Capítulo 5

El olor a sal. Y a agua. El griterío de las aves allá arriba en el cielo y el azul que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. La sensación del balanceo de un barco. La sensación de que algo estaba cambiando. Algo estaba desapareciendo. Algo que había sido cálido y blando, ahora resultaba duro y afilado. Brazos que, cuando lo abrazaban, le transmitían un olor intenso, repugnante, del cual estaban impregnadas la ropa y la piel pero que, ante todo, procedía de la boca de la mujer. Y no recordaba quién era ella. Y tampoco sabía por qué intentaba recordar. Era como si, por la noche, hubiese soñado algo horrible pero familiar. Y quería saber más acerca de ese algo.

Así, no podía evitar hacer preguntas. Ignoraba por qué. Por qué no podía sencillamente aceptarlo todo, igual que su hermana. Parecía tan asustada siempre que él hacía una pregunta. Le habría gustado poder parar, pero era imposible. Sobre todo cuando sentía el olor del agua salada y recordaba el viento alborotando su cabello. Y el hombre que solía levantarlos por los aires, a él y a su hermana. Mientras que la otra, la de la voz que al principio era dulce pero que luego se volvió dura, se quedaba allí mirando. A veces, en su memoria, creía recordarla sonriendo.

Aunque, quién sabe, quizá fuese como ella decía. Ella, tan real y tan hermosa y que tanto los quería. Quizá todo era un sueño. Un mal sueño que ella reemplazaría por sueños hermosos y agradables. Él no se oponía, pero a veces se sorprendía anhelando la sal. Y el alboroto de las aves. Incluso la dureza de aquella voz. Sin embargo, nunca se atrevería a confesarlo…

—Martin, ¿qué coño estamos haciendo en realidad? —preguntó Patrik arrojando el bolígrafo sobre la mesa en un arrebato de frustración. El bolígrafo rodó por la lisa superficie y cayó al suelo. Martin lo recogió despacio y lo puso en el portalápices de Patrik.

—Patrik, piensa que sólo ha pasado una semana. Y estas cosas llevan tiempo, ya lo sabes.

—Lo que sé es que, según las estadísticas, cuanto más tiempo se tarda en resolver un caso, más alta es la probabilidad de que nunca se resuelva.

—Ya, pero estamos haciendo todo cuanto está en nuestra mano. Es que el día no tiene más horas de las que tiene —Martin observó a Patrik con curiosidad—. Por cierto, ¿no deberías quedarte en casa una mañana? Pasarte un buen rato bajo la ducha, tomártelo con calma… Pareces agotado.

—¿Descansar en medio de este jaleo? Ni soñarlo.

Patrik se pasó la mano por el pelo, que ya tenía bastante revuelto y encrespado. El teléfono resonó chillón de improviso, y los dos colegas dieron un respingo en sus asientos. Patrik cogió el auricular un tanto irritado, para volver a colgar enseguida. Hubo un minuto de silencio, hasta que empezó a sonar otra vez. Patrik se asomó al pasillo y gritó lleno de frustración:

—Annika, joder, te dije que desconectaras mi teléfono.

Volvió a entrar en el despacho y cerró de un portazo. Los demás teléfonos de la comisaría sonaban sin cesar, pero con la puerta cerrada se oían muy lejanos.

—Venga, Patrik, esto no funciona. Estás al borde del colapso. Tienes que descansar. Tienes que comer. Y creo que deberías salir y pedirle perdón a Annika. De lo contrario, sufrirás mal de ojo. O siete años de desgracias. O puede que no vuelvas a probar sus magdalenas caseras de los viernes por la tarde.

Patrik se desplomó en la silla, pero no pudo evitar sonreír.

—Las magdalenas… Tú crees que Annika sería tan maquiavélica como para negarme sus magdalenas…

—Quizá incluso la cesta especial con pan casero y dulce de leche de Navidad… —Martin asintió con fingida seriedad y Patrik le siguió el juego y lo miró con los ojos desorbitados.

—No, por favor, el dulce de leche no. ¡Annika no puede ser tan cruel!

—Pues yo no estaría tan seguro —replicó Martin—. Así que será mejor que vayas y le pidas perdón.

Patrik se echó a reír.

—Sí, ya sé, ahora voy —dijo alborotándose el pelo una vez más—. Pero te aseguro que jamás me habría imaginado este tipo de… asedio. La prensa y la televisión parecen haber perdido el juicio. ¡Y es como si no tuvieran escrúpulos! ¿No comprenden que, si nos tienen sitiados de este modo, sabotean la investigación? No hay manera de hacer nada de provecho.

—Pues yo diría que hemos conseguido hacer un montón de cosas en una semana —objetó Martin sereno—. Hemos interrogado a todos los participantes, los compañeros de Lillemor, hemos cotejado las grabaciones de la noche en que desapareció, estamos comprobando todas y cada una de las llamadas que hemos recibido de la gente del pueblo. Yo creo que hemos trabajado muy bien. Claro que este caso está resultando un tanto caótico a causa de la grabación de Fucking Tanum, pero nosotros no podemos hacer mucho por evitarlo.

—Pero ¿tú puedes explicarte que sigan transmitiendo esa porquería? —preguntó Patrik alzando las manos en señal de impotencia—. Han asesinado a una joven, y ellos utilizan esa tragedia como entretenimiento que televisar en la mejor franja de audiencia. ¡Y toda Suecia se atrinchera en el sofá dispuesta a tragárselo sin perder detalle! A mí me parece espantoso… —vaciló buscando la palabra adecuada—… ¡irreverente!

—Pues sí, tienes razón —admitió Martin con un tono más duro—. Pero ¿qué demonios podemos hacer nosotros contra eso? Tanto Mellberg como el cerdo de Erling W. Larson están tan ansiosos de aparecer en los medios que ni siquiera se les pasó por la cabeza interrumpir el programa, así que tendremos que trabajar en las circunstancias que tenemos. Así son las cosas. Y yo sigo diciendo que tanto tú como la investigación ganaríais mucho si te lo tomaras con calma unas horas.

—No pienso irme a casa, si es eso lo que insinúas. No tengo tiempo. Pero quizá podamos almorzar en el restaurante Gestgifveriet. Eso es tomárselo con calma un rato, ¿no? —Miró a Martin irritado, aunque sabía que su colega tenía algo de razón.

—Bueno, puede valer —respondió Martin poniéndose en pie—. Y así aprovechas para pedirle perdón a Annika cuando salgas.

—Sí, mamá —bromeó Patrik. Se puso la cazadora y siguió a Martin hasta el vestíbulo. De repente, se dio cuenta de lo hambriento que estaba.

Los teléfonos no dejaban de sonar a su alrededor.

No era capaz de ir a trabajar. Y tampoco tenía por qué, puesto que aún estaba de baja por enfermedad y su médico la había animado a tomárselo con calma. Pero la habían educado conforme al principio de que el trabajo era lo primero, costase lo que costase. Según su padre, la única excusa aceptable para no acudir al trabajo era hallarse en el lecho de muerte. Y justo así era como se sentía. Su cuerpo funcionaba, se movía, comía, se lavaba y hacía todo lo que debía… de forma mecánica. Por dentro, en cambio, se sentía muerta. Nada tenía ya para ella el menor significado. Nada le inspiraba sentimientos de alegría ni despertaba en ella interés. Todo estaba frío y muerto. Lo único que sentía era sufrimiento. Tanto, que a veces se retorcía de dolor.

Habían transcurrido dos semanas desde que la policía llamó a su puerta. Ya al oír los golpes, sin saber cómo, intuyó que aquella visita cambiaría su vida. Cada noche, cuando se acostaba para intentar conciliar el sueño, su memoria recreaba la disputa. Jamás podría olvidar el hecho de que la última conversación que mantuvieron fue una discusión violenta. Kerstin deseaba con tantas ansias poder retirar las últimas palabras que le espetó a Marit… ¿Qué importaba aquello? ¿Por qué no la dejó en paz? ¿Por qué tenía tanto interés en que Marit tomase partido y decidiese mostrar abiertamente su relación? ¿Por qué era tan fundamental? Lo más importante era, de hecho, que se tenían la una a la otra. Lo que los demás sabían, opinaban o decían, se le antojaba de pronto tan intrascendente que ni siquiera alcanzaba a entender cómo pudo existir un tiempo, una época pretérita y remota que sólo se hallaba a dos semanas de distancia, en que a ella le resultaba decisivo.

Incapaz de decidir qué hacer, Kerstin se tumbó en el sofá y encendió el televisor con el mando a distancia. Se tapó con una manta, la que Marit había comprado durante una de sus visitas a Noruega. Olía a lana y al perfume de Marit, una mezcla extraña. Kerstin enterró la cara en la manta y respiró hondo, con la esperanza de que el olor colmase todas las oquedades de su cuerpo. La respiración arrastró hasta el interior de su nariz unas pelusas que la hicieron estornudar.

De repente, echó de menos a Sofie. La joven se parecía tanto a Marit y tan poco a Ola… Había estado en casa de Kerstin dos veces y en ambas ocasiones hizo cuanto pudo por consolarla, pese a que ella misma parecía estar a punto de venirse abajo en cualquier momento. Aun siendo una niña, Sofie había adquirido de repente un aspecto adulto que antes no tenía. Un rasgo nuevo de madurez dolorosa. A Kerstin le habría gustado poder erradicar de su semblante aquel indicio de madurez, poder borrarlo, hacer retroceder el reloj y recuperar la actitud de cachorro que debían mostrar las chicas de la edad de Sofie. Pero esa actitud había desaparecido para siempre. Y Kerstin sabía además que ahora perdería a Sofie. Era algo que la propia Sofie ignoraba. Seguramente, ella abrigaría la intención de mantener la unión con la compañera de su madre. Pero la vida no lo permitiría. Por un lado, la apartarían un sinfín de circunstancias que se le impondrían una vez que el dolor se hubiese mitigado un poco: amigos, novios, marchas, los estudios, todo aquello que debía acaparar la vida de una adolescente. Y, por otro, Ola le obstaculizaría la tarea de mantener el contacto con ella. Con el tiempo, Sofie se cansaría de oponer resistencia. Las visitas se espaciarían cada vez más, hasta interrumpirse por completo. Al cabo de un año o dos, se saludarían cuando se cruzaran por la calle, quizá se detendrían a intercambiar unas frases de cortesía, pero enseguida bajarían la mirada y se marcharían cada una por su lado. Sólo los recuerdos de otra vida juntas permanecerían. Unos recuerdos que, como jirones delicados de una frágil neblina, se esfumarían en cuanto intentasen atraparlos. Perdería a Sofie. No cabía otra opción que aceptarlo.

Presa de la apatía, Kerstin iba cambiando de canal. En la mayoría daban programas en los que invitaban a los telespectadores a que, a un precio altísimo, por supuesto, llamasen para adivinar una palabra. Totalmente carente de interés. De modo que su pensamiento se centró en aquella pregunta que tan a menudo se había hecho durante las dos últimas semanas. ¿Quién habría querido hacerle daño a Marit? ¿Quién la atrapó en pleno ataque de desesperación por la discusión mantenida con Kerstin, en pleno acceso de ira? ¿Habría tenido miedo? ¿Fue rápido o sufrió una muerte lenta? ¿Fue doloroso? ¿Era consciente de que iba a morir? Todas aquellas preguntas circulaban por el cerebro de Kerstin, sin que supiera cómo responderlas. Había seguido por televisión y la prensa la información sobre el asesinato de la chica del programa Fucking Tanum, pero se sentía extrañamente embotada, colmada de su propio dolor. Sin embargo, no pudo evitar preocuparse por el hecho de que le restase tiempo y recursos a la investigación de la muerte de Marit; que la atención que atraían los medios de comunicación llevase a la policía a dedicar todo su tiempo a investigar la muerte de la chica y que dejasen de preocuparse por Marit.

Kerstin se incorporó en el sofá y cogió el teléfono, que estaba sobre la mesa. Si no había quien mirase por los intereses de Marit, tendría que hacerlo ella. Se lo debía.

Desde la muerte de Barbie se reunían en círculo en el centro del jardín de la granja una vez al día. Al principio, tal medida fue acogida con una lluvia de protestas, un silencio contrariado seguido de comentarios cínicos; pero una vez que Fredrik les explicó que era un imperativo para poder seguir con la grabación del programa, los participantes consintieron en colaborar, aunque en contra de su voluntad. Algo más de una semana después y de un modo un tanto antinatural, llegaron incluso a acudir con entusiasmo a la reunión colectiva con Lars. Él no les hablaba con superioridad, los escuchaba, hacía comentarios que ellos no consideraban fuera de lugar y les hablaba con su mismo lenguaje. Y, aunque a su pesar, también Uffe empezaba a sentir cierta simpatía por Lars. Claro que antes se dejaría morir que admitirlo abiertamente. Las sesiones de grupo se habían ido alternando con conversaciones individuales y ya nadie protestaba por ello. Cierto que ninguno de los componentes del grupo se sentía feliz con la idea, pero la medida había alcanzado al menos cierto grado de aceptación.

—¿Qué os han parecido los últimos días, después de lo ocurrido? —preguntó Lars observándolos uno a uno, con la esperanza de que alguno respondiese. Finalmente, detuvo la mirada en Mehmet.

—A mí me parece que ha estado bien —aseguró tras reflexionar brevemente—. Todo ha sido tan caótico que, en realidad, no hemos tenido tiempo de pararnos a pensar ni nada.

—¿Pensar en qué? —preguntó Lars animándolo a continuar y a desarrollar su idea.

