Ya cuando sintió el choque que lo convirtió todo en un infierno, supo que la culpa era suya. Ella tenía razón. Era un pájaro cenizo. No la escuchó, insistió y le suplicó, y no cedió hasta que ella consintió por fin. Y ahora el silencio era ensordecedor. El sonido de los coches al colisionar había dado paso a una calma espantosa y la presión del cinturón le había dejado un rastro de dolor en el pecho. Con el rabillo del ojo, vio que su hermana se movía. Apenas osaba mirarla, pero cuando lo hizo se dio cuenta de que tampoco ella había sufrido ningún daño. Combatió el deseo de llorar mientras oía cómo su hermana sollozaba quedamente al principio, antes de estallar en un llanto convulso y estridente. En un primer momento, no se atrevió a mirar el asiento delantero. El silencio total le decía lo que iba a encontrar. Sentía la culpa como un puño alrededor de su garganta. Con mucho cuidado, desenganchó el cinturón de seguridad y se inclinó despacio y lleno de angustia. Retrocedió en el acto y la brusquedad del movimiento intensificó el dolor del pecho. Ella clavó en él sus ojos vacíos. Muertos, ciegos. Le salía sangre por la boca y le había manchado la ropa. Creyó ver la acusación en su mirada exánime. ¿Por qué no me hicisteis caso? ¿Por qué no dejasteis que cuidara de vosotros? ¿Por qué? ¿Por qué? Eres un pájaro cenizo. Mira cómo estoy ahora.
Sollozaba e hipaba para obligar al oxígeno a pasar por la garganta, que parecía estrangulada. Alguien abrió la puerta y vio el rostro de una mujer que lo observaba conmocionada. La mujer se movía de un modo extraño, tambaleándose, y notó con desconcierto que olía igual que la otra mujer. Aquélla que sólo existía en su memoria. Era el mismo olor duro que emanaba de su boca, de su piel y de su ropa. Cuando desapareció la dulzura. La mujer lo sacó del coche y comprendió que era la conductora del otro vehículo, el que había chocado con el suyo. La mujer dio un rodeo para sacar a su hermana y él la observó con atención. Jamás olvidaría su semblante.
Después, fueron tantas las preguntas… Y tan extrañas.
«¿De dónde sois?», les preguntaban. «Del bosque», respondían ellos sin comprender por qué aquella respuesta provocaba tanta frustración en el entorno. «Sí, pero ¿y antes? ¿Antes de llegar a la casa del bosque?». Ellos se quedaban mirando a los que preguntaban sin comprender qué era lo que querían saber. «Somos del bosque», era lo único que sabían responder. Claro que a veces pensaban en las saladas aguas del mar y en los gritos de las aves, pero él nunca dijo una palabra. Lo único que conocía de verdad era el bosque.
Durante los años que transcurrieron después, intentó no pensar en aquellas preguntas. Y, de haber sabido lo frío y malvado que era el mundo de fuera, jamás le habría insistido para que los llevase fuera del bosque. De mil amores se habría quedado con su hermana, aquél era su mundo, un mundo que, una vez ocurrida la desgracia, se les antojaba maravilloso. En comparación con el otro. Pero aquélla era una culpa con la que debería cargar. Él lo había ocasionado. Él, al no creer que, en efecto, era un pájaro cenizo. Al no creer que acarreaba la desgracia no sólo a sí mismo, sino también a los demás. De modo que la culpa de la mirada muerta de sus ojos era suya y sólo suya.
Con el transcurso de los años, su hermana llegó a ser lo único que lo mantenía vivo. Estaban los dos unidos frente a todos aquéllos que intentaban separarlos y convertirlos en algo tan feo como el mundo del exterior. Pero ellos eran distintos. Juntos, eran distintos. En la oscuridad de la noche, siempre hallaban consuelo y podían huir de los horrores del día. La piel de ella contra la suya, el aliento de ella mezclado con el de él.
Y, finalmente, halló un modo de compartir la culpa. Y su hermana estaba siempre dispuesta a ayudarle. Siempre juntos. Siempre. Juntos.
