tu padre y yo hemos estado hablando y pensamos que es una irresponsabilidad inaudita por tu parte malgastar tu vida de ese modo. Además, tenemos que mirar por nuestra reputación en el hospital. Debes comprender que no eres tú sola la que hace el ridículo, ¡nosotros también!

—Ya sabía yo que algo tendría que ver esto con el hospital —murmuró Jonna.

—¿Qué dices? Tienes que hablar un poco más alto, Jonna, no oigo lo que dices. Ya tienes diecinueve años, deberías haber aprendido a expresarte bien a estas alturas. Y te diré que los últimos artículos que publicaron los diarios no nos han gustado lo más mínimo. La gente empieza a preguntarse qué clase de padres somos. Y debes saber que hemos hecho lo que hemos podido. Pero tu padre y yo tenemos una misión importante que cumplir y tú ya eres mayor, Jonna, lo bastante para comprenderlo y para demostrar un poco de respeto por lo que hacemos. ¿Sabes? Ayer operé a un niño ruso que sufría un grave fallo cardiaco. En su país no podía recibir la atención quirúrgica que necesitaba, pero ¡yo le ayudé! Le ayudé a sobrevivir, a vivir una vida digna. En mi opinión, deberías mostrarte un poco más humilde ante la vida, Jonna. Tú has vivido una existencia sin problemas. ¿Te hemos negado algo alguna vez? Siempre has tenido ropa, techo y comida. Piensa en todos los niños que no lo han pasado ni la mitad de bien que tú, ¿qué digo la mitad?, ni una décima parte. A ellos les habría gustado estar en tu pellejo. Y, desde luego, a ellos no se les han ocurrido esas tonterías de autolesionarse y cosas de ésas. ¿Sabes? Yo creo que eres una egoísta, Jonna, y que ya es hora de que madures. Tu padre y yo pensamos…

Jonna colgó el auricular y se desplomó hasta quedar sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. La ansiedad crecía sin cesar hasta que sintió como si quisiera subir y salirle por la garganta. Llenó cada milímetro de su cuerpo, como si fuera a estallarle dentro. La sensación de no tener adónde ir, ningún lugar al que huir, se adueñó de ella como en tantas ocasiones anteriores y, con mano temblorosa, fue a sacar la cuchilla que siempre llevaba en el monedero. Los dedos le temblaban de forma tan incontrolada que se le cayó al suelo. Lanzó una maldición y trató de recuperarla. Se cortó los dedos varias veces pero, tras unos cuantos intentos, lo consiguió y se la llevó despacio hacia la cara interior del brazo derecho. Fijó la vista en la cuchilla con la máxima concentración mientras la hundía en la piel escoriada, cubierta de cicatrices, que parecía un paisaje lunar de carne rosa en algunas zonas y blanca en otras, surcada por pequeños ríos de color rojo. Cuando empezaron a brotar las primeras gotas de sangre, sintió que la angustia cedía. Apretó más fuerte y el hilillo rojo se convirtió en una corriente bombeante. Jonna la observó con una expresión de alivio. Levantó la cuchilla otra vez y dibujó otro río entre las cicatrices. Luego, alzó la cabeza y le sonrió a la cámara. Casi parecía feliz.

—Hola, buscamos a Silvio Mancini —dijo Patrik sosteniendo la placa a la vista de la mujer que les abrió la puerta. Ella se hizo a un lado y gritó hacia el interior del local:

—¡Silvio! Está aquí la policía.

Un hombre de pelo cano que vestía vaqueros y un jersey se les acercó por el pasillo y Patrik acertó a constatar que, en su subconsciente, se había imaginado que aparecería con el uniforme completo de cura, en lugar de con ropa normal. La parte lógica de su yo se dijo que el sacerdote no podía llevar la sotana a todas horas, pero a él le llevó unos segundos reajustar sus expectativas.

—Patrik Hedström y Martin Molin —saludó Patrik señalando a su colega. El sacerdote asintió y los invitó a sentarse en un pequeño tresillo. No era un local muy amplio, pero sí muy cuidado y profusamente adornado con todos los atributos que Patrik, como profano, asociaba al catolicismo: imágenes de la Virgen María y un gran crucifijo, por ejemplo. La señora que les había abierto la puerta apareció con una bandeja de café y galletas. Silvio le dio las gracias amablemente, pero ella respondió sólo con una sonrisa y se retiró enseguida. Silvio dirigió su atención hacia los dos policías y preguntó en un sueco correcto, aunque con inconfundible acento italiano:

—Bien, ¿qué puedo hacer por la policía?