—Pues en lo que pasó. En Barbie. —Mehmet guardó silencio y bajó la vista. Lars apartó la mirada de él y la paseó por el resto de los congregados.

—¿Y a vosotros os parece que eso es bueno? Me refiero a no tener que pensar en ello. ¿Creéis que el caos ha surtido un efecto positivo?

De nuevo se hizo el silencio.

—Yo no —respondió Jonna en tono sombrío—. A mí me parece que ha sido duro. Muy duro.

—¿En qué sentido? ¿Qué aspecto te ha parecido duro? —preguntó Lars, con la cabeza ligeramente inclinada.

—Pensar en lo que le pasó. Recrear las imágenes de lo ocurrido. Y pensar en cómo murió y eso. Y en que la encontraron en aquel… contenedor. Un cosa tan asquerosa, vamos.

—¿Y vosotros? ¿Recordáis también imágenes de aquella noche? —Lars fijó la vista en Calle.

—Bah, pues claro que sí, joder. Pero es mejor no pensarlo. Quiero decir, ¿de qué sirve pensarlo? De todos modos, Barbie ya está muerta, ¿no?

—Ya. Y no crees que, para tu bienestar, sería mejor hacer frente a esas imágenes, trabajar con ellas, ¿verdad?

—¡Qué va! Lo mejor es tomarse otra cerveza, ¿a que sí, Calle? —Uffe le propinó una patada en la pierna a éste y rompió a reír, pero, al ver que nadie lo secundaba, recobró su malhumor habitual. Lars se centró entonces en él y Uffe empezó a retorcerse incómodo en la silla. Era el único que todavía se negaba en cierta medida a entregarse al proceso, como lo llamaba Lars.

—Uffe, tú siempre pareces tan duro y tan chulo, pero ¿en qué términos piensas tú cuando recuerdas a Barbie? ¿Qué recuerdos te vienen a la memoria?

Uffe miró a su alrededor como si no pudiese dar crédito a lo que oía. ¿Que qué recuerdos tenía de Barbie? Se rio burlón y miró a Lars, antes de responder:

—Pues, yo me atrevería a decir que miente quien diga que no son las tetas lo que recuerda de ella en primer lugar. ¡Menudas bombas de silicona! —exclamó moldeando en el aire el objeto de su recuerdo antes de mirar a su alrededor en busca de apoyo moral. Pero tampoco en esta ocasión parecieron apreciar su broma.

—Joder, Uffe, córtate un poco al hablar —lo recriminó Mehmet irritado—. ¿Eres tan tonto como parece o te lo haces?

—Oye, ¿y a ti de dónde coño te vienen esos aires? —Uffe se inclinó hacia Mehmet con gesto amenazador, pero en algún lugar recóndito de su cerebro de reptil comprendió que quizá sus comentarios no hubiesen sido muy afortunados, por lo que se retiró a su silencio y su malhumor habituales. Sencillamente, no lo pillaba. A nadie le caía bien antes de morir, y en cambio, allí estaban ahora, sentados como lloricas compungidos hablando de Barbie como si hubiera sido su mejor amiga.

—Tina, tú apenas te has pronunciado. ¿Cómo te ha afectado a ti la muerte de Lillemor?

—A mí me parece algo terrible, muy trágico. —Tina tenía los ojos llenos de lágrimas y negaba vehementemente con la cabeza—. Es que tenía toda la vida por delante. Y una carrera y eso. Iban a fotografiarla para Slitz cuando hubiera terminado la serie, eso ya estaba acordado, y había hablado con un tío sobre viajar a Estados Unidos para ver si podía aparecer en Playboy. Que podría haberse convertido en la próxima Victoria Silvstedt, vamos. Victoria no tardará en ser un vejestorio y Barbie sólo tenía que llegar y sustituirla. Ella y yo hablábamos mucho de eso y… tenía tantas aspiraciones… Era una tía genial, vamos. Joder, ¡qué pena! —Las lágrimas le rodaban ya por las mejillas, y Tina se las enjugó cuidadosamente con la mano, para no estropearse el maquillaje.

—Sí, es una verdadera pena —dijo Uffe—. Que el mundo haya perdido a la sustituta de Victoria Silvstedt. ¿Qué va a hacer el mundo ahora, eh? —Uffe estalló en una sonora carcajada, pero alzó las manos a la defensiva al advertir las miradas iracundas que le dirigían los demás—. Vale, vale, me callo. Vosotros seguid lloriqueando, hipócritas, panda de imbéciles…

—Uffe, parece que todo esto te produce una honda frustración —observó Lars sin perder la calma.

—Tanto como frustración, no sé. A mí me parecen un puñado de hipócritas, ahí llorando por Barbie, aunque cuando estaba viva no se preocupaban una mierda por ella. Yo, al menos, soy sincero —dijo levantando las manos.

—Tú no eres sincero —objetó Jonna—. Tú eres un imbécil.

—Anda, mira, ha hablado la neurótica. Súbete las mangas, anda, que vea tu última obra de arte. Una pirada total, vamos. —Uffe se echó a reír y Lars se puso en pie.

—No creo que adelantemos mucho más por hoy. Uffe, me parece que tú y yo vamos a tener la conversación individual ahora mismo.

—Fine, fine. Pero no te creas que me voy a sentar a llorar, ¿vale? Con lo bien que lo hacen estos maricas. —Se levantó y le dio una colleja a Tina, que se volvió iracunda y lo amenazó con el puño. Uffe se carcajeó simplemente y echó a andar despacio detrás de Lars. Los demás se quedaron mirándolo mientras se marchaba.

Ella había ido a Tanumshede para almorzar. No habían podido verse desde la cena en el Gestgifveriet, y Mellberg anhelaba con un ansia febril que diesen las doce. Miró el reloj, que marcaba implacable las doce menos diez, mientras aguardaba en la puerta. Las manecillas se arrastraban y Mellberg miraba alternativamente el reloj y los coches que de vez en cuando entraban en el aparcamiento. Había propuesto el Gestgifveriet también en esta ocasión. Si uno buscaba un entorno romántico, no existía mejor alternativa.

Cinco minutos después, vio girar hacia el restaurante su pequeño Fiat rojo. El corazón le latía de un modo peculiar y sintió que se le secaba la boca. Con un acto reflejo, comprobó que el peluquín estaba en su lugar. Se secó las manos en los pantalones y se le acercó para darle la bienvenida. El semblante de Rose-Marie se iluminó al verlo, y Mellberg tuvo que contener el impulso de abalanzarse sobre ella y darle un largo beso allí mismo, en el aparcamiento. La intensidad de sus sentimientos lo llenaba de asombro. Se sentía de nuevo como un adolescente. Se abrazaron y se saludaron y él la dejó pasar primero para entrar en el restaurante. Durante un segundo, posó la mano en la espalda de Rose-Marie, y notó que le temblaba ligeramente.

Una vez dentro, soltó un hipido de sorpresa. En una mesa situada junto a una de las ventanas estaban Hedström y Molin, que lo observaban perplejos. Rose-Marie miró alternativamente a Mellberg y a sus colegas con curiosidad y, muy a su pesar, Mellberg se dio cuenta de que tendría que presentárselos. Martin y Patrik le estrecharon la mano a Rose-Marie con una amplia sonrisa. Mellberg suspiraba para sus adentros. Ahora no tardaría mucho en saberlo toda la comisaría. Por otro lado… Se enderezó un poco. Desde luego, no se avergonzaba de que lo vieran con Rose-Marie.

—¿Queréis sentaros con nosotros? —preguntó Patrik indicándoles las dos sillas vacías.

Mellberg estaba a punto de rechazar la oferta cuando oyó que Rose-Marie aceptaba satisfecha. Lanzó para sí una maldición. Tenía tantas ganas de pasar un rato a solas con ella… Un almuerzo compartido con Hedström y Molin no le proporcionaría la romántica intimidad con la que había soñado. Pero debía aguantarse. A espaldas de Rose-Marie, dedicó a Patrik una mirada furiosa, pero luego retiró la silla para que Rose-Marie pudiera sentarse. Hedström y Molin no daban crédito a lo que veían. Era natural. Los mocosos de su edad no habían oído hablar siquiera de la palabra gentleman.

—¡Cómo me alegro de conocerte… Rose-Marie! —exclamó Patrik mirándola con interés. La mujer sonrió y las arrugas que enmarcaban sus ojos se pronunciaron aún más. Mellberg apenas podía apartar la vista de ella. Había algo en su forma de torcer la boca al sonreír y en el brillo de sus ojos… No, no tenía palabras para describirla.

—¿Y dónde os conocisteis? —intervino Molin en un tono algo jocoso. Mellberg lo observó con el entrecejo fruncido. Esperaba que no creyesen que iban a poder reírse a su costa. Y a costa de Rose-Marie.

—En Munkedal, en una verbena popular. —A la mujer le brillaban los ojos—. Tanto a Bertil como a mí nos llevaron sendos amigos y, la verdad, ninguno de los dos estaba muy entusiasmado con la fiesta, pero a veces el destino nos lleva al lugar adecuado por vías muy extrañas. —Al decir esto, sonrió a Mellberg, que se sintió enrojecer de felicidad. Ahora sabía que él no era el único que se comportaba como un loco sentimental. Rose-Marie también notó algo especial desde la primera noche.

La camarera se acercó para tomar nota.

—Pedid lo que queráis, ¡invito yo! —Se oyó decir Mellberg a sí mismo, para gran sorpresa suya.

Por un instante, lamentó sus palabras, pero la admiración que reflejaban los ojos de Rose-Marie lo reforzó en su decisión y, por primera vez en su vida, comprendió el verdadero valor del dinero. ¿Qué eran unos cuantos billetes comparados con la mirada complacida de una mujer hermosa? Hedström y Molin lo contemplaban atónitos, y Mellberg resopló irritado:

—Venga, pedid lo que sea, antes de que me arrepienta y os lo descuente del salario.

Aún en estado de shock, Patrik balbució que comería «mendo» y Molin, tan perplejo como su colega, sólo fue capaz de asentir para indicar que tomaría lo mismo.

—Yo tomaré pytt i panna —aseguró Mellberg antes de dirigirse a Rose-Marie—. Y tú, preciosa mía, ¿qué te gustaría probar hoy? —Hedström se atragantó con un sorbo de agua y le dio un ataque de tos. Mellberg lo recriminó con la mirada y pensó en lo vergonzoso que era que hombres adultos no supieran comportarse. Desde luego, la juventud de hoy presentaba lagunas imperdonables en su educación.

—Tomaré solomillo de cerdo —respondió Rose-Marie desplegándose la servilleta sobre las rodillas.

—¿Vives en Munkedal? —preguntó Martin solícito mientras le servía agua a la dama que tenían a la mesa.

—Vivo en Dingle, pero es provisional —explicó la mujer, que dio un sorbo de agua antes de proseguir—. Se me presentó la oportunidad de jubilarme anticipadamente con unas condiciones que no podía rechazar, y luego decidí mudarme más cerca de mi familia. Así que, por el momento, me alojo en casa de mi hermana, hasta que encuentre una vivienda propia. He vivido tantos años en la costa oriental que quisiera pensármelo muy bien antes de elegir dónde construir mis cimientos de nuevo.

Una vez que me haya instalado, no me moveré de allí hasta que me saquen con los pies por delante. —Rose-Marie estalló en una sonora carcajada que hizo brincar el corazón de Mellberg. Se diría que ella lo oyó, pues, bajando la mirada tímidamente, añadió—: Ya veremos dónde termino. En realidad, tiene mucho que ver con las personas que nos cruzamos en la vida. —En este punto alzó la vista, y Mellberg y ella se sostuvieron la mirada durante un silencio elocuente. No recordaba haber sido tan feliz en toda su vida. Abrió la boca para decir algo cuando llegó la camarera para servirles la comida. Rose-Marie se volvió entonces a Patrik y le preguntó:

—¿Y cómo os va con el asunto de ese asesinato tan terrible? Por lo que me ha contado Bertil, es algo espantoso.

Patrik intentaba concentrarse en que la porción de pescado, patata, salsa y verduras que tenía en el tenedor no cayese en el plato mientras se lo llevaba a la boca.

—Sí, «espantoso», ésa es la forma más apropiada de describirlo —dijo una vez que hubo terminado de masticar—. Y el circo mediático que se ha organizado en el pueblo no nos ha facilitado las cosas, precisamente —añadió mirando hacia la granja municipal.

—Ya. Yo no entiendo que la gente disfrute viendo esa basura —aseguró Rose-Marie meneando la cabeza—. Sobre todo, después de un suceso tan trágico. ¡Uf! ¡La gente se comporta como buitres!

—Una gran verdad, sí señor —opinó Martin sombrío—. Yo creo que el problema es que no ven a las personas que aparecen en televisión como a verdaderos seres humanos. Es la única explicación que se me ocurre. No pueden verlos como a verdaderos seres humanos. De lo contrario, ¿cómo iban a regodearse en esas cosas?

—¿Sospecháis que alguno de los demás participantes esté implicado en el asesinato? —preguntó Rose-Marie, bajando la voz con cierto secretismo.

Patrik miró a su jefe de soslayo. No se sentía muy cómodo discutiendo cuestiones relativas a la investigación con personas ajenas a la profesión, pero Mellberg no se pronunció.

—Estudiamos el caso desde todos los ángulos posibles —respondió prudente—. Aún no abrigamos ninguna sospecha concreta —remató, resuelto a no decir nada más.

