La añoranza del mundo exterior era cada vez más intensa. A veces los dejaba correr por el césped, pero sólo por breves espacios de tiempo. Y siempre con la angustia pintada en los ojos, que lo hacía mirar a su alrededor asustado y sin cesar, en busca de los monstruos que, según ella, se escondían allá fuera, los monstruos de los que sólo ella era capaz de defenderlos.
Pero, pese al miedo, era maravilloso. Sentir que la luz del sol le calentaba la piel y el cosquilleo de la hierba en la planta de los pies. Solían correr como locos, él y su hermana, y a veces no podían ni contener la risa cuando ella los veía saltar de un lado a otro. En una ocasión hasta jugó al pilla-pilla y rodó con ellos por el césped. En aquel instante, él sintió una felicidad pura y verdadera. Pero el ruido de un coche en la distancia la hizo levantarse y, con el terror en la mirada, les gritó que entrasen corriendo. Rápido, debían correr rápido. Y acuciados por aquel horror sin nombre, se precipitaron hacia la puerta y entraron en su habitación. Ella llegó corriendo detrás de los dos y cerró con llave todas las puertas de la casa. Luego se quedaron en el cuarto, abrazados, temblando como un fardo en el suelo. Ella les había prometido una y otra vez que nadie se los llevaría, que nadie volvería a hacerles daño nunca.
Y él la creyó. Y se sentía agradecido por su protección, como si fuese el último bastión contra todos aquéllos que deseaban hacerles daño. Pero, al mismo tiempo, no podía dejar de añorar el mundo exterior. La luz del sol. La hierba bajo los pies. La libertad.
Gösta observaba a Hanna a hurtadillas mientras se dirigían a la casa de Kerstin. Constató que Hanna se había ganado su admiración sin paliativos en un tiempo récord. No a la manera patológica de un viejo verde, sino más bien en un sentido paternal. Al mismo tiempo, la colega le recordaba muchísimo a su difunta esposa de joven. También ella tenía el pelo rubio y los ojos azules y, al igual que Hanna, era menuda pero fuerte. Pero era obvio que las conversaciones con los familiares de las víctimas no eran su plato favorito. Vio con el rabillo del ojo lo tensa que estaba y tuvo que contenerse para no ponerle una mano en el hombro y tranquilizarla. Algo le decía que Hanna no apreciaría su gesto. Más bien, se arriesgaría a llevarse un derechazo.
Habían llamado de antemano para avisar de su visita, y cuando Kerstin abrió la puerta, Gösta vio que había aprovechado para darse una ducha justo antes de que llegaran. Su rostro sin maquillar reflejaba la misma resignación que había visto en tantas ocasiones anteriores. Era la expresión que caracterizaba a los familiares de las víctimas una vez pasada la primera conmoción y el dolor quedaba más desnudo y acerado. En ese estadio del duelo, tomaban plena conciencia del carácter definitivo de lo sucedido.
—Entren —les dijo. A Gösta no le pasó inadvertida la palidez verdosa de su cara, propia de quien lleva demasiado tiempo sin salir al aire libre.
Hanna aún parecía serena cuando se sentaron a la mesa de la cocina. El piso estaba limpio y ordenado, pero olía un poco a cerrado, lo que corroboró la impresión de Gösta de que Kerstin no había salido de allí desde la muerte de Marit. Se preguntó cómo se las arreglaba con la comida, si alguien le haría la compra. En respuesta a sus pensamientos, Kerstin abrió el frigorífico para sacar un poco de leche que tomar con el café, y Gösta comprobó con una rápida ojeada que estaba bien provisto. Kerstin puso también unos bollos que parecían haber salido del horno, de modo que era evidente que alguien le hacía las compras.
—¿Saben algo más? —preguntó con voz cansina mientras se sentaba. Aunque pareció más bien que preguntaba como si fuera un deber, no porque le importase. Una consecuencia más de la certeza de la cruda realidad. Había tomado conciencia de que Marit había desaparecido para siempre, y aquella realidad era capaz de ensombrecer por un instante el anhelo de respuesta, el deseo de escuchar una explicación. Pese a que las circunstancias fuesen muy distintas de un caso a otro, Gösta había constatado en sus cuarenta años de servicio que, en efecto, así solía ocurrir. Para ciertos familiares, la búsqueda de una explicación se convertía en lo más importante, pero en la mayoría de los casos no era más que un modo de retrasar el enfrentamiento con la verdad, de dilatar el momento de la aceptación. Sin embargo, él había visto familiares que vivían en la negación durante años, en ocasiones hasta que ellos mismos emprendían el viaje a la otra vida. Kerstin no pertenecía a esa clase. Ella se había enfrentado cara a cara con la muerte de Marit, y dicho encuentro parecía haberle absorbido toda la energía, todas las fuerzas. Sirvió el café de la cafetera con movimientos lentos—. Perdón, quizá alguno de los dos hubiese preferido té… —dijo algo desconcertada.
Gösta y Hanna negaron con un gesto. Permanecieron en silencio unos segundos, hasta que Gösta respondió por fin a la pregunta de Kerstin.
—Sí, bueno, hemos encontrado algún que otro dato sobre el cual seguir trabajando.
Volvió a guardar silencio, sin saber cuánto estaba autorizado a revelarle. Entonces Hanna tomó la palabra.
—Hemos obtenido cierta información que indica la existencia de una conexión con otro caso de asesinato acontecido en Boras.
—¿En Boras? —repitió Kerstin y, por primera vez, detectaron en sus ojos un destello de interés—. Pero… no lo entiendo… ¿Boras?
—Sí, también nosotros nos preguntamos por qué —intervino Gösta al tiempo que cogía un bollo—. Y por eso estamos aquí, para comprobar si, que usted sepa, existe algún tipo de relación entre Marit y la víctima de Boras.
—¿Qué…? ¿Quién…? —Kerstin los miraba insegura. Se pasó un mechón de su melena corta por detrás de la oreja derecha.
—Se trata de un hombre de unos treinta años llamado Rasmus Olsson. Murió hace tres años y medio.
—Pero ¿no resolvieron el caso?
Gösta intercambió una mirada con Hanna.
—No, la policía consideró que se hallaban ante un caso de suicidio. Había ciertos indicios de que así fuera y, bueno… —Gösta hizo un gesto resignado.
—Pero es que Marit no ha vivido nunca en Boras. Por lo menos, no que yo sepa. Aunque también pueden preguntarle a Ola, claro.
—Sí, por supuesto, hablaremos con Ola —afirmó Hanna—. Pero, entonces, ¿a usted no le suena que haya ninguna relación? Una de las circunstancias comunes a las muertes de Rasmus y de Marit es que… —vaciló un instante—… que, en el momento del fallecimiento, ambos presentaban una tasa muy elevada de alcohol en sangre, pese a que jamás bebían. Marit no pertenecería a ninguna asociación de abstemios, ¿verdad? O quizá fuese miembro de alguna asociación religiosa, ¿no?
Kerstin rompió a reír y la risa arrancó cierto color a sus mejillas.
—¿Marit religiosa? No. De ser así, yo lo sabría. Bueno, todos los años íbamos al alba al servicio religioso del día de Navidad. Yo creo que era la única vez que Marit ponía el pie en la iglesia. Ella era como yo en ese punto, no era creyente, aunque conservaba algunos principios de la infancia, la convicción de que existe algo más. O al menos, yo espero que así sea. Ahora más que nunca —añadió con voz queda.
Ni Hanna ni Gösta pronunciaron una palabra. Hanna clavó la vista en la mesa y Gösta creyó ver un destello húmedo que empañaba sus ojos ligeramente. Lo entendía a la perfección, aunque ya hacía muchos años que no lloraba en presencia del familiar de una víctima. Sin embargo, estaban allí para realizar un trabajo, de modo que, con mucho miramiento, continuó:
—Y el nombre de Rasmus Olsson, ¿le suena de algo?
Kerstin meneó la cabeza y se calentó las manos con la taza.
—No, nunca lo había oído.
—Bien, en ese caso, no creo que lleguemos mucho más lejos, por ahora. Ni que decir tiene que también hablaremos con Ola. Y, si recuerda algo, no dude en llamarnos. —Gösta se puso en pie y Hanna siguió su ejemplo. Parecía aliviada.
—Sí, claro, si recuerdo algo les llamaré —aseguró Kerstin sin levantarse para acompañarlos a la salida.
Ya en el umbral, Gösta no pudo contenerse y le dijo:
—Kerstin, debería salir a dar un paseo, hace un tiempo estupendo. Y necesita salir y respirar un poco de aire fresco.
—Vaya, se parece a Sofie —dijo Kerstin, volviendo a sonreír—. Sé que tienen razón, quizá salga a dar un paseo a media mañana.
—Bien —asintió Gösta sin más antes de cerrar la puerta. Hanna no lo miró. Ya iba un par de pasos por delante, en dirección a la comisaría.
Con mucho cuidado, Patrik dejó la bolsa con la mochila encima del escritorio. Aunque ignoraba si sería necesario, puesto que la policía ya lo había revisado todo hacía tres años y medio, se puso unos guantes de látex, por si acaso. No sólo por no interferir ni malograr el posible trabajo de la policía científica, sino también porque le desagradaba la idea de tocar la sangre reseca de la mochila con sus manos.
—¡Uf! ¡Qué vida más solitaria! Y qué trágica… —exclamó Martin a su lado, mientras observaba lo que hacía su colega.
—Sí, parece que la única persona que tenía en el mundo era su hijo —convino Patrik abriendo la cremallera con un suspiro.
—No debió de ser nada fácil, tener un hijo y criarlo sola. Y luego el accidente… —Martin vaciló un instante—. Y el asesinato.
—Ya, y luego que te crean —añadió Patrik, que ya estaba extrayendo el contenido de la mochila. Había un walkman, aunque Patrik intuía que esa denominación para el aparato que tenía delante revelaba más de lo que él habría deseado acerca de su edad y su falta de interés por la técnica. Ya no se llamaban así y él lo sabía, pero no tenía ni idea de su nombre actual. En cualquier caso, era un reproductor de música diminuto, con unos auriculares. Aunque dudaba mucho de que funcionase, ya que parecía haberse llevado un buen golpe en la caída desde el puente, y algo resonó en su interior cuando Patrik lo sacó.
—¿Desde qué altura cayó? —preguntó Martín sacando una silla para sentarse junto a la mesa.
—Diez metros —respondió Patrik, que seguía concentrado en vaciar la mochila.
—¡Vaya! —exclamó Martin con una mueca—. No debía de ofrecer un espectáculo muy agradable.
—No —contestó Patrik mecánicamente. Las fotografías del lugar del accidente pasaban a toda velocidad por su mente. Cambió de tema de conversación—. Estoy un poco preocupado, no sé cómo vamos a distribuir los recursos ahora que tenemos que investigar dos casos simultáneamente.