—Querríamos hacerle algunas preguntas sobre Elsa Forsell.

Silvio exhaló un suspiro.

—Ya, bueno, yo tenía la esperanza de que, tarde o temprano, la policía encontraría algo con lo que seguir investigando. Aunque creo en el fuego del infierno como en una realidad tangible, prefiero que los asesinos reciban su castigo ya en esta vida. —El sacerdote exhibió una sonrisa con la que consiguió expresar humor y empatía a un tiempo. Patrik experimentó la sensación de que él y Elsa habían sido muy buenos amigos, impresión que el propio Silvio confirmó con su siguiente comentario—: Elsa fue una buena amiga durante muchos, muchos años. Participaba con asiduidad en las actividades de la comunidad y yo era, además, su confesor.

—¿Nació en el seno de una familia católica?

—No, en absoluto —rio Silvio—. Pocas lo son en Suecia, a menos que hayan venido de un país católico. Pero Elsa asistió a una de nuestras celebraciones religiosas y, bueno, yo creo que encontró lo que buscaba. Elsa era… —Silvio dudó un instante—. Elsa era una especie de alma destrozada. Buscaba algo y lo halló entre nosotros.

—¿Y qué era lo que buscaba? —preguntó Patrik observando al hombre que tenía enfrente. Todo en aquel sacerdote confirmaba que era un hombre bueno, un hombre que irradiaba serenidad, que transmitía paz. Un auténtico hombre de Dios.

Silvio guardó silencio un buen rato antes de responder. Parecía querer medir muy bien sus palabras, pero al final miró a Patrik fijamente y declaró:

—Perdón.

—¿Perdón? —repitió Martin extrañado.

—Perdón —reiteró Silvio con calma—. Lo que todos buscamos, la mayoría sin ser conscientes de ello. Perdón por nuestros pecados, por nuestras debilidades, por nuestras faltas y nuestros errores. Perdón por cosas que hemos hecho… y por cosas que hemos dejado de hacer.

—¿Y cuál era el motivo de Elsa para buscar el perdón? —preguntó Patrik tranquilo, observando atentamente al sacerdote. Por un instante, creyó que Silvio estaba a punto de ir a contarles algo, pero luego bajó la vista y dijo:

—La confesión es sagrada. Y, además, ¿eso qué importa? Todos tenemos algo por lo que ser perdonados.

Patrik tuvo la sensación de que había algo más detrás de aquellas palabras, pero sabía lo suficiente acerca del voto de silencio de un confesor como para no seguir presionando al sacerdote.

—¿Durante cuántos años fue Elsa miembro de esta comunidad? —preguntó cambiando de asunto.

—Dieciocho años —respondió Silvio—. Ya digo, nos hicimos muy buenos amigos.

—¿Sabe si Elsa tenía enemigos? ¿Alguien que deseara su muerte?

Una vez más advirtió la misma vacilación en el cura, quien, finalmente, negó con la cabeza.

—No, no conozco a nadie que le deseara ningún mal. Aparte de nosotros, Elsa no tenía ni amigos ni enemigos. Nosotros éramos su familia.

—¿Es eso algo habitual? —se interesó Martin, incapaz de impedir que en su voz resonara el escepticismo.

—Ya sé lo que piensa —repuso sin alterarse el hombre de cabellos plateados—. No, no tenemos normas ni restricciones de ese tipo para nuestros fieles. La mayoría tienen familia y otros amigos fuera de la parroquia. Somos como cualquier otra comunidad cristiana. Pero en el caso concreto de Elsa… bueno, ella sólo nos tenía a nosotros.

—El modo en que murió… —comenzó Patrik—. Sabe que alguien la obligó a ingerir una gran cantidad de alcohol. ¿Cómo era su relación con la bebida?

De nuevo creyó advertir Patrik una ligera vacilación, como si el sacerdote reprimiese su voluntad de hablar. Sin embargo, respondió riéndose:

—Pues yo diría que Elsa era, a ese respecto, como la mayoría de la gente. Se tomaba una o dos copas de vino algunos sábados, pero sin excesos. Sí, diría que su relación con la bebida era bastante normal. Además, yo le enseñé a apreciar los vinos italianos, incluso organizamos alguna que otra tarde de cata aquí en el local. Tuvieron mucho éxito.

Patrik enarcó una ceja. Aquel cura católico lo tenía muy sorprendido, desde luego.

