Capítulo 2

Lo bueno había superado a lo malo. ¿O no? A veces, por las noches, cuando se retorcía entre pesadillas, no se sentía tan seguro. Sin embargo así, a la luz del día, estaba convencido de que lo bueno había pesado más. Lo malo no eran más que sombras que, agazapadas en escondrijos, no osaban mostrar su fea cara. Y así quería él que fuese.

Ambos la habían amado. Lo indecible. Aunque quizá él la hubiese amado más. Y quizá ella lo hubiese amado más a él. Hubo entre ellos una relación excepcional. Nadie podía interponerse entre los dos. Lo feo, lo sucio, les resbalaba sin tener dónde aferrarse.

Su hermana los observaba sin envidia, consciente de estar viendo algo único, algo con lo que no tenía sentido competir. Y eso la incluía a ella. Él la envolvía en su amor, la dejaba participar de él. No existía razón alguna para sentir envidia. No eran muchos los afortunados que podían beneficiarse de semejante amor.

Y, puesto que los amaba de forma tan ilimitada, les limitó el mundo. Y ellos se dejaron limitar agradecidos. ¿Para qué iban a necesitar a nadie más? ¿Para qué abrirse paso entre todo aquello tan desagradable que existía allí fuera? Todo aquello que ella les decía que existía fuera. Él no sabría arreglárselas en ese mundo. Ella misma se lo dijo. Él era un pájaro cenizo. Siempre andaba perdiendo cosas, se le caían de las manos, las destrozaba. Si ella los dejase salir al mundo exterior, sucederían cosas terribles. Los pájaros cenizos no sobrevivían allí fuera. Pero era tal el cariño con que se lo decía… «Mi pájaro cenizo —decía—. Mi pájaro cenizo».

A él le bastaba su amor. Y a su hermana también. O, al menos, le bastaba casi siempre.

Aquella historia era un petardo. Jonna colocaba distraída la compra en la cinta para poder leer el código. En comparación con aquello, Gran Hermano era como el festival de música de Hultsfred. ¡Aquello era un petardo! Aunque, en realidad, no podía quejarse. De hecho, había visto las temporadas anteriores, de modo que sabía que iban a vivir y a trabajar en un agujero como aquél al que habían ido a parar. Pero… ¡Acabar en la caja de un puñetero supermercado ICA…! Con eso no había contado. Su único consuelo era que Barbie había corrido la misma suerte. Barbie estaba sentada en la caja detrás de Jonna, con las tetas de silicona aprisionadas bajo el delantal rojo. Y Jonna se pasó toda la tarde oyendo su necio parloteo y viendo cómo todo el mundo, desde adolescentes de voz quebrada hasta viejos verdes de voz lasciva, todos intentaban hablar con ella. ¿Acaso no comprendían que con las tías como Barbie no había que hablar? ¿Que se trataba simplemente de invitarlas a un montón de copas y que, a partir de ahí, todo iba como una seda? ¡Imbéciles!

—¡Oh, será estupendo veros en televisión! Y ver nuestro pueblo, claro. Jamás me habría imaginado que Tanumshede sería famoso en todo el país.

La señora que tan ridículamente se expresaba hacía aspavientos junto a la caja y, de vez en cuando, sonreía entusiasmada a la cámara que había fijada al techo. Era tan estúpida que no comprendía que resultaba facilísimo cortar su intervención e impedir que apareciese en ningún capítulo. Las miradas a la cámara eran un no-no absoluto.

—Son trescientas cincuenta con cincuenta —le dijo Jonna cansada sin apartar la vista de la señora.

—Ah, sí, claro, bueno, aquí tienes mi tarjeta —dijo la señora «chupacámaras» al tiempo que pasaba la Visa por el lector—. ¡Anda, y ahora tengo que marcar el código! —exclamó entre risitas.

Jonna exhaló un suspiro. Se preguntaba si podría librarse faltando al trabajo desde ya. A los productores solían encantarles las disputas con los jefes de personal y cosas por el estilo, pero quizá fuese demasiado pronto para empezar con ésas. Tendría que aguantar una semana por lo menos. Al cabo de ese plazo, solía funcionar divinamente lo de andar armando escándalos.

Se preguntaba si sus padres se sentarían ante el televisor el lunes. Lo más probable era que no lo hicieran. Ellos nunca tenían tiempo para actividades tan triviales como ver la tele. Eran médicos, de ahí que su tiempo fuese más precioso que el del resto de los humanos. El tiempo que invirtiesen en ver Robinson o incluso el que le dedicasen a ella, podían utilizarlo para ponerle a alguien un marcapasos o para hacerle un trasplante de riñón. Jonna era una egoísta al no comprenderlo. Su padre llegó incluso a llevarla consigo al hospital para que presenciara la operación de corazón que iba a practicarle a un niño de diez años. Quería que Jonna comprendiese por qué era tan importante su trabajo, según le explicó, por qué no podían pasar con ella tanto tiempo como deseaban. Su madre y él tenían un don, el don de poder ayudar a los demás, y era su deber usarlo tanto como fuese posible.

¡Menudo rollo de mierda! ¿Por qué habían tenido hijos, si no iban a poder dedicarles su tiempo? ¿Por qué no pasaban de tener críos, y así podrían estar las veinticuatro horas del día con las manos metidas en el corazón de cualquiera?

Al día siguiente de la visita al hospital, Jonna empezó a hacerse cortes. Era un gran alivio. A la primera incisión que el cuchillo hacía en la piel, sentía cómo cedía la ansiedad. Era como si escapase de su cuerpo fluyendo roja y cálida por la herida. Le encantaba la visión de la sangre. Le encantaba la sensación de un cuchillo o de una cuchilla o de un clip o de cualquier cosa que tuviese a mano, sentirlo cortando la ansiedad que, de lo contrario, se le quedaría anclada en el pecho.

Descubrió, además, que sólo entonces la veían. La sangre les hacía volver la mirada hacia ella y verla. Pero el efecto era cada vez menos intenso. Según iba acumulando heridas y cicatrices disminuía el efecto sobre la ansiedad. Y en lugar de mirarla llenos de preocupación, sus padres empezaron a contemplarla resignados. Se habían rendido y habían decidido salvar a aquéllos a quienes podían salvar. A personas con el corazón estropeado, a gente con cáncer de estómago y con órganos que habían dejado de funcionar y que debían ser sustituidos por otros. Y ella no tenía nada de eso que ofrecerles. Ella sólo tenía estropeada el alma, y eso no podía arreglarse con un bisturí, así que dejaron de intentarlo.

El único amor que ahora podía recibir era el de las cámaras y el de las personas que, cada noche, se sentaban delante del televisor y la miraban a ella. La veían a ella.

Oyó a su espalda que un chico le preguntaba a Barbie si le dejaba tocarle un poco la silicona. Al público le encantaría. Jonna se subió las mangas con la intención de que las cicatrices quedaran a la vista. Era lo único que podía ofrecer.

—Oye, Martin, ¿puedo pasar un momento? Tenemos que hablar de un asunto.

—Claro, entra. Sólo estaba terminando unos informes. ¿De qué se trata? Pareces preocupado.

—Sí, bueno, es que no sé qué pensar de esto. Verás, el informe de la autopsia de Marit Kaspersen llegó esta mañana y, en fin, hay algo que me resulta muy extraño.

—¿El qué? —preguntó Martin inclinándose con interés manifiesto. Recordaba que Patrik había mencionado algo al respecto ya el día del accidente, pero, a decir verdad, lo había olvidado enseguida y Patrik tampoco había vuelto a mencionar nada desde entonces.

—Pues verás, Pedersen ha anotado todo lo que ha ido encontrando, y además he hablado con él por teléfono, pero la verdad es que no nos aclaramos.

—¡Cuenta! —La curiosidad de Martin iba en aumento.

—En primer lugar, Marit no murió a causa del accidente. Ya estaba muerta antes de que éste se produjera.

—¿Qué coño dices? ¿Cómo? ¿De qué? ¿Un infarto o algo así?

—No exactamente. —Patrik se rascaba la cabeza sin dejar de leer el informe—. Murió por intoxicación etílica. Tenía seis coma un miligramos por decilitro en sangre.

—¡Estás de broma! Joder, esa tasa de alcohol mataría a un caballo.

—Exacto. Según Pedersen, debió de beberse toda la botella de vodka en un tiempo récord.

—Ya, y sus familiares dicen que no probaba el alcohol.

—Justamente. Tampoco había en el cadáver indicios de que fuese consumidora de alcohol, lo que seguramente implica que no había desarrollado la menor tolerancia a su consumo, de modo que, según Pedersen, su reacción a la sobredosis debió de ser inmediata.

—O sea, que se pilló una buena curda, por alguna razón. Es muy trágico, pero, por desgracia, son cosas que pasan —observó Martin, algo desconcertado por la evidente preocupación de Patrik.

—Sí, eso parece. Pero resulta que Pedersen encontró una cosa que lo complica todo ligeramente. —Patrik cruzó las piernas y hojeó el informe en busca del párrafo en cuestión—. Aquí está. Intentaré traducirlo al lenguaje del profano, Pedersen lo escribe todo siempre de un modo tan hermético… Bueno, pues dice que Marit tenía un moratón extraño alrededor de la boca. Además, había indicios de lesiones en la boca y en la faringe.