—Te comprendo —admitió Martin—. Y sé lo que estás pensando. Que cometimos un error permitiendo que los medios de comunicación nos empujasen a relegar la muerte de Marit a un segundo plano. Y sí, bueno, seguro que es cierto, pero lo hecho, hecho está, y ahora no tiene mucho remedio, salvo que repartamos las tareas de un modo más inteligente.
—Sí, ya sé que tienes razón —respondió Patrik sacando una cartera, que dejó sobre la mesa—. Y, aun así, me cuesta dejar de pensar en todo lo que deberíamos haber hecho de otra forma. Además, tampoco sé cómo proseguir con la investigación del caso de Lillemor Persson.
Martin reflexionó un instante.
—Lo que tenemos hoy por hoy, tal y como yo lo veo, son los pelos del perro y las grabaciones que nos ha cedido la productora.
Patrik abrió la cartera y empezó a revisar el contenido.
—Sí, es más o menos lo que yo pensaba. Los pelos del perro son una pista muy interesante en la que debemos seguir indagando. Según Pedersen, se trata de una raza poco común, quizá existan registros, listas de propietarios, asociaciones, en fin, cualquier cosa que nos permita llegar hasta el dueño. Quiero decir que, con doscientos perros en toda Suecia, debería ser fácil localizar a un propietario que viva en esta zona.
—Sí, suena lógico —opinó Martin—. ¿Quieres que me encargue yo?
—No, se me ha ocurrido que podría hacerlo Mellberg. Así se hará como es debido. —Martin lo miró perplejo y Patrik se echó a reír—. ¿Y tú qué crees? Por supuesto que quiero que te encargues tú, hombre.
—Ja-ja-ja. Muy gracioso —respondió Martin bromeando. Pero enseguida se puso serio otra vez, se inclinó sobre los objetos que había en la mesa y preguntó—: ¿Qué es eso?
—Nada emocionante, me temo —respondió Patrik—. Dos billetes de veinte, una moneda de diez, el carné de identidad, un papel con la dirección de su casa y los números de teléfono de su madre, tanto el de casa como el móvil.
—¿Sólo eso? —preguntó Martin.
—Sí. Bueno, no… —se corrigió con una sonrisa—. También hay una foto de él con Eva. —Se la enseñó a Martin. Un joven Rasmus rodeaba con su brazo los hombros de su madre y sonreía a la cámara. Rasmus le sacaba a Eva dos cabezas, y se percibía cierta actitud protectora en su gesto. Sería de antes del accidente. Después, se invirtieron los papeles y la que protegía era Eva. Patrik volvió a dejar la foto en la cartera.
—¡Mira que hay gente sola en el mundo! —dijo Martin fijando la vista en un punto indeterminado del horizonte.
—Sí, sí que hay —convino Patrik—. ¿Estás pensando en alguien en concreto?
—No… bueno, estaba pensando en Eva Olsson. Pero también en Lillemor. Imagínate, no tener a nadie que llore tu muerte. Sus padres fallecieron y no tiene más familiares. Nadie a quien transmitirle la noticia. Lo único que ha dejado son unos cientos de horas de grabaciones televisivas, que terminarán cogiendo polvo en algún archivo.
Guardaron silencio unos minutos. Ambos recrearon la imagen de un ataúd descendiendo solitario en el hoyo, ni un solo familiar, ningún amigo. Infinitamente triste.
—Un diario —anunció Patrik rompiendo el silencio. Se trataba de un libro negro bastante grueso, cuyas páginas tenían un borde dorado. Se notaba que para Rasmus era muy importante.
—¿Qué hay? —preguntó Martin con curiosidad. Patrik hojeó un poco las páginas repletas de texto.
—Creo que son notas sobre los animales de la tienda —dijo Patrik al fin—. Mira esto, por ejemplo: «Hercules, pienso tres veces al día, cambio de agua frecuente, limpieza diaria de la jaula. Gudrun, un ratón por semana, limpieza semanal del terrario».
—Parece que Hercules es un conejo o una cobaya o algo así, y yo diría que Gudrun es una serpiente —sonrió Martin.
—Sí, Rasmus era muy meticuloso, tal y como nos dijo su madre —dijo Patrik mientras pasaba las páginas del libro. Todas trataban de animales y no contenían nada que despertase su interés—. Bueno, ya no parece que haya nada más.
Martin dejó escapar un suspiro.
—Ya, bueno, yo tampoco creía que fuésemos a encontrar nada decisivo para la investigación. La policía de Boras ya lo revisó todo en su momento. Pero, claro, la esperanza es lo último que se pierde.
Patrik devolvió el libro al interior de la mochila con mucho cuidado. De pronto, se oyó un ruidito.
—Espera, aquí hay algo más. —Volvió a sacar el diario, lo dejó encima de la mesa y volvió a meter la mano en la mochila. Cuando sacó lo que había en el fondo, Martin y él se quedaron mirándose atónitos y sin dar crédito a lo que veían. Desde luego, no esperaban encontrar aquello en la mochila de Rasmus, pero el hallazgo demostraba, fuera de toda duda, que existía una conexión real entre las muertes de Rasmus y Marit.
Ola no sonó muy satisfecho cuando Gösta lo llamó al móvil. Estaba en el trabajo y prefería que esperasen para hablar con él. Gösta, ofendido por la actitud altanera de Ola, no estaba magnánimo aquella mañana y le explicó tranquilamente que se presentarían en las oficinas de Inventing al cabo de media hora. Ola masculló algo sobre «el poder del Estado» con ese acento noruego suyo tan cantarín, pero tuvo la sensatez suficiente como para no protestar.
Hanna parecía seguir de mal humor y, cuando se sentaron en el coche y pusieron rumbo a Fjällbacka, Gösta se preguntó qué le pasaría. Tenía la sensación de que se trataba de algún encontronazo en el frente familiar, pero no la conocía lo suficiente como para preguntarle. Sólo esperaba que no fuese nada grave. Hanna no parecía en general una mujer dada a la charla, de modo que Gösta guardó silencio. Cuando pasaron por delante del campo de golf de Anrás, la colega miró por la ventana y le preguntó:
—¿Es bueno ese campo de golf?
Gösta aceptó de muy buen grado aquella pipa de la paz.
—¡Es excelente! Sobre todo el hoyo nueve es todo un reto. En una ocasión colé incluso un hole in one, aunque no en ese hoyo, claro.
—Ajá, por lo que yo sé de golf, el hole in one es algo bueno —observó Hanna con la primera sonrisa del día—. ¿Te invitaron a champán en el club? —preguntó—. ¿No es eso lo habitual?
—Sí, señor —respondió Gösta con la cara radiante de alegría ante el solo recuerdo—. Claro que me invitaron a champán, y en general fue una ronda de primera. La mejor hasta el momento, a decir verdad.
Hanna se echó a reír.
—Desde luego, no es exagerado decir que estás contaminado con la bacteria del golf…
Gösta la miró con una sonrisa en los labios, pero se vio obligado a fijar la vista en la carretera cuando entraron en la parte que se estrechaba, al pasar por Mórhult.
—Sí, bueno, es que tampoco tengo mucho más que el golf —respondió Gösta, y la sonrisa se borró de su semblante.
—Eres viudo, ¿no? —dijo Hanna con dulzura—. ¿Y no tienes hijos?
—No —Gösta no abundó en el tema. No quería hablar del niño que, en la actualidad, sería un hombre adulto, pero que no alcanzó más que unos días de vida.
Hanna tampoco insistió con más preguntas y recorrieron en silencio el resto del trayecto hasta las oficinas de Inventing. Cuando salieron del coche, un montón de miradas curiosas los siguieron mientras caminaban hacia la entrada. Ola los recibió de muy mal humor en cuanto entraron en el vestíbulo.
—Bueno, espero que sea importante, puesto que vienen a interrumpirme en el trabajo. Ahora se pasarán semanas hablando de esto.
Gösta sabía a qué se refería y, en realidad, habrían podido esperar unas horas más, pero había algo en Ola que lo impulsaba a contrariarlo por sistema. Quizá no fuese nada loable ni tampoco muy profesional, pero eso era lo que sentía.
—Vayamos a mi despacho —les dijo más sereno.
Gösta había oído a Patrik y a Martin hablar del orden y la limpieza exagerados que reinaban en casa de Ola, de modo que no se sorprendió al ver su oficina. En cambio Hanna, que no se había enterado, enarcó una ceja de sorpresa al entrar. Más que limpia, la mesa parecía esterilizada. No perturbaba su brillante superficie ni un solo lápiz, ni un clip, nada. Tan sólo se veía un cartapacio de color verde, colocado exactamente en el centro aritmético de la mesa. En una de las paredes había una estantería llena de archivadores perfectamente ordenados y marcados con etiquetas escritas con una caligrafía primorosa. Nada sobresalía de su lugar ni un milímetro, no había nada desordenado.
—Siéntense —los invitó al tiempo que señalaba las sillas para las visitas, mientras que él se sentaba detrás del escritorio, con los codos apoyados en la mesa.
Gösta no pudo por menos de preguntarse si no le quedarían en la chaqueta unas manchas blancas dada la cantidad de cera que habría aplicado a la superficie para que brillase como un espejo.
—¿De qué se trata? —inquirió Ola.
—Estamos investigando una posible conexión entre la muerte de su exmujer y otro caso de asesinato.
—¿Otro asesinato? —preguntó Ola, momentáneamente desconcertado hasta el punto de que pareció perder su máscara de serenidad. No obstante, la recuperó enseguida y añadió—: ¿Qué asesinato? No será el de la rubia esa del programa, ¿verdad?
—¿Se refiere a Lillemor Persson? —intervino Hanna con una expresión que reflejaba sin ambages la opinión que le merecía el hecho de que Ola aludiese a la joven asesinada en aquellos términos.
—Sí, sí, bueno —respondió Ola con un gesto despectivo de la mano, para demostrar con la misma claridad que no le importaba mucho la opinión de Hanna sobre su modo de expresarse.
Gösta sentía deseos de atizarle a aquel tipo. De buena gana habría sacado las llaves del coche para hacerle una marca de parte a parte en el centro de la mesa. Cualquier cosa, con tal de desequilibrar la perfección asfixiante de Ola.
—No, no nos referimos al asesinato de Lillemor —explicó Gösta en un tono de voz gélido—. Hablamos de un asesinato cometido en Boras. Un muchacho llamado Rasmus Olsson. ¿Le dice algo ese nombre?
Ola mostró un sincero desconcierto, pero eso no tenía el menor significado. Gösta había conocido a un sinfín de excelentes actores durante su carrera de policía. Alguno incluso habría podido encontrar un hueco en el teatro nacional Dramaten.