Después de haber reflexionado un instante, por si se les había quedado alguna pregunta en el tintero, Patrik dejó su tarjeta de visita sobre la mesa.

—Si recuerda algún detalle, no dude en llamarnos, por favor.

—Tanumshede —leyó Silvio en la tarjeta—. ¿Dónde queda eso?

—En la costa oeste —respondió Patrik poniéndose de pie—. Entre Strömstad y Uddevalla, más o menos.

Totalmente perplejo, observó que Silvio palidecía por completo. Durante un segundo, lo vio tan blanco como a Martin durante el viaje en coche del día anterior. Pero el sacerdote se recuperó enseguida y asintió sin pronunciar palabra. Patrik y Martin se despidieron un tanto desconcertados. Ambos con la sensación de que Silvio Mancini sabía mucho más de lo que les había confiado.

La expectación se mascaba en el ambiente. Todos estaban ansiosos por oír lo que Patrik y Martin habían conseguido averiguar durante su excursión aquel fin de semana. Patrik se fue derecho a la comisaría en cuanto llegaron de Nyköping y dedicó un par de horas a preparar la reunión. De ahí que las paredes de su despacho estuvieran plagadas de fotos y papeles, notas, dibujos y flechas por todas partes. Parecía caótico, pero ya se encargaría él de poner orden en aquel jaleo.

No quedó mucho espacio libre en su despacho cuando todos hubieron tomado asiento, pero Patrik no quiso colocar el material en ningún otro lugar, de modo que tendrían que arreglarse. Martin llegó el primero y se sentó al fondo. Luego llegaron Annika, Gösta, Hanna y Mellberg, por ese orden. Nadie dijo ni una palabra, sino que se dedicaron a mirar con interés el material fijado a las paredes. Todos trataban de hallar el hilo conductor, la guía que los llevaría hasta el asesino.

—Como ya sabéis, Martin y yo hemos estado este fin de semana en Lund y en Nyköping. Las dos comisarías se habían puesto en contacto con nosotros, pues tenían casos cuyas características coincidían con las de las muertes de Marit Kaspersen y Rasmus Olsson. La víctima de Lund —se dio la vuelta para señalar una fotografía de la pared— se llamaba Börje Knudsen. Tenía cincuenta y dos años, alcohólico recalcitrante, encontraron su cadáver en su piso. Para entonces llevaba allí tanto tiempo que, por desgracia, no lograron encontrar indicios de lesiones físicas como las que hemos documentado en las demás víctimas. Sin embargo… —Patrik hizo aquí una pausa y dio un trago del vaso de agua que tenía en la mesa—. Sin embargo, sí que tenía esto en la mano —añadió señalando lo que había en la pared, junto a la foto: la funda de plástico con la página del cuento.

Mellberg levantó la mano.

—¿Tenemos respuesta del laboratorio sobre si había huellas dactilares en las páginas que encontramos en los casos de Marit y Rasmus?

A Patrik lo sorprendió el hecho de que su jefe anduviese tan alerta.

—Sí, nos llegó la respuesta, y nos han devuelto las páginas —asintió señalando las páginas que había junto a las fotos de Marit y Rasmus—. Pero, por desgracia, no hallaron huellas dactilares. La página encontrada en la mano de Börje está sin analizar, así que saldrá para el laboratorio hoy mismo. Sí lo está, en cambio, la que descubrieron en Elsa Forsell, la víctima de Nyköping. El análisis se llevó a cabo durante la investigación inicial, con resultado negativo.

Mellberg asintió, dando a entender que quedaba satisfecho con la respuesta, y Patrik continuó.

—El caso de Börje se clasificó como un accidente, sencillamente pensaban que había muerto de una borrachera. En el caso de Elsa, en cambio, los colegas de Nyköping investigaron su muerte como un asesinato, aunque nunca dieron con el asesino.

—¿Tenían muchos sospechosos? —preguntó Hanna. Parecía serena, concentrada y estaba un tanto pálida. Patrik se preguntó preocupado si no estaría incubando alguna enfermedad: no podía permitirse el lujo de perder personal en aquella situación.

—No, no había ningún sospechoso. Las únicas personas con las que parecía relacionarse eran los miembros de su comunidad católica y, según parece, ninguno de ellos tenía problemas con ella. Al igual que la víctima de Lund, también a ella la asesinaron en su piso. —Señaló la foto que habían tomado del lugar del crimen—. Y, oculto entre las páginas de la Biblia que tenía en la mano, estaba esto. —Señaló entonces la página del cuento de Hansel y Gretel.