—¿O sea? ¿Qué quieres decir?

—No lo sé —admitió Patrik con un suspiro—. No es suficiente para que Pedersen se pronuncie de forma definitiva. No puede afirmar con total seguridad que no se metiera entre pecho y espalda la botella entera, y que luego muriera de intoxicación etílica y se saliera de la carretera.

—Pero se supone que estaría aturdida por completo mucho antes. ¿Tenemos algún informe de conducción anormal en la noche del domingo?

—No, o al menos yo no lo he encontrado. Lo que hace que todo esto resulte un tanto extraño. Por otro lado, a esa hora no había mucho tráfico, así que quizá, sencillamente, tuvieron la suerte de no cruzarse con ella —dijo Patrik pensativo—. Pero Pedersen no encuentra explicación a las heridas encontradas en el interior y alrededor de la boca, de modo que considero que hay motivos para estudiar esto más de cerca. Puede que sea un caso normal y corriente de conducción bajo los efectos del alcohol, pero puede que no. ¿Qué opinas tú?

Martin reflexionó un instante.

—Sí, bueno, tú has tenido tus objeciones desde el principio. ¿Crees que Mellberg lo aceptará?

Patrik se quedó mirándolo sin decir nada y Martin se echó a reír.

—Todo depende de cómo se le exponga el asunto, ¿no?

—Desde luego que sí, todo depende de cómo se le exponga el asunto.

Patrik se rio también y se puso de pie. Luego volvió a adoptar una expresión grave.

—¿Crees que estoy cometiendo un error? ¿Que estoy haciendo una montaña de un grano de arena? Lo cierto es que Pedersen no encontró nada concreto que indicase que no fue un accidente. Pero, al mismo tiempo —dijo blandiendo el informe de la autopsia—, hay algo aquí que dispara una alarma en mi interior, aunque yo sea incapaz de… —Se pasó la mano por el pelo con desesperación.

—Hagamos lo siguiente —propuso Martin—. Empezaremos a preguntar aquí y allá e intentaremos recabar más información, a ver adónde nos conduce. Quizá así descubras a qué se debe el avispero que te zumba en la cabeza.

—Sí, tienes razón —admitió Patrik—. Mira, primero voy a hablar con Mellberg, pero sí, eso haremos, volveremos a interrogar a la pareja de Marit.

—Me parece bien —convino Martin reanudando su trabajo con los informes—. Pasa a buscarme cuando hayas terminado con Mellberg.

—Vale.

Patrik ya se marchaba cuando Martin lo llamó.

—Oye —dijo un tanto inseguro—. Llevo un tiempo pensando en preguntarte… ¿Cómo van las cosas por casa, con lo de tu cuñada y todo eso?

Patrik sonrió desde el umbral.

—Pues, la verdad, empezamos a recobrar la esperanza. Anna parece haber iniciado el ascenso desde el más profundo abismo. En buena medida, gracias a Dan.

—¿A Dan? —preguntó Martin sorprendido—. ¿El Dan de Erica?

Excuse me, ¿cómo que el Dan de Erica? Que sepas que en la actualidad es nuestro Dan.

—Sí, sí —rio Martin—. Bueno, pues vuestro Dan, pero ¿qué tiene que ver él con el asunto?

—Pues verás, el lunes pasado, Erica tuvo la brillante idea de pedirle que viniese a casa y hablase con Anna. Y funcionó. Y desde entonces, se ven, conversan y dan largos paseos, y parece que era exactamente lo que Anna necesitaba. En un par de días, se ha convertido en una persona completamente distinta. Los niños están encantados.

—¡Qué bien!

—Sí, nos alegramos muchísimo —dijo Patrik antes de dar una palmada en el dintel—. Oye, me voy a ver a Mellberg a ver si acabo con él cuanto antes. Luego seguimos hablando.

—De acuerdo —respondió Martin. Enseguida intentó centrarse de nuevo en los informes. Ésa era la otra parte de su profesión de la que le habría gustado librarse.

Los días se le hacían eternos. Se sentía como si el viernes y, con él, la cita para cenar, no fuese a llegar jamás. O bueno, la cita… Le resultaba extraño pensar en esos términos a su edad. En cualquier caso, sí que cenarían juntos. Cuando llamó a Rose-Marie, no tenía ningún plan, de modo que se sorprendió infinitamente cuando se oyó a sí mismo enunciar la propuesta de una cena en el restaurante Gestgifveriet. Y aún más iba a sorprenderse su cartera. Sencillamente, Mellberg no comprendía qué le estaba pasando. Para empezar, no era lógico que se le hubiese ocurrido siquiera la idea de ir a comer a un lugar tan caro como el restaurante Gestgifveriet de Tanum, y mucho menos comprometerse a pagar por dos, no, eso no era propio de él en absoluto. Y aun así, por sorprendente que pudiera parecer, el proyectado dispendio no lo alteraba demasiado. A decir verdad, debía admitir que incluso anhelaba que llegase el momento de poder invitar a Rose-Marie a una cena lujosa de verdad y ver su cara al otro lado de la mesa bajo el resplandor de las velas mientras les servían todo tipo de exquisiteces.

Mellberg meneó la cabeza contrariado con tal vehemencia que el nido de pelo postizo se le escurrió hacia la oreja. Desde luego, no se comprendía a sí mismo. ¿Estaría enfermo? Se colocó de nuevo el peluquín sobre la calva y se tocó la frente con la mano, pero no, no había indicios de fiebre. En cualquier caso, aquello era preocupante, se sentía extraño. ¿Le ayudaría un aporte adicional de glucosa?

Su mano iba ya camino de las bolas de coco que guardaba en el último cajón cuando oyó unos golpecitos en la puerta.

—¿Sí? —preguntó irritado.

Patrik se asomó a la puerta.

—Perdón, ¿molesto?

—No, qué va —mintió Mellberg exhalando para sí un suspiro tras una última mirada añorante al cajón—. Entra.

Aguardó hasta que Patrik se hubo sentado. Como de costumbre, Mellberg experimentó una mezcla de sentimientos encontrados ante aquel comisario demasiado joven a sus ojos. En realidad, prefería no tomar nota de que, de hecho, Patrik rondaba ya los cuarenta años. En su favor contaba el hecho de la sensatez con que había actuado en las investigaciones de asesinato llevadas a cabo durante los últimos años. Su excelente trabajo había proporcionado a Mellberg metros y metros de columnas en la prensa. En su contra, en cambio, figuraba el hecho de que Mellberg tuviese siempre la sensación de que Patrik se consideraba superior a él. No era una actitud expresa, pues Patrik se comportaba con el respeto que se exigía a un subordinado; era más bien una sensación personal. En fin, mientras Hedström hiciera su trabajo tan bien que Mellberg quedase ante los medios de comunicación como el jefe competente que de hecho era, lo toleraría. Pero sin dejar de observarlo, desde luego.

—Pues, verás, ya tenemos el informe forense del accidente del lunes pasado.

—¿Ajá? —respondió Mellberg con tedio manifiesto. Los accidentes de tráfico eran un incidente rutinario.

—Pues sí… Y parece que hay algún que otro aspecto poco claro.

—¿Poco claro? —Aquella expresión despertó el interés de Mellberg.

—Sí —aseguró Patrik mirando los documentos igual que hacía un momento en el despacho de Martin—. La víctima presenta una serie de lesiones que no pueden atribuirse al accidente en sí. Además, resulta que Marit ya estaba muerta antes de estrellarse con el coche. Intoxicación etílica. Tenía una tasa de alcohol de seis coma uno.

—¿Seis coma uno? Estás de broma, ¿no?

—Por desgracia, no es ninguna broma.

—Y ¿en qué consisten esas lesiones? —preguntó Mellberg inclinándose.

Patrik dudó un instante.

—Tiene heridas en el interior de la boca y alrededor.

—Alrededor de la boca —repitió Mellberg con escepticismo.

—Así es —insistió Patrik a la defensiva—. Sé que no es mucho, pero, teniendo en cuenta que todo el mundo coincide en afirmar que Marit no probaba el alcohol, y lo desproporcionado de la tasa que arroja el análisis, a mí me resulta turbio.

—¿Turbio? ¿Estás pidiendo que pongamos en marcha una investigación sólo porque a ti te parece turbio? —Mellberg enarcó una ceja y se quedó observando a Patrik. Aquello no acababa de gustarle. Le parecía un argumento demasiado flojo, demasiado poco definido. Por otro lado, Patrik había tenido siempre razón en sus presentimientos, de modo que quizá debería dejarlo hacer. Reflexionó un instante mientras Patrik lo observaba expectante—. Vale —dijo al fin—. Dedícale unas horas. Si encontráis algún detalle, porque me figuro que meterás en esto a Molin, que indique que hubo algo fuera de lo normal, continuad. Pero si no dais con nada decisivo de inmediato, no quiero que perdáis un minuto más con este asunto. ¿Vale?

—Vale —dijo Patrik, visiblemente aliviado.