—¿Boras? ¿Rasmus Olsson? —Sus palabras resonaron como un eco de la conversación que habían mantenido con Kerstin hacía una hora—. No, no tengo ni idea. Marit nunca vivió en Boras. Y desde luego, no conoció a ningún Rasmus Olsson. Bueno, no lo conoció mientras estuvo conmigo, claro. Después no tengo la menor idea de a qué se dedicó. Claro que, teniendo en cuenta lo bajo que cayó, todo es posible. —Su voz rezumaba desprecio.
Gösta se metió la mano en el bolsillo y tanteó las llaves del coche. Le hormigueaban las manos de ganas…
—En otras palabras, no conoce la existencia de ninguna relación entre Marit y la ciudad de Boras, ni con la persona cuyo nombre acabamos de mencionar, ¿no es eso? —Hanna repitió la pregunta de Gösta y Ola posó la mirada en ella.
—¿Es que no me explico bien? —preguntó—. En lugar de hacerme repetir lo que digo, podría haber estado tomando notas…
Gösta agarró bien las llaves del coche en el bolsillo, pero Hanna no pareció verse afectada por el tono venenoso de Ola, sino que continuó impertérrita:
—Rasmus también era abstemio. ¿No se le ocurre ninguna conexión por ese motivo? ¿Alguna asociación o algo así?
—No —respondió escuetamente—. Tampoco existe ninguna relación de ese tipo, y no comprendo por qué le conceden tanta importancia al hecho de que Marit no bebiese alcohol. Sencillamente, era algo que no le interesaba —dijo poniéndose de pie—. Si no tienen nada más relevante que preguntar, creo que podrían volver cuando lo tengan. Y, cuando eso ocurra, preferiría que vinieran a mi casa.
A falta de más preguntas y con el sincero deseo de salir de aquel despacho y de marcharse muy lejos de Ola, Gösta y Hanna se levantaron también. No se molestaron ni en darle un apretón de manos ni en decirle adiós. Todos esos gestos de cortesía se les antojaban un desperdicio con él.
La reunión con el exmarido de Marit no les había proporcionado nada nuevo. Aun así, durante el camino de regreso a Tanumshede, Gösta notó un extraño desasosiego. Había algo en la reacción de Ola, algo de lo que dijo o de lo que no dijo, que le zumbaba en la cabeza reclamando su atención. Pero, por más que se esforzaba, no daba con lo que era.
Hanna también guardaba silencio, mirando el paisaje y como encerrada en su propio mundo. Gösta quería echarle una mano, decirle algo que la consolara, pero no lo hizo. En realidad, ni siquiera sabía si había algo por lo que consolarla.
Con su padre en el trabajo se estaba a gusto en el piso. Sofie prefería estar sola en casa. De lo contrario, su padre siempre estaba encima dándole la tabarra con los deberes, preguntándole dónde había estado, adónde iba, con quién hablaba por teléfono, cuánto gastaba en llamadas. Dale que te pego. Y, además, tenía que procurar que todo estuviese en orden. No podía haber cercos de vasos en la mesa de la sala de estar, ningún plato en el fregadero, los zapatos formando una línea perfecta en el zapatero, ni un solo pelo en la bañera después de ducharse… Podía hacer una lista infinita. Sabía que era una de las razones por las que Marit había optado por irse. Sofie los oía discutir y, cuando tenía diez años, ya conocía todos los matices de sus disputas. Pero su madre tenía la oportunidad de irse y, mientras vivió, Sofie contaba con un respiro dos semanas al mes, lejos de tanto rigor y tanta perfección. Con Kerstin y Marit podía poner los pies en la mesa del sofá, poner la mostaza en medio del frigorífico, en lugar de en el compartimento de la puerta, y dejar enredados los flecos de la alfombra, en lugar de verse obligada a peinarlos para que se vieran lisos y ordenados. Era maravilloso estar con ellas y le ayudaba a sobrellevar la semana de disciplina estricta. Pero ahora se acabó la libertad, ya no había escapatoria. Se veía atrapada allí, en medio de tanta pulcritud y de tanto brillo. En un hogar donde siempre la interrogaban y la cuestionaban. Los únicos momentos de descanso los hallaba cuando volvía pronto de la escuela. Entonces se permitía pequeños actos de rebeldía. Como, por ejemplo, tomarse una taza de cacao sentada en el sofá blanco, poner música pop en el reproductor de CD de Ola y desordenar los cojines. Sin embargo, siempre lo arreglaba todo antes de que él llegase a casa. Cuando Ola entraba por la puerta, no quedaba ni rastro de su rebelión. No imaginaba un horror mayor que la posibilidad de que Ola saliese un poco antes del trabajo y la descubriese. Aunque era altamente improbable: sólo estando enfermo de muerte se le pasaría por la cabeza salir del trabajo un minuto antes de la hora. Debido a su cargo de jefe de equipo, consideraba vital dar ejemplo, y no toleraba los retrasos, las bajas por enfermedad y las salidas anticipadas del trabajo ni en sí mismo ni en sus subordinados.
Marit lo compensó con el cariño. Sofie lo veía clarísimo ahora. Ola era la crudeza, la limpieza, el frío, en tanto que Marit significaba la seguridad, el calor, un poco de caos y de alegría. Sofie había pensado a menudo qué verían el uno en el otro al principio. Cómo dos personas tan distintas llegaron a conocerse, a enamorarse, a casarse y a tener un hijo juntos. Para Sofie siempre fue un misterio, desde que le alcanzaba la memoria.
Se le ocurrió una idea. Aún faltaba más de una hora para que su padre volviese del trabajo. Entró en el dormitorio de Ola, que antes fuera también el de su madre. Sabía dónde lo tenía todo. En el armario, al fondo, en el rincón. Una gran caja con todo lo que Ola llamaba «las chorradas sentimentales de Marit», pero de las que aún no se había desprendido. A Sofie le sorprendía que su madre no se las hubiese llevado cuando se mudó, pero quizá deseaba dejarlo atrás todo, puesto que se disponía a comenzar una nueva vida. Lo único que quiso llevarse consigo era a Sofie. Eso le bastaba.
Sofie se sentó en el suelo y abrió la caja. Estaba llena de fotos, de recortes, de mechones de pelo de Sofie cuando era pequeña y las pulseritas de plástico que les pusieron a ella y a Marit en la maternidad para identificarlas como madre e hija. En un tarro pequeño sonó un ruidito y, al abrirlo, Sofie constató con cierta repugnancia que eran dos dientes diminutos, seguramente suyos, aunque no por ello le daban menos asco.
Pasó media hora repasando despacio el contenido de la caja. Una vez lo hubo examinado todo, fue colocándolo en pequeños montones que dispuso en el suelo. Comprobó perpleja que las viejas fotos de cuando Marit era adolescente mostraban a una jovencita que se parecía muchísimo a ella. Nunca antes había reparado en que fuesen tan iguales, pero se alegraba. Estudió a fondo la fotografía de boda de Marit y Ola, en un intento de detectar el germen de todos los problemas que los esperaban. ¿Sabrían ya que no iba a funcionar? Sofie creyó intuir que así era, Ola tenía un aspecto severo, pero satisfecho a un tiempo. La expresión de Marit denotaba casi indiferencia, era como si hubiese clausurado los canales de todos sus sentimientos. Y, desde luego, no se la veía como a una novia radiante de felicidad. Los recortes de los periódicos amarilleaban un poco y crujieron resecos cuando Sofie los desplegó. Era el anuncio de la boda, el de su nacimiento, un recorte de cómo tejer patucos, recetas de cenas suculentas, artículos sobre enfermedades infantiles. Sofie sentía como si tuviese a su madre entre las manos. Casi se imaginaba a Marit sentada a su lado riéndose de los artículos que había recortado sobre la mejor manera de limpiar el horno o sobre cómo se prepara el jamón de Navidad perfecto. Sintió que Marit le ponía la mano en el hombro y sonreía cuando sacó una foto de las dos en el hospital, Marit con un bulto colorado y arrugado en el regazo. Ahí se la veía tan feliz… Sofie se puso la mano en el hombro, tratando de imaginar que debajo estaba la de su madre. El calor que irradiaba la mano de Marit en la suya. Pero enseguida se hizo patente la realidad. Lo único que había debajo de su mano era el tejido de la camiseta, y su mano estaba fría como el hielo. Ola siempre quería cerrar las fuentes de calor, para ahorrar en la factura del gas.
Cuando llegó al artículo que había en el fondo de la caja, al principio creyó que habría ido a parar allí por error. El titular no encajaba en absoluto, y le dio la vuelta para ver si era el de la otra cara el que Marit quiso conservar. Pero allí no había más que un anuncio de una marca de jabón. Un tanto distraída, comenzó a leer la entradilla y, con la primera frase, sintió que se le helaba la sangre en el cuerpo. Con los ojos desorbitados y sin dar crédito a lo que leía, devoró cada frase y cada letra. Aquello no podía ser. Sencillamente, no podía ser.
Sofie volvió a colocarlo todo en la caja y la guardó en su lugar, en el fondo del armario. Las ideas se agolpaban sin ton ni son en su cabeza.
—Annika, ¿podrías ayudarme? —Patrik se desplomó en una silla de la recepción.
—Claro que sí —respondió Annika observándolo preocupada—. Pareces una ruina —constató la recepcionista. Patrik no pudo evitar echarse a reír.
—Vaya, gracias, ahora me encuentro mucho mejor…
Annika no se dio por enterada de su sarcasmo y continuó dándole instrucciones.
—Vete a casa, come y duerme. El ritmo que has llevado estas semanas es inhumano.
—Sí, ya lo sé —respondió Patrik con un suspiro—. Pero ¿qué demonios puedo hacer? Dos investigaciones de asesinato paralelas, los medios de comunicación atacándonos como una manada de lobos y, por si fuera poco, una de las muertes presenta indicios de una conexión que se halla fuera de nuestro municipio. Y, de hecho, eso es lo que quería pedirte. ¿Podrías ponerte en contacto con el resto de los distritos policiales del país y preguntar por casos de asesinato sin resolver o por investigaciones de accidente o de suicidio en las que se observen las siguientes características?
Le dio a Annika una lista con una serie de puntos. Ella los leyó detenidamente, dio un respingo al leer el último y le preguntó:
—¿Tú crees que hay más?
—No lo sé —confesó Patrik masajeándose la base de la nariz con los ojos cerrados—. Pero no detectamos la relación entre la muerte de Marit y el caso de Boras, y quiero asegurarme de que no hay más casos similares.
—¿Estás pensando en un asesino en serie? —preguntó Annika, reacia a dar crédito a tal idea.