—Pero ¿qué clase de loco de mierda es? —preguntó Gösta incrédulo—. ¿Qué coño tiene que ver el cuento con todo esto?

—No lo sé, pero me huelo que es la clave de esta investigación —respondió Patrik.

—Esperemos que la prensa no se entere de esto —masculló Gösta—. De lo contrario, tendremos al «asesino de Hansel y Gretel», con esa afición que tienen por bautizar a los asesinos…

—Ya, bueno, no tengo que recordaros lo importante que es que nada de esto llegue a oídos de la prensa —recalcó Patrik, que tuvo que contenerse para no mirar a Mellberg. Pese a ser el jefe, siempre constituía una carta dudosa. Pero incluso él parecía haber recibido su ración de atención mediática las últimas semanas, porque asintió conforme.

—¿Tenemos algún dato, o alguna intuición, de cuáles serían los puntos de contacto entre los asesinatos? —preguntó Hanna.

Patrik miró a Martin, que fue quien respondió:

—No, por desgracia, volvemos al punto cero. Börje no era precisamente abstemio, y Elsa parecía tener una relación normal con la bebida, ni abstemia radical ni consumo exagerado.

—De modo que no tenemos ni idea de cuál es la conexión entre los asesinatos —concluyó Hanna con gesto preocupado.

Patrik dejó escapar un suspiro y abarcó con una mirada todo el material que había fijado en las paredes.

—No —dijo finalmente—. Lo único que sabemos es que, con toda probabilidad, el asesino es el mismo en los cuatro casos. Por lo demás, no existe un solo punto de contacto entre ellos. Nada hay que nos indique que Elsa y Börje guarden relación alguna con Marit y Rasmus ni con las ciudades en las que vivían. Aunque, como es natural, tendremos que emprender otra ronda de interrogatorios con los parientes de Marit y Rasmus para ver si les suenan los nombres de Börje y de Elsa, o si saben si alguno de los dos vivió en Lund o en Nyköping. En estos momentos, estamos dando palos de ciego, pero la conexión existe. ¡Tiene que existir! —exclamó Patrik con frustración.

—¿No podrías marcar las ciudades en el mapa? —sugirió Gösta señalando el mapa de Suecia que colgaba de una de las paredes.

—¡Por supuesto! ¡Es una buena idea! —respondió Patrik sacando de una cajita que tenía en el cajón unos alfileres con la cabeza de distintos colores. Con mucha precisión, clavó cuatro alfileres en el mapa: uno en Tanumshede, otro en Boras, otro en Lund y otro en Nyköping.

—En cualquier caso, el asesino se mantiene en la mitad sur de Suecia. Al menos limita un poco la zona de búsqueda —observó Gösta enfurruñado.

—Sí, habrá que conformarse con lo poco que tenemos —replicó Mellberg con una carcajada, pero guardó silencio enseguida, al ver que a nadie parecía hacerle la menor gracia.

—Bueno, creo que tenemos trabajo por hacer —dijo Patrik muy serio—. Y no podemos perder de vista la investigación del caso Persson —les recordó—. Gösta, ¿qué tal la lista de los dueños de galgos españoles?

—Está terminada —contestó Gösta—. Ciento sesenta propietarios. Es lo máximo que he conseguido, porque parece que hay algunos que no figuran en ningún listado ni registro.

—Pues sigue adelante con los que tienes, compara la dirección de cada uno y comprueba si es posible relacionar a alguno con esta zona.

—Claro —respondió Gösta.

—Había pensado que podríamos tratar de conseguir más información a partir de las páginas del cuento —continuó Patrik—. Martin y Hanna, ¿podríais hablar con Ola y con Kerstin una vez más, por si les suenan los nombres de Elsa o de Börje? Hablad también con Eva, la madre de Rasmus Olsson. Pero hacedlo por teléfono, os necesito aquí.

Gösta levantó la mano, algo inseguro.

—¿No podría ir yo con Hanna a hablar con Ola Kaspersen? Hanna y yo estuvimos con él el viernes pasado, y yo me quedé con la sensación de que no nos lo contó todo.

Hanna miró a Gösta.

—Pues yo no me di cuenta —aseguró la colega dando a entender que Gösta se estaba sacando aquello de la manga.

—Sí, mujer, claro que te darías cuenta de que… —Gösta se volvió hacia Hanna para seguir con la explicación, pero Patrik lo interrumpió.