—Pues hala, lárgate y a trabajar —lo instó Mellberg despachándolo con un gesto de la mano derecha. La izquierda iba ya camino del último cajón del escritorio.

Sofie cruzó la puerta despacio.

—¿Hola? Kerstin, ¿estás en casa?

El silencio reinaba en el piso. Lo había comprobado, Kerstin no estaba en el trabajo, en la tienda Extra Film, sino que había solicitado la baja por enfermedad. No era de extrañar, a Sofie le habían concedido ausentarse unos días del instituto, teniendo en cuenta las circunstancias. Pero ¿dónde se habría metido Kerstin? Sofie recorrió el apartamento. De repente, no pudo reprimir las lágrimas, el llanto la sacudió como una ola gigante. Soltó la mochila y se sentó en la alfombra de la sala de estar. Cerró los ojos, a fin de aislarse de todas las impresiones sensoriales que la invadieron. Había recuerdos de Marit por todas partes. Las cortinas, que ella había cosido; el cuadro que compraron cuando Marit se mudó al piso, los cojines que Sofie nunca mullía después de haber pasado varias horas tumbada encima, algo por lo que Marit siempre protestaba… Todos aquellos elementos triviales, cotidianos, lamentables, de un entorno que ahora resonaba a causa del vacío. Sofie se irritaba con ella, le gritaba y se enojaba porque le exigía cosas y le imponía reglas. Sin embargo, al mismo tiempo, aquello la reconfortaba. Después de tantas peleas y disputas, Sofie anhelaba estabilidad y normas concretas. Y, ante todo, pese a la actitud rebelde, a que su adolescencia la obligaba, siempre la tranquilizó la certeza de que ella estaba ahí. Su madre. Marit. Ahora sólo le quedaba su padre.

Sintió una mano en el hombro y dio un respingo. Se dio la vuelta.

—¿Kerstin? ¿Estabas en casa?

—Sí, estaba durmiendo —respondió Kerstin mientras se ponía en cuclillas al lado de Sofie—. ¿Cómo estás?

—¡Oh, Kerstin! —exclamó Sofie sin más mientras hundía la cara en su hombro. Kerstin la abrazó torpemente. No estaban acostumbradas a tener tanto contacto físico. Sofie ya había pasado la edad infantil de los abrazos cuando Marit se mudó a vivir con ella. Sin embargo, pronto dejó de sentirse incómoda. Sofie inspiró ansiosa el aroma del jersey de Kerstin, uno de los favoritos de su madre, que aún conservaba su perfume. El olor reavivó su llanto. Sofie sintió que le moqueaba a Kerstin en el hombro, y se apartó.

—Lo siento, te estoy llenando de mocos.

—No pasa nada —le respondió Kerstin secándole las lágrimas con los pulgares—. Puedes sonarte en este jersey todo lo que quieras. Es… Es de tu madre.

—Lo sé —respondió Sofie riendo—. Y me habría matado si hubiera visto que lo he manchado de rímel.

—La lana de cordero no puede lavarse a más de treinta grados —recitaron las dos al mismo tiempo antes de romper a reír al unísono.

—Ven, vamos a sentarnos en la cocina —propuso Kerstin y le ayudó a levantarse. Entonces Sofie se dio cuenta de que tenía el rostro apagado, mucho más pálido que de costumbre.

—Y tú, ¿cómo estás tú? —preguntó Sofie preocupada. Kerstin siempre había sido una persona tan… serena. La llenó de temor verla temblar mientras ponía agua en la cacerola.

—Bueno, más o menos —respondió Kerstin sin poder contener el llanto que inundaba sus ojos. Había llorado tanto los últimos días que le sorprendía que aún le quedasen lágrimas que verter. Se decidió y tomó impulso, antes de decir—: Verás, Sofie, tu madre y yo… Hay algo que…

Se interrumpió sin saber cómo continuar. Sin saber si debía continuar. De repente vio con sorpresa que Sofie rompía a reír.

—Por favor, Kerstin, espero que no vayas a contarme lo de mi madre y tú como si fuera una novedad.

—¿Cómo que lo de tu madre y yo? —preguntó Kerstin con cautela.

—Pues que estabais juntas y eso. Por favor, ¿a quién crees que engañabais? —Sofie volvió a reír—. Menuda pantomima representabais a todas horas. Mi madre cambiando sus cosas de habitación según yo estuviese o no aquí y dándoos la mano a escondidas, cuando creíais que no os veía. ¡Qué absurdo, por Dios! Vamos, si ahora todo el mundo es homo o bi. Es supermoderno.

Kerstin la miraba perpleja.

—Pero, si lo sabías, ¿por qué no dijiste nada?

—Porque era divertido veros haciendo teatro. De lo más entretenido, vaya.

—¡Mocosa listilla! —exclamó Kerstin riendo de corazón. Después del dolor y el llanto de los últimos días, la risa estalló en la cocina como un eco liberador—. Que sepas que Marit te habría retorcido el cuello si hubiera sabido que lo sabías y que hacías como si nada.

—Sí, seguro que sí —dijo Sofie riendo también—. Tendríais que haberos visto escabulléndoos hacia la cocina para besaros. Y pensar que trasladabais las cosas en cuanto yo me iba a casa de mi padre. ¿No entiendes que era una farsa?

—Sí, claro que lo entiendo, lo entiendo perfectamente, pero eso era lo que quería Marit.

Kerstin se puso seria de repente. El agua empezó a burbujear y lo aprovechó como excusa para levantarse y volverse de espaldas a Sofie. Sacó dos tazas, puso dos bolsitas de té y vertió el agua hirviendo.

—Hay que esperar a que el agua se enfríe un poco —dijo Sofie, y Kerstin se vio obligada a reír de nuevo.

—Estaba pensando en lo mismo. Tu madre nos enseñó bien a las dos.

Sofie sonrió.

—Sí, creo que sí. Aunque seguro que habría deseado enseñarme mejor aún. —Su sonrisa dejaba traslucir la tristeza y se extinguió del todo al pensar en todas las promesas y en todas las expectativas que ya no tendría oportunidad de cumplir.

—Oye, ¿sabes? Marit estaba tan orgullosa de ti… —observó Kerstin acercándole una taza—. Tendrías que haber oído cómo alardeaba. Incluso después de haber tenido alguna discusión fuerte contigo, decía: «¡Vaya desparpajo que tiene esa mocosa!».

—¿Seguro? ¿Podrías jurarlo? ¿Estaba orgullosa de mí? Con el incordio que he sido…

—¡Qué va! Marit era consciente de que estabas haciendo tu trabajo. Y tu trabajo consistía en desligarte de ella. Y… —se interrumpió algo insegura—. Y sobre todo teniendo en cuenta todo lo que había pasado entre ella y tu padre, atribuía aún más importancia al hecho de que supieras mantener tus opiniones. —Kerstin bebió un sorbo de té y casi se quemó la lengua. Tendría que dejar que se enfriase un poco—. Eso la llenaba de preocupación, ¿sabes? Que la separación y todo lo que pasó después te hubiese… marcado de algún modo. Y sobre todo temía que no comprendieses por qué tuvo que separarse. Lo hizo por ella misma, pero también por ti, y en la misma medida.

—Sí, bueno, al principio no lo entendía, pero ahora que soy mayor, ya lo comprendo.

—Ya, ahora que tienes nada menos que quince años, ¿no? —le preguntó Kerstin irónica—. Es a los quince cuando te dan el manual que contiene todas las respuestas sobre la vida, el infinito y la eternidad, ¿no? ¿Podrías prestármelo alguna vez?

—¡Anda ya! —respondió Sofie con una sonrisa—. No me refería a eso. Quiero decir que había empezado a ver a mis padres como personas, más que como «mamá y papá», vamos. Y tampoco veo ya a mi padre como un héroe —añadió Sofie apenada.

Por un instante, Kerstin sopesó la posibilidad de contarle a Sofie todo lo demás, todo aquello de lo que habían intentado protegerla. Pero la tentación pasó como había llegado.

De modo que siguieron tomando té y hablando de Marit. Riendo y llorando pero, sobre todo, recordando a aquella mujer a la que ambas habían amado, cada una a su manera.

—¡Hooola, chicas! ¿Qué os pongo? ¿Qué venís buscando? ¿La baguette de Uffe?

Las risitas entusiastas de las chicas que habían entrado en grupo en la panadería indicaron que el chistecito había surtido el efecto deseado, lo cual animó a Uffe a abundar en el tema; de modo que cogió una barra de la cesta e intentó sugerir lo que podía ofrecerles meneándola en el aire a la altura de las caderas. Las risas dieron paso a un coro de grititos, mezcla de pavor y alegría, con lo que Uffe empezó a dar vueltas haciendo malabares a su alrededor.

Mehmet lanzó un suspiro. Joder, con el pesado de Uffe. Desde luego que tuvo mala suerte cuando le tocó trabajar con él en la panadería. Por lo demás, no era mal sitio para estar. A él le encantaba cocinar y estaba entusiasmado con la idea de aprender más sobre repostería, pero era incapaz de imaginar siquiera cómo iba a aguantar al imbécil de Uffe durante cinco semanas enteras.

—Oye, Mehmet, ¿no vas a enseñarles tu baguette? Yo creo que a las chicas les encantaría ver una buena baguette de negro.