—No, no es eso. Todavía no —puntualizó Patrik—. Puede que se nos haya escapado una conexión evidente entre estas víctimas. Aunque, por otro lado, la definición de asesino en serie incluye dos víctimas o más en una serie, de modo que, desde un punto de vista formal, podría decirse que eso es lo que buscamos, sí. —Sonrió con desgana—. Pero no se lo digas a la prensa. Imagínate la que se armaría delante de esta ventanilla. Imagínate los titulares: «Asesino en serie arrasa en Tanumshede». —Patrik estalló en una carcajada, pero a Annika parecía costarle ver el lado divertido del asunto.
—Haré lo que me pides, mandaré la consulta —le dijo—. Pero tú te vas a casa. Ahora mismo.
—¡Si sólo son las cuatro! —protestó Patrik, aunque nada deseaba más que obedecer la orden de Annika. La recepcionista tenía una actitud maternal que movía a niños y adultos a querer sentarse en su regazo y dejarse acariciar la cabeza. Patrik pensaba que era un desperdicio que no tuviese hijos. Sabía que ella y Lennart, su marido, se habían pasado años intentándolo en vano.
—En el estado en que te encuentras ahora no eres de ninguna utilidad, lárgate, vete a casa y descansa y vuelve mañana cuando te hayas recuperado. De esto me encargo yo, ya sabes que no hay problema.
Patrik se debatió unos segundos con el pequeño Lutero que llevaba dentro, hasta que resolvió que Annika tenía razón. Estaba destrozado y sentía que así poco podía hacer por nadie.
Erica cogió la mano de Patrik y lo miró. Contempló el mar cuando cruzaban la plaza de Ingrid Bergman y respiró hondo el aire frío y primaveral mientras el ocaso enrojecía el cielo en el horizonte.
—¡Qué bien que hayas podido salir un poco antes hoy! Pareces agotado… —dijo descansando la mejilla en su hombro. Patrik la acarició y la apretó contra sí.
—Sí, yo también me alegro de haberme ido un poco antes. Pero claro, no tenía elección: Annika me echó prácticamente de la comisaría —explicó.
—Recuérdame que le dé las gracias en cuanto tenga ocasión. —Erica sentía el corazón ligero. Aunque no el paso: sólo habían recorrido la mitad de la pendiente de Lángbacken y tanto ella como Patrik iban sin resuello—. No puede decirse que estemos en excelente forma física —comentó sacando la lengua como un perro, dando así a entender lo cansada que estaba.
—Desde luego que no —convino Patrik resoplando—. En tu caso tiene un pase, tú trabajas sentada, pero yo soy una vergüenza para el Cuerpo…
—¡Qué va, hombre! —protestó Erica pellizcándole la mejilla—. Tú eres el mejor de todos…
—Pues entonces, que Dios asista a los habitantes del municipio de Tanumshede —respondió entre risas—. He de decir que la dieta de tu hermana parece haber funcionado. Un poco, al menos. Esta mañana me dio la impresión de que los pantalones no me apretaban tanto.
—Sí, yo también lo he notado —aseguró Erica—. Pero, ya ves, sólo nos quedan unas semanas, así que tendremos que perseverar.
—Sí, luego podremos inflarnos de comer y engordar juntos —concluyó Patrik antes de girar a la izquierda a la altura del supermercado Evas Livs.
—Y envejecer. Podremos envejecer juntos.
La abrazó aún más fuerte y le dijo muy serio:
—Sí, y envejecer juntos. Tú y yo. En la residencia. Y Maja vendrá a vernos una vez al año. Y vendrá porque la amenazaremos con desheredarla si no…
—¡No, calla! ¡Eres un horror! —exclamó Erica dándole en el hombro muerta de risa—. Como comprenderás, cuando seamos viejos, viviremos en casa de Maja. Lo que significa que hemos de espantar a cualquier posible pretendiente.
—Bah, eso no es problema —respondió Patrik—. Yo tengo licencia de armas.
Habían llegado a la iglesia y se detuvieron un instante. Ambos alzaron la vista hacia la torre, que se erguía elevándose por encima de sus cabezas. La iglesia era un edificio imponente, construido en granito y situado en lo más alto de Fjällbacka, desde donde dominaba el mar hasta el horizonte.
—Cuando era pequeña, soñaba con cómo sería el día en que me casara aquí —confesó Erica—. Y me resultaba siempre tan lejano… Y ahora, aquí estoy, ya soy adulta, tengo una hija y voy a casarme. ¿No es absurda la vida a veces?
—Absurda es poco —repuso Patrik—. No olvides que, además, yo estoy separado. Eso da más puntos.
—Es verdad, ¿cómo he podido olvidarme de Karin? ¿Y de Leffe? —Rio Erica. Y, pese a la risa, había un poso de amargura en su voz, como siempre que hablaba de la exmujer de Patrik. Cierto que ella no era nada celosa, y que, desde luego, no tenía ningún interés en que Patrik hubiese sido virgen a los treinta y cinco, cuando lo conoció; pero nunca le resultaba agradable imaginárselo con otra mujer.
—¿Vamos a ver si está abierta? —preguntó Patrik señalando la puerta.
Abrieron la puerta y entraron muy despacio, temiendo romper alguna especie de regla no escrita. La figura de un hombre que había delante del altar se volvió hacia ellos.
—¡Hombre, hola! —Era Harald Spjuth, el pastor de Fjällbacka, con su habitual expresión de alegría en el semblante. Patrik y Erica sólo habían oído decir bondades de aquel hombre y deseaban que él los casara—. ¿Habéis venido a practicar un poco? —les preguntó mientras se les acercaba.
—No, hemos salido a dar un paseo y se nos ocurrió entrar un rato —respondió Patrik estrechándole la mano.
—Ah, muy bien, pues no os molesto —replicó Harald—. Estaba arreglando esto un poco, así que sentíos como en casa. Y si tenéis alguna duda acerca de la ceremonia, no hay más que preguntar. Aunque yo había pensado que podríamos hacer un ensayo un poco antes.
—Sería estupendo —aseguró Erica, a la que cada vez le caía mejor el pastor.
Por las habladurías del pueblo Erica sabía que había encontrado el amor a edad madura y que ya tenía una compañera en la casa parroquial. Erica se alegraba por él. Ni siquiera las señoras más religiosas y de más edad tuvieron nada que objetar ante el hecho de que aún no se hubiese casado con su Margareta, a la que, siempre según los rumores, había conocido a través de un anuncio en el periódico. En efecto, el pastor «vivía en pecado» en la casa parroquial; y eso indicaba hasta qué punto lo apreciaban en el pueblo.
—Había pensado que podríamos decorar la iglesia con rosas rojas y rosas. ¿Qué te parece, Patrik? —preguntó Erica mirando a su alrededor.
—Quedará muy bien —respondió Patrik distraído. Al ver la expresión de Erica, sintió remordimientos—. Oye, lamento de verdad que tengas que llevar toda esta carga tú sola. Me gustaría mucho poder involucrarme más en los preparativos de la boda, pero… —Hizo un gesto de impotencia y Erica le cogió una mano.
—Lo sé, Patrik. Y no tienes que pedir perdón por nada. Anna me ayuda. Nosotras nos encargaremos. Quiero decir que no es más que una simple boda, tampoco puede ser tan difícil, ¿no?
Patrik enarcó una ceja y Erica se echó a reír.
—Vale, es bastante difícil. Y pesado. Y, ante todo, es toda una empresa mantener a tu madre en su sitio. Pero te aseguro que también es muy divertido.
—Bueno, vale —respondió Patrik, sintiéndose menos culpable.
Cuando salieron de la iglesia, el atardecer había dado paso a la noche. Recorrieron despacio el mismo camino de regreso a casa, bajando por Lángbacken, en dirección a Sálvik. Ambos habían disfrutado del paseo y de la charla, pero querían llegar a casa antes de que Maja se durmiera.
Por primera vez en mucho tiempo, Patrik tuvo la sensación de que la vida era algo bueno. Por suerte, existían aspectos que compensaban el mal. Y que transmitían la luz y la energía suficientes para seguir adelante.
Detrás de ellos, la oscuridad se cernía sobre Fjällbacka. Por encima del pueblo se veía la iglesia. Vigilante. Protectora.
Mellberg daba vueltas por su pequeño piso de Tanumshede con el frenesí de un demente. Una vez hecho, podía pensarse que había sido una locura invitar a cenar a Rose-Marie con tan poco tiempo para prepararlo todo, pero tenía tantas ganas… De oír su voz, de hablar con ella, de que le contase cómo le había ido la jornada, de saber en qué pensaba. Así que la llamó. Y se oyó a sí mismo preguntarle si no querría ir a cenar a su casa.
De modo que ahora se hallaba en un verdadero aprieto. Salió corriendo de la comisaría hacia las cinco y, sin saber qué hacer, se fue al supermercado Konsum. Se le quedó la mente en blanco. Ni un solo plato se dignaba asomar a su cabeza y, teniendo en cuenta lo limitados que eran sus conocimientos de cocina, quizá no fuese tan extraño. Mellberg contaba con la cantidad suficiente de instinto de supervivencia como para comprender que no debía apostar por ningún plato de alta cocina; tocaba más bien un plato medio preparado. Recorrió indefenso los pasillos hasta que la encantadora Mona, empleada del supermercado, se le acercó y le preguntó si buscaba algo concreto. Mellberg le expuso abruptamente su dilema y la mujer lo guio sin prisas hasta la sección de preparados de carne y charcutería. Tras decidirse por un pollo asado, Mona le ayudó a localizar las patatas con mahonesa, verduras para una ensalada, pan recién hecho y helado Carte d’Or para el postre. Quizá no fuese un menú propio de un gourmet, pero desde luego era algo que ni siquiera él podía malograr. Una vez en casa, se entregó como un loco a crear de nuevo el orden que el viernes anterior, sin ir más lejos, había reinado allí, y ahora intentaba colocarlo todo del modo más vistoso posible. Sin embargo, aquella empresa resultó ser un reto mucho mayor de lo que esperaba. Con las manos llenas de grasa, miró irritado el pollo, que parecía mirarlo burlón desde la bandeja, lo cual no dejaba de ser una proeza, puesto que al animal le habían arrancado la cabeza hacía mucho tiempo.
—¿Cómo coño…? —vociferó tirando un poco del ala del animal. ¿Cómo iba a conseguir que aquello tuviese un aspecto apetitoso en la bandeja? Además, el condenado pollo se le resbalaba como una anguila. Finalmente, se cansó de esforzarse por conseguir una buena presentación y sirvió una pechuga y un muslo para cada uno. Así tendría que valer. Luego cogió una buena porción de patatas con mahonesa y la colocó al lado, antes de ponerse manos a la obra con la ensalada. Cortar pepino y tomate era algo que dominaba, desde luego. No puso la ensalada en los platos, sino en una gran fuente de plástico. Era roja y estaba algo estropeada, pero su vajilla era limitada. Y, de todos modos, lo más importante era el vino. Descorchó una botella de tinto y la colocó en la mesa. Por si acaso, tenía dos más en la despensa. No pensaba dejar nada al azar. Tonight’s the night, se dijo silbando complacido. Rose-Marie no podría reprocharle que no se hubiese esforzado. Jamás se había esforzado tanto por una mujer. Nunca. Ni siquiera sumando todos los esfuerzos de su vida.