—Vale, vosotros vais a Fjällbacka y habláis con Ola. De la lista puede encargarse Annika. Por cierto, me gustaría verla, así que, cuando hayas terminado con ella, déjala en mi mesa.

Annika asintió sin dejar de tomar notas.

—Martin, tú revisarás el material audiovisual de la noche en que murió Barbie. Puede que se nos haya escapado algo, así que examina la grabación escena a escena.

—Cuenta con ello —respondió Martin resuelto.

—Bien, en ese caso, adelante —concluyó Patrik poniéndose en jarras. Todos se levantaron y salieron en fila, uno tras otro. Ya solo en su despacho, Patrik volvió a mirar a su alrededor. Aquella tarea los superaba. ¿Cómo lograrían encontrar el vínculo entre todas aquellas piezas?

Descolgó de la pared las cuatro hojas del cuento con la mente totalmente en blanco. ¿Qué haría para sacar más información de aquello?

Una idea fue abriéndose paso en su mente. Patrik cogió la cazadora, puso las hojas cuidadosamente en una carpeta y se apresuró a salir de la comisaría.

Martin cruzó las piernas sobre la mesa con el mando a distancia en la mano. Empezaba a estar cansado y aburrido de aquello. Todo había sido demasiado intenso, había estado demasiado alerta, había vivido demasiada tensión aquellas últimas semanas. Sobre todo, había descansado demasiado poco y había pasado demasiado poco tiempo con Pia y «la piña», como la llamaban.

Pulsó la tecla de «reproducir» y dejó que la cinta pasara a cámara lenta. Ya la había visto con anterioridad, y dudaba de la utilidad que tendría hacerlo otra vez. ¿Por qué iba a haber rastro del asesino o de cualquier otra pista en aquella grabación? Seguramente, Lillemor encontró la muerte cuando salió corriendo de la finca. Pero Martin estaba acostumbrado a obedecer y no estaba dispuesto a ponerse a discutir con Patrik.

Sintió que le entraba sueño de estar retrepado en la silla viendo la película. El ritmo lento contribuía a aumentar la sensación de cansancio y tuvo que obligarse a mantener los ojos abiertos. Él no advertía nada nuevo en la pantalla. En primer lugar, se veía el enfrentamiento entre Uffe y Lillemor. Cambió de cámara lenta a la velocidad normal para poder oír el sonido y constató, una vez más, la hostilidad de la discusión. Uffe acusaba a Lillemor de haber ido hablando mal de él, de haberles dicho a los demás que era imbécil, tonto, un troglodita. Y Lillemor se defendía llorando y porfiando que ella no le había dicho nada de eso a nadie, que todo era mentira, que alguien quería hacerle una putada. Uffe no parecía creerla y la discusión adquirió un cariz más físico. Luego, Martin vio cómo él mismo y Hanna aparecían en escena para poner fin a la trifulca. La cámara se acercaba de vez en cuando a sus rostros y Martin constató que expresaban tanto enojo como de hecho sentían.

Después se sucedían unos cuarenta y cinco minutos de grabación en los que no sucedía nada. Martin intentó prestar atención en la medida de lo posible, trató de ver cosas que se le hubiesen escapado con anterioridad, algo que alguien dijese, algo del entorno. Pero nada parecía interesante. Nada era nuevo. Y el sueño amenazaba constantemente con cerrarle los ojos. Pulsó el botón de «pausa» y fue a buscar un café. Iba a necesitar todos los medios a su alcance para mantenerse despierto. Volvió a pulsar la tecla de «reproducir» y se sentó dispuesto a seguir mirando la cinta. Empezaba a fraguarse la pelea entre Tina, Calle, Jonna, Mehmet y Lillemor. Oyó las mismas acusaciones que ya había oído de Uffe. Le gritaban a Lillemor, la empujaban y la acosaban preguntándole qué coño era eso de ir hablando mal de ellos. Vio a Jonna atacarle duramente y, exactamente igual que antes, Lillemor se defendió llorando a lágrima viva de modo que el maquillaje se le corrió y le emborronó las mejillas.

Martin no pudo por menos de conmoverse al verla de pronto tan pequeña, tan indefensa y tan joven bajo la melena, el maquillaje y la silicona. No era más que una pobre chica. Tomó un sorbo de café y vio en la pantalla cómo Hanna y él intervenían para poner fin a la pelea. La cámara seguía primero a Hanna, que se apartó unos metros con Lillemor, y luego al propio Martin que, con expresión furibunda, les leía la cartilla al resto de los participantes. Luego, la cámara enfocó de nuevo el aparcamiento y grabó el momento en que Lillemor echaba a correr hacia el pueblo. La cámara se acercó a su espalda mientras la muchacha se alejaba, luego aparecía Hanna hablando por el móvil y después otra vez Martin, que, aún enojado, seguía con la mirada la huida de Lillemor.