—Joder. Déjame en paz —respondió Mehmet, que siguió colocando los rollitos de mazapán al lado de una bandeja de galletas.

—¿Qué pasa? Si tú eres un ligón, hombre. Y seguro que aquí ni siquiera habían visto a un negro antes. ¿O sí, chicas? ¿Habíais visto alguna vez a un negro? —Uffe señalaba a Mehmet con gesto histriónico, como si lo estuviese presentando desde un escenario.

Mehmet empezaba a enojarse. Más que verlas, sintió que las cámaras que había en el techo giraban para enfocarlo. Aguardando, anhelando y ansiando su reacción. Cualquier matiz, por mínimo que fuera, llegaría en directo a la sala de estar de la gente, y cero reacciones y cero sentimientos era tanto como decir cero espectadores. Él lo sabía, conocía el juego, después de haber llegado a la final en La granja. Y, aun así, era como si lo hubiese olvidado, como si hubiese querido olvidarlo. Entonces, ¿por qué aceptó ir a Tanum? Aunque, al mismo tiempo, era consciente de que para él constituía una vía de escape. Durante cinco semanas podría vivir en una especie de taller protegido. Una burbuja en el tiempo. Sin responsabilidad, sin más exigencias que estar ahí, reaccionar. Nada de currar como un loco en cualquier trabajo de mierda para ganar lo suficiente para pagar el alquiler del apartamento cochambroso en el que vivía. Nada de esa cotidianidad que le robaba uno tras otro los días de su vida sin que ocurriese nada de particular. Y nada de decepciones cuando no cumplía las expectativas. De eso era de lo que huía principalmente. De la decepción que reflejaban los ojos de sus padres. Esperaban tanto de él. Estudiar, estudiar, estudiar, le habían repetido hasta la náusea desde que era pequeño. «Mehmet, tienes que estudiar y sacarte un título. Tienes que aprovechar la oportunidad que te brinda este magnífico país. En Suecia puede estudiar todo el mundo. Tienes que estudiar». Su padre se lo había repetido hasta la saciedad, desde que Mehmet era pequeño. Y lo había intentado. Con todas sus fuerzas. Pero resultaba que no se le daban bien los estudios. Las letras y los números se resistían a permanecer en su cabeza. Aun así, él tenía que ser médico. O ingeniero. O, en el peor de los casos, licenciado en económicas. Eso era lo que sus padres esperaban sin abrigar la menor duda, porque en Suecia se le brindaba la oportunidad. En cierto modo, sus padres se salieron con la suya. Sus cuatro hermanas mayores abarcaban esas tres carreras: dos eran médicos, una era abogado y la tercera había estudiado Economía. Él era el menor y, de algún modo, había logrado convertirse en la oveja negra de la familia. Ni La granja ni Fucking Tanum habían incrementado el valor de sus acciones en la familia lo más mínimo. Y no es que él lo esperase: sus padres nunca mencionaron que emborracharse ante las cámaras fuese una alternativa aceptable a la carrera de Medicina.

—¡Que la enseñe! ¡Que la enseñe! —continuó Uffe, intentando que se le uniese el público adolescente. Mehmet sintió que estallaba de rabia. Dejó lo que estaba haciendo y se encaminó hacia Uffe.

—¡Déjalo ya, Uffe! —le dijo Simon, que apareció de la trastienda de la panadería con una gran bandeja de bollos recién horneados. Uffe lo miró desafiante y, por un instante, sopesó si obedecer o no. Simon le entregó la bandeja—. Toma, anda, mejor dales a las chicas un bollo recién hecho.

Uffe vaciló un minuto aún, pero terminó por coger la bandeja. La arruga que dibujaron sus labios indicaba que las manos de Uffe no estaban tan habituadas como las de Simon a manejar bandejas calientes, pero no le quedó más remedio que aguantarse y ofrecerles los bollos a las chicas.

—Bueno, ya lo habéis oído. Venga, que os invito a unos bollos. ¿No me vais a dar las gracias con un beso?

Simon hizo un gesto de resignación en dirección a Mehmet, que le sonrió con gratitud. Simon le gustaba. Era el propietario del horno y la panadería, y congeniaron desde el primer día. Simon tenía algo diferente, algo que hacía que se entendieran sólo con mirarse. Una pasada, la verdad.

Mehmet se quedó un buen rato mirando a Simon mientras éste regresaba a su masa y a sus dulces.

Las ramas en flor que veía por la ventana despertaron en Gösta un doloroso anhelo. Cada capullo llevaba consigo la promesa de los dieciocho hoyos y su Big Bertha. Pronto, nada podría separar a un hombre de sus palos de golf.

—¿Has logrado pasar del quinto hoyo? —preguntó la voz de una mujer desde la puerta. Lleno de remordimientos, Gösta se apresuró a apagar el juego del ordenador. Vaya mierda. Solía oír cuándo alguien se acercaba por el pasillo. Siempre estaba en alerta máxima cuando se ponía a jugar, lo que, por desgracia, a veces afectaba sensiblemente a su capacidad de concentración.

—Bueno… es que estaba tomándome un descanso —balbució Gösta algo turbado. Sabía que el resto de sus colegas no tenían una fe excesiva en su capacidad de trabajo, pero Hanna le gustaba y esperaba contar con su confianza, al menos durante un breve período.

—¡Bah, no pasa nada! —exclamó Hanna al tiempo que se sentaba a su lado. A mí me encanta jugar al golf en el ordenador. Y a Lars, mi marido, también. A veces nos disputamos la pantalla. Pero el quinto hoyo es complicado. ¿Tú lo has conseguido alguna vez? Si no, puedo enseñarte el truco. Me llevó muchas horas dar con la solución.

Sin esperar respuesta, Hanna acercó la silla. Gösta apenas creía lo que oía, pero abrió el juego otra vez y le dijo solemnemente:

—Llevo desde la semana pasada luchando con el número cinco, pero, haga lo que haga, la bola se desvía o hacia la derecha o hacia la izquierda. ¡No entiendo qué es lo que hago mal!

—Verás, te lo voy a explicar —le dijo Hanna quitándole el ratón de las manos. Su compañera fue avanzando hasta el lugar adecuado, hizo unas maniobras en el ordenador y… la bola salió disparada y cayó en el green en una posición perfecta para que él pudiera meterla en el hoyo al siguiente golpe.

—¡Guau! ¿Eso era lo que había que hacer? ¡Gracias! —Gösta estaba impresionado. Hacía muchos años que sus ojos no tenían aquel brillo.

—Pues sí. Pero no vayas a creer que esto es un juego de niños —respondió Hanna entre risas mientras apartaba la silla y se alejaba un poco de la del colega.

—¿Tu marido y tú jugáis al golf? —preguntó Gösta con renovado entusiasmo—. Porque, en ese caso, quizá podríamos jugar alguna partida algo más adelante.

—No, por desgracia, no jugamos —admitió Hanna con una expresión de disculpa que le resultó simpática.

En opinión de Gösta, el hecho de que el golf no le gustase a todo el mundo en la misma medida que a él constituía uno de los grandes misterios de la vida.

—Hemos pensado en empezar a jugar, sólo que no encontramos el momento —añadió Hanna encogiéndose de hombros.

A Gösta le agradaba cada vez más su nueva colega. Y no podía por menos de admitir que, como Mellberg, también había visto con cierto escepticismo que la nueva colega fuese del sexo contrario. Había algo en la combinación de pechos y uniforme policial que le resultaba…, bueno, un tanto extraño, como mínimo. Pero Hanna Kruse desterró todos sus prejuicios. Parecía lista, y Gösta esperaba que Mellberg también lo advirtiese y no le hiciese la vida demasiado imposible.

—¿A qué se dedica tu marido? —preguntó Gösta con curiosidad—. ¿Ha conseguido encontrar trabajo aquí?

—Sí y no —respondió Hanna al tiempo que retiraba una pelusa invisible de la camisa del uniforme—. La verdad es que al menos ha tenido la suerte de encontrar un trabajo temporal. Luego ya veremos qué pasa.

Gösta enarcó una ceja con gesto inquisitivo. Hanna se echó a reír.

—Sí, bueno, es que es psicólogo. Y va a trabajar con los participantes del programa mientras se está grabando. O sea, en el programa Fucking Tanum.

Gösta meneó la cabeza.

—Uno ya es demasiado viejo para comprender cuál podría ser la utilidad de semejante espectáculo. Cabalgar bajo la manta y andar haciendo eses y hacer el ridículo delante de toda Suecia. Y, además, de forma voluntaria. No, yo esas cosas no las entiendo. En mi época, uno encontraba un buen entretenimiento en el programa Hylands hörna y en las representaciones teatrales de Nils Poppe. Un poco más decente, por así decirlo.

—¿Nils qué? —preguntó Hanna.

Gösta dejó escapar un suspiro y, con cara de abatimiento, le explicó:

—Nils Poppe. Dirigía representaciones teatrales de verano que… —Al ver que Hanna se reía, guardó silencio.

—Gösta… Sé quién es Nils Poppe. Y Lennart Hyland. No tienes que sentirte tan ofendido.