Comieron en silencio durante unos minutos. La comida era excelente y al extraño cuarteto le costaba hallar un tema común de conversación. De improviso, el silencio se vio interrumpido por el estruendo de un timbre de teléfono. Patrik rebuscó en el bolsillo en busca de su móvil y se encaminó a buen paso hacia el vestíbulo mientras respondía, a fin de no molestar a los demás comensales. Regresó al cabo de unos minutos y, sin sentarse de nuevo, se dirigió a Mellberg:

—Era Pedersen. La autopsia de Lillemor Persson está lista. Puede que tengamos algo más sobre lo que trabajar.

Patrik estaba visiblemente preocupado.

Hanna disfrutaba del silencio que reinaba en la casa. Había aprovechado para almorzar allí, ya que, en coche, sólo le llevaba unos minutos. Después del estrés de los últimos días en la comisaría, era un alivio poder descansar los oídos de tanto teléfono durante un rato. En casa sólo se oía, como un murmullo lejano, el rumor del tráfico de la calle.

Se sentó a la mesa de la cocina y sopló un poco para enfriar la comida que había calentado unos minutos en el microondas. Eran restos de salchicha con sofrito de verduras de la cena del día anterior, un plato que, para su gusto, sabía casi mejor al día siguiente que recién preparado.

Era tan agradable estar sola en casa. Amaba a Lars más que a nadie en el mundo, pero, cuando él estaba en casa, siempre se mascaba la tensión en el ambiente, aquel vacío impronunciable. A ella la vida en esa especie de campo de tensión cada día la destrozaba más.

El problema consistía en que era consciente de que lo que desgastaba su relación era algo que jamás podrían cambiar. El pasado descansaba sobre sus vidas como una fina membrana. En ocasiones intentaba hacerle comprender a Lars que debían retirar juntos la membrana, dejar que entrase un poco de aire, un poco de luz. Pero él no conocía otro modo de vivir que aquella oscuridad, aquella humedad, aquello que, aunque pesado, le resultaba familiar.

A veces Hanna anhelaba otra cosa. Algo distinto del miserable círculo vicioso en el que habían caído. Y durante los últimos años, había pensado en más de una ocasión que quizá un hijo borraría el pasado. Un niño que despejase con su luz las tinieblas en que vivían, que aligerase el peso y les permitiese respirar otra vez. Pero Lars se negaba. Ni siquiera se prestaba a tratar el asunto. Ellos tenían su trabajo, cada uno el suyo, y eso bastaba, aseguraba Lars. El problema era que ella sabía que no bastaba. Sentía la exigencia constante de algo más. No veía fin a la situación. Un niño haría que todo se detuviese, que todo concluyese. Dejó el tenedor en el plato, presa del mayor abatimiento. Ya no tenía apetito.

—¿Qué tal estás? —Simon miraba preocupado a Mehmet, que estaba sentado frente a él en la zona de descanso del personal de la panadería. Llevaban trabajando intensamente muchas horas y se concedieron una breve pausa. No obstante, eso significaba que Uffe debía quedarse al frente de la tienda, por lo que Simon no dejaba de lanzar miradas nerviosas hacia esa parte del local.

—No tendrá tiempo de destrozar nada en tan sólo cinco minutos. Al menos, eso creo yo… —observó Mehmet entre risas. Simon se relajó un poco y rio también de buena gana.

—Por desgracia, yo ya he perdido la esperanza sobre lo que han llamado «incremento» de personal —confesó—. Desde luego, se ve que saqué el peor número cuando sortearon la distribución de los participantes en los distintos puestos de trabajo. —Se lamentó Simon, antes de tomar un sorbo de café.

—Bueno, el peor y el mejor —repuso Mehmet antes de dar también un trago—. También sacaste el premio gordo —observó con una gran sonrisa—. ¡Yo! Así que si nos juntas a Uffe y a mí, tendrás un trabajador medio.

—Sí, en eso tienes razón —convino Simon riendo—. ¡También me tocaste en suerte tú!

Volvió a ponerse serio y se quedó mirando a Mehmet un buen rato, aunque éste optó por ignorarlo. Había en su mirada tantas preguntas y palabras impronunciadas que no tenía fuerzas para enfrentarse a ellas en ese momento. Si es que decidía hacerlo alguna vez.

—No has respondido a mi pregunta. ¿Qué tal estás? —insistió Simon, sin apartar la mirada de él.

Mehmet sintió que las manos le temblaban a causa del nerviosismo. Intentó zafarse de la pregunta.

—Bah, pues bien. No la conocía mucho. Lo peor es el jaleo que se ha armado. Pero los del canal de televisión están encantados. Los índices de audiencia han batido todos los récords.

—Bueno, yo estoy tan harto de veros la jeta todos los días que no he tenido ganas de sentarme a ver ni un solo capítulo.

Simon había reducido la intensidad de su mirada y Mehmet pensó que ya podía relajarse un poco. Tomó un gran bocado de uno de los bollos recién horneados, disfrutando del sabor y el olor a canela caliente.

—¿Y cómo es eso de que te interrogue la policía? —Simon también cogió un bollo, y de un solo mordisco devoró un tercio.

—Pues nada del otro mundo. —A Mehmet no le gustaba abordar aquel tema con Simon. Y además, acababa de mentirle. No quería revelarle la verdad acerca de lo humillante que le resultaba verse en aquella angosta sala de interrogatorios bajo una lluvia de preguntas. Y cómo sus respuestas nunca parecían ser satisfactorias—. Se portaron bien. No creo que sospechen en serio de ninguno de nosotros. —Evitó la mirada de Simon. Durante un segundo, acudieron a su mente retazos de recuerdos, pero los ahuyentó negándose a aceptar lo que querían que recordase.

—Y el psicólogo con el que habláis, ¿es bueno o qué? —Simon se inclinó y dio otro bocado gigantesco al bollo, mientras aguardaba la respuesta de Mehmet.

—Lars es un buen tío. Nos ha venido muy bien poder hablar con él.

—¿Y cómo se lo toma Uffe? —Simon hizo un gesto hacia la tienda, donde acababa de ver a Uffe pasando por delante de la panadería y tocando la guitarra con una baguette. Mehmet no pudo evitar una carcajada.

—¿Tú qué crees? Uffe es… pues eso, Uffe es Uffe. Pero podría haber sido peor. Ni siquiera él se atreve a decir cualquier cosa delante de Lars. Así que… está muy bien lo de Lars.

Una señora mayor entró en la panadería y Mehmet la vio retroceder ante los saltos salvajes de Uffe.

—Oye, creo que ya es hora de ir a salvar a los clientes.

Simon giró la cabeza y también se levantó.

—Sí, de lo contrario, a la señora Hjertén le dará un infarto.

Cuando se dirigían a la tienda, Simon rozó casualmente la mano de Mehmet con la suya. Mehmet la retiró como si se hubiese quemado.

—Erica, esta tarde tengo que ir a Gotemburgo, así que llegaré a casa un poco más tarde. Yo diría que sobre las ocho.

Mientras hablaba con ella, oía de fondo el parloteo de Maja y sintió un súbito deseo de volver con su familia a casa. Daría cualquier cosa por pasar olímpicamente de todo, irse a casa y tirarse en el suelo a jugar con su hija. Los últimos meses se había encariñado mucho con Emma y con Adrian, y también deseaba poder pasar tiempo con ellos. Además, tenía remordimientos al pensar que Erica tuviese que llevar una carga tan pesada antes de la boda, pero, tal y como estaban las cosas, por el momento no le quedaba otra opción. La investigación se hallaba en su fase más intensa y tenía que hacer cuanto estuviese en su mano.

Suerte que Erica fuese tan comprensiva, se decía mientras se subía en el coche. Estuvo pensando si pedirle a Martin que lo acompañase, pero, en realidad, no era preciso que fueran dos para ver a Pedersen. Y, al menos una tarde, Martin se merecía irse a casa con Pia un poco más temprano. Él también había trabajado duro las últimas semanas. Justo cuando Patrik metió la marcha para salir, volvió a sonar el teléfono.

—Aquí Hedström —respondió un tanto irritado, pues esperaba que se tratase de otro periodista preguntón.

Cuando oyó quién era, lamentó haber sido tan brusco.

—Hola, Kerstin —dijo al tiempo que apagaba el motor.

Los remordimientos, que llevaban una semana atormentándolo, lo azotaron de la forma más virulenta. Había dejado de lado la investigación de la muerte de Marit para dedicarse al asesinato de Lillemor. En realidad, no lo hizo de forma consciente. Simplemente, se dio así cuando, tras la muerte de la muchacha, los medios empezaron a ejercer una presión desmedida. Con gesto contrito, escuchó lo que le decía Kerstin, antes de responder:

—Pues… por desgracia, no hemos podido averiguar mucho todavía.

—…

—Es cierto, pero no vamos a dejar de centrarnos en Marit, naturalmente.

Una vez más, esbozó una mueca de disgusto al oírse mentir de aquel modo. Pero lo único que podía hacer ahora era tratar de recuperar el tiempo perdido. Después de colgar, se quedó un rato pensando, marcó un número y, cuando atendieron la llamada, estuvo hablando durante cinco minutos con una persona que se mostró extremadamente confundida al oír lo que Patrik le decía. Después, algo más animado, puso rumbo a Gotemburgo.

Dos horas más tarde, giró para detenerse en el laboratorio de criminalística de Gotemburgo. No tardó en encontrar el despacho de Pedersen y, una vez delante de la puerta, dio unos golpecitos discretos. Patrik y Pedersen solían comunicarse por fax o por teléfono, pero, en esta ocasión, el forense había insistido en que deseaba sacar las conclusiones él mismo. Patrik sospechaba que el enorme interés de los medios por el caso había inducido a los jefes a procurar que nada quedase a merced del azar.

—¡Hola! ¡Cuánto tiempo sin vernos! —exclamó Pedersen cuando Patrik abrió la puerta. Se levantó y fue a estrecharle la mano.

—Pues sí, sí que hace, sí, desde la última vez que nos vimos, porque en lo que a hablar se refiere, lo hacemos cada vez con más frecuencia. Por desgracia, podría añadirse… —respondió Patrik al tiempo que se sentaba en la silla para las visitas, que estaba delante de la gigantesca mesa de escritorio de Pedersen.

—Ya, no puede decirse que yo llame para dar buenas noticias, desde luego.

—No, pero sí son importantes —se apresuró a puntualizar Patrik.

Pedersen respondió con una sonrisa. Era un hombre alto y delgado, pero daba muestras de un carácter afable que contrastaba radicalmente con la brutalidad que veía en su profesión. A juzgar por sus gafas, que llevaba en la punta de la nariz, y por el pelo canoso siempre enmarañado, aunque en distinto grado, cualquier observador podía pensar que era un hombre distraído y poco exhaustivo. Sin embargo, aquello estaba tan lejos de la verdad como pudiera imaginarse. Los documentos que tenía en la mesa estaban ordenados en pulcros montones, en tanto que las carpetas y los archivadores se hallaban cuidadosamente etiquetados y colocados en las estanterías. Pedersen prestaba mucha atención a los detalles. Sacó un montón de papeles y los revisó un poco antes de alzar la vista y tomar la palabra.

—No cabe la menor duda de que la chica murió estrangulada. Se aprecian fracturas en el hioides y en las astas mayores del cartílago tiroideo. Sin embargo, no presenta las hendiduras que dejaría una cuerda, sólo las contusiones a ambos lados del cuello, que coinciden con un par de manos. —Puso delante de Patrik una fotografía ampliada y señaló las magulladuras a las que se refería.

—¿Insinúas que alguien la estranguló con sus propias manos?

—Sí —respondió Pedersen lacónico. El forense sentía siempre una empatía inmensa con las víctimas que terminaban en su mesa de autopsias, pero su tono de voz rara vez lo dejaba traslucir—. Otro indicio de que hubo estrangulamiento es que presentaba una serie de petequias, es decir, pequeñas manchas cutáneas provocadas por la efusión interna de sangre, tanto en las membranas de los ojos como en la piel circundante.

—¿Se precisa mucha fuerza física para estrangular a alguien de ese modo? —A Patrik le costaba apartar la vista de la fotografía que representaba a una Lillemor pálida, levemente azulada.

—Más de lo que la gente cree. Estrangular a una persona lleva bastante tiempo y hay que mantener la garganta fuertemente agarrada. Pero, en este caso… —Pedersen sufrió un ataque de tos y se volvió un momento, antes de continuar—. En este caso, el asesino se lo puso algo más fácil.

—¿Qué quieres decir? —Patrik se inclinó hacia delante, cada vez más interesado. Pedersen hojeó los folios que tenía delante hasta que encontró el párrafo que buscaba.

—Aquí. Encontramos restos de somníferos en su sistema circulatorio. Lo más probable es que la durmieran primero y la estrangularan después.

—Joder —dijo Patrik mirando una vez más la foto de Lillemor—. ¿Pudisteis averiguar cómo ingirió los somníferos? Quiero decir si los mezclaron con algo.

Pedersen negó con un gesto.

—El contenido de su estómago era como un cóctel diabólico. No tengo ni idea de lo que bebió, pero olía claramente a alcohol. Yo diría que estaba muy ebria en el momento de su muerte.

—Sí, bueno, se corrieron una buena juerga aquella noche, según supimos después. ¿Es posible que le administraran el somnífero en alguna de las bebidas que tomó?

Pedersen alzó los brazos con gesto impotente.

—Imposible decirlo con seguridad, pero, desde luego, es una posibilidad.

—Vale, en resumidas cuentas, la durmieron y la estrangularon. De eso estamos seguros. ¿Encontraste alguna otra cosa de interés?