El último detalle que faltaba, para completar el ambiente, era la música. Su colección podía calificarse de escuálida, pero al menos tenía un CD con lo mejor de Sinatra. Lo había comprado barato en la estación de servicio de Statoil. En el último minuto, se acordó también de encender las velas, luego dio un paso atrás y admiró su creación. Mellberg estaba extremadamente satisfecho consigo mismo. Nadie podría decir que no era un hacha para el romanticismo.
Acababa de cambiarse de camisa cuando llamaron a la puerta. Rose-Marie llegaba con diez minutos de antelación, constató mirando el reloj, y se apresuró a meterse el faldón de la camisa por la cintura del pantalón.
—Joder, joder —masculló entre dientes cuando se le cayó el peluquín y, mientras el timbre volvía a sonar, Mellberg se apresuró a entrar en el cuarto de baño para colocárselo. Tenía muchísima pericia, de modo que en un santiamén se había vuelto a cubrir la calva con esmero. Tras una última ojeada al espejo, constató que tenía un aspecto de lo más elegante.
A juzgar por la admiración que reflejaba la mirada de Rose-Marie cuando Mellberg abrió la puerta, ella era de la misma opinión. Él, por su parte, se quedó sin respiración al verla. Llevaba un esplendoroso vestido rojo y una gruesa gargantilla de oro como único adorno. Cuando cogió su abrigo, notó el aroma de su perfume y cerró los ojos un instante. No comprendía qué tenía aquella mujer que tanto lo alteraba. Sintió que le temblaban las manos mientras le colgaba el abrigo en la percha, y se obligó a respirar hondo varias veces para serenarse. No podía comportarse como un adolescente nervioso.
La conversación fluyó sin dificultad durante la cena. Los ojos de Rose-Marie brillaban al resplandor de las velas y Mellberg le contó un sinfín de anécdotas de su carrera policial, animado por el ostensible entusiasmo de su dama. Una vez consumidas las dos botellas de vino y ya ingeridos tanto el único plato como el postre, pasaron al sofá de la sala de estar para tomarse el café con un coñac. Mellberg sentía la tensión en el aire y estaba cada vez más convencido de que, aquella noche, la cosa se dispararía. Rose-Marie lo miraba de un modo que sólo podía significar una cosa. Sin embargo, no quería correr ningún riesgo lanzándose a la carga en el momento equivocado. Bien sabía él lo sensibles que eran las mujeres a la oportunidad del momento. Al final, no pudo contenerse más. Miró fijamente el centelleo de los ojos de Rose-Marie, tomó un buen trago de coñac y se lanzó sobre ella.
Y sí, vaya si la cosa se disparó… Mellberg llegó a creer en algún momento que se había muerto y que estaba en el cielo. Ya entrada la noche, se durmió con una sonrisa en los labios y se abandonó a una hermosa ensoñación con Rose-Marie como protagonista. Por primera vez en su vida, Mellberg era feliz en los brazos de una mujer. Se dio media vuelta y se puso a roncar. En la oscuridad, a su lado, yacía Rose-Marie mirando al techo. Ella también sonreía.
—¿Qué cojones es esto? —bramó Mellberg al entrar en la comisaría hacia las diez de la mañana. No es que fuera un gran madrugador en condiciones normales, pero aquella mañana parecía más cansado que de costumbre—. ¿Lo habéis visto? —preguntó agitando un periódico. Pasó como un rayo por delante de Annika y entró en tromba en el despacho de Patrik sin llamar a la puerta.
Annika estiró el cuello para tener algo de perspectiva de lo que ocurría, pero sólo oyó maldiciones sueltas procedentes del despacho de Patrik.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Patrik tranquilamente, cuando Mellberg dejó por fin de soltar improperios. Le indicó a su jefe que se sentara. Mellberg parecía a punto de sufrir un infarto en cualquier momento y aunque Patrik, en momentos de debilidad, deseaba que Mellberg perdiera la vida, no quería, en el fondo, que éste cayese muerto en su despacho.
—¿Has visto esto? Esos mierdas… —Mellberg estaba tan enfadado que no era capaz de pronunciar palabra y, simplemente, estampó el periódico en la mesa de Patrik. Sin saber lo que contenía el diario, pero lleno de malos presentimientos, Patrik le dio la vuelta para leer lo que decía la primera página. Cuando vio los titulares en negro, él mismo sintió crecer la ira en su pecho.
—¡Qué cojones! —estalló Patrik.
Mellberg asintió y se desplomó en la silla, enfrente de Patrik.
—¿De dónde demonios han sacado esto? —le preguntó agitando él también el periódico.
—No lo sé —respondió Mellberg—. Pero cuando pille a ese hijo de perra…
—¿Qué más dice? A ver, déjame que vea las páginas centrales. —Patrik hojeó nervioso las páginas y leyó cada vez más iracundo—. Menudos… menudos hijos de perra.
—Sí, una institución fenomenal, el tercer poder estatal —ironizó Mellberg meneando la cabeza.
—Esto tiene que verlo Martin —dijo Patrik poniéndose de pie. Se asomó al pasillo, llamó al colega y volvió a sentarse.
Unos segundos más tarde llegó Martin.
—¿Sí? —preguntó sorprendido. Sin decir una palabra, Patrik le mostró el diario.
Martin leyó en voz alta:
—«¡Exclusiva! Hoy, selección de fragmentos del diario de la víctima. ¿Reconoció la joven a su asesino?». —Martin se quedó mudo y miró incrédulo a Patrik y a Mellberg.
—En las páginas centrales encontrarás los párrafos del diario —observó Patrik con amargura—. Mira, aquí. Léelo. —Le tendió el periódico a Martin y tanto Patrik como Mellberg guardaron silencio mientras leía.
—¿Será verdad? —preguntó Martin cuando hubo terminado—. ¿Creéis que es auténtico? O sea, ¿tenía Lillemor un diario o será una invención del periódico?
—Eso es lo que vamos a averiguar. Ahora mismo —repuso Patrik levantándose—. ¿Quieres venir, Bertil? —le preguntó, cumpliendo con su deber de subordinado.
Mellberg pareció sopesarlo durante un segundo, pero se decidió enseguida.
—Pues… no, tengo algunas cosas que hacer, así que id vosotros.
A juzgar por lo cansado que parecía estar, la más importante de las tareas que Mellberg pensaba abordar sería sin duda echar una cabezadita, pensó Patrik. Pero, en el fondo, se alegraba de que no los acompañara.
—Bien, pues vamos —le dijo Patrik a Martin.
Fueron caminando a buen paso hasta la granja. La comisaría se hallaba en un extremo de la pequeña calle comercial de Tanumshede, y la granja en el otro, de modo que no les llevaba ni cinco minutos ir hasta allí. Lo primero que hicieron fue llamar a la puerta del autobús, que la productora tenía permanentemente aparcado allí. En el mejor de los casos, el productor estaría dentro. De lo contrario, tendrían que llamarlo.
Hubo suerte, pues la voz que les respondió invitándolos a entrar era sin duda la de Fredrik Rehn. Estaba repasando la emisión del día siguiente con uno de los técnicos y, cuando entraron, se volvió hacia ellos enojado.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó dándoles a entender que la investigación de la policía no era sino una molestia para el desarrollo de su trabajo. O, más bien, que le encantaba el interés que la investigación despertaba por la serie, pero que detestaba los momentos en que la policía les hacía perder el tiempo a él y a los participantes.
—Queremos hablar con ustedes. Y con los chicos. Llame a todo el grupo y dígales que vengan a la granja. Ahora. —La paciencia de Patrik estaba definitivamente agotada y no pensaba perder tiempo en ser cortés.
Fredrik Rehn, que no era consciente de la magnitud de la ira a la que se enfrentaba, empezó a protestar con una vocecilla quejosa.
—Ahora están en el trabajo. Y, además, estamos grabando, de modo que no pueden…
—¡He dicho AHORA! —rugió Patrik de modo que tanto Rehn como el técnico se llevaron un susto.
Mascullando y muy a disgusto, el productor empezó a llamar a los móviles que les habían proporcionado a los participantes. Después de cinco llamadas, se volvió hacia Patrik y Martin y declaró indignado:
—Bueno, misión cumplida. Estarán aquí dentro de unos minutos. ¿Puedo saber qué es tan importante como para que vengan a interrumpir un proyecto que vale millones y que, además, cuenta con el respaldo de la autoridad municipal, puesto que también supone grandes ventajas para la comarca?
—Se lo contaré dentro de unos minutos, cuando todos estemos reunidos ahí dentro —replicó Patrik, que salió del autobús seguido de Martin. Con el rabillo del ojo vio que Fredrik Rehn se abalanzaba de nuevo sobre el teléfono.
Fueron llegando uno tras otro, algunos irritados por verse convocados con tan poco margen, y otros, como Uffe y Calle, contentos con la interrupción de su jornada laboral.
—¿Qué pasa? —preguntó Uffe sentándose en el borde del escenario. Sacó un paquete de cigarrillos y se disponía a encender uno cuando Patrik lo interrumpió arrebatándoselo de la boca y arrojándolo a la papelera.
—Aquí dentro está prohibido fumar.
—¡Qué mierda! —replicó Uffe indignado, aunque sin atreverse a protestar más. Había algo en la actitud de Patrik y de Martin que le decía que no los habían hecho ir allí para hablar de la normativa de prevención de incendios.
Justo ocho minutos después de que Patrik hubiese llamado a la puerta del autobús, entró el último de los participantes.
—Pero ¿qué pasa? ¡Esto parece un entierro, joder! —dijo Tina entre risas antes de sentarse en una de las camas.
—Cierra el pico, Tina —le espetó Fredrik Rehn, que se apoyó en la pared con los brazos cruzados. Estaba decidido a que aquella interrupción fuese lo más breve posible. Y ya había empezado a llamar a sus contactos. No pensaba aguantar atropellos de la policía. Le pagaban demasiado bien para aguantar esas cosas.
—Estamos aquí porque queremos una respuesta —comenzó Patrik mirando a su alrededor y fijando la vista unos segundos en cada uno de los participantes—. Quiero saber quién de vosotros encontró el diario de Lillemor. Y quién se lo ha vendido a un periódico vespertino.
Fredrik Rehn frunció el entrecejo. Parecía desconcertado.
—¿Un diario? ¿De qué coño de diario habla?
—Del diario que hoy ha publicado parcialmente Kvallstidningen —respondió Patrik sin mirarlo—. El que anuncian todas las primeras planas de hoy.