—Vaya, oye, qué graciosa —dijo Gösta—. De repente me he sentido como si tuviera cien años. Una pura reliquia.

—Gösta, tú estás tan lejos de ser una reliquia como pueda uno imaginarse —aseguró Hanna—. Sigue jugando ahora que sabes cómo pasar el quinto. Creo que puedes concederte un rato de tranquilidad.

Gösta le dedicó una sonrisa cálida y llena de gratitud. ¡Qué mujer! Acto seguido, pasó a intentar dominar el hoyo seis. Un par de hoyos o tres. Eso no era nada.

—Erica, ¿has hablado del menú con el hotel? ¿Cuándo iremos a probarlo?

Anna se balanceaba con Maja en el regazo y miró apremiante a Erica.

—¡Mierda! Se me ha olvidado —confesó Erica con una palmada en la frente.

—¿Y el vestido? ¿O es que has pensado casarte en chándal? Y Patrik, con el traje de la graduación del instituto, ¿no? En ese caso, habría que ponerle unos añadidos en los costados. Y una goma elástica entre los botones y los ojales de la chaqueta. —Anna soltó una carcajada.

—Ja, ja, muy graciosa —respondió Erica, incapaz, pese a todo, de no alegrarse al ver a su hermana bromeando. Anna parecía otra persona. Hablaba, reía, comía con apetito y, bueno, hasta se metía con su hermana mayor—. Sí, ya lo sé, lo que no sé es de dónde sacar tiempo para hacer todo eso.

—Oye, tienes delante a la canguro número uno de Fjällbacka. Quiero decir que Emma y Adrian pasan las mañanas en la guardería y yo puedo quedarme con esta señorita, así que aprovecha.

—Vaya… Tienes razón —admitió Erica sintiéndose un tanto ridícula—. La verdad, no había pensado que… —Erica guardó silencio.

—No tienes por qué sentirte ridícula. Lo entiendo. Durante un tiempo no has podido contar conmigo, pero ahora he vuelto al partido. El balón está en el campo. He dejado de martirizarme.

—Bueno, sé de una persona que, últimamente, ha pasado demasiado tiempo con Dan, tengo entendido —observó Erica entre risas, y se dio cuenta de que Anna esperaba que hiciera un comentario al respecto. También ella había andado algo crispada los últimos meses, estresada y nerviosa, y ahora pensó que podría empezar a relajarse… de no ser por el hecho de que, con creciente horror, veía acercarse la fecha de la boda. Ya sólo faltaban seis semanas. Y ella y Patrik llevaban un retraso tremendo con la planificación.

—Hagamos una cosa —propuso Anna dejando a Maja en el suelo—. Escribiremos una lista de lo que hay que hacer. Y luego nos repartimos las tareas entre tú, Patrik y yo. Quizá Kristina también pueda echar una mano, ¿no?

Anna miraba a Erica inquisitiva, pero, al ver la expresión de horror de su hermana, añadió:

—O no, mejor no.

—No, ¡por Dios! Dejemos a mi suegra al margen, en la medida de lo posible. Si ella pudiera intervenir, organizaría esta boda como si fuera su fiesta particular. Si supieras la de sugerencias con las que ya nos ha venido «con la mejor de las intenciones», como se empeña en añadir siempre. ¿Sabes lo que dijo cuando le contamos lo de la boda?

—No, cuenta —respondió Anna llena de curiosidad.

—Ni siquiera empezó diciendo «¡Qué bien! ¡Enhorabuena!», ni nada parecido, sino que nos soltó cinco razones por las que este matrimonio era un error.

—¡Maravilloso! —Rio Anna—. Típico de Kristina. Y dime, ¿cuáles eran esas razones?

Erica se acercó a coger a Maja que, muy decidida, había empezado a trepar por la escalera. Aún no habían comprado una barrera.

—Pues verás. En primer lugar, era demasiado pronto celebrar la boda para Pentecostés. Según ella, necesitaríamos un año por lo menos para prepararla. Además, no le gusta que queramos tener una ceremonia discreta, con un máximo de sesenta invitados, porque entonces no podrían venir ni la tía Agda, ni la tía Berta, ni la tía Rut, o como se llamen todas ellas. Y ten en cuenta que no son tías de Patrik, sino tías de Kristina… a las que Patrik vio una vez cuando tenía cinco años, o algo así.

Anna reía de tan buena gana que le dolía la barriga. Maja las miraba alternativamente, como preguntándose qué sería aquello tan divertido que tanto las hacía reír. Y, seguramente, eso era lo que estaba pensando la pequeña. Pero luego pareció considerar que el motivo no era tan importante y se echó a reír ella también con todas sus ganas.

—Bueno, llevas dos razones. ¿Qué más? —preguntó Anna.

—Sí, luego empezó a discutir la distribución de las mesas y a preocuparse por si íbamos a sentar a Bittan muy cerca de nuestro sitio, porque Bittan, decía, no podía estar de ninguna manera en la mesa presidencial. De hecho, no veía la necesidad de que la invitásemos porque, después de todo, los padres de Patrik son ella y Lars, y los conocidos ocasionales no deberían tener prioridad en una lista de invitados tan reducida.

Anna reía tumbada en el suelo. Sin resuello y entre hipidos, le dijo:

—¿Con lo de «conocidos ocasionales» se refería a la pareja que Lars ha tenido desde hace más de veinte años?

—Exacto —respondió Erica, secándose las lágrimas, porque lloraba de risa—. La queja número cuatro era que yo me negaba a llevar su vestido de novia.

—Pero ¿habíais mencionado antes su vestido de novia? —La interrumpió Anna, que la miraba con los ojos como platos.

—Ni siquiera llegamos a hablar de su vestido… Pero lo vi en las fotografías de la boda de Lars y Kristina y, teniendo en cuenta que es un vestido de los años sesenta, que parece tejido a ganchillo y que termina justo debajo del trasero, ya podía haberse imaginado que no me interesaría llevarlo. Tan poco como Patrik querría dejarse las pobladas patillas y la abundante barba que su padre luce en la misma foto.

—Esa mujer está como una cabra —sentenció Anna, que ya había pasado de la risa a la estupefacción.

—Y… la razón número cinco, tararará tara… —intervino Erica imitando un toque de trompeta—. La número cinco es que exigía que su sobrino, el primo de Patrik, se encargase de amenizar la fiesta.

—¿Ajá? Y ¿cuál es el problema? —preguntó Anna un tanto sorprendida.

Erica hizo una pausa teatral, antes de explicar:

—Su sobrino toca la nyckelharpa.

—¡Anda ya! Estás de broma —respondió Anna, un tanto aterrada—. No hablarás en serio, ¿verdad? —Volvió a reír—. ¡Dios santo, me lo imagino! Una gran boda con todas las tías de Kristina apoyadas en sus andadores, tú con un vestido minifaldero de ganchillo, Patrik con patillas largas y el traje de su graduación y, lo último, aunque no menos importante, la nyckelharpa, instrumento imprescindible en cualquier fiesta. ¡Dios, qué guay! Pagaría cualquier cosa por presenciarlo.

—Sí, tú ríete —la recriminó Erica con una sonrisa—. Pero, tal y como están las cosas, no habrá boda, con el retraso que llevamos con los preparativos.

—Pues nada —replicó Anna resuelta mientras se sentaba a la mesa, lápiz y papel en mano—. Hagamos una lista ahora mismo, y nos ponemos manos a la obra. Y que no se crea Patrik que va a librarse. Tú no eres la única que se casa, ¿no? Os casáis los dos.

—Sí, claro, nos casamos los dos —respondió Erica, un tanto escéptica, pues no creía fácil sacar a Patrik de la confusión de que, en los preparativos de aquella boda, Erica era tanto directora de proyecto como soldado de a pie. De hecho, Patrik parecía creer que, una vez se hubo declarado, habían concluido sus obligaciones de tipo práctico y que, a partir de ahí, lo único que le quedaba por hacer era no llegar tarde a la iglesia.

—Veamos: buscar un grupo que toque en la fiesta. Esto… será cosa de Patrik —aseguró Anna encantada. Erica enarcó una ceja con expresión incrédula.

Anna no se dejó distraer por ello y continuó con su lista.

—Buscar un frac para el novio. Esto… lo hará Patrik —Anna estaba muy concentrada en su tarea, y Erica, encantada de no tener que llevar las riendas por una vez.

»Pedir hora para la degustación del menú… lo hará Patrik.

—Oye, no creo que funcione… —comenzó Erica, pero Anna fingió no oírla siquiera.

—El vestido de novia… Sí, bueno, esto es cosa tuya, Erica, en lo del vestido has de poner algo de tu parte. ¿Qué te parece si mañana nos vamos las tres a Uddevalla, a ver qué tienen?

—Sí… —respondió Erica vacilante. Lo último que le apetecía en aquellos momentos era ir a probarse ropa. Los kilos de más que había acumulado durante el embarazo de Maja seguían ahí como una montaña inamovible, junto con los otros kilos que había ido añadiendo durante los últimos meses, pues, debido al estrés, no había tenido tiempo de reparar siquiera en lo que comía. Se detuvo mientras se llevaba a la boca el bollo que tenía en la mano y volvió a dejarlo en el plato. Anna dejó la lista y la miró.