Los primeros compases de la marcha nupcial de Mendelssohn resonaban en la iglesia. A Patrik se le secaba la boca. Miró a Erica, que caminaba a su lado, y luchó por combatir las lágrimas que se empeñaban en salir. Un hombre de verdad debía trazar algún tipo de límite… No era de recibo que caminase hacia el altar hecho un mar de lágrimas. Pero es que se sentía tan inmensamente feliz… Patrik apretó la mano de Erica, que le respondió con una amplia sonrisa.
Era tan guapa que no podía creerlo. Ni tampoco que estuviera allí, a su lado. Una imagen de su anterior boda, cuando se casó con Karin, cruzó como un rayo su mente. Pero el recuerdo desapareció tan pronto como se había presentado. Por lo que a él se refería, aquélla era su primera vez. Era la verdadera. Todo lo demás había sido un ensayo, un rodeo, la preparación para el instante en que pudiera caminar hacia el altar con Erica y prometerle su amor en la necesidad y en la abundancia, hasta que la muerte los separase.
Ya se abrían las puertas de la iglesia y empezaron a caminar despacio, mientras el organista tocaba y las caras sonrientes de los invitados se volvían hacia ellos. Miró una vez más a Erica y él mismo sonrió con más gana aún. Llevaba un vestido de corte sencillo, con pequeños bordados en blanco sobre blanco, que le quedaba perfecto. Se había peinado con un moño suelto y algunos rizos que caían en calculado desorden y llevaba el cabello adornado con florecillas también blancas. Y unos sencillos pendientes de perlas. Estaba infinitamente hermosa. Una vez más, sintió el llanto acudir a sus ojos, pero parpadeó resuelto para mantenerlo a raya. ¡Tenía que lograrlo sin llorar! ¡Tenía que conseguirlo!
En los bancos vieron a sus amigos y familiares. Y todos los colegas de la comisaría. Incluso Mellberg se había empaquetado en un traje y se había enroscado el cabello con más esmero de lo habitual. Tanto él como Gösta acudieron sin pareja, mientras que Martin, el padrino de Patrik, fue acompañado de su querida Pia, y Annika, de su Lennart. Patrik se alegraba de verlos a todos allí reunidos. Hacía tan sólo dos días dudaba de que fuese capaz de hacer lo que ahora se disponía a hacer. Cuando vio a Hanna y a Lars desaparecer hacia las profundidades marinas, sintió una pesadumbre y un cansancio tal que la idea de casarse se le antojaba remota. Pero llegó a casa, Erica lo mandó a la cama y lo arropó, y se pasó veinticuatro horas durmiendo. Y cuando Erica le contó que les habían regalado una cena y una noche en el Stora Hotel y le preguntó si le apetecía, sintió que era justo lo que necesitaba. Estar con Erica, una buena cena, dormir abrazado a ella y hablar, hablar y hablar.
De modo que ahora se sentía más que preparado. Lo tenebroso, lo maligno le resultaba totalmente ajeno al lugar en el que ahora se encontraba. A un día como aquél.
Llegaron al pie del altar y comenzó la ceremonia. El pastor Harald habló del amor como algo dulce y paciente, habló de Maja y de cómo Patrik y Erica habían conseguido encontrarse el uno al otro. Logró dar con las palabras precisas para describirlos a los dos y para describir cómo veían su vida juntos.
Maja, al oír que mencionaban su nombre, decidió que ya no quería seguir en el regazo de su abuela, sino que quería estar con sus padres, los cuales, por alguna razón insondable, se hallaban al fondo de aquella casa extraña y vestían una ropa rarísima. Kristina se esforzó durante unos minutos por mantenerla consigo, pero tras un gesto de Patrik, la soltó y la dejó gatear hasta el altar. Patrik la cogió y, con Maja en sus brazos, le puso el anillo a Erica. Cuando por fin se besaron, por primera vez como marido y mujer, Maja hundió riendo su carita entre las de ellos, encantada con aquel juego tan divertido. En ese instante, Patrik se sintió el hombre más rico de la Tierra. De nuevo acudieron las lágrimas, pero en esta ocasión no pudo detenerlas. Fingió que mordisqueaba a Maja para secarlas discretamente en su traje, pero enseguida comprendió que no podía engañar a nadie. Y, ¡qué demonios! Cuando Maja nació estuvo llorando como un niño, ¿por qué no iba a permitirse hacer otro tanto el día de su boda?