Una hora más tarde, Martin no había visto más que a un puñado de jóvenes borrachos y a los participantes, que continuaban la fiesta. Los últimos fueron a acostarse hacia las tres y las cámaras dejaron de filmar. Martin se quedó sentado mirando sin ver la negra pantalla mientras rebobinaba la cinta. No podía decir que hubiese descubierto nada que les permitiese avanzar. Sin embargo, algo carcomía su subconsciente y lo importunaba como una carbonilla en el ojo. Miró una vez más la pantalla a oscuras. Y volvió a pulsar el botón de «reproducir».

—Sólo tengo una hora para el almuerzo —advirtió Ola iracundo cuando abrió la puerta—. Así que ya pueden abreviar.

Gösta y Hanna entraron y se quitaron los zapatos. Era la primera vez que iban a casa de Ola, pero no se sorprendieron ante el orden desmesurado y la limpieza que allí reinaban, ya que habían visto su despacho.

—Yo voy a ir comiendo entretanto —dijo señalando un plato de arroz, pechuga de pollo y guisantes.

Ni una gota de salsa, constató Gösta, que, por su parte, era incapaz de pensar siquiera en comerse nada que no llevase salsa. Eso era precisamente lo más interesante, la salsa. Por otro lado, había sido agraciado con una capacidad de asimilación de los alimentos que le impedía engordar y adquirir la odiosa barriga de cincuentón, pese a que su alimentación le habría debido garantizar una bien hermosa. Tal vez Ola no tuviese tanta suerte.

—Bueno, ¿y qué quieren ahora? —preguntó mientras ensartaba con cuidado unos guisantes en el tenedor.

Gösta observó fascinado que Ola parecía reacio a mezclar los alimentos en cada bocado, ya que comía los guisantes, el arroz y el pollo todo por separado.

—Hemos obtenido información nueva desde la última vez que hablamos —repuso Gösta con acritud—. ¿Le resultan familiares los nombres de Börje Knudsen y de Elsa Forsell?

Ola frunció el entrecejo y se volvió al oír un ruido a su espalda. Era Sofie, que salió de su habitación y se quedó mirando sorprendida a Gösta y a Hanna.

—¿Cómo es que estás en casa? —le preguntó Ola iracundo y mirándola amenazador.

—Pues… me sentía mal —respondió la muchacha, que, de hecho, no parecía encontrarse muy bien.

—¿Y qué es lo que te pasa? —insistió Ola como si aún no estuviera convencido.

—Estaba mareada y he vomitado —explicó. Le temblaban ligeramente las manos y tenía la piel sudorosa, lo que, finalmente, pareció persuadir a su padre de que decía la verdad.

—Pues vuelve dentro y acuéstate —le dijo en un tono algo más amable. Pero Sofie negó vehementemente con la cabeza.

—No, yo también quiero estar —replicó resuelta.

—Te digo que vayas a acostarte. —La voz de Ola sonaba firme, pero la mirada de su hija no lo era menos. Sin responder siquiera, se sentó en una silla, en el rincón, y aunque era evidente que a Ola le resultaba bastante incómodo que estuviera con ellos, no insistió más. En silencio, tomó otro bocado de arroz.

—¿Qué le han preguntado? ¿Qué nombres son ésos? —Quiso saber Sofie mirando a Gösta y a Hanna con los ojos brillantes, como si tuviera fiebre.

—Preguntábamos si tu padre o tú habéis oído los nombres de Börje Knudsen o de Elsa Forsell en relación con tu madre.

Sofie pareció reflexionar unos segundos. Luego, negó con la cabeza y miró inquisitiva a su padre.

—Papá, ¿a ti te suenan?

—No —aseguró Ola—. Jamás los había oído con anterioridad. ¿Quiénes son?

—Otras dos víctimas —explicó Hanna.

Ola se sorprendió y se quedó con el tenedor a medio camino hacia la boca.

—¿Cómo? ¿Qué me dice?

—Son dos personas que fueron víctimas del mismo asesino de su exmujer y de tu madre —añadió Hanna con tiento, sin mirar a Sofie a la cara.

—¿Qué coño están diciendo? Primero vienen a preguntarme por el tal Rasmus. ¿Y ahora resulta que traen a dos más? De verdad, me pregunto a qué se dedica la policía.