—¿Sabes? Si dejas de comer hidratos de carbono desde hoy hasta el día de la boda, perderás los kilos a toda velocidad.

—Anda ya, yo nunca he perdido kilos a ninguna velocidad digna de mención —respondió Erica con amargura. Una cosa era pensar una misma que le sobraban unos kilos y otra muy distinta que alguien te lo dijera. Pero, claro, Anna tenía razón. Algo debía hacer si quería verse guapa el día de su boda—. Vale, lo intentaremos —dijo a regañadientes—. Nada de bollos ni galletas ni golosinas, me olvidaré del pan y de la pasta de harina blanca y de todas esas cosas.

—Muy bien, pero, en cualquier caso, has de ir a buscar un vestido ya. Luego, si es necesario, pueden meterle un poco las costuras.

—Me lo creeré cuando lo vea —replicó Erica con voz apagada—. Pero tienes razón, podemos ir a Uddevalla mañana, en cuanto hayamos dejado a Emma y a Adrian en la guardería. Y ya veremos. Si no, tendré que casarme en chándal —dijo observándose con pesadumbre—. Bien, ¿y qué más? —preguntó suspirando y señalando con la cabeza la lista de Anna que, entusiasmada, seguía anotando y distribuyendo tareas a diestro y siniestro. Erica experimentó de pronto un cansancio indecible. Aquello no saldría bien, de ninguna manera.

Cruzaron la calle sin prisa. Hacía tan sólo cuatro días que Patrik y Martin recorrieron el mismo camino y no estaban muy seguros de lo que iban a encontrarse. Hacía cuatro días que Kerstin conocía la noticia de la muerte de su pareja. Cuatro días eternos, seguramente.

Patrik le dirigió a Martin una mirada inquisitiva antes de llamar al timbre. Como si se hubieran puesto de acuerdo, ambos exhalaron un hondo suspiro con el que dejaron escapar parte de la tensión acumulada. En cierto modo, consideraban que era muy egoísta sentirse atormentado por visitar a personas que habían perdido a un ser querido; que era puro egoísmo sentir el menor malestar, cuando para ellos era mucho más fácil que para quienes se hallaban en pleno luto por la pérdida de un familiar. Claro que el malestar se debía a su miedo a decir una inconveniencia, a dar un mal paso que empeorase la situación, pese a que la lógica les decía que nada de lo que ellos pudiesen hacer agravaría un dolor que siempre resultaba invicto, imposible de asimilar.

Oyeron unos pasos acercándose por el pasillo y, al cabo de un instante, se abrió la puerta, pero al otro lado no estaba Kerstin, tal y como esperaban, sino Sofie.

—Hola —les dijo la muchacha con un hilo de voz y con la cara marcada por el llanto de varios días. La joven no se movió, de modo que Patrik se aclaró la garganta para tomar la palabra.

—Hola, Sofie. —Guardó silencio un instante, pero añadió enseguida—: Supongo que te acordarás de nosotros, Patrik Hedström y Martin Molin. —Miró a Martin y volvió a dirigirse a Sofie—. ¿Está en casa… Kerstin? Tendríamos que hablar con ella unos minutos.

Sofie se hizo a un lado, entró en el piso y llamó a Kerstin mientras Patrik y Martin aguardaban en el vestíbulo.

—¡Kerstin! Ha venido la policía. Quieren hablar contigo.

Kerstin salió de una de las habitaciones. También ella tenía la cara hinchada y roja de tanto llorar. Se quedó en silencio a unos metros de donde se encontraban ellos y ni Patrik ni Martin sabían cómo abordar el tema. Finalmente, la mujer les dijo:

—¿Quieren entrar?

Ambos asintieron, se quitaron los zapatos y la siguieron hasta la cocina. Sofie parecía querer acompañarlos, pero quizá Kerstin intuyó que el tema que iban a tratar no era apropiado para ella, porque le hizo un gesto disuasorio y casi imperceptible. Sofie pareció dispuesta a ignorarlo, pero luego se encogió de hombros, se metió en su cuarto y cerró la puerta. Ya se lo harían saber en su momento; ahora Patrik y Martin querían hablar a solas con Kerstin.

Patrik fue derecho al grano y comenzó en cuanto se hubieron sentado.

—Verá, hemos encontrado una serie de… anomalías en torno al accidente de Marit.

—¿Anomalías? —repitió Kerstin mirando sin comprender a Patrik y a Martin alternativamente.

—Sí… —continuó Martin—. Existen ciertas… lesiones que probablemente no puedan atribuirse al accidente.

—¿Probablemente? —volvió a repetir Kerstin—. ¿No lo saben?

—No, aún no estamos seguros —confesó Patrik—. Sabremos más cuando el forense haya enviado el informe definitivo, pero por ahora tenemos los interrogantes suficientes como para hacerle algunas preguntas más. Queremos saber si existe algún motivo para creer que alguien hubiese querido hacerle daño a Marit.

Patrik vio que Kerstin se estremecía. Más que verlo, sintió que una idea cruzaba por su cabeza, una idea que la mujer desechó enseguida. Pero precisamente aquella idea era la que él debía abordar.

—Si sabe de alguien que pudiera querer causarle daño a Marit, debe contárnoslo. Al menos, para que podamos excluir a la persona en cuestión como sospechosa.

Patrik y Martin la observaban tensos. La mujer parecía estar debatiéndose en su interior y ambos guardaron silencio para darle tiempo a formular su respuesta.

—Bueno, durante un tiempo, recibimos unas cartas —respondió despacio y a disgusto.

—¿Cartas? —preguntó Martin lleno de curiosidad.

—Pues sí… —Kerstin hacía girar el anillo de oro que llevaba en el anular izquierdo—. Nos pasamos cuatro años recibiendo cartas.

—¿Cuál era el contenido de esas cartas?

—Amenazas, comentarios sucios, cosas sobre nuestra relación.

—Es decir, las remitía alguien que aludía a… —Patrik dudaba preguntándose en qué términos formular la pregunta—… a la naturaleza de la relación que ustedes mantenían.

—Sí —respondió Kerstin incómoda—. Alguien que sabía o sospechaba que éramos algo más que amigas y que… —Ahora le tocó a ella el turno de vacilar y de elegir los términos—… que lo «desaprobaba» —añadió al fin.

—¿En qué consistían las amenazas? ¿Eran graves? —Martin iba anotando cuanto decían. Verdaderamente, aquello no contradecía los indicios que indicaban que la muerte de Marit no había sido un accidente.

—Sí, eran muy graves. Decían que la gente como nosotras era repugnante, que éramos repugnantes para la naturaleza. Que la gente como nosotras merecía morir.

—¿Con qué frecuencia las recibían?

Kerstin hizo memoria. Seguía nerviosa, dándole vueltas al anillo una y otra vez.

—Puede que unas tres o cuatro al año. Unos años más, otros menos. No parecían seguir un patrón. Era más bien como si a la persona en cuestión le diera un arrebato de pronto, no sé si me entienden.

—¿Por qué no lo denunciaron nunca a la policía? —preguntó Martin levantando la vista del bloc de notas. Kerstin exhibió media sonrisa.

—Marit se negaba. Temía que eso empeorase las cosas. Que se armaría un gran escándalo y que nuestra… relación se haría pública.

—¿Y ella no quería? —preguntó Patrik justo antes de recordar que eso fue lo que, según les contó Kerstin, había provocado la disputa que hizo que Marit saliese aquella noche. La noche en la que nunca regresó.

—No, no quería —repitió Kerstin en tono monocorde—. Pero guardamos las cartas. Por si acaso. —Kerstin se levantó.

Patrik y Martin se miraron atónitos. Ni siquiera se les había ocurrido preguntárselo. Era más de lo que jamás se habrían atrevido a esperar. Quizá pudiesen encontrar pruebas físicas que los condujesen al remitente de aquellas misivas.

Kerstin volvió con un grueso fajo de cartas protegidas por una bolsa de plástico. Las esparció sobre la mesa, delante de Patrik y Martin. Temeroso de destruir las pruebas, más de lo que ya lo habían hecho las manos del cartero y de Kerstin y Marit, Patrik las empujó cuidadoso con un lápiz. Las cartas seguían en los sobres y, al pensar que quizá hallasen una prueba definitiva en el ADN de la saliva con la que el remitente pegó los sellos, sintió que se le aceleraba aún más el corazón.

—¿Podemos llevárnoslas? —preguntó Martin, también esperanzado al ver las cartas.

—Sí, claro, llévenselas —asintió Kerstin en tono cansino—. Llévenselas y quémenlas después.

—Pero, salvo las cartas, ¿no habían recibido ninguna otra amenaza?

Kerstin se había sentado de nuevo y era evidente que le costaba decidirse.

—No sé si… —añadió vacilante—. A veces llamaba alguien, pero cuando cogíamos el teléfono, la persona que llamaba no decía ni una palabra, sino que se quedaba en silencio hasta que colgábamos. Lo cierto es que intentamos averiguar el número, pero al parecer pertenecía a un móvil con tarjeta de prepago, así que no pudimos saber quién era el propietario.