Maja se quedó con Martin mientras salían de la iglesia. Tras aguardar en una capillita lateral hasta que todos hubieron pasado, salieron al pórtico, donde los enterraron en arroz mientras el clic de las cámaras resonaba sin cesar. Y, una vez más, notó las lágrimas. Patrik las dejó correr.
Totalmente exhausta, Erica se sentó un rato a descansar agitando los dedos de los pies, por fin liberados de los zapatos de tacón blancos. ¡Caramba, cómo le dolían! Pero estaba muy satisfecha de aquel día. La ceremonia había sido preciosa. La cena en el hotel, soberbia. Y el número de invitados, el suficiente, así como la cantidad de pequeños discursos solemnes. El que más la conmovió fue el de Anna. Su hermana tuvo que interrumpirse en varias ocasiones, pues se le quebraba la voz al borde del llanto. Contó cuánto y cómo quería a su hermana, intercalando pequeñas anécdotas divertidas de su infancia. Luego abordó brevemente el difícil período ya superado y terminó diciendo que Erica siempre había sido para ella una hermana y una madre, pero que ahora era, además, su mejor amiga. Aquellas palabras le llegaron a Erica al corazón. No tuvo más remedio que enjugarse el llanto en la servilleta.
En cualquier caso, la cena había terminado y llevaban un par de horas bailando. Erica se había sentido un tanto preocupada por el humor de Kristina, teniendo en cuenta todas sus objeciones a la planificación de la boda. Pero su suegra la sorprendió. Para empezar, fue la que más saltos dio en la pista de baile, entre otros, con Lars, el padre de Patrik, y ahora, con una copa de licor en la mano, charlaba con Bittan, la pareja de Lars. Erica no entendía nada.
Con los pies algo más descansados, decidió salir y tomar un poco el aire. El ambiente del local estaba cargado y hacía calor y un poco de humedad, con tanta gente bailando y tanto cuerpo sudoroso, y necesitaba sentir un golpe de aire fresco en la piel. Se puso los zapatos con una mueca de desagrado y, justo cuando iba a levantarse, sintió una mano cálida en el hombro.
—¿Cómo se encuentra mi querida esposa?
Erica miró a Patrik y le cogió la mano. Se le veía feliz, aunque un tanto maltrecho. No todas las partes del frac seguían donde debían, después de un par de buggies con Bittan. Erica constató sonriente que su marido bailaba con más ganas que destreza, pero el entusiasmo le valió un punto.
—Pensaba salir a tomar el aire, ¿me acompañas? —le preguntó Erica apoyándose en su brazo al sentir un dolor cortante en los pies.
—Allí donde tú vas, voy yo —salmodió Patrik. Erica notó encantada que estaba ligeramente borracho. Suerte que luego sólo tenían que subir una planta.
Salieron a la escalinata que conducía al patio empedrado. Patrik estaba a punto de decir algo cuando Erica lo mandó callar. Algo había llamado su atención.
Le indicó a Patrik con un gesto que la siguiera. Con mucho sigilo, fueron caminando de puntillas hasta las dos personas a las que Erica había visto. Nadie diría que se movían sin hacer ruido. Patrik caminaba entre risitas y estuvo a punto de caerse al tropezar con una maceta, pero el hombre y la mujer que estaban abrazados en un oscuro rincón del jardín no parecían receptivos a las impresiones auditivas.
—¿Quiénes son esos dos que se besuquean en la oscuridad? —preguntó Patrik estirando el cuello para poder ver mejor. Pero estaban tan abrazados que resultaba difícil verles la cara.
—Tontorrón, es Dan. Y Anna.
—¿Dan y Anna? —preguntó Patrik con expresión bobalicona—. Vaya, pues no sabía yo que tuviesen interés el uno por el otro.