Pedersen volvió a repasar sus documentos.

—Sí, se aprecian otras lesiones. Parece haber recibido golpes en el torso, y una mejilla presentaba un hematoma subcutáneo, como si le hubieran propinado una bofetada tremenda.

—Bueno, eso encaja con lo que sabemos que ocurrió aquella noche —respondió Patrik ceñudo.

—También tenía varios cortes profundos en las muñecas. Debió de sangrar mucho.

—Cortes en las muñecas… —repitió Patrik, que no había reparado en ellos cuando la vio en el camión de la basura. Claro que no fue capaz de examinarla a fondo. Le echó un vistazo y luego se dio la vuelta rápidamente. Aquellos datos eran sin duda muy interesantes—. ¿Qué puedes decir de los cortes?

—No mucho.

Pedersen se pasó la mano por el pelo y se lo revolvió un poco más. Patrik experimentó una sensación de déjà vu: ésa era la imagen que el espejo le devolvía a él últimamente.

—Sin embargo, el modo en que se practicaron me hace pensar que no son autoinfligidos. Ya sabes que es una práctica muy popular, sobre todo entre las adolescentes.

Patrik recordó enseguida la imagen de Jonna en la sala de interrogatorios. Los brazos plagados de heridas, desde la muñeca hasta el codo. En su mente empezó a cobrar forma una idea, pero se encargaría de ello más tarde.

—¿Y la hora? —preguntó Patrik—. ¿Podrías decir cuándo murió aproximadamente?

—Como ya sabes, yo no me dedico a una ciencia muy exacta, pero la temperatura de su cuerpo en el momento del hallazgo indica que murió durante la noche. En torno a las tres o las cuatro, diría yo basándome en mi experiencia.

—Vale —respondió Patrik con expresión meditabunda. No se molestó en tomar notas, ya que sabía que Pedersen le facilitaría una copia del resultado de la autopsia—. ¿Algo más? —preguntó, y él mismo percibió el tono esperanzado de su voz. La semana anterior anduvieron tanteando a ciegas, ningún dato concreto hizo avanzar la investigación, así que ahora confiaba en obtener cualquier cosa, por nimia que fuera.

—Sí, recogimos unos pelos muy interesantes que tenía en la mano. Supongo que el asesino le quitó la ropa para eliminar posibles huellas, pero no cayó en la cuenta de que ella se había agarrado a algo, seguramente en el momento de morir.

—Eso significa que los pelos no pueden proceder del camión, ¿no es así?

—No, sobre todo teniendo en cuenta que los tenía bien cogidos, en el interior del puño cerrado.

—¿Y? —Patrik sentía el calor de la impaciencia. Por la expresión de Pedersen, adivinó que aquello era un buen hallazgo, que por fin podrían trabajar con algo concreto—. ¿Qué pelos eran?

—Bueno, la verdad es que no me he expresado con exactitud. Son pelos de un perro. De un galgo español, para ser exactos. Según el informe… —dijo poniendo ante Patrik el documento con los resultados del laboratorio científico que, por fortuna, ocultaron la fotografía de Lillemor.

—¿Pueden asociarse a un perro en concreto?

—Sí y no —respondió Pedersen moviendo la cabeza algo compungido—. El ADN de los perros es tan específico e identificable como el de los seres humanos. Ahora bien, exactamente igual que en el caso de las personas, es preciso que el pelo contenga el folículo piloso del que obtener el ADN. Y cuando se les cae el pelo, el folículo no suele ir con él. En este caso, no había folículos. Pero, por otro lado y por suerte para vosotros, el galgo español es una raza poco común y sólo hay en torno a doscientos ejemplares en toda Suecia.

Patrik lo contemplaba lleno de admiración.

—¿Y tú sabes todas esas cosas así, sin más? ¿Qué clase de formación recibís vosotros, eh?

Pedersen rompió a reír.

—Sí, después de las series de C. S. I., nuestra fama ha mejorado mucho, desde luego. ¡Todo el mundo cree que nada tiene secretos para nosotros! Pero, por desgracia, debo decepcionarte. Resulta que mi suegro es una de esas doscientas personas que poseen un galgo español. Y cada vez que nos vemos, me veo obligado a escuchar todo lo que sabe sobre el maldito perro.

—Sí, bueno, eso me suena. No por la familia de mi actual pareja. Por desgracia, sus padres murieron en un accidente de coche hace unos años, pero sí por el padre de mi exmujer. En su caso, siempre andaba dando clases magistrales sobre automóviles.

—Ya, es que los suegros suelen tener sus cosas… Pero también a nosotros nos pasará, a su debido tiempo —rio Pedersen antes de adoptar de nuevo una expresión grave—. Si tienes preguntas sobre los pelos de perro que hemos encontrado, puedes hablar directamente con el laboratorio. Yo no sé más de lo que dicen estos documentos, y pensaba darte una copia.

—Estupendo —respondió Patrik—. Sólo tengo una pregunta más que hacer. Deduzco que no existe el menor indicio de agresión sexual en relación con la muerte de Lillemor, ¿es así? ¿No hay señales de violación ni nada parecido?

Pedersen negó con la cabeza.

—No, no existen indicios que apunten a nada de eso. Con ello no quiero decir que el asesinato no tenga implicaciones sexuales de todos modos, pero no hay pruebas que lo corroboren.

—Bien, gracias —contestó Patrik poniéndose en pie.

—¿Cómo lleváis el otro caso? —Quiso saber Pedersen de pronto, a lo que Patrik se desplomó de nuevo en la silla. Tenía los remordimientos escritos en la cara.

—Pues… por desgracia, ha quedado en un segundo plano —confesó abatido—. Ha sido tal el caos que han organizado la televisión y los periódicos, y los jefes llamando cada cinco minutos para preguntar si habíamos descubierto algo que… sintiéndolo mucho, lo hemos dejado prácticamente aparcado. Pero no se quedará así. A partir de ahora, le daré otro giro al asunto.

—En fin, quienquiera que lo haya hecho, debe pagar por ello. Jamás he visto nada parecido, y se precisa una buena dosis de frialdad para quitarle la vida a alguien de esa manera.

—Sí, lo sé —respondió Patrik apesadumbrado. Recordó la voz de Kerstin cuando habló con ella por teléfono hacía tan sólo un par de horas, una voz muerta, desesperanzada. No podía perdonarse haber relegado la investigación de la muerte de Marit—. Pero, ya te digo, a partir de ahora cambiaré las prioridades. Creo que hoy mismo obtendré algunas respuestas en relación con ese caso. —Se levantó, cogió el montón de documentos que le entregaba Pedersen y le dio las gracias con un apretón de manos.

Ya en el coche, puso rumbo al lugar donde esperaba obtener más respuestas. O, al menos, más interrogantes.

—¿Te dio Pedersen alguna información relevante?

Martin escuchaba y tomaba notas mientras Patrik le resumía lo que Pedersen le había revelado.

—Oye, lo de los pelos de perro es muy interesante. Es algo concreto sobre lo que indagar —opinó Martin, y volvió a prestar atención.

—…

—¿Cortes? Sí, ya, me figuro lo que estás pensando. Hay una persona que, de pronto, despierta más interés.

—…

—¿Interrogarla de nuevo? Sí, por supuesto. Avisaré a Hanna e iremos a buscarla. Cuenta con ello.

Martin se despidió con un simple «adiós», colgó y se quedó pensando un rato, hasta que fue a buscar a Hanna.

Media hora más tarde, exactamente, se hallaban de nuevo en la sala de interrogatorios, con Jonna sentada al otro lado de la mesa. No tuvieron que ir muy lejos para dar con ella, pues se encontraba en su puesto de trabajo, en Hedemyrs, justo enfrente de la comisaría.

—Verás, Jonna, ya estuvimos hablando contigo de la noche del viernes, pero ¿hay algo que quisieras añadir al respecto?

Martin vio con el rabillo del ojo que Hanna clavaba la mirada en Jonna. Tenía la capacidad de adoptar una expresión tan severa que incluso él sentía deseos de confesarle todos sus posibles pecados. Martin esperaba que surtiese el mismo efecto sobre la muchacha que ahora tenían delante. Pero Jonna apartó la vista, se concentró en la mesa y emitió un murmullo apenas audible por toda respuesta.

—¿Qué has dicho, Jonna? Tendrás que hablar más claro, ¡no hemos oído lo que has dicho! —exclamó Hanna apremiante. Martin se percató de que Jonna se sintió obligada a levantar la vista ante la crudeza de su colega. Resultaba imposible no obedecer las órdenes de Hanna.

En voz baja, aunque ya con más claridad, Jonna se avino a responder.

—Ya he dicho todo lo que sé sobre la noche del viernes.

—No lo creo —replicó Hanna con una voz tan cortante como las cuchillas que Jonna usaba para herirse—. No creo que hayas contado ni una mínima parte de lo que sabes.

—No sé qué insinúa —insistió Jonna tironeándose de las bocamangas de forma compulsiva y nerviosa. Martin se estremeció al atisbar las cicatrices bajo el jersey. Sencillamente, no lo entendía. Se le escapaba por completo que alguien fuese capaz de autolesionarse de aquel modo.

—¡No nos mientas! —Hanna elevó el tono de voz y el propio Martin dio un respingo en la silla. Joder, qué dura era Hanna.

Su colega continuó, aunque en un tono más bajo e insidioso.

—Jonna, sabemos que mientes. Tenemos pruebas que indican que mientes. Date una oportunidad y cuéntanos lo que ocurrió.

Una sombra de duda recorrió el semblante de Jonna, que no cesaba de tirarse del gran jersey de lana. Tras unos segundos de vacilación, la joven declaró:

—No tengo ni idea de lo que dicen.

La mano de Hanna aporreó contundente la superficie de la mesa.

—¡Deja de mentir! Sabemos que le cortaste las muñecas.

Los ojos de Jonna buscaron inquietos los de Martin, que, con un tono de voz más apacible, la animó a que hablase.

—Jonna, si sabes algo más, deberíamos tener conocimiento de ello. La verdad suele salir a la luz tarde o temprano de todos modos y, si nos das una explicación de lo ocurrido, lo tendrás mucho más fácil.

—Pero es que… —Jonna miraba a Martin angustiada, pero finalmente, se vino abajo—. Sí, le corté las muñecas con una cuchilla —dijo en voz muy baja—. Cuando discutimos, antes de que echara a correr.

—¿Y por qué lo hiciste? —preguntó Martin sereno, alentándola a continuar.

—Pues… pues… En realidad, no lo sé. Estaba tan cabreada. Ella había ido diciendo un montón de cosas sobre mí, porque me cortaba y eso, y quería que supiera lo que se sentía.

La joven miraba alternativamente a Martin y a Hanna.

—No comprendo por qué… Bueno, es que yo no me enfado nunca de ese modo, pero había bebido bastante y… —guardó silencio y bajó la vista.

Todo su ser parecía hundido y deprimido hasta el punto de que Martin tuvo que reprimirse para no acercarse a la joven y darle un abrazo. Pero se recordó a sí mismo que estaban interrogándola por un caso de asesinato y que si empezaban a repartir abrazos espontáneos entre los sospechosos, daría lugar a algún que otro malentendido. Miró a Hanna de soslayo. Tenía una expresión rígida e inaccesible, como si no sintiese la menor compasión por la muchacha.

—¿Qué ocurrió después? —preguntó con acritud.

Jonna respondió sin levantar la vista de la mesa.

—Entonces fue cuando llegaron ustedes. Usted se puso a discutir con los otros y usted a hablar con Barbie —dijo Jonna mirando a Hanna.

Martin se dirigió a la colega.

—¿Tú la viste sangrar?

Hanna hizo memoria, pero al cabo de un rato, meneó la cabeza.

—No, admito que se me escapó ese detalle. Estaba oscuro y la chica se rodeaba el cuerpo con los brazos, así que no resultaba fácil de ver. Y luego salió corriendo y desapareció.

—¿Hay algo más que no nos hayas contado? —preguntó Martin en tono amable, al que Jonna respondió con una mirada sumisa y llena de gratitud.

—No, nada. Lo prometo. —Subrayó sus palabras negando vehementemente con la cabeza y un mechón de su larga melena le cayó en la cara. Cuando fue a retirárselo, vieron el mapa de cicatrices que era su brazo. Martin quedó sobrecogido sin remedio. ¡Dios santo! ¡Cuánto dolor le habrían causado aquellas heridas! Él apenas era capaz de quitarse una tirita siquiera y la idea de cortar su propia piel… no, jamás se atrevería.

Tras lanzar una mirada inquisitiva a Hanna, que respondió negando en silencio, recogió los documentos que tenía sobre la mesa.

—Creo que volveremos a hablar contigo, Jonna —repuso al fin—. No creo que haga falta decir que haber ocultado información en una investigación de asesinato no te favorece lo más mínimo. Confío en que si recuerdas u oyes algo más, vengas a comunicárnoslo voluntariamente.

La joven asintió despacio.

—¿Puedo irme ya?

—Sí, ya puedes marcharte —respondió Martin—. Yo te acompaño.

Cuando salía, Martin se volvió a mirar a Hanna, que estaba trajinando con la grabadora. Su colega parecía serena.

Tuvo que dar algunas vueltas hasta encontrar la dirección en Boras. Le habían explicado cómo llegar a la comisaría, pero, una vez en la ciudad, nada parecía encajar con las instrucciones. Gracias a la ayuda de varios viandantes oriundos de la ciudad, logró por fin encontrar lo que buscaba. Aparcó fuera y, tras una breve espera en recepción, salió a recibirlo el comisario Jan Gradenius, quien lo condujo a su despacho. Patrik aceptó agradecido una taza de café y se sentó en una de las sillas para las visitas, mientras que Gradenius ocupaba su lugar detrás del escritorio. El comisario lo miraba lleno de curiosidad.