—Trabajamos las veinticuatro horas —repuso Gösta ofendido. Desde luego, había algo en aquel tipo que lo sacaba de quicio. Respiró hondo y añadió—: Las víctimas vivían en Lund y Nyköping. ¿Saben si Marit tenía alguna relación con esas ciudades?

—¡¿Cuántas veces voy a tener que decirlo?! —rugió Ola—. Marit y yo nos conocimos en Noruega. A los dieciocho años, nos vinimos aquí a trabajar. Y, desde entonces, ¡no hemos vivido en ningún otro lugar! ¿Les cuesta entenderlo o qué?

—Papá, cálmate —intervino Sofie posando una mano sobre el brazo de su padre para serenarlo. Pareció conseguirlo, pues Ola dijo con fría calma:

—Creo que deberían estar haciendo su trabajo, en lugar de venir aquí cada dos por tres a interrogarnos. Nosotros no sabemos nada.

—Puede que no sepan que lo saben —observó Gösta—. Y nuestro trabajo consiste en averiguarlo.

—¿Tienen alguna idea de por qué asesinaron a mi madre? —preguntó Sofie con un hilo de voz. Gösta vio con el rabillo del ojo que Hanna volvía la cabeza. Pese a la dureza de sus formas, aún le afectaba mucho el contacto con los familiares de las víctimas. Una cualidad molesta pero, en cierto modo, positiva en un policía. Él, por su parte, se había curtido con el tiempo. En un acceso de lucidez, comprendió que quizá por eso había rehuido el trabajo en los últimos años. Su cupo de desgracias estaba colmado y él había clausurado todas las vías.

—No podemos decir nada sobre el tema en este momento —le dijo Gösta a Sofie, que tenía, en verdad, muy mal aspecto. Esperaba que no les contagiase nada. Desde luego, llegar a la comisaría y mandarlos a todos a la cama con gastroenteritis no lo convertiría en el policía más popular—. ¿Hay algo, lo que sea, que no nos hayan contado sobre Marit, pero que querrían aprovechar para contar ahora? Cualquier cosa podría ser de utilidad para encontrar la conexión entre Marit y las demás víctimas. —Miró fijamente a Ola. La sensación que experimentó cuando hablaron con él en las oficinas de Inventing seguía viva. Había algo que aquel hombre se resistía a contarles.

No obstante, Ola le respondió entre dientes y sosteniéndole la mirada:

—¡No-sabemos-nada! ¿Por qué no van a hablar con la bollera esa? Quizá ella sí sepa algo.

—Yo… yo… —balbució Sofie mirando insegura a su padre. Se diría que la joven se esforzaba por formular una frase, sin saber cómo—. Yo… —comenzó de nuevo, aunque una mirada de Ola la obligó a callar. Luego, echó a correr hacia la cocina, tapándose la boca con la mano. Desde el baño la oyeron vomitar.

—Mi hija está enferma. Quiero que se marchen ahora mismo.

Gösta miró inquisitivo a Hanna, que se encogió de hombros. Se encaminaron a la puerta. El policía se preguntaba qué estaría tratando de decirles Sofie.

La biblioteca estaba tranquila y silenciosa aquel lunes por la mañana. Antes se llegaba dando un cómodo paseo desde la comisaría, pero como la habían trasladado a los locales de «Futura», Patrik tuvo que coger el coche. No había nadie al otro lado del mostrador cuando entró, pero, después de llamar en voz baja, apareció de detrás de las estanterías la bibliotecaria de Tanumshede.

—¡Hola! ¿Tú por aquí? —preguntó Jessica sorprendida enarcando una ceja. Patrik se dio cuenta de que hacía bastante tiempo que no ponía un pie en la biblioteca. Desde que acabó el instituto, más o menos, aunque se abstuvo de calcular cuántos años hacía de eso. En cualquier caso, Jessica aún no era la bibliotecaria, puesto que tenían la misma edad.

—Hola, sí, ya. Me preguntaba si podrías ayudarme con un asunto. —Patrik dejó la carpeta en la mesa que había delante del mostrador de préstamo y sacó las fundas de plástico que protegían las páginas. Jessica se acercó curiosa para verlas. Era alta y delgada y tenía una melena de color castaño claro que ahora llevaba recogida en una práctica cola de caballo. Un par de gafas descansaban sobre la punta de su nariz, y Patrik no pudo por menos de preguntarse si serían adminículo obligatorio en los estudios de biblioteconomía.