—¡Vaya! ¿Hoy salimos en primera página? ¡Joder, qué bien! Eso tengo que verlo yo.
Una mirada de Martin bastó para que guardase silencio, aunque le costaba contener la sonrisa. Una primera plana era oro molido en su sector. Ninguna otra cosa daba tanta audiencia.
Todos los participantes callaban. Uffe y Tina eran los únicos que miraban a los policías. Jonna, Calle y Mehmet bajaron la cabeza con gesto abatido.
—Si no me decís dónde se hallaba el diario, quién lo encontró y dónde está ahora, haré cuanto esté en mi mano para cerrar esta guardería inmediatamente —continuó Patrik—. Habéis podido seguir sólo porque nosotros os lo hemos permitido, pero si no habláis ahora mismo… —Dejó la frase inconclusa.
—Joder, venga, hombre —intervino Fredrik Rehn un tanto estresado—. Si sabéis algo, hablad ahora mismo. Si alguno de vosotros sabe algo y no lo dice, le haré la vida imposible al que sea y me las arreglaré para que no tenga ni la más remota posibilidad de salir en televisión. —Bajó la voz y, en un susurro amenazador, insistió—: El que no hable ahora está acabado, ¿lo habéis pillado?
Todos se revolvieron nerviosos. El silencio resonaba en la gran sala de la granja. Finalmente, Mehmet carraspeó.
—Fue Tina. Yo la vi cogerlo. Barbie lo tenía debajo del colchón.
—¡Cállate la boca! ¡Cállate la boca, negro de mierda! —lo amenazó Tina con una mirada llena de odio—. ¡No pueden hacer nada! ¿Es que no lo entiendes? ¡Joder, eres un imbécil integral! No tenías más que cerrar el pico…
—¡Ahora eres tú la que tiene que cerrar el pico! —rugió Patrik acercándose a Tina, que obedeció por primera vez un tanto asustada—. ¿A quién le entregaste el diario?
—No debería revelar mis fuentes —masculló Tina en un último intento por hacerse la dura.
—Pero si la fuente eres tú… —observó Jonna lanzando un suspiro. Seguía mirando al suelo sin importarle la mirada asesina de Tina.
Patrik repitió su pregunta, subrayando cada sílaba, como si estuviese hablándole a un niño pequeño:
—¿A-quién-le-en-tre-gas-te-el-dia-rio?
Finalmente, y muy a su pesar, Tina le dijo el nombre del periodista y Patrik se dio la vuelta sin malgastar una sola palabra más con ella. Si empezaba a hablar, temía no poder parar nunca.
Cuando Martin y él pasaron por delante de Fredrik Rehn, éste les preguntó amedrentado:
—Y… bueno… ¿qué va a pasar ahora? ¿No hablaría en serio cuando…? Quiero decir que podremos continuar, ¿no? Mis jefes… —Rehn comprendió que no lo escuchaban y guardó silencio.
Ya en la puerta, antes de salir, Patrik se dio la vuelta:
—Sí, sigan haciendo el ridículo en la televisión. Pero si entorpecen o impiden esta investigación una vez más, de la manera que sea… —Dejó la amenaza en el aire, sin pronunciarla expresamente.
Allí se quedaron todos, mudos y abatidos. Tina parecía herida, pero en la mirada que le lanzó a Mehmet se leía que aún no había dicho la última palabra.
—Venga, volved al trabajo. Tenemos que recuperar el tiempo de grabación perdido. —Fredrik Rehn los echó de la sala y todos se encaminaron apesadumbrados hacia la calle Affärsvägen. The show must go on.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Simon preocupado mientras Mehmet volvía a ponerse el delantal.
—Nada. Una mierda.
—¿A vosotros os parece que esto es normal? ¿Seguir grabando después de la muerte de una de las chicas? A mí me parece un poco…
—¿Un poco qué? —preguntó Mehmet—. ¿Insensible? ¿De mal gusto? —insistió alzando la voz—. Y que no somos más que una panda de imbéciles con encefalograma plano que beben y follan delante de las cámaras y hacemos el ridículo voluntariamente, ¿verdad? Eso es lo que piensas, ¿no? ¿Y no se te ha ocurrido pensar que quizá sea mejor que lo que tenemos en casa? ¿Que es una oportunidad de huir de algo con lo que tendremos que enfrentarnos de todos modos? —Se le quebró la voz y Simon lo sentó amablemente en una silla de la trastienda.
—A ver, ¿qué supone esto para ti, en realidad? —preguntó sentándose enfrente de Mehmet.
—¿Para mí? —La voz de Mehmet destilaba amargura—. Se trata de rebelarme. De pisotear todo lo que tiene algún valor. De pisotearlo hasta que ya nada me impulse a pegar los fragmentos. —Se cubrió la cara con las manos, sollozando. Simon le acarició la espalda despacio, rítmicamente.
—No quieres vivir la vida a la que te quieren obligar, ¿es eso?
—Sí y no. —Mehmet miró a Simon—. No es que me obliguen, ni que me amenacen con enviarme a mi país ni nada de eso que los suecos creéis que hacen todos los extranjeros. Es más bien una cuestión de expectativas. Y de sacrificios. Mis padres han sacrificado mucho por nosotros, por mí. Para que nosotros, sus hijos, tuviéramos una vida mejor, llena de posibilidades. Lo dejaron todo. Su hogar, sus familias, el respeto que gozaban entre sus iguales, sus trabajos, todo. Sólo para que nosotros tuviéramos una vida mejor. Para ellos, todo empeoró. Y yo lo veo. Veo la añoranza en sus miradas. Veo Turquía en sus miradas. Para mí no significa tanto, puesto que nací aquí. Turquía es un lugar al que vamos en verano, pero no lo llevo en el corazón. Sin embargo, éste tampoco es mi hogar, este país en el que debo cumplir sus sueños, sus esperanzas. No tengo cabeza para los estudios. Mis hermanas sí, pero, por irónico que parezca, yo, el hijo varón, no la tengo. El portador del apellido paterno. El que lo ha de transmitir. Yo sólo quiero trabajar con mis manos, no tengo grandes ambiciones. Me doy por satisfecho con volver a casa y sentir que he hecho algo con mis propias manos. No puedo estudiar. Y ellos se niegan a entenderlo. Así que tengo que destrozar el sueño de una vez por todas. Pisotearlo. Hasta que quede hecho añicos. —Las lágrimas corrían por sus mejillas y el calor que le transmitían las manos de Simon no consiguió más que intensificar su dolor. Estaba tan cansado de todo. Tan cansado de no ser suficiente. Tan cansado de mentir sobre quién era…
Levantó la cabeza muy despacio. La cara de Simon quedó a tan sólo unos centímetros de la suya. Simon lo miró inquisitivo a los ojos mientras, con la mano, que olía a bollos recién hechos, secaba las lágrimas de sus mejillas. Entonces, los labios de Simon rozaron vacilantes los suyos. Mehmet quedó sorprendido al sentir que aquello era lo correcto. Después se perdió en una realidad de la que había tenido una vaga idea hasta entonces, pero que jamás se había atrevido a ver en su totalidad.
—Quisiera hablar unos minutos con Bertil. ¿Está en su despacho? —preguntó Erling guiñándole un ojo a Annika.
—Pasa —le respondió Annika con parquedad—. Ya sabes dónde está.
—Gracias —respondió Erling con otro guiño. No terminaba de explicarse por qué su encanto no surtía efecto sobre Annika, pero se consolaba pensando que se trataría, sin duda, de una cuestión de tiempo.
Se dirigió con paso decidido al despacho de Mellberg y llamó a la puerta. Como no recibía respuesta, volvió a llamar. En esta ocasión, sí oyó un vago murmullo y sonidos misteriosos al otro lado de la puerta. Erling se preguntó qué estaría haciendo Bertil allí dentro. Obtuvo la respuesta cuando Mellberg le abrió por fin. Era evidente que acababa de despertarse y a sus espaldas se veían, de hecho, la manta y el almohadón encima del sofá. Además, en la cara de Mellberg se apreciaba la huella del almohadón.
—¡Qué demonios, Bertil! ¿Qué es eso de acostarse a dormir en pleno día? —Erling había meditado muy bien qué actitud debía adoptar ante el comisario jefe y había decidido mostrarse sutil y amigable antes de pasar a una actitud más seria. Por lo general, no tenía problemas para manejar a Mellberg. En las cuestiones municipales que involucraban al Cuerpo de Policía había logrado una colaboración fluida y muy agradable simplemente adulándolo y sobornándolo con alguna que otra botella de buen whisky. Y no veía por qué iba a ser diferente en esta ocasión.
—Bueno, ya sabes —respondió Mellberg algo preocupado—. Ha habido tanto jaleo últimamente, que tengo las fuerzas muy mermadas.
—Sí, comprendo que os estáis empleando a fondo —observó Erling y vio con asombro que el comisario se sonrojaba hasta las orejas.
—Dime, ¿qué puedo hacer por ti? —preguntó Mellberg indicándole que tomase asiento.
Erling se sentó y le dijo con gesto de honda preocupación:
—Pues verás, resulta que hace un rato he recibido una llamada de Fredrik Rehn, el productor de Fucking Tanum. Al parecer, algunos de tus policías han estado en la gran sala de la granja haciendo de las suyas. Incluso han amenazado con detener la producción. Bueno, debo decir que me he quedado un tanto perplejo. Y también un poco decepcionado. Creía que estábamos de acuerdo con respecto a este asunto y que no habría fisuras en la colaboración. Sinceramente, Bertil, he quedado muy decepcionado. ¿Tú puedes explicarme lo ocurrido? —Miró a Mellberg con el ceño fruncido, artimaña con la que había aterrorizado a más de un contrario a lo largo de su carrera. Sin embargo, en esta ocasión el comisario no se dejó amilanar, sino que miró a Erling en silencio, sin molestarse en responder, de modo que Erling empezó a sentirse ligeramente preocupado. Tal vez debería haberle llevado una botella de whisky, por si acaso.
—Erling… —comenzó Mellberg.
El consejero municipal se retorcía en la silla. ¿No podía aquel tío ir al grano de una vez? Le había hecho una pregunta muy sencilla, velando por el bien de la comunidad. No entendía que fuese para tanto.
—Erling, estamos investigando un asesinato —continuó Bertil Mellberg clavando la mirada en el hombre que tenía enfrente—. Alguna de las personas involucradas en el programa no sólo nos ha ocultado pruebas importantes, sino que, además, le ha vendido el material a la prensa. De modo que, en estos momentos, me siento inclinado a secundar la opinión de mis colegas de que lo mejor sería interrumpir el programa.
Erling sintió que empezaba a sudar. Fredrik Rehn no se había molestado en comunicarle aquel pequeño detalle. Aquello era un asunto muy feo. Muy, muy feo.
—¿Y viene… en el periódico de hoy? —balbució el consejero.