—Sí —comenzó Patrik dando un sorbo del café, que estaba realmente bueno—. Verás, es que se nos ha presentado un caso un tanto extraño en Tanumshede.

—¿Aparte del asesinato de la chica del programa televisivo?

—Exacto —respondió Patrik—. Resulta que nos avisaron de un accidente de tráfico justo la semana anterior al asesinato de Lillemor Persson. Una mujer se había salido de la carretera, cayó por una pendiente y chocó contra un árbol. En un principio, se trataba de un accidente con un solo vehículo implicado y con resultado de muerte, hipótesis que se veía reforzada por el hecho de que la mujer parecía haber bebido una barbaridad.

—Ajá, ¿pero no era así? —preguntó Gradenius, inclinándose lleno de curiosidad. A juzgar por su aspecto, el comisario rondaba los sesenta años, era alto y musculoso y lucía una frondosa cabellera gris que, seguramente, habría sido rubia en su juventud. Patrik no pudo por menos de comparar su incipiente barriga con el vientre plano que exhibía su colega, y pensó que, si la cosa no evolucionaba en otro sentido, cuando alcanzase la edad de Gradenius se parecería más bien a Mellberg. Suspiró para sus adentros y tomó otro trago de café, antes de responder a la pregunta del colega.

—No, la primera señal de que algo no encajaba fue que todas las personas del entorno de la víctima aseguraban que jamás probaba el alcohol. —Patrik vio que, por alguna razón, Gradenius enarcaba una ceja, pero continuó con su explicación sin más, pensando que luego le tocaría el turno al comisario—. Esa declaración unánime constituyó una señal de alarma innegable. Más tarde, cuando la autopsia aportó evidencias de ciertas circunstancias extrañas… bueno, al final llegamos a la conclusión de que la víctima había muerto asesinada. —El propio Patrik oyó lo árido e impersonal que sonaba el lenguaje policial a la hora de describir lo que, en el fondo, era una tragedia. Sin embargo, era el lenguaje que ambos dominaban y cuyos matices captaban a la perfección.

—Y ¿qué evidencias aportó la autopsia? —preguntó Gradenius sin apartar la vista de Patrik y como si ya conociese la respuesta.

—Que la víctima tenía una tasa del seis coma uno por ciento de alcohol en sangre, aunque gran parte se hallaba en los pulmones. Además, presentaba lesiones y contusiones en el interior de la boca y en la garganta y, también alrededor de la boca, restos de cinta adhesiva. Además, tenía marcas en las muñecas y en los tobillos, lo que indica que la tuvieron atada.

—Sí, me suena todo eso que dices —aseguró Gradenius sacando una carpeta que tenía sobre la mesa—. Pero ¿cómo llegaste a mí con esa historia?

Patrik rio de buena gana.

—Exceso de celo en el archivo de la documentación, según uno de mis colegas. Tú y yo asistimos al seminario celebrado en Halmstad hace un par de años. Uno de los talleres consistía en presentar y discutir en cada grupo un caso dudoso. Algún caso con respecto al cual quedasen cuestiones sin resolver y que no se hubiese podido seguir investigando. Tú presentaste entonces el caso que me recordó al que ahora nos ocupa a nosotros. Además, había conservado las notas que tomé entonces, de modo que, antes de llamarte, comprobé que la memoria no me engañaba.

—Vaya, he de decir que no está nada mal que te acordaras de aquello. Y es una suerte para ti y para nosotros. Se trata de un caso que lleva años atormentándome, pero la investigación se estancó por completo. Puedes disponer de toda la información que tenemos y viceversa, quizá.

Patrik asintió y cogió la carpeta que le ofrecía Gradenius.

—¿Puedo llevarme estos documentos?

—Por supuesto, son copias —aseguró Gradenius—. ¿Quieres que lo repasemos todo juntos?

—Antes quisiera estudiarlo por mi cuenta. Luego puedo llamarte por teléfono, si te parece. Lo más seguro es que tenga un montón de preguntas que hacerte. Y me encargaré de que te envíen lo antes posible una copia de nuestro material. Intentaré que salga mañana mismo.

—Me parece bien —convino Gradenius poniéndose en pie—. Sería estupendo poder ponerle fin a esto. La madre de la víctima estaba… destrozada. Y supongo que, en cierto modo, aún lo está. Todavía me llama de vez en cuando y sería perfecto disponer de alguna información que darle.

—Haremos todo lo que podamos —respondió Patrik estrechándole la mano. Con la carpeta bien pegada al pecho, se encaminó a la salida. No veía el momento de llegar a casa y ponerse a leer aquella documentación. Tenía el presentimiento de que aquello supondría un giro en la investigación. Tenía que ser así.

Lars se derrumbó en el sofá y puso los pies sobre la mesa que tenía delante. Llevaba un tiempo sintiéndose tan cansado… Siempre oprimido por ese cansancio paralizante que lo embargaba negándose a ceder. También las cefaleas se presentaban cada vez con más frecuencia. Era como si cada uno tuviese su origen en el otro: el cansancio en el dolor de cabeza, el dolor de cabeza en el cansancio, en una espiral interminable que lo abatía cada vez más. Se masajeó despacio las sienes y la presión mitigó el dolor levemente. De pronto sintió las manos frescas de Hanna sobre las suyas. Lars las dejó caer sobre sus rodillas, se retrepó y cerró los ojos. Los dedos de ella siguieron masajeándole la cabeza. Hanna había practicado tanto últimamente que sabía muy bien lo que tenía que hacer.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó con dulzura mientras movía los dedos.

—Bien —respondió Lars, sintiendo cómo la inquietud de Hanna se infiltraba en su pecho y se quedaba allí, irritante. No quería que Hanna se preocupase. Detestaba que Hanna se preocupase.

—Pues no lo parece —objetó Hanna acariciándole la frente. La caricia en sí fue muy agradable, pero a Lars le resultaba imposible relajarse, ya que sentía flotar en el aire las preguntas que ella no formulaba. Irritado, le apartó las manos y se levantó.

—Te digo que estoy bien. Sólo un poco cansado. Será la primavera.

—La primavera… —dijo Hanna con una risa tan amarga como irónica—. ¿Culpas a la primavera? —preguntó sin moverse de detrás del sofá.

—Pues sí, ¿a qué demonios le voy a echar la culpa si no? Bueno, quizá a que llevo un tiempo trabajando como una máquina, no sólo con el libro, sino también intentando que los imbéciles de la granja no se desmadren.

—Vaya, ¡qué manera más respetuosa de hablar de tus clientes! O de tus pacientes… Y a ellos, ¿les has explicado que te parecen unos imbéciles? Me imagino que eso facilita la terapia un montón.

Hablaba presa de una crispación manifiesta, que dirigió contra Lars con la intención de que sintiera su aguijón. Él no comprendía por qué Hanna actuaba así. ¿Por qué no podía dejarlo en paz? Lars estiró el brazo en busca del mando del televisor y se sentó de nuevo en el sofá, de espaldas a Hanna. Tras cambiar varias veces de canal, se detuvo en el programa Jeopardy, para medir sus conocimientos con los participantes. Hasta ahora, siempre había sabido las respuestas.

—Y ¿de verdad tienes que trabajar tanto? Y además, ¡con eso! —añadió Hanna. Todo lo que no decían cargaba de tensión el ambiente.

—Bueno, supongo que no tengo ninguna obligación —respondió Lars con el íntimo deseo de que Hanna guardase silencio por fin. A veces se preguntaba si Hanna lo comprendía siquiera. Si entendía todo lo que hacía por ella. Se volvió y dirigió la mirada hacia su mujer—. Hanna, hago lo que tengo que hacer. Como siempre. Y tú lo sabes.

Sus miradas se cruzaron un instante. Luego, Hanna se dio media vuelta y se marchó. Él la siguió con la mirada. Un minuto después, oyó que salía y cerraba la puerta.

El programa Jeopardy seguía haciendo sus preguntas en la televisión.

—«¿Qué es El viejo y el mar?» —oyó preguntar al presentador. Eran unas preguntas demasiado fáciles.

—Bueno, ¿y qué os está pareciendo el programa, chicas? —preguntó Uffe al tiempo que abría unas cervezas para las muchachas, que las aceptaron entre risitas.

—Divino —dijo la rubia.

—De puta madre —opinó la de cabello castaño.

Calle se dijo que, precisamente aquella noche, no tenía ninguna gana. Uffe se había llevado dentro a dos de las chicas que andaban merodeando delante de la granja y ahora desplegaba con ellas su gran ofensiva de seducción… en la medida de sus posibilidades. La seducción no era su fuerte, precisamente.

—A ver, ¿quién os parece más guapo? —Uffe le pasó el brazo por los hombros a la rubia y se le acercó un poco más—. Yo, ¿verdad? —Se rio y le hizo cosquillas a la chica en el costado, a lo que ella respondió con una risita complacida. Animado por la reacción, continuó—: Bueno, la verdad es que no tengo competencia digna de mención. Aquí soy el único que es un hombre de verdad. —Empinó la botella para tomar un trago de cerveza, y señaló luego con ella en dirección a Calle—. Mira ése, por ejemplo. El típico ligón que se pasea por la plaza de Stureplan, con el pelo engominado y todo el equipo. Nada que les interese a unas chicas diez como vosotras. Lo único que sabe hacer es sacar la Visa de su papá, ¿sabéis? —Las chicas volvieron a reír y Uffe prosiguió—: Luego está Mehmet —dijo señalando a éste, que estaba leyendo tumbado en su cama—. Os juro que es lo opuesto a un ligón. Un verdadero currante negro. Él sabe cómo mantenerse en la brecha, pero claro, es obvio que no hay carne como la sueca. —Tensó los músculos, antes de intentar meter la mano bajo el jersey de la rubia, pero la joven adivinó la maniobra y, tras una angustiosa mirada a la cámara que los enfocaba, apartó la mano de Uffe discretamente. Uffe pareció contrariado un instante, pero no tardó en reponerse del fracaso. A las chicas siempre les llevaba un rato olvidarse de las cámaras, pero luego todo iría sobre ruedas. Su objetivo aquellas semanas era poder cabalgar un poco —o un mucho, más bien— bajo las sábanas y en directo. Joder, que eso lo convertía a uno en leyenda. En la isla estuvo muy cerca. Si aquella mema de Jokkmokk hubiese estado un poquito más borracha, le habría salido bien. Aquel recuerdo aún lo atormentaba, y estaba ansioso de tomarse la revancha.

—Mierda, Uffe, ¿no podemos simplemente tomárnoslo con calma? —Calle notaba que se iba indignando por momentos.

—¿Cómo que tomárnoslo con calma? —Uffe volvió al ataque con la mano y, en esta ocasión, llegó un poco más lejos—. No estamos aquí para tomárnoslo con calma. Y yo que creía que tú eras el marchoso por excelencia… ¿Es que has perdido el brío? ¿O sólo te va la marcha de Stureplan? —preguntó Uffe en tono hiriente.

Calle miró a Mehmet, para ver si recibía algo de apoyo por su parte, pero éste parecía totalmente absorto en su libro de ficción. Una vez más, tomó conciencia de lo harto que estaba de aquella porquería. Ni siquiera sabía por qué aceptó al principio. El programa Robinson fue otra cosa, pero aquello… Verse allí encerrado con semejantes imbéciles. Con un gesto altanero, se colocó los auriculares, se tumbó boca arriba y se puso a escuchar música en el iPod. Subió el volumen bien alto, para no tener que oír el parloteo de Uffe, y dio rienda suelta a sus pensamientos. Pero éstos lo retrotrajeron implacables a un tiempo pasado. En primer lugar, los recuerdos más remotos, imágenes de su niñez, granulados y entrecortados, como si se tratase de una reproducción en súper 8. Él, corriendo hacia su madre, que lo aguardaba con los brazos abiertos. El olor de su pelo, mezclado con un aroma a hierba, a verano. La sensación de seguridad total que le proporcionaba aquel abrazo. También veía reír a su padre. Y cómo los contemplaba con una mirada llena de amor. Y, pese a todo, siempre yéndose, siempre camino de otro lugar. Nunca tenía tiempo de quedarse y participar de su abrazo. Nunca tenía tiempo de oler él también la cabellera de su madre. Ese olor a Timotei que su nariz aún podía evocar perfectamente.

Luego, la película avanzaba. Hasta que se detenía en seco. La imagen se volvía nítida de pronto. Máxima definición. La imagen de sus pies, lo primero que vio cuando abrió la puerta de su habitación. Él tenía trece años. Hacía ya mucho que no corría a refugiarse en su regazo. Habían sucedido muchas cosas. Y muchas otras habían cambiado.

Recordaba que gritó, preguntando un tanto irritado por qué no contestaba. Y cuando abrió la puerta sintió que lo recibía un silencio atronador y la gélida sensación que le invadió el estómago le dijo que algo andaba mal. Muy despacio, se acercó hasta ella. Parecía estar dormida. Se hallaba tendida boca arriba en la cama; el pelo, que llevaba largo cuando él era pequeño, ahora era corto. Se apreciaban grabados en su rostro surcos de cansancio, de amargura. Durante un segundo, creyó que dormía. Que dormía profundamente. Luego vio el frasco de pastillas vacío en el suelo, junto a la cama. Se le había caído de la mano cuando las pastillas empezaron a surtir efecto y ella pudo huir de una realidad que ya no era capaz de controlar.