—Claro, dime, ¿qué necesitas? —se interesó Jessica.

—Tengo aquí una serie de páginas de un cuento infantil —expuso Patrik señalando las hojas—. Quería saber si hay algún modo de averiguar de dónde o, más bien, de quién son estas páginas.

Jessica se encajó las gafas en la base de la nariz y sacó las hojas con cuidado para examinarlas. Las colocó una al lado de la otra, pero luego las cambió de sitio.

—Ahora están en orden —dijo satisfecha.

Patrik se inclinó para ver mejor. Y sí, ahora lo veía claro. Ahora el cuento se desarrollaba como debía, con el principio en la página que habían encontrado en la Biblia de Elsa Forsell. Una certeza empezó a adquirir cuerpo en su interior. Las páginas se hallaban ahora en el orden en que se habían cometido los asesinatos. En primer lugar, la página de Elsa Forsell, en segundo lugar, la de Börje Knudsen, después la de Rasmus Olsson y, finalmente, la que hallaron en el coche de Marit Kaspersen. Miró a Jessica agradecido.

—Ya me has ayudado —le agradeció volviendo a concentrarse en las páginas—. ¿Sabrías decirme algo del libro? —preguntó—. ¿De dónde ha salido?

La bibliotecaria reflexionó un minuto, al cabo del cual fue detrás del mostrador y empezó a teclear en el ordenador.

—A mí me parece que es un ejemplar bastante antiguo —opinó—. Seguro que tiene bastantes años. Se aprecia tanto en las ilustraciones como en el lenguaje utilizado.

—¿De cuándo crees que es, más o menos? —Patrik no podía contener su curiosidad.

Jessica lo miró por encima de las gafas. Por un instante, se le antojó misteriosamente parecida a Annika.

—Es lo que estoy intentando averiguar. Si me dejas trabajar un momento.

Patrik se sintió como un escolar al que acababan de reprender. Algo azorado, guardó silencio, pero observó lleno de curiosidad los dedos de Jessica, que volaban sobre el teclado.

Al cabo de un rato, que a Patrik le pareció una eternidad, dijo:

—El cuento de Hansel y Gretel ha tenido en Suecia incontables ediciones a lo largo de los años, pero he descartado las posteriores a 1950, y así han quedado muchas menos. Antes de esa fecha, aparecen diez ediciones distintas. Yo diría —y subrayó el «diría»— que se trata de una de las ediciones de los años veinte. Voy a comprobar si, a través de alguna librería de viejo, puedo localizar mejores imágenes de esas ediciones. —La joven volvió a teclear y Patrik se contuvo para no ponerse a dar paseos de un lado a otro, movido por la impaciencia.

Finalmente, Jessica encontró algo.

—Mira, ¿te resulta familiar esta ilustración?

Patrik dio la vuelta por detrás del mostrador hasta llegar a su lado para verlo mejor y sonrió satisfecho al ver la cubierta, que, sin lugar a dudas, tenía el mismo tipo de ilustraciones que las páginas halladas junto a las víctimas.

—Bueno, pues ésa era la buena noticia —añadió Jessica cortante—. La mala noticia es que no se trata de una edición ni única ni de poca tirada. Se publicó en 1924 y se imprimieron mil ejemplares. Y, además, no es seguro que el propietario del libro lo haya adquirido cuando se editó. Esa persona puede haberlo comprado en una librería de viejo en cualquier momento. Si busco en páginas de Internet donde localizar libros antiguos, me aparecen diez ejemplares de este mismo libro, a la venta en todo el país y en este momento.

Patrik sintió que el desánimo se apoderaba de él. Sabía que era rebuscado, pero, aun así, había abrigado una mínima esperanza de averiguar algo a través del libro. Patrik salió de detrás del mostrador y se quedó mirando enojado las páginas sueltas. Sentía deseos de romperlas en mil pedazos de pura frustración, pero se dominó.

—¿Te has dado cuenta de que falta una página? —preguntó Jessica colocándose a su lado. Patrik la miró sorprendido.

—No, no había reparado en ello.

—Pues está claro, por la paginación —insistió señalando los números de las páginas—. La primera hoja tiene las páginas cinco y seis, y luego salta a la nueve y la diez, después tenemos la once y la doce, y la última, la trece y la catorce. Es decir, falta la hoja correspondiente a las páginas siete y ocho.

La cabeza de Patrik era un mar de ideas. Con una certeza implacable, comprendió lo que aquello significaba: en algún lugar había otra víctima.