—Sí —respondió Mellberg—. En primera plana y en las páginas centrales. Fragmentos de un diario que llevaba la joven asesinada, pero de cuya existencia nosotros no teníamos noticia. Y que alguien nos ocultó. Es más, la persona en cuestión optó por vendérselo al Kvallstidningen. De modo que, en estos momentos, Hedström y Molin, dos de mis hombres, están trabajando para conseguir el diario y comprobar si es o habría sido de ayuda a la hora de localizar al asesino.
—Pues no tenía ni idea… —confesó Erling W. Larson recreando mentalmente la conversación que pensaba mantener con Fredrik Rehn en cuanto saliera de allí. Acudir a una reunión de negocios sin disponer de toda la información era como lanzarse desarmado al campo de batalla, eso lo sabía cualquier novato. Menudo imbécil. Pero Rehn iba a enterarse de que no podía jugar con el consejero municipal de Tanumshede.
—Dame una sola razón para que no desenchufe este programa ahora mismo —le dijo Mellberg.
Erling guardaba silencio. Se le había quedado la mente en blanco. Todos los argumentos se habían esfumado. Miró a Mellberg, que se echó a reír a carcajadas.
—Vaya, por fin te veo indefenso. Joder, jamás creí que ocurriría tal cosa. Pero voy a portarme bien. Sé que son muchos los que disfrutan con esa basura en la tele. De modo que podrán seguir emitiendo, pero, al menor problema… —Lo señaló con un dedo amonestador y Erling asintió agradecido. Había tenido suerte. Se estremeció ante la idea de lo humillante que habría sido tener que admitir ante el Consejo Municipal que no podrían llevar a término el proyecto. Jamás habría podido recuperarse de semejante pérdida de prestigio.
Ya estaba a punto de salir cuando oyó que Mellberg le decía algo, así que se dio la vuelta.
—Oye… mis reservas de whisky empiezan a menguar. No tendrás ninguna botella de sobra, ¿verdad?
Mellberg le guiñó un ojo y Erling le respondió con una sonrisa forzada. A decir verdad, le habría gustado meterle a Mellberg en el gaznate la botella entera. Sin embargo, respondió:
—Claro, Bertil, cuenta con ello.
Lo último que vio antes de cerrar la puerta fue la expresión de satisfacción en el rostro de Mellberg.
—¡Qué cosa más ruin! —sentenció Calle mirando a Tina mientras ella preparaba una bandeja con el pedido de una mesa.
—Ya, claro, como tú eres tan honrado… ¡Qué fácil es para ti, que nadas en el dinero de tu padre! —le espetó Tina, que casi volcó el vaso de cerveza que acababa de colocar en la bandeja.
—Oye, hay cosas que no se hacen ni por dinero.
—«Hay cosas que no se hacen ni por dinero» —lo remedó Tina con voz aflautada y una mueca de desprecio—. ¡Joder! ¡Es repugnante lo santurrón que puedes ser! Y el cerdo de Mehmet. Tengo que matarlo.
—Oye, relájate —le dijo Calle inclinándose sobre la barra—. Recuerda que han amenazado con cortar la grabación si no se lo decíamos. Y tú parecías más interesada en salvar tu propio pellejo. Pero no tienes derecho a hundirnos a todos en la mierda.
—Era un farol, ¿no lo entiendes? ¿Cómo iban a eliminar lo único que les ha proporcionado un poco de publicidad? Si viven para esto, coño.
—Ya, bueno, pero yo no creo que Mehmet tenga la culpa de nada. Si yo te hubiera visto coger el diario, también lo habría dicho.
—Seguro que sí, pedazo de inútil —dijo Tina tan indignada que la bandeja le temblaba entre las manos—. ¿Sabes lo que te pasa a ti? Que te pasas los días en la plaza de Stureplan y crees que la vida es así. Ir por ahí tirando de las tarjetas de papá, andar por la vida pasando de currarte nada y aprovecharte de los demás. ¡Es tan patético! Y ahora vienes a decirme a mí qué está bien y qué está mal. Yo al menos intento hacer algo con mi vida, quiero algo, tengo aspiraciones. ¡Y tengo talento, dijera lo que dijera esa cretina de Barbie!
—Ya, así que ahí es donde te duele, ¿no? —repuso Calle burlón—. Escribió algo sobre tu supuesta carrera como cantante y eres tan ruin que decidiste airear su vida en la prensa para vengarte. Ya oí lo que os gritabais la noche que murió. No soportabas que dijera lo que todos pensamos.
—Ese putón mintió. Me aseguró que no os había dicho a ninguno que yo no llegaría a nada y que no tenía talento. Mintió y me aseguró que no se lo había dicho a nadie, que era una invención malévola, que quien hubiese dicho aquello mentía. Pero luego lo leí en su diario, así que era verdad. ¡Claro que lo pensaba y seguro que había ido diciéndolo y difundiendo un montón de mierda sobre mí! —Tina volcó uno de los vasos, que se cayó al suelo. Los fragmentos se esparcieron por toda la estancia—. ¡Mierda! —exclamó Tina dejando la bandeja con los vasos que quedaban. Cogió el cepillo y empezó a recoger los fragmentos—. ¡Mierda, puta mierda!
—Oye —dijo Calle—. Jamás le oí a Barbie una mala palabra sobre ti. Por lo que yo sé, lo único que hizo fue animarte, como tú misma dijiste en la última reunión con Lars. Incluso lloraste con lágrimas de cocodrilo, si no recuerdo mal.
—No creerás que soy tan imbécil como para ponerme a hablar mal de una muerta, ¿verdad? —le preguntó barriendo las últimas esquirlas de vidrio.
—Sea lo que sea lo que escribió en el diario, no puedes reprochárselo, porque es verdad. Cantas como una urraca y si yo fuera tú empezaría a afinar un poco mi solicitud para el McDonalds —dijo Calle riéndose al tiempo que echaba una rápida ojeada a la cámara.
Tina soltó el cepillo en el suelo y se le acercó de una zancada. Pegó su cara a la de él y le susurró llena de ira:
—Más te valdría callarte la boca, Calle. Tú no fuiste el único que oíste lo que se dijo la noche que Barbie murió. Tú también te metiste con ella y te pasaste bastante. Por algo que había dicho por ahí de que tu madre se había suicidado por culpa de tu padre. Según ella, tampoco lo había ido contando, así que yo en tu lugar me callaría la boca.
Cogió la bandeja y salió en dirección al restaurante. Calle estaba pálido. Evocó mentalmente las acusaciones, las duras palabras que le había dicho a Barbie aquella última noche. Recordó también su mirada incrédula ante aquello de lo que la había acusado. Su insistencia cuando, al borde del llanto, le aseguraba que no había dicho nada parecido y que no sería capaz de decirlo jamás. Lo peor era que no podía librarse de la sensación de que le había dicho la verdad.
—Patrik, ¿tienes un minuto? —Annika guardó silencio al ver que estaba ocupado al teléfono.
Levantó un dedo para indicarle que esperase un momento. La conversación parecía estar tocando a su fin.
—Vale, de acuerdo, lo haremos así —dijo Patrik irritado—. Vosotros nos dais el diario y nosotros os damos información de primera mano cuando encontremos al culpable.
Estrelló el auricular en la base del teléfono y se volvió hacia Annika con expresión atormentada.
—¡Idiotas! —exclamó indignado y lanzando un suspiro.
—¿El periodista del diario vespertino? —preguntó Annika antes de sentarse.
—El mismo —respondió Patrik—. Oficialmente, acabo de cerrar un acuerdo con el diablo. Lo más probable es que hubiéramos conseguido el diario de todos modos, pero habríamos tardado más. Llevamos tres días trapicheando con ellos, así que ahora lo haremos así. Tendremos que darles su libra de carne.
—Sí —asintió Annika. Entonces, Patrik se dio cuenta de que estaba esperando impaciente para poder decirle algo.
—Bueno, ¿y qué querías decirme? —le preguntó.
—La consulta que cursé el lunes pasado ha dado resultado —le reveló Annika sin poder ocultar su satisfacción.
—¿Tan pronto? —exclamó Patrik sorprendido.
—Sí, supongo que la atención mediática de que goza Tanumshede en estos momentos ha sido una ventaja —constató.
—Bien, ¿y qué tienes? —preguntó con repentino interés.
—Posiblemente, dos casos más —le dijo mirando sus papeles—. Al menos el modo en que murieron coincide al cien por cien. Y… —vaciló un instante—… en ambos casos encontraron lo mismo que nosotros en Rasmus y Marit.
—¡Vaya, vaya! —comentó Patrik inclinándose—. Bien, cuéntame todo lo que tengas.
—Uno de los casos es de Lund. Un hombre de unos cincuenta años, murió hace seis. Estaba muy alcoholizado y aunque abrigaron ciertas dudas sobre sus lesiones, consideraron que se había matado bebiendo. —Annika miró a Patrik, que la animó a seguir—. El otro caso se produjo hace diez años. En Nyköping. Una mujer de setenta años. Se clasificó como asesinato, pero jamás lograron resolverlo.
—Es decir, dos asesinatos más —concluyó Patrik, intuyendo la envergadura de lo que se les avecinaba—. En total, cuatro casos de asesinato que parecen estar relacionados.
—Sí, eso parece —convino Annika quitándose las gafas, que empezó a hacer girar entre sus dedos.
—Cuatro asesinatos —repitió Patrik abatido. El cansancio se extendía sobre su semblante como una fina membrana gris.
—Cuatro, más el asesinato de Lillemor Persson. Lo admito, creo que hemos llegado al límite de nuestra capacidad —observó Annika con pesadumbre.
—Pero ¿qué dices? —preguntó Patrik—. ¿No crees que podamos con la investigación? ¿Piensas que deberíamos pedir ayuda a la central? —La miró pensativo, con la sospecha de que quizá tuviera razón. Por otro lado, ellos tenían todos los datos, sólo ellos podían encajar todas las piezas del rompecabezas. Exigiría colaboración entre distritos, pero estaba convencido de que eran lo bastante competentes para controlar la situación—. Empezaremos con ello y ya veremos si necesitamos ayuda —decidió.
Annika asintió. Si él lo decía, lo harían así.
—¿Cuándo piensas presentárselo a Mellberg? —le preguntó agitando sus notas.
—En cuanto haya hablado con los responsables de las investigaciones en Lund y Nyköping —respondió—. ¿Tienes ahí los datos de contacto?
Annika asintió.
—Aquí te dejo las notas, contienen todo lo que necesitas. —Patrik le dio las gracias con un gesto. Ya en el umbral, Annika pareció dudar un poco.
—O sea, un asesino en serie, ¿no? —preguntó sin poder dar crédito a lo que acababa de decir.
—Eso parece —contestó Patrik. Luego cogió el auricular y empezó a llamar.