Desde aquel día, él y su padre vivieron uno junto al otro en muda enemistad. Jamás hablaron de ello. Jamás mencionaron el hecho de que la nueva mujer de su padre se mudase a vivir con ellos tan sólo una semana después del entierro de su madre. Nadie trajo a colación ni sacó a relucir la verdad de las duras palabras que condujeron al final. Nadie habló de cómo su madre se vio apartada, rechazada con una ligereza no fingida, sino auténtica. Como un abrigo viejo que se cambia por uno nuevo.

En cambio, habló el dinero. A lo largo de los años, fue creciendo hasta convertirse en una deuda ingente, una deuda de conciencia que no parecía tener fondo. Calle lo aceptaba en silencio e incluso lo exigía a veces, pero sin nombrar lo que ambos sabían era la fuente de todo. Aquel día. El día en que el vacío resonaba en la casa. El día que él llamó a su madre pero ella no respondió.

La película se rebobinaba, lo arrastraba consigo hacia atrás, cada vez más deprisa, hasta que la imagen granulada y entrecortada volvía a su retina. En su memoria, él corría en dirección a los brazos abiertos de su madre.

—Quisiera celebrar una reunión a las nueve. ¿Puedes comprobar si los demás también podrían? En el despacho de Mellberg.

—Pareces cansado. ¿Has pasado la noche de juerga? —Annika lo miraba por encima de las gafas para el ordenador. Patrik sonrió, pero la sonrisa no halló eco en sus ojos fatigados.

—Si al menos fuese por eso. No, me he pasado media noche en vela, revisando informes y otros documentos. Y por eso hemos de reunirnos.

Se encaminó a su despacho y miró el reloj. Las ocho y diez. Estaba tan hecho papilla que sentía arenilla en los ojos, después de tanto leer y tan poco dormir. Pero aún le quedaban cincuenta minutos para ordenar sus pensamientos, antes de exponerles a sus colegas lo que había encontrado.

Los cincuenta minutos pasaron demasiado rápido. Cuando entró en el despacho de Mellberg, los halló a todos congregados. A Mellberg lo había puesto en antecedentes por teléfono aquella mañana, mientras se dirigía a la comisaría, de modo que el jefe tenía una idea aproximada de lo que Patrik iba a presentarles. Los demás lo miraban inquisitivos, pero también un tanto esperanzados.

—Últimamente nos hemos centrado demasiado en la investigación del asesinato de Lillemor Persson, en detrimento de la investigación de la muerte de Marit Kaspersen.

Hablaba de pie, de espaldas a la mesa de Mellberg y junto al bloc gigante, y dedicó a todos los presentes una mirada grave. No faltaba nadie. Allí estaba Annika, lápiz en mano, tomando notas como de costumbre. Martin estaba a su lado, con la roja cabellera totalmente revuelta. Sus pecas destacaban en contraste con la piel, aún marcada por la palidez del invierno, y esperaba ansioso a oír lo que Patrik tuviese que decirles. Junto a Martin estaba Hanna, tranquila, fría y serena, tal y como la habían visto durante las dos semanas que llevaba trabajando con ellos. Patrik reflexionó brevemente sobre lo bien que se había adaptado al grupo. Tanto que tenía la sensación de que llevase allí mucho más tiempo. Y Gösta, como siempre, hundido en la silla. No había en su mirada indicios de que tuviese gran interés por aquello y más bien parecía desear hallarse en cualquier otro lugar, con tal de no estar allí. Pero ésa era la impresión que causaba Gösta fuera del campo de golf, se dijo Patrik irritado. Mellberg, en cambio, había inclinado su obesa anatomía, en señal de que pensaba prestarle a Patrik todo su interés. Ya estaba al corriente de adónde conducirían las conclusiones de Patrik y ni siquiera él pudo ignorar la existencia de las conexiones que su subordinado le había expuesto aquella mañana. Ahora sólo faltaba revelárselas a los colegas de un modo ordenado y metódico, para que pudieran seguir adelante con la investigación.

—Como sabéis, en un primer momento tomamos la muerte de Marit por un accidente. Pero la investigación de la policía científica y la autopsia demostraron que no fue así. La habían atado, le metieron en la boca y hasta la garganta algún objeto y luego le hicieron tragar grandes cantidades de alcohol. Ésa fue, por cierto, la causa de la muerte. Después, el asesino, o los asesinos, la montaron en su coche e intentaron hacer que pareciera un accidente. Y poco más sabemos. Aunque tampoco hemos realizado ningún esfuerzo digno de mención por seguir indagando al respecto, puesto que la investigación más… —Patrik buscaba el adjetivo adecuado—… televisiva ha reclamado toda nuestra energía y nos ha obligado a dividir nuestros recursos de un modo que, tras haber reflexionado un poco, me parece bastante desafortunado. Pero ya no tiene sentido lamentarse. Sencillamente, tendremos que cambiar de táctica y tratar de recuperar el tiempo perdido.

—Tú tenías una posible pista… —comenzó Martin.

Patrik lo interrumpió impaciente.

—Exacto, yo tenía una posible conexión. Y ayer me dediqué a investigarla —se dio la vuelta y cogió el montón de documentos que había dejado en la mesa de Mellberg—. Ayer estuve en Boras y vi a un colega llamado Jan Gradenius. Estuvimos juntos en un seminario celebrado en Halmstad hace dos años. Entonces nos habló de un caso que había tenido entre manos y en el que él sospechaba que la víctima había muerto asesinada, aunque no existían pruebas suficientes para demostrarlo. Me cedió unas copias de toda la información relativa a aquel caso y… —Patrik hizo una pausa de efecto y miró uno a uno a los congregados—. Y resulta que guarda un parecido muy desagradable con el de Marit Kaspersen. La víctima también presentaba una tasa absurdamente elevada de alcohol en sangre y en los pulmones, pese a que no lo probaba nunca, según las declaraciones de testigos y parientes.

—¿Existían las mismas evidencias físicas? —preguntó Hanna con el ceño fruncido—. Las contusiones alrededor de la boca, los restos de adhesivo y demás.

Patrik se rascó la cabeza con expresión de frustración en el semblante.

—Por desgracia, falta esa información. En un principio consideraron que la víctima, un hombre de treinta y un años llamado Rasmus Olsson, se había suicidado, tomándose primero una botella entera de algún licor para luego arrojarse desde un puente. De modo que la investigación se hizo partiendo de ese supuesto. Y, a la hora de describir a la víctima, no fueron tan exhaustivos como habrían debido. Sin embargo, existen fotos de la autopsia, y yo he podido verlas. Como profano, puedo decir que se aprecian indicios de contusiones en las muñecas y alrededor de la boca, pero se las he enviado a Pedersen para que las examine. En cualquier caso, me pasé la tarde de ayer y toda la noche estudiando todo el material que me pasó Gradenius, y no cabe duda de que existe una conexión.

—O sea que, según tú, alguien mató primero a ese tipo de Boras hace un par de años y ahora ha hecho lo mismo aquí, en Tanumshede, con Marit Kaspersen —intervino Gösta un tanto escéptico—. Un poco rebuscado, diría yo. ¿Qué relación hay entre las víctimas?

Patrik comprendía el escepticismo de Gösta pero, aun así, se irritó. En efecto, tenía la inequívoca sensación de que existía una conexión, y de que debían relacionar la antigua investigación con aquella otra.

—Eso es lo que hemos de averiguar —respondió Patrik—. Pensaba empezar por escribir aquí lo poco que sabemos, quizá así encontremos entre todos el modo de seguir adelante. —Le quitó el tapón a uno de los rotuladores y trazó una línea vertical en el centro del papel. En la parte superior de cada columna escribió «Marit» y «Rasmus» respectivamente—. Y bien, ¿qué sabemos de las víctimas? O, bueno, qué sabemos de Marit, para empezar. Yo iré escribiendo la información que tenemos sobre Rasmus Olsson, puesto que soy el único que ha tenido acceso a los datos de esa investigación. Pero luego os daré copias de todo —añadió.

—Cuarenta y tres años —comenzó Martin—. Pareja, una hija de quince años, trabajadora autónoma.

Patrik anotó cuanto Martin había dicho antes de, rotulador en mano, volverse a mirar al resto del grupo, a la espera de más información.

—Abstemia —dijo Gösta que, por un segundo, pareció estar prestando verdadera atención.

Patrik lo señaló con el dedo para marcar la importancia de lo que acababa de decir, antes de plasmar en el papel la palabra «abstemia», escrita con letras mayúsculas. A continuación, se apresuró a cumplimentar la información correspondiente en la columna de Rasmus: «Treinta y un años, soltero, sin hijos, empleado de una tienda de animales… Abstemio».

—Interesante —observó Mellberg que, con los brazos cruzados, asintió expectante desde su silla.

—¿Qué más?

—Nacida en Noruega, separada, enemistada con el exmarido, una persona formal… —intervino Hanna, que concluyó con un gesto de resignación al comprobar que no recordaba ningún otro detalle. Patrik escribió los datos. La columna de Marit crecía mientras que la de Rasmus permanecía con muy poca información. Patrik añadió «una persona formal» también en la columna de Rasmus, pues en su conversación con la policía de Boras salió a relucir que, de hecho, era un hombre cumplidor y sensato. Tras unos instantes de reflexión, escribió «¿accidente?» en la columna de Marit y «¿suicidio?» en la de Rasmus. El silencio general indicaba que no parecía haber mucho más que añadir, por ahora.

—Bien, pues tenemos dos víctimas totalmente distintas, aparentemente, asesinadas del mismo modo, mediante un procedimiento muy extraño. Difieren en edad, sexo, profesión, estado civil, en fin, que no parece que tuvieran nada en común, salvo su condición de abstemios.

—Abstemio… —intervino Annika—. Para mí esa palabra tiene casi un tono religioso. Por lo que sé, Marit no era una persona religiosa, sencillamente, no bebía alcohol.

—Cierto. Y es un dato que debemos averiguar sobre Rasmus. Puesto que es el único denominador común, creo que es el mejor punto de partida de que disponemos. He pensado que Martin y yo iremos a hablar con la madre de Rasmus; tú, Gösta, podrías ir con Hanna a tener una charla con la pareja de Marit y con su exmarido. Averiguad tanto como sea posible acerca de su vida como abstemia. ¿Existía algún motivo concreto para que no bebiese? ¿Pertenecía a algún tipo de organización? En fin, cualquier cosa que nos proporcione una pista de cuál podría ser la conexión de su caso con el de un soltero de treinta y un años residente en Boras. Por ejemplo, podéis indagar en qué ciudades había vivido con anterioridad y si, en algún período de su vida, residió en la zona de Boras.

Gösta miró a Hanna cansado, pero inquisitivo.

—Claro, podemos empezar esta misma tarde.

—Claro —corroboró Hanna que, no obstante, demostró escaso entusiasmo ante la tarea.

—¿Alguna objeción a este reparto de tareas? —le preguntó Patrik a Hanna con rabia en la voz, aunque se arrepintió enseguida. Estaba tan cansado…

—No, qué va —respondió Hanna molesta, antes de que Patrik suavizara la situación—. Simplemente, a mí me parece un poco flojo el razonamiento y me gustaría tener más datos objetivos, para no correr el riesgo de perder el tiempo con una falsa pista. Es decir, yo me pregunto: ¿de verdad es lícito concluir que existe una conexión? Puede que el hecho de que las circunstancias de sus muertes respectivas sean similares sólo sea una coincidencia. Puesto que no existe ninguna relación evidente entre las víctimas, a mí me parece que todo es muy vago. Pero, claro, eso no es más que mi opinión personal. —Hanna extendió las palmas de las manos, como para indicar que se trataba de algo más que de un mero juicio.

Patrik respondió secamente, con una frialdad sorprendente incluso para él mismo:

—En tal caso, te aconsejo que te guardes tu opinión hasta nueva orden y que realices la tarea que se te ha encomendado.

Notó las miradas perplejas de todos en su espalda mientras salía del despacho de Mellberg. Y sabía que su estupefacción estaba más que justificada. Él no solía reaccionar con tanta brusquedad, pero Hanna había puesto el dedo en la llaga. ¿Y si su intuición lo conducía por un camino equivocado? Sin embargo, había algo en su interior que reforzaba su convencimiento: tenía que existir una relación entre ambos casos. Y se trataba de encontrarla.

—Ajá… —dijo Kristina en un tono más bien interrogativo, antes de, con una mueca de aversión, dar un sorbito de té.

En efecto, para sorpresa de Erica, Kristina le había explicado que había dejado de tomar café a causa de su «frágil estómago», según dijo con un suspiro mientras se daba una palmadita en el abdomen. Sin embargo, Erica sabía que era una gran bebedora de café, por lo que pensó que sería interesante comprobar cuánto iba a durar aquella decisión. Su suegra las obsequió con una prolija exposición del modo en que su delicado estómago había dejado de tolerar el café, antes de darles la espalda y dedicarse a jugar con Maja. Erica miró a Anna y alzó la vista al cielo discretamente, haciendo un esfuerzo por contenerse. Erica y Patrik jamás habían oído hablar de que Kristina tuviese un «estómago delicado», pero la mujer había leído en la revista Allers un artículo al respecto, y no tardó en adjudicarse todos los síntomas.

—¿Es esta niña el tesoro de su abuela? Que sí, que esta niña es el tesoro de su abuela, cuchicuchicuchi —parloteaba Kristina ante la mirada perpleja de Maja.