—¡Hombres! —resopló Erica en un susurro—. No os dais cuenta de nada. ¿Cómo se te ha podido pasar por alto algo así? ¡Yo sabía que había algo incluso antes de que ellos mismos lo supieran!
—¿Y a ti te parece bien? Quiero decir, tu hermana y tu ex… —observó Patrik algo preocupado balanceándose un poco mientras volvían al hotel.
Erica volvió la vista atrás, hacia aquella pareja que parecía haber olvidado que existía el mundo.
—¿Si me parece bien? —Sonrió Erica—. Me parece más que bien. Me parece maravilloso.
Dicho esto, se encaminó con su marido a la pista de baile, tiró los zapatos bien lejos y se puso a bailar un rock descalza. Bien entrada la noche, Garage interpretó Wonderful Tonight, la balada con la que siempre se despedían de los novios. Erica se abrazó a Patrik y, con la mejilla en su hombro, cerró los ojos, feliz.
La boda de Patrik fue muy agradable. Una cena exquisita, barra libre y él había causado muy buena impresión en la pista de baile, estaba convencido de ello. Les demostró a los jovenzuelos cómo se hacían las cosas. Aunque ninguna de las damas de la fiesta podía compararse siquiera con Rose-Marie. Mellberg la echó de menos, pero no podía preguntarle a Patrik si podía llevar pareja a tan pocos días de la boda. Había hecho un nuevo intento en la cocina y estaba más que satisfecho con el resultado. Una vez más podría sacar la porcelana de las grandes ocasiones y las velas estaban ya encendidas.
Había esperado aquella cena con ansiosa expectación. Sin embargo, la idea que se le había ocurrido en el banco cuando ordenó la transferencia del dinero del apartamento se le antojaba aún igual de brillante. Claro que quizá fuese un tanto precipitado, pero Rose-Marie y él ya no eran tan jóvenes y, cuando se encontraba el amor a su edad, más valía reaccionar con presteza.
Había invertido mucho tiempo y esfuerzo en meditar sobre cómo hacerlo. Cuando Rose-Marie viese la mesa puesta y la comida, tenía pensado decirle que lo había organizado con un extra de elegancia para celebrar la compra conjunta del apartamento. Funcionaría. No creía que Rose-Marie sospechase nada. Luego, después de unos minutos de angustia, resolvió usar el postre, la mousse de chocolate, como escondite para su pequeña sorpresa. El anillo. El que había comprado el viernes pasado y que le pondría encima de la mesa junto con aquella pregunta que él jamás había formulado en su vida. Mellberg apenas podía contenerse y ardía en deseos de verle la cara. Desde luego, no había escatimado en gastos. Sólo lo mejor era bueno para su futura esposa y estaba convencido de que ella sucumbiría al ver el anillo.
Miró el reloj. Las siete menos cinco. Faltaban cinco minutos para que Rose-Marie llamase a la puerta. Por cierto que debería hacerle una copia de las llaves de inmediato. No podía permitir que su novia llamase a la puerta como un invitado cualquiera.
A las siete y cinco, Mellberg empezó a preocuparse. Rose-Marie era siempre muy puntual. Arregló un poco el mantel, colocó bien las servilletas en las copas, desplazó los cubiertos unos milímetros a la derecha y luego otra vez al lugar de origen.
A las siete y media estaba convencido de que Rose-Marie yacía muerta en una cuneta. Se imaginó que su pequeño vehículo rojo se estrellaba contra un camión, o contra uno de esos jeeps monstruosos que la gente se empeñaba en comprarse y que eran capaces de demoler cuanto se cruzase en su camino. ¿No debería llamar al hospital? Caminaba desesperado de un lado a otro de la sala de estar hasta que se dijo que quizá debería llamarla primero al móvil. Se dio una palmada en la frente. ¿Cómo no lo había pensado antes? Marcó el número, que conocía de memoria, pero quedó atónito al oír el mensaje grabado según el cual «aquel número no correspondía a ningún abonado». Volvió a marcar pensando que se habría equivocado en alguna cifra, pero obtuvo el mismo mensaje por respuesta.