—Y ¿cuándo fue la última vez que recibieron una de esas llamadas? —preguntó Martin expectante, con el bolígrafo preparado.

Kerstin hizo memoria.

—Pues… ¿cuándo sería? Hace dos semanas, más o menos —respondió sin dejar de girar el anillo en el dedo.

—Y, a excepción de las llamadas, ¿nada más? ¿Ninguna otra persona que hubiese querido hacerle daño a Marit? Por cierto, ¿cómo era la relación con su exmarido?

Kerstin se tomó su tiempo antes de contestar. Tras echar una ojeada al pasillo para asegurarse de que la puerta del dormitorio de Sofie seguía cerrada, dijo:

—Al principio era una tortura, bueno, lo fue durante bastante tiempo, la verdad. Pero este último año la cosa ha estado más tranquila.

—¿Puede explicarnos en qué sentido era una tortura? —Patrik preguntaba y Martin no dejaba de tomar notas.

—Se negaba a aceptar que Marit lo hubiese abandonado. Llevaban juntos desde la adolescencia y, bueno, según Marit, hacía muchos años que su relación no era buena, si alguna vez lo fue. A ella le sorprendió lo violentamente que reaccionó Ola cuando le confesó que quería irse de casa. Pero Ola… —Se detuvo dubitativa—. Ola es un hombre que necesita ejercer control. Todo ha de estar limpio y en orden, y el hecho de que Marit lo abandonase perturbaba ese orden. Yo creo que era más bien eso lo que lo irritaba, no el hecho de perderla.

—¿Llegó a agredirla físicamente?

—No —respondió Kerstin algo insegura. Una vez más, miró temerosa hacia la puerta de Sofie—. Aunque, claro, eso depende de qué entendamos por físicamente. Creo que nunca la golpeó, pero sí sé que le tiró del brazo en alguna ocasión y que le dio algún empujón y cosas así.

—Y ¿cómo lograron ponerse de acuerdo con respecto a Sofie?

—Sí, bueno, era uno de los temas sobre los que discutían sin cesar al principio. Marit se mudó conmigo enseguida y, aunque el tipo de relación que manteníamos no se conocía abiertamente, tenía sus sospechas. Y se mostraba totalmente en contra de que Sofie estuviera aquí. Intentaba sabotear el tiempo que pasaba con nosotras, venía a recogerla mucho antes de lo acordado y eso.

—Pero luego, la cosa se arregló, ¿no? —preguntó Martin.

—Sí, por suerte Marit no cedió un ápice en ese punto y, al final, Ola comprendió que no tenía nada que hacer. Lo amenazó con involucrar a las autoridades y entonces Ola terminó por rendirse. Pero nunca le gustó demasiado que Sofie viniese aquí.

—¿Y Marit le explicó alguna vez el tipo de relación que mantenían ustedes?

—No. —Kerstin meneó la cabeza con vehemencia—. ¡Era tan obstinada al respecto! Según decía, no le incumbía a nadie. Ni siquiera quería contárselo a Sofie. —Kerstin sonrió y meneó la cabeza, aunque más despacio, retardando el movimiento—. Pero Sofie es más lista de lo que creía Marit. Hoy mismo me ha contado que no se dejó engañar ni un segundo por nuestros intentos de escondernos. ¡Dios santo! Nos hemos pasado años cambiando las cosas de habitación e intentando besarnos discretamente en la cocina, como unas adolescentes.

Kerstin rompió a reír y Patrik se percató, admirado, de que su semblante parecía más dulce cuando reía. Luego volvió a adoptar una expresión grave.

—Pero, de todos modos, me cuesta creer que Ola tenga algo que ver con la muerte de Marit. Ya hacía tiempo que no discutían y… bueno, no sé. Sencillamente, no me parece verosímil.

—Y la persona que llamaba y les escribía, ¿no tiene ni idea de quién pudiera ser? ¿No habló ella de ningún cliente de la tienda que mostrase un comportamiento extraño o algo parecido?

Kerstin se esforzó por recordar durante unos minutos, pero terminó por negar despacio con la cabeza.

—No, la verdad es que no recuerdo a nadie. Quizá ustedes tengan más suerte —dijo señalando el montón de cartas.

—Sí, esperemos que así sea —asintió Patrik volviendo a guardar las cartas cuidadosamente en la bolsa. Él y Martin se levantaron—. Entonces, podemos llevarnos las cartas, ¿verdad?

—Sí, desde luego, no quiero volver a verlas nunca más.

Kerstin los acompañó hasta la puerta y les estrechó la mano al despedirse.

—¿Me avisarán cuando sepan algo definitivo sobre…? —Kerstin no terminó la pregunta. Patrik asintió.

—Sí, le prometo que la llamaré en cuanto sepamos algo más. Gracias por dedicarnos su tiempo en estos momentos tan… difíciles.

La mujer asintió sin más y cerró la puerta. Patrik miró la bolsa que llevaba en la mano.

—¿Qué te parece si enviamos hoy mismo un paquetito al laboratorio de criminalística? —le preguntó.

—Me parece una idea excelente —convino Martin, ya camino de la comisaría. Ahora, al menos, tenían por dónde empezar.

—Pues sí, tenemos grandes esperanzas en este proyecto. Empezáis a emitir el lunes, ¿no?

—Sí señor, entonces será el gran día —respondió Fredrik obsequiando a Erling con una amplia sonrisa.

Estaban en la gran sala del Consejo Municipal, en una pequeña sección con una mesa rodeada de sillones. Aquélla fue una de las primeras medidas de Erling, cambiar el aburrido mobiliario de las dependencias municipales por muebles de verdad, con clase y de calidad. No le había costado el menor trabajo colar aquella factura en la contabilidad. ¿Acaso no iban a poder comprar mobiliario de oficina?

La piel del sillón rechinó un poco cuando Fredrik cambió de postura, antes de continuar:

—Estamos muy satisfechos con las grabaciones que hemos hecho hasta ahora. Bueno, no puede decirse que haya mucha acción, pero es buen material para presentar a los participantes, para marcar el tono, vamos. Luego ya es cosa nuestra conseguir que surjan desavenencias, a ver si recibimos críticas como es debido. Creo que mañana por la tarde se celebra aquí una fiesta o algo así, puede ser un buen escenario en el que empezar. O mucho me equivoco, o los participantes animarán el ambiente de lo lindo.

—Sí, bueno, nosotros queremos que Tanum suene en los medios tanto como sonaron Amal y Töreboda. —Erling daba caladas a su cigarro sin dejar de observar al productor a través de la cortina de humo—. ¿Seguro que no quieres un habano? —le preguntó señalando con la cabeza el estuche que había sobre la mesa. El humidor, como él solía decir, con acento en la o. Aquello era importante, claro. Sólo los aficionados guardaban sus habanos en una caja cualquiera. Los verdaderos entendidos, en cambio, tenían humidores.

Fredrik Rehn meneó la cabeza.

—No, gracias, yo me limito a fumar palillos de veneno normales y corrientes —respondió sacando del bolsillo un paquete de Marlboro antes de encender un cigarrillo. El humo empezaba a adensarse en torno a la mesa.

—En fin, no necesito decir lo importante que es que tengamos verdadera difusión en las próximas semanas. —Erling dio otra calada—. Amal ocupó las primeras páginas como mínimo una vez a la semana durante el período de grabación del programa, y Töreboda incluso mucho después. Espero que nosotros tengamos la misma cobertura, como mínimo —dijo utilizando el puro para subrayar sus palabras.

El productor no se dejó amedrentar. Estaba acostumbrado a tratar con jefes de programación seguros de sí mismos y no le asustaba uno venido a menos que se había convertido en obispillo de un pueblucho de nada.

—Habrá titulares, habrá titulares. Si la cosa no marcha, echaremos algo de leña al fuego y asunto concluido. Créeme, sabemos exactamente qué botones pulsar con esta gente. No son muy complicados que digamos —aseguró entre risas, que Erling coreó sin dudar. Fredrik continuó—: En realidad, la cuenta es muy sencilla. Juntamos a un grupo de jóvenes imbéciles y ansiosos de salir en televisión, añadimos un montón de alcohol y de cámaras siempre grabando a su alrededor. Duermen poco, comen mal y se hallan siempre bajo la presión que ejercemos nosotros y los televidentes para que hagan algo, para que se hagan notar. Si no lo consiguen, ya se pueden ir olvidando de darse paseos por los bares, de colarse para entrar en los clubes nocturnos, de verse rodeados de tías a todas horas o de que les paguen por posar desnudos. Créeme, están lo bastante motivados como para provocar titulares y generar buenos niveles de audiencia, y nosotros tenemos las herramientas adecuadas para ayudarles a canalizar esa energía.

—Bueno, parece que sabes lo que haces. —Erling se inclinó y golpeó el puro contra el borde del cenicero para hacer caer una larga columna de ceniza—. Aunque admito que no comprendo cuál es la gracia de estos programas. Jamás se me ocurriría verlo si no tuviera un interés tan particular justo en este programa. Los que se hacían antes, ésos sí eran programas de televisión. Aquello sí que era televisión de calidad. Här är ditt liv, Gäster med gester, Gäst hos Hagge… Ya no quedan presentadores como Lasse Holmqvist y Hagge Geigert.