Había ocasiones en que a Erica le daba la impresión de que su hija ya era más inteligente que la abuela, pero, aunque con esfuerzo, se había abstenido de exponerle a Patrik tal teoría. Como si le hubiese leído el pensamiento, Kristina se volvió hacia su nuera y le clavó una mirada asesina.

—Bueno, ¿y cómo va lo de la boda esa? —dijo en un tono muy distinto al que había usado con la pequeña.

De hecho, cuando decía «la boda esa» usaba el mismo tono que si hubiera dicho «la mierda esa», expresión que comenzó a utilizar en el preciso instante en que tuvo claro que no sería ella quien mangonease todo lo relacionado con la celebración.

—Pues, gracias, va todo estupendamente —respondió Erica con la sonrisa más cordial de que fue capaz, aunque maldiciendo para sus adentros con la peor retahíla de groserías que le vino a la mente. Un vocabulario digno de un marinero.

—Vaya —replicó Kristina disgustada. Erica intuía que le había preguntado con la esperanza de oír que existía cierta amenaza de catástrofe al menos.

Anna, por su parte, se había mantenido al margen escuchando entretenida la conversación entre su hermana y la suegra de ésta, pero ahora decidió echarle un cable.

—Sí, la verdad, todo va sobre ruedas. Incluso llevamos cierto adelanto con respecto a los planes, ¿verdad, Erica?

Erica asintió con orgullo manifiesto, aunque en su interior las maldiciones habían dado paso a un gran signo de interrogación.

¿Cierto adelanto con respecto a los planes? Anna exageraba, desde luego, pero Erica disimuló su asombro ante Kristina. Había aprendido un truco que consistía en pensar en su suegra como en un tiburón. Si se le permitía que olfateara la sangre, aunque fuese de lejos, uno se arriesgaba a perder un brazo o una pierna tarde o temprano.

—Pero ¿y la música? —observó Kristina un tanto desesperada y haciendo un nuevo intento por probar el té. Con cierto descaro, Erica dio un trago de su café solo y removió el contenido más de lo necesario para que el aroma se extendiese por la habitación y llegase hasta Kristina, que estaba sentada enfrente.

—Hemos contratado a una banda de Fjällbacka para que actúe. Se llaman Garage y son muy buenos.

—Vaya —replicó Kristina molesta—. Entonces sólo tocarán esa música pop que os gusta a los jóvenes. Los mayores tendremos que retirarnos pronto, supongo.

Erica notó que Anna le daba una patadita en la pierna bajo la mesa, y no se atrevió a mirar a su hermana por no romper a reír. Y no porque considerase la situación especialmente jocosa, pero, en fin, en cierto modo, resultaba bastante cómica.

—Bueno, al menos espero que cambiéis de idea en lo que respecta a la lista de invitados. Si no invitáis a la tía Gota y a la tía Rut, no podré salir a la calle nunca más.

—¿Ah, sí? —dijo Anna en tono inocente—. Será porque Patrik tiene una relación muy estrecha con ellas, ¿no? ¿Pasaron juntos mucho tiempo cuando Patrik era pequeño?

Kristina no se esperaba un ataque tan insidioso desde ese flanco, y permaneció en silencio unos segundos, mientras reagrupaba a sus tropas para la defensa.

—Pues, la verdad, tampoco es…

Anna la interrumpió con la misma voz inocente.

—¿Cuándo las vio Patrik por última vez? No recuerdo que las haya mencionado nunca… —Anna guardó silencio y quedó a la espera de una respuesta.

Pero Kristina se vio obligada a retirarse con el ceño fruncido de indignación.

—Bueno, puede que haga bastante tiempo, sí. Creo que Patrik tendría… unos diez años, si no recuerdo mal.

—Ah, pues entonces quizá deberíamos ocupar sus puestos con gente con la que Patrik haya tenido relación durante los últimos veintisiete años, ¿no? —preguntó Erica, conteniendo el impulso de entrechocar la mano con la de su hermana.

—Sí, bueno, vosotras hacéis lo que os da la gana de todos modos —protestó Kristina enojada, consciente de que podía dar por perdido aquel punto de la agenda. Pero ¡ay del que se rinde! De modo que, visiblemente asqueada, tomó otro sorbo de té y, con la mirada clavada en Erica, se preparó para lanzar la gran ofensiva—: Al menos espero que la dama de honor sea Lotta.

Erica miró a Anna con desesperación. Aquél era un ataque inesperado contra sus planes. Ni siquiera había considerado la posibilidad de que la hermana de Patrik fuese dama de honor. Lógicamente, ella le había reservado ese papel a Anna. Guardó silencio un instante, sopesando cómo contraatacar ante la última maniobra de Kristina, pero al final resolvió poner las cartas sobre la mesa.

—La dama de honor será Anna —declaró con serenidad—. Y en cuanto a los demás detalles relacionados con la ceremonia, ya sean cruciales o insignificantes, los mantendremos en secreto y serán una sorpresa el día de la boda.

Con expresión ofendida, Kristina hizo amago de ir a responder pero, al ver la férrea mirada de Erica, optó por contenerse y contentarse con murmurar:

—Bueno, yo sólo quería ayudar y punto. Pero como queréis prescindir de mi ayuda…

Erica no replicó. Simplemente, sonrió y tomó un sorbo de café.

Patrik fue durmiendo todo el trayecto hasta Boras. Estaba destrozado después de lo sucedido las últimas semanas y tras haber pasado la noche en vela leyendo los documentos de Gradenius. Cuando se despertó, justo a la entrada de la ciudad, tenía un dolor de cuello criminal, pues se había dormido con la cabeza apoyada en la ventanilla. Con una mueca, empezó a masajearse la zona dolorida mientras sus ojos se habituaban de nuevo a la luz.

—Estaremos allí dentro de cinco minutos —anunció Martin—. Acabo de hablar con Eva Olsson hace un momento y me ha explicado cómo llegar. No debemos de andar muy lejos.

—Bien —respondió Patrik parcamente al tiempo que se esforzaba por ordenar sus ideas para la conversación que tenían por delante. La madre de Rasmus Olsson reaccionó con verdadera expectación cuando la llamaron para preguntarle si podían ir a hablar con ella. «Por fin, —les había dicho—. Por fin hay alguien que quiere escucharme». Patrik esperaba de todo corazón que la mujer no quedase decepcionada.

Le había dado a Martin una buena descripción del camino que debían seguir, de modo que no tardaron en encontrar el bloque de pisos en el que vivía. Cuando llamaron al portero automático, les abrió enseguida. También en la segunda planta una puerta se abrió en cuanto pusieron los pies en el rellano. Una mujer menuda, de cabello oscuro, los esperaba ansiosa. Una vez hechas las presentaciones, los invitó a entrar en la sala de estar. En una mesa cubierta con un mantel de encaje, había servido café, unas tazas muy bonitas que, con toda seguridad, pertenecían a la vajilla fina, unas servilletas diminutas y tenedores de postre. Había también una preciosa jarra llena de leche y un azucarero con unas pinzas de plata. Todo era tan delicado que parecía como de una casita de muñecas. Finalmente, en una gran bandeja de porcelana con el mismo dibujo que las tazas se veían cinco clases diferentes de galletas.

—Siéntense —les dijo señalando un sofá con un estampado diminuto.

Era un piso muy silencioso. El triple cristal de las ventanas lo aislaba totalmente del ruidoso tráfico de fuera y lo único que se oía era el tictac de un viejo reloj de pared. Patrik reconoció la decoración en color dorado y la forma del reloj. Su abuela paterna tenía uno igual.

—¿Los dos toman café? De lo contrario, también tengo té. —Los miró expectante, con un interés tal por complacerlos que a Patrik se le partía el corazón, pues intuía que la mujer no recibía visitas con demasiada frecuencia.

—Sí, tomamos café, gracias —respondió con una sonrisa. Mientras ella servía las tazas con mucho cuidado, Patrik pensó que la señora Olsson tenía un aspecto tan frágil y delicado como su porcelana. No mediría más de uno sesenta y supuso que tendría entre cincuenta y sesenta años. No resultaba fácil calcularlo, pues tenía un aspecto de sufrimiento atemporal, como si el tiempo en ella se hubiese detenido. Curiosamente, la mujer pareció haberle leído el pensamiento y explicó sin que le preguntaran:

—Pronto hará tres años y medio que murió Rasmus.

Buscó con los ojos las fotos dispuestas en el gran escritorio antiguo que adornaba una de las paredes de la sala de estar. Patrik la siguió también con la mirada y enseguida reconoció al hombre de las instantáneas que le había entregado Gradenius, aunque esas fotografías no guardaban mucha similitud con las que la mujer tenía en su casa.

—¿Podría probar una galleta? —preguntó Martin.

Eva Olsson asintió y apartó la vista de las fotos.

—Claro, por favor, sírvanse lo que quieran.

Martin cogió una de las galletas y la puso en el plato de postre que tenía delante. Miró inquisitivo a Patrik, que respiró hondo, como para hacer acopio de la fuerza necesaria.

—Bueno… como le dijimos por teléfono, hemos empezado a investigar más a fondo la muerte de Rasmus —comenzó.

—Sí, ya veo —respondió Eva con un destello en sus tristes ojos—. Lo que no entiendo es que sea la policía de… Tanumshede, ¿no?, la que investigue su muerte. ¿No tendría que hacerlo la de Boras?

—Sí, bueno, formalmente, así tendría que ser. Pero la investigación se archivó aquí en Boras, y en nuestro distrito tenemos un caso que presenta ciertas coincidencias.

—¿Otro caso? —preguntó Eva tan desconcertada que se quedó con la taza a medio camino hacia la boca.

—Sí, no puedo entrar en detalles por el momento —se apresuró a explicar Patrik—. Pero nos sería de gran ayuda que pudiera contarnos todo lo sucedido en torno a la muerte de Rasmus.

—Ajá… —dijo la mujer en tono vacilante.

Patrik comprendía que, por mucho que se alegrase de que ahora volvieran a investigar el caso, le horrorizaba tener que evocar todos aquellos recuerdos. Le concedió unos minutos para que ordenase sus ideas y aguardó pacientemente. Al cabo de un rato, la mujer comenzó a hablar con voz temblorosa.

—Fue hace tres años, el 2 de octubre, bueno, hace casi tres años y medio… Rasmus… En fin, vivía conmigo. No acababa de arreglárselas solo para llevar su casa, así que vivía conmigo. Acudía a su trabajo a diario. Salía a las ocho en punto todas las mañanas. Llevaba ocho años trabajando en el mismo establecimiento, y le gustaba mucho. Eran tan amables con él… —Eva sonrió ante aquel recuerdo—. Solía llegar a casa sobre las tres. Jamás se retrasó más de diez minutos. Nunca. Así que… —En este punto, se le quebró la voz, pero se serenó enseguida y pudo continuar—. Así que, cuando dieron las tres y cuarto, luego las tres y media, y, finalmente, las cuatro… Supe que algo no iba bien. Que había sucedido algo. Y llamé a la policía de inmediato. Pero ellos, bueno, no quisieron escucharme. Me dijeron que no tardaría en volver a casa, que, como adulto que era, no podían emitir la orden de búsqueda tan pronto, «con indicios tan poco sólidos». Eso dijeron exactamente, «con indicios tan poco sólidos». Yo creo que no hay indicios más sólidos que la intuición de una madre, pero claro, yo qué sé… —se interrumpió y exhibió una pálida sonrisa.

—¿Cómo…? —balbució Martin, buscando la expresión adecuada—. ¿Cuánta ayuda necesitaba Rasmus en el día a día?

—¿Quiere decir qué grado de retraso mental sufría? —preguntó Eva sin ambages.

Martin asintió incómodo.

—Pues, al principio, ninguno en absoluto. Rasmus obtenía las mejores calificaciones posibles en la mayoría de las asignaturas y, además, a mí me ayudaba muchísimo en casa. Siempre estuvimos los dos solos, desde el principio —dijo con otra sonrisa, tan llena de amor y de dolor que Patrik tuvo que apartar la vista—. Fue a partir de un accidente de tráfico en el que se vio involucrado a los dieciocho años cuando empezó a mostrarse… cambiado. Sufrió una lesión en el cráneo y nunca volvió a ser el que era. Era incapaz de cuidarse solo, de seguir adelante con su vida, de mudarse de la casa de su madre, como los demás chicos de su edad. Rasmus se quedó conmigo. Y entre los dos nos construimos una vida a nuestra manera. Una buena vida, diría yo que pensaba Rasmus también. O, en cualquier caso, la mejor, dadas las circunstancias. Claro que tenía sus malos momentos… pero los pasábamos juntos.

—Y debido a esos… malos momentos, la policía no investigó su muerte como un caso de asesinato, ¿verdad?

—Así es. Rasmus había intentado quitarse la vida en una ocasión. Dos años después del accidente. Cuando tomó conciencia de hasta qué punto había cambiado. Y de que nada volvería a ser como antes. Pero yo lo encontré a tiempo. Rasmus me prometió que jamás volvería a intentarlo y sé que cumplió su promesa. —Miró alternativamente a Patrik y a Martin, deteniéndose unos segundos en cada uno de ellos.

—Bien, ¿y qué ocurrió después, el día que lo encontraron muerto? —preguntó Patrik antes de coger una galleta de nueces. Su estómago protestaba advirtiéndole de que ya había pasado la hora del almuerzo, pero pensó que podría mantener el hambre a raya con un poco de azúcar.