—Oye, ¡qué bonito tienes esto! —exclamó Anna al ver la planta baja.
—Bueno, está un poco vacío. Pernilla se llevó la mitad de las cosas y yo… pues no he tenido tiempo de reemplazarlas. Y ahora parece que no tiene mucho sentido. Tendré que vender la casa y en un apartamento no podré meter muchos muebles.
Anna asintió y lo miró compasiva.
—Sí, es duro. Aunque, comparado con lo que has tenido que pasar… —dijo Dan.
—No te preocupes, no espero que todo el mundo compare sus problemas con los míos. Cada uno tiene su perspectiva de las cosas y yo no puedo convertirme en la medida y el modelo de lo que es razonable quejarse. Lo entiendo.
—Gracias —respondió Dan con una amplia sonrisa—. En otras palabras, me permites que me lamente todo lo que quiera, ¿no?
—Bueno, puede que no todo lo que quieras… —repuso Anna con una sonrisa. Se dirigió a la escalera y señaló la planta superior con un gesto inquisitivo.
—Claro, puedes subir a mirar si quieres. Incluso he hecho la cama y he recogido del suelo la ropa sucia, así que no hay riesgo. No te verás atacada por unos calzoncillos sucios.
Anna puso cara de asco y volvió a reír. Se había reído mucho y muy a menudo últimamente. Era como si tuviese que recuperar varios meses de risas. Y, en cierto modo, así era.
Cuando volvió a bajar, Dan había puesto la mesa con unos bocadillos.
—¡Ñam! ¡Qué rico! —dijo sentándose a la mesa.
—Sí, pensé que nos vendría bien. Y esto es lo único que tengo que ofrecer en estos momentos. Las niñas me dejaron el frigorífico vacío y no he tenido tiempo de ir a comprar.
—Bocadillos es perfecto —replicó Anna dando un gran mordisco a uno de queso.
—¿Cómo van los preparativos de la celebración? —preguntó Dan preocupado—. Tengo entendido que Patrik se pasa los días trabajando y no quedan ni cuatro semanas para el día de la boda.
—Sí, puede decirse que vamos con el tiempo justo… Pero lo vamos resolviendo entre Erica y yo, así que creo que lo conseguiremos. Siempre y cuando la madre de Patrik se mantenga al margen.
—¿Por qué? —preguntó Dan curioso.
Anna le respondió con una animada descripción de la última visita de Kristina.
—¡Anda ya! ¡Estás de broma! —repuso muerto de risa.
—Te lo juro —aseguró Anna—. Fue tal y como te lo he contado.
—Pobre Erica —dijo Dan—. Y yo que pensaba que la madre de Pernilla se metía en todo cuando íbamos a casarnos. —Dan meneó la cabeza.
—¿La echas de menos? —preguntó Anna. Dan fingió no haberla entendido.
—¿A la madre de Pernilla? No, ni lo más mínimo, la verdad.
—Venga, hombre, ya sabes a quién me refiero. —Anna lo observó con una mirada escrutadora.
Dan se tomó unos minutos para reflexionar.
—No, creo que puedo decir sinceramente que ya no —dijo al fin—. Antes sí, pero no estoy seguro de que la echase de menos a ella, sino más bien lo que teníamos… como familia, no sé si me explico.
—Sí y no —respondió Anna con una súbita expresión de infinita pena—. Creo que quieres decir que echabas de menos el día a día, la seguridad, lo predecible. Yo eso jamás lo tuve con Lucas. Nunca jamás. Pero, en medio del miedo y, más tarde, del terror auténtico, tengo la sensación de que eso era lo que yo añoraba también. Un poco de rutina de lunes. Un poco de vida predecible. Lo cotidiano.
Dan puso su mano sobre la de ella.
—No tienes por qué hablar de eso.
—No pasa nada —replicó Anna cerrando los ojos para contener las lágrimas—. He hablado tanto durante las últimas semanas que empiezo a cansarme de mi propia voz. —Anna se rio y se sonó en una servilleta.
Dan mantuvo la mano sobre la de ella.
—Pues yo no me canso lo más mínimo de oírte. Por lo que a mí respecta, podrías estar hablando días enteros.
Se hizo un plácido silencio mientras los dos se miraban a los ojos. El calor de la mano de Dan se extendía por todo el cuerpo de Anna e incluso llegó a derretir partes que ni siquiera sabía que tenía congeladas. Dan abrió la boca para decir algo pero, justo en ese momento, sonó el móvil de Anna. Se sobresaltaron y Anna retiró la mano para sacar el teléfono, que tenía en el bolsillo. Miró la pantalla.
—Es Erica —dijo como disculpándose antes de levantarse para contestar.
En esta ocasión, Patrik decidió convocar a sus colegas en la cocina. Había tanto que digerir entre lo que pensaba exponerles que creyó que podrían necesitar tanto una taza de café bien cargado como algún bollo. Dejó que se fueran sentando, aunque él permaneció de pie. Todos lo miraban tensos según iban entrando. Era evidente que algo pasaba, pero Annika no les había revelado nada, así que ninguno sabía aún de qué se trataba. Sólo que era algo importante, a juzgar por la expresión grave de Patrik. Un pájaro pasó volando ante la ventana de la cocina y, en un acto reflejo, todos se volvieron atraídos por el movimiento, pero enseguida fijaron de nuevo la vista en Patrik.
—Servíos café y bollos antes de empezar —los animó Patrik con voz grave. Se oyó un murmullo mientras todos se servían café del termo y se pedían unos a otros la cesta de los bollos, pero enseguida volvió a reinar el silencio—. A petición mía, Annika envió el lunes pasado una consulta sobre casos de fallecimiento que presentasen similitudes con los asesinatos de Rasmus y Marit.
Hanna alzó la mano y Patrik le indicó con un gesto que podía hablar.
—¿Qué, exactamente, se pedía en la consulta?
Patrik asintió, dando a entender que comprendía la pregunta.
—Enviamos una lista de puntos característicos de estos dos casos de asesinato. Y, en la práctica, abarcan dos ámbitos: el modo en que murieron y el objeto hallado cerca de las dos víctimas.
Esto último constituía una novedad para Gösta y Hanna, que se inclinaron hacia Patrik con gesto inquisitivo.
—¿Qué objeto es ése? —preguntó Gösta.
Patrik echó una ojeada hacia Martin y explicó:
—Cuando Martin y yo revisamos la mochila que Rasmus llevaba cuando murió, encontramos un objeto que también hallamos cerca del cadáver de Marit. En su caso, en el asiento del acompañante. No reaccionamos al verlo porque lo consideramos parte de la basura que había en el coche. Sin embargo, al encontrarlo también en la mochila…
—Pero ¿qué es? —insistió Gösta inclinándose aún más hacia Patrik.
—Una página arrancada de un libro. De un libro infantil, para ser exactos —explicó Patrik.
—¿Un libro infantil? —repitió Gösta incrédulo. Hanna también parecía desconcertada.
—Sí, son páginas del cuento de Hansel y Gretel, ya sabéis, de los cuentos de los hermanos Grimm.
—Tú estás de broma —afirmó Gösta.
—Por desgracia, no. Y no sólo eso. Ese dato, en combinación con los detalles sobre el modo en que murieron Rasmus y Marit, nos ha llevado a localizar otros dos casos seguramente relacionados con el nuestro.
—¿Dos casos más? —Ahora le tocó a Martin preguntar sin dar crédito a lo que oía.
Patrik asintió.
—Sí, hemos recibido la información esta mañana. Otros dos casos encajan en el patrón. Uno en Nyköping y el otro en Lund.
—O sea, dos casos más —repitió Martin como un eco, como si a su cerebro le costase asimilar la información que Patrik acababa de exponer. Éste lo entendía a la perfección.
—¿Es totalmente seguro que los cuatro casos guardan relación? —preguntó Hanna—. Suena demasiado increíble, por decirlo de alguna manera.
—Murieron de forma idéntica y todos tenían cerca una página arrancada del mismo cuento. De modo que sí, creo que podemos dar por hecho que los cuatro casos están relacionados —repuso Patrik con acritud, un tanto sorprendido y molesto al ver cuestionada su afirmación—. En cualquier caso, seguiremos con la investigación, o con las investigaciones, partiendo de la base de que existe una conexión entre ellas.
Martin pidió la palabra. Patrik se la concedió con un gesto de asentimiento.
—¿Las otras víctimas también eran abstemias?
Patrik meneó la cabeza despacio. Eso era lo que más lo irritaba.
—No —dijo al fin—. La víctima de Lund había consumido muchísimo alcohol, y la policía no disponía de ese dato con respecto a la víctima de Nyköping, pero había pensado que tú y yo podríamos ir a hablar con ellos y averiguar más detalles.
Martin asintió.
—Claro, ¿cuándo salimos?
—Mañana —respondió Patrik—. Bien, si nadie quiere añadir nada más, podemos dar por finalizada la reunión y ponernos manos a la obra. Si hay algo que haya quedado poco claro, propongo que leáis mi resumen. Annika ha sacado copias y podéis ir cogiendo un ejemplar cada uno según vayáis saliendo.
Se levantaron taciturnos y meditabundos. Todos pensaban en las dimensiones del caso al que se enfrentaban y trataban de incorporar a su vocabulario la expresión «asesino en serie». Jamás, en toda la historia de la comisaría de Tanumshede, habían tenido que recurrir a ella. No era un hito agradable.
Gösta se dio la vuelta al oír a alguien a su espalda cuando iba a entrar en su despacho.
—Martin y yo nos vamos mañana y estaremos fuera dos días —explicó Patrik.
—¿Y? —preguntó Gösta.
—Había pensado que Hanna y tú os encargarais de lo demás entretanto. Por ejemplo, podríais revisar la carpeta de Marit. Yo he leído su contenido tantas veces que creo que sería beneficioso que alguien lo hiciese con nuevos ojos. Y haced lo mismo con lo que tenemos de Rasmus Olsson, por cierto. Además, Martin había comenzado a elaborar una lista de todos los propietarios de galgos españoles del país, y estaría bien que continuaseis con ella. Habla con Martin esta tarde y le preguntas hasta dónde llegó. Y… ¿qué más había? Ah, sí, el periodista del Kvallstidningen ha enviado por fax una copia del diario de Lillemor Persson. Nos enviarán también el original, pero llega por correo ordinario y no tenemos tiempo que perder esperándolo. Yo me llevo una copia, pero Hanna y tú podéis ir echándole un vistazo.
Gösta asintió agotado.
—Bien —concluyó Patrik—. Entonces en marcha. ¿Se lo cuentas tú a Hanna?
Gösta volvió a asentir. Más agotado si cabe. Vaya mierda tener que trabajar de aquel modo. Estaría totalmente exhausto antes de que la temporada de golf hubiese empezado siquiera.