Fredrik Rehn contuvo un impulso de hacer un gesto de desprecio. ¡Que los carcamales anduviesen siempre dando la murga con lo buenos que eran antes los programas de la televisión! Pero, si los sentaban delante de uno de esos espacios con el tal Hagge o como se llamara, no tardarían ni diez minutos en dormirse. Eran soporíferos. Sin embargo, sonrió a Erling como si estuviese completamente de acuerdo con él, pues le interesaba tenerlo de su lado.

—Se sobreentiende que aquí no queremos que nadie corra peligro ni lo pase mal —prosiguió Erling con el ceño fruncido. Un ceño que le había sido de gran utilidad durante sus años de jefazo. En efecto, después de no poco entrenamiento, había conseguido que pareciese auténtico.

—Desde luego que no —convino el productor, intentando parecer tan preocupado e interesado como Erling—. Estamos muy pendientes de cómo se encuentran los participantes e incluso hemos contratado los servicios de un profesional con el que podrán hablar mientras estén aquí.

—Y ¿a quién habéis recurrido? —preguntó Erling al tiempo que dejaba el habano, del que no quedaba ya más que una porción minúscula.

—Pues tuvimos la fortuna de dar con un psicólogo que se ha mudado a Tanum recientemente. A su mujer la han trasladado a la comisaría de aquí. Resulta que tiene una trayectoria profesional impecable, así que tuvimos suerte. Hablará con los participantes, tanto de forma individual como en grupo, un par de veces a la semana.

—Estupendo, estupendo —se congratuló Erling asintiendo—. Nos preocupa muchísimo que todos se encuentren bien —insistió con una sonrisa paternal.

—En ese punto, estamos totalmente de acuerdo —respondió el productor devolviéndole la sonrisa. Pero la suya no fue tan paternal.

Calle Stjernfelt miraba con repugnancia los restos de comida de los platos. Allí estaba, sin saber qué hacer, con la mascarilla en una mano y el plato en la otra.

—¡Joder, qué cosa más asquerosa! —exclamó sin apartar la vista de los restos de patata, salsa y carne, mezclados hasta formar un mejunje imposible de identificar—. Oye, Tina, ¿cuándo vamos a cambiar de puesto, eh? —le preguntó con frustración cuando la joven salió de la cocina y pasó ante él con dos platos de comida elegantemente servidos.

—Por mí, jamás —le soltó mientras empujaba la puerta con la cadera.

—¡Vaya mierda! ¡Esto es odioso! —rugió Calle arrojando el plato en el fregadero, cuando una voz que resonó a su espalda lo sobresaltó de pronto.

—Oye, si rompes algo te lo descontamos del sueldo. —Günther, el jefe de cocina del restaurante Gestgifveriet de Tanumshede lo miraba con encono.

—Si te has creído que estoy aquí por el salario, estás muy equivocado —le espetó Calle—. Para que lo sepas, en Estocolmo gasto yo más en una noche de lo que tú ganas al mes —añadió antes de, con gesto desafiante, soltar otro plato en el fregadero. El plato se quebró y Calle miró a Günther retándolo a actuar. Por un instante, pareció que el jefe de cocina iba a reprender al joven, pero echó una ojeada a las cámaras y, protestando entre dientes, se puso a remover las salsas que hervían en los fogones.

Calle sonrió con desprecio. Las cosas no cambiaban, aunque uno cambiase de lugar. Tanumshede o la plaza de Stureplan en Estocolmo, tanto daba. Money talks. Todos acudían donde estaba el dinero. Él había crecido en ese ambiente y había aprendido no sólo a vivir con el orden del mundo que implicaba tal premisa, sino también a apreciarlo. ¿Por qué no? A él sólo le reportaba ventajas. Y no tenía la culpa de haber nacido en un mundo en el que mandaba el dinero. La única vez que vio que esas reglas no funcionaron fue en la isla. Su solo recuerdo lo ponía de mal humor.

Calle abrigaba grandes expectativas cuando entró en Robinson. Estaba acostumbrado a ganar y, desde luego, eliminar a una pandilla de paletos imbéciles no supondría ningún problema.

Ya se sabía qué clase de gente participaba en ese programa. Desempleados, mozos de almacén y peluqueras. Para alguien como él sería pan comido dejarlos a todos fuera de juego. Pero la realidad resultó muy distinta y sorprendente. Sin la posibilidad de sacar la cartera, sin la posibilidad de brillar como un astro, comprendió que existían otros factores que podían ser decisivos. Cuando se acabó la comida, y la mugre y las pulgas tomaron el mando, no tardó en verse reducido a un cero a la izquierda, a un don nadie. Fue una experiencia verdaderamente dolorosa. Lo descalificaron sin darle la oportunidad de pasar a la votación. De repente, se vio obligado a enfrentarse al hecho de que no le gustaba a la gente. Tampoco es que fuese el chico más popular y apreciado de todo Estocolmo, pero al menos allí la gente lo trataba con respeto y admiración. Y claro que le doraban la píldora a conciencia para poder compartir con él los momentos en que corría el champán y había montones de tías entre las que elegir. En la isla, en cambio, ese mundo se le antojaba remoto y, al final, ganó un inútil de Smáland. Un carpintero de mierda a cuyos pies todos se rindieron porque lo encontraban tan genuino, tan sincero, tan del pueblo. Menudos imbéciles. Desde luego, la experiencia de la isla era un recuerdo que deseaba olvidar tan pronto como fuese posible.

Ahora, en cambio, todo sería muy distinto. Aquí se hallaba más en su elemento. Bueno, quizá no exactamente allí, delante del fregadero, pero en este programa tendría la oportunidad de demostrar que era alguien. Aquí sí eran importantes su dialecto del selecto barrio de Östermalm, el pelo peinado hacia atrás y la ropa de marca. Aquí no se vería obligado a andar de un lado para otro medio desnudo como un salvaje ni a confiar en un personaje de poca monta. Aquí podía dominar. Con gesto díscolo, cogió otro plato sucio de la pila y empezó a enjuagarlo. Hablaría con el jefe de producción para que lo cambiaran al puesto de Tina. Aquello no se correspondía en absoluto con su imagen.

Como una respuesta ambulante a su razonamiento, Tina volvió a aparecer por la puerta.

La joven se apoyó contra la pared, se quitó los zapatos y encendió un cigarrillo.

—¿Quieres uno? —le preguntó ofreciéndole el paquete.

—Sí, qué coño —respondió Calle apoyándose como ella.

—Se supone que aquí no podemos fumar, ¿no? —preguntó Tina expulsando el humo.

—Claro que no —respondió Calle antes de formar un anillo que rodeó la bocanada de Tina.

—¿Cómo crees que irá lo de esta noche? —le preguntó Tina.

—¿Te refieres a lo de la discoteca o lo que sea?

—Sí, exacto —se rio la joven—. Creo que no he estado en una «discoteca» desde que iba al instituto —aseguró mientras estiraba los dedos de los pies, que, tras un par de horas aprisionados en unos zapatos de tacón, sentía doloridos.

—Pues creo que será divertido. Aquí somos los reyes. La gente vendrá sólo para vernos. ¿Cómo no va a ser divertido?

—Ya, bueno, pensaba preguntarle a Fredrik si no puede conseguir que me dejen cantar.

Calle se echó a reír.

—¿Qué dices? No hablarás en serio, ¿verdad? —Tina lo miró dolida.

—¿Tú crees que yo hago esto por lo entretenido que es? Tengo que apostar fuerte. Llevo varios meses recibiendo clases de canto y, después de mi participación en el programa El bar, las discográficas se mostraron muy interesadas.

—O sea, que ya tienes contrato para grabar un disco, ¿no? —le preguntó Calle con ironía antes de dar otra calada.

—No… Se jodió, vamos. Pero, según mi manager, es que no era el momento. Y tenemos que encontrar un tema con garra que me dé un perfil. Además, va a intentar que me fotografíe Bingo Rimer.

—¿A ti? —Calle se carcajeó implacable—. Yo creo que Barbie tiene más posibilidades que tú, vamos… Tú no tienes sus… —Calle paseó la mirada por su cuerpo, antes de rematar la frase—… sus atributos.

—¿Pero qué dices? Yo tengo tan buen tipo como esa muñeca hinchable. Sólo tengo menos tetas, pero sólo un poco. —Tina arrojó la colilla al suelo y la aplastó irritada con el tacón—. Y además, estoy ahorrando para ponérmelas nuevas —añadió mirando a Calle retadora—. Diez mil más y podré usar un sujetador de la talla 100.

—Sí, sí, buena suerte —respondió Calle, apagando él también el cigarrillo en el suelo. Y en ese preciso momento volvió Günther. Su cara adquirió un tono más rojizo que el que le había provocado el vapor de las cacerolas.

—¿Estáis fumando aquí dentro? ¡Está prohibido, prohibidísimo, totaaaaalmente prohibido! —El jefe de cocina hizo unos cuantos molinetes con los brazos, a lo que Tina y Calle se miraron y se echaron a reír. Aquel tío era una caricatura. A regañadientes, retomaron sus tareas. Las cámaras habían captado toda la escena.