—Llamaron a la puerta. Justo antes de las ocho. Lo supe en cuanto los vi. —Eva cogió la servilleta y se enjugó despacio una lágrima que rodaba por su mejilla—. Me dijeron que habían encontrado a Rasmus. Que había saltado desde un puente. Era… ¡Era tan absurdo! Él jamás habría hecho tal cosa. Y dijeron que parecía que había bebido un montón justo antes. Pero eso no podía ser. Rasmus jamás bebía. No podía, desde el accidente. No, nada encajaba, y yo lo indiqué. Pero nadie me creyó. —Bajó la vista y volvió a secarse las lágrimas con la servilleta—. Después de transcurrido un tiempo, archivaron el caso clasificándolo de suicidio. Pero yo llamo al comisario Gradenius de vez en cuando, para que no lo olvide. Tengo la sensación de que él me cree. Al menos, un poco. Y ahora aparecen ustedes…

—Sí —dijo Patrik reflexivo—. Ahora aparecemos nosotros. —Sabía perfectamente lo difícil que les resultaba a los familiares aceptar la idea del suicidio de las víctimas. Y que aceptaban cualquier razón, salvo que la persona que amaban hubiese optado por quitarse la vida y causarles tanto dolor. En no pocas ocasiones ellos mismos sabían que era cierto, pero, en este caso, Patrik se inclinaba por creer en las convicciones de Eva. Su relato suscitaba los mismos interrogantes que la muerte de Marit; y su sensación de que existía una conexión se veía reforzada a cada minuto—. ¿Aún conserva su habitación? —preguntó en un impulso.

—Desde luego que sí —respondió Eva al tiempo que se ponía de pie, como agradecida por la interrupción—. La dejé tal y como estaba entonces. Puede parecer un poco… sentimental, pero es lo único que me queda de Rasmus. A veces entro y me siento en el borde de la cama y hasta hablo con él. Le cuento cómo ha sido la jornada, qué tiempo hace y lo que pasa en el mundo. Una vieja loca, ¿verdad? —preguntó y rompió en una carcajada tan sincera que toda su cara pareció iluminarse por un momento.

Patrik pensó que debió de ser guapa de joven. No hermosa, quizá, pero sí guapa. Una foto ante la cual pasaron al cruzar el pasillo se lo confirmó. Una joven Eva, con un bebé en brazos. El rostro encendido de felicidad, pese a que le resultaría difícil criar sola a un niño. Sobre todo en aquella época.

—Es aquí —afirmó Eva señalándoles la última habitación del pasillo.

El dormitorio de Rasmus estaba tan limpio y ordenado como el resto de la casa, sólo que aquella estancia tenía un carácter peculiar. Era evidente que la había decorado el propio Rasmus.

—Le gustaban los animales —explicó Eva orgullosa al tiempo que se sentaba en la cama.

—Sí, ya lo veo —dijo Patrik riéndose. Había pósters de animales por todas partes. Y también había animales en las fundas de los almohadones, en la colcha y en la gran alfombra, con el dibujo de un tigre.

—Soñaba con trabajar como cuidador en un zoo. Los demás chicos querían ser bomberos o astronautas, pero Rasmus quería ser cuidador de animales. Yo creía que de mayor se le pasaría, pero siguió fiel a sus inclinaciones. Hasta que… —Se le quebró la voz, carraspeó un poco y pasó la mano despacio por la colcha—. Después del accidente, le quedó el interés por los animales. Y que se le presentara la oportunidad de trabajar en una tienda de mascotas fue… un regalo del cielo. Le encantaba su trabajo, y lo hacía muy bien. Se encargaba de dar de comer a los animales y de procurar que las jaulas y los acuarios estuviesen limpios. Y lo hacía de un modo ejemplar.

—¿Podríamos echar un vistazo un momento? —preguntó Patrik con dulzura.

Eva se puso de pie.

—Pueden mirar lo que quieran y preguntar lo que necesiten saber, con tal de que hagan lo posible por traernos la paz a mí y a Rasmus.

Cuando la mujer salió de la habitación, Patrik y Martin intercambiaron una mirada. No era preciso que dijeran nada. Ambos sentían el peso de la responsabilidad que llevaban sobre sus hombros. No querían traicionar las esperanzas de la madre de Rasmus, pero tampoco podían prometerle que sus investigaciones condujesen a alguna parte.

En cualquier caso, pensaban hacer cuanto estuviese en su mano.

—Yo miraré en los cajones y tú en el armario, ¿de acuerdo? —dijo Patrik, que ya había abierto el primer cajón.

—Claro —convino Martin dirigiéndose a la pared, cubierta por un armario de puertas blancas y sencillas—. ¿Buscamos algo en concreto?

—Si quieres que te sea sincero, no tengo ni idea —confesó Patrik—. Cualquier cosa que nos dé una pista de cuál es la conexión entre Rasmus y Marit.

—Vale —aceptó Martin con un suspiro. Era consciente de que ya resultaba bastante difícil dar con aquello que uno sabía que quería encontrar; buscar algo así, indeterminado, se le antojaba casi imposible.

Invirtieron una hora en revisar todo lo que había en el cuarto de Rasmus, pero no hallaron nada que despertase su interés. Absolutamente nada. Abatidos, fueron en busca de Eva, que estaba trajinando en la cocina, y se plantaron en el umbral.

—Gracias por dejarnos mirar.

—No hay de qué —respondió ella con una mirada esperanzada—. ¿Han encontrado algo? —El silencio de los dos policías le dio la respuesta, y la esperanza que había sentido dio paso al desánimo.

—Lo que buscamos es la conexión con la víctima hallada en nuestro distrito. Se trata de una mujer, Marit Kaspersen. ¿Le suena? ¿Es posible que Rasmus la conociera en algún contexto?

Eva hizo memoria, pero terminó por negar con un gesto.

—No, no lo creo. Ese nombre no me dice nada en absoluto.

—Sólo hemos hallado una conexión evidente, y es que Marit tampoco probaba el alcohol, pero, cuando murió, tenía una tasa elevadísima. Rasmus no pertenecería a alguna asociación de abstemios o algo así, ¿verdad? —preguntó Martin.

Una vez más, la mujer negó con la cabeza.

—No, nada de eso. —Vaciló un instante, antes de reiterar sus palabras—. No, no pertenecía a ninguna asociación de ese tipo.

—De acuerdo —dijo Patrik—. En ese caso, le damos las gracias, hasta nueva orden. Pero volveremos a llamarla. Y seguramente, tendremos más preguntas que hacerle.

—Pueden llamar a medianoche si quieren. Aquí estaré —respondió Eva.

Patrik tuvo que contener el impulso de avanzar unos pasos y darle un abrazo a aquella mujer menuda de ojos tristes y castaños como los de una ardilla.

Justo cuando se disponían a salir, Eva Olsson los detuvo.

—¡Un momento! Hay algo que quizá les interese saber. —Se dio media vuelta y entró en su dormitorio, de donde regresó después de transcurridos unos minutos—. Ésta es la mochila de Rasmus. Siempre la llevaba encima. Y también la llevaba cuando… —Volvió a quebrársele la voz—. No he sido capaz de sacarla de la bolsa en la que estaba cuando la policía me la devolvió. —Eva le entregó a Patrik la bolsa de plástico transparente que contenía la mochila de Rasmus—. Llévensela, quizá haya algo que les sea de ayuda.

Cuando se cerró la puerta, Patrik se quedó allí, con la bolsa en la mano. Observó la mochila, que reconocía de las fotografías tomadas en el lugar donde murió Rasmus. Lo que no se distinguía en las fotos, que habían sido tomadas de noche, era que estaba cubierta de manchas de color oscuro. Patrik comprendió que era sangre reseca. La sangre de Rasmus.

Hojeaba impaciente las páginas mientras hablaba por el móvil.

—Sí, pero si lo tengo aquí delante.

—…

—Pero, entonces, ¿qué pagáis?

—…

—¿Sólo eso? —Frunció el ceño, algo decepcionada—. Bueno, pues entonces llamo a la revista Hant.

—…

—Vale, diez mil me va bien. Puedo entregároslo mañana. Pero para entonces el dinero tiene que estar ingresado en mi cuenta. De lo contrario, no os lo daré.

Tina cerró satisfecha la tapa del móvil. Se apartó un poco de la granja y se sentó a leer en una roca. No conocía bien a Barbie. Y, por otro lado, tampoco tuvo nunca el menor interés. Y le resultaba un poco desagradable tener acceso a todo lo que pasaba por su cabeza ahora, después de su muerte. Pasó la hoja del diario y leyó con avidez. Ya veía los párrafos en el periódico vespertino, con los mejores fragmentos subrayados. Lo que más sorpresa le causó cuando empezó a leer el diario era el hecho de que Barbie no fuese tan estúpida como ella pensaba. Sus razonamientos y exposiciones estaban bien formulados y, de vez en cuando, eran muy inteligentes. Pero Tina enarcó una ceja, insatisfecha, cuando llegó al pasaje que la inclinó definitivamente a venderles aquella basura a los periódicos. Aunque no sin antes haber arrancado aquella página, por supuesto. La página en la que decía:

Hoy estuve escuchando a Tina mientras ensayaba su tema. Lo cantará esta noche, en la fiesta de la granja. Pobre Tina. No sabe lo mal que suena. Me pregunto cómo funcionan esas cosas, cómo es que algo que suena tan mal para los de fuera puede sonar tan bien para el que lo canta. Aunque, claro, en eso se basa todo el concepto del programa Idol, así que debe de ocurrir con bastante frecuencia. Al parecer fue su madre la que la convenció de que podía ser cantante. En ese caso, la madre de Tina debe de tener un oído enfrente del otro. No se me ocurre otra explicación. Pero no tengo valor para decírselo a Tina. Así que le sigo el juego, aunque en el fondo sé que le hago un flaco favor. Hablo con ella de su carrera musical, de los éxitos que cosechará, de los conciertos y las giras. Pero me siento como una mierda, porque en realidad le estoy mintiendo a la cara. Pobre Tina.

Presa de la mayor indignación, Tina rasgó la hoja y la partió en pedacitos. ¡Gilipollas! Si había sentido el menor atisbo de pena porque Barbie hubiese muerto, ya se le había pasado, desde luego. La muy cerda se había llevado su merecido. Era una imbécil que no sabía de qué hablaba. Tina hundió los trozos de papel en la grava. Luego, continuó hojeando, hasta llegar a aquello que la llenó de desconcierto. En una de las páginas que había escrito poco después de que llegaran a Tanum, Barbie había escrito:

Hay en él algo que me resulta familiar. No sé lo que es. Siento que mi cerebro trabaja a toda máquina para intentar encontrar algo que está oculto, pero no sé lo que es. Es algo en su modo de moverse, en su modo de hablar. Sé que lo he visto antes, pero no recuerdo dónde. Lo único que sé es que siento una desazón que crece sin cesar. Es como si algo se me removiera en el estómago. Y no puedo detenerlo, hasta que lo sepa.

He pensado tanto en mi padre últimamente… Me pregunto por qué. Creía que había pasado página hacía mucho tiempo a esa parte de mis recuerdos. Me duele demasiado recordar. Ver su sonrisa, oír su voz ronca y sentir sus dedos en la frente cuando me retiraba un mechón de pelo para darme un beso de buenas noches. Todas las noches. Siempre me daba un beso en la frente y otro en la punta de la nariz. Ahora lo recuerdo. Por primera vez en muchos años. Y me veo a mí misma como desde fuera. Veo lo que he hecho conmigo misma. Lo que he permitido que hagan otros. Veo los ojos de mi padre fijos en mí. Veo su desconcierto, su decepción. Su Lillemor se encuentra ahora muy lejos. Oculta en algún lugar, detrás de toda la ansiedad y el agua oxigenada y la silicona. Me puse un disfraz detrás del cual esconderme, para que los ojos de mi padre no me encontraran, para que no me vieran. Me dolía recordar cómo me miraba. Cómo estuvimos los dos juntos tantos años. La tranquilidad y la calidez de vivir con él. La única forma de sobrevivir al frío que me sobrevino después era olvidar aquella calidez. Pero ahora, vuelvo a sentirla. La recuerdo. Y la siento. Y hay una voz que me grita. Mi padre intenta decirme algo. ¡Si supiera qué! Pero sé que tiene algo que ver con él. Eso sí que lo sé.

Tina leyó el pasaje varias veces. ¿A qué se refería Barbie? ¿Acaso había reconocido a alguien allí, en Tanum? Aquellas líneas habían despertado la curiosidad de Tina, sin lugar a dudas. Enrolló su larga melena castaña y la dejó descansar sobre el hombro. Con el diario en el regazo, encendió un cigarrillo, dio un par de caladas con auténtica fruición y volvió a hojearlo. Salvo el fragmento que acababa de leer, no había en él mucho más que le resultara de interés. Algunos pasajes en los que explicaba cómo veía a los demás participantes, ideas sobre el futuro, el mismo aburrimiento que todos empezaban a sentir por el día a día en aquel lugar… Por un instante, Tina pensó que tal vez la policía tuviese interés en aquel diario, pero luego vio los fragmentos de la hoja que acababa de arrancar y desechó la idea. Disfrutaría viendo las ideas íntimas de Barbie aireadas en la prensa de la tarde. Se lo había ganado, por falsa y por mojigata.

Vio con el rabillo del ojo que Uffe se le acercaba. Para sacarle un cigarro, seguro. Tina se apresuró a guardar el diario dentro de la cazadora y adoptó la expresión más neutra de que fue capaz. Aquella historia era suya, y no pensaba compartirla.