Tendría que llamar a su hermana y preguntarle si ella conocía la razón del retraso. De repente cayó en la cuenta de que no tenía su número. Y de que no tenía la menor idea de cómo se llamaba su hermana. Lo único que sabía era que vivía en Munkedal. ¿O no? En la mente de Mellberg empezó a germinar una idea inquietante. La desechó, se negaba a aceptarla pero, para sus adentros, vio representada a cámara lenta la escena en la que entraba en el banco para ordenar la transferencia. Doscientas mil coronas. Ésa, ni más ni menos, era la cantidad que había transferido al número de cuenta que ella le había dado, un número de una cuenta en España. Doscientas mil. Dinero para comprar una participación en un apartamento. Ya no podía quitarse de la cabeza aquella idea. Llamó al número de información telefónica y preguntó si había algún teléfono o alguna dirección a nombre de Rose-Marie, pero no hallaron nada. Desesperado, intentó recordar si había visto alguna prueba, el carné de identidad o algo parecido que pudiese confirmarle que se llamaba como dijo que se llamaba. Con horror creciente, tomó conciencia de que jamás había visto ningún documento. No sabía ni cómo se llamaba, ni dónde vivía ni quién era, ésa era la amarga verdad. Sólo que ahora ella tenía doscientas mil coronas en una cuenta en España. Su dinero.
Como un sonámbulo, se acercó al frigorífico y sacó la mousse de Rose-Marie. Extrajo el anillo, que brillaba a través del chocolate. Mellberg lo sostuvo entre el índice y el pulgar y estuvo un rato contemplándolo. Después, lo dejó sobre la mesa y, entre sollozos, empezó a comerse el postre.
—¿No ha sido un día fabuloso?
—Ajá… —confirmó Patrik cerrando los ojos. Habían decidido desde el principio no salir de viaje de novios enseguida, sino emprender un viaje algo más largo cuando Maja hubiese cumplido un par de meses más. El primer destino de la lista era Tailandia, por el momento. Sin embargo, les resultaba un tanto extraño volver a lo cotidiano así, sin más. Pasaron el domingo durmiendo, bebiendo agua y hablando del sábado. De modo que Patrik resolvió tomarse el lunes libre. Quería tener la oportunidad de relajarse y digerirlo todo, antes de que lo cotidiano les impusiera de nuevo sus rutinas. Teniendo en cuenta su esfuerzo de las últimas semanas, nadie tuvo nada que objetar al respecto. Y allí estaban, de hecho, abrazados en el sofá, con la casa para ellos solos. Adrian y Emma estaban en la guardería y Anna se había llevado a Maja a casa de Dan para que ellos dos disfrutasen de un día de paz y tranquilidad. Y no es que necesitara ninguna excusa para ir a casa de Dan. Ella y los niños habían pasado con él todo el domingo.
—¿No sospechaste nada en ningún momento? —le preguntó Erica al verlo inmerso en sus pensamientos.
Patrik comprendió enseguida a qué se refería. Reflexionó un instante, antes de responder.
—No, la verdad es que no sospeché nada. Hanna era simplemente… normal. Sí que noté que algo la apesadumbraba, pero pensé que tendría problemas en casa. Y sí que los tenía, pero no de la naturaleza que nosotros imaginábamos.
—Pero… ¿cómo podían vivir juntos? ¿Siendo hermanos?
—No creo que obtengamos nunca todas las respuestas, pero Martin llamó antes para contarme que ya teníamos los informes de los Servicios Sociales. Después del accidente, su vida de niños de acogida fue un infierno. Imagínate hasta qué punto les afectaría que los secuestraran y los apartaran de su madre primero, y luego, verse obligados a vivir aislados con Sigrid. Aquello debió de dar origen a algo así como un lazo antinatural entre los dos.
—Ya… —respondió Erica, aunque le costaba imaginárselo. Aquello estaba más allá de todo lo… inteligible—. Pero ¿cómo puede nadie hacer convivir dos partes tan opuestas? —preguntó al cabo de unos minutos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Patrik besándola en la punta de la nariz.
—Pues que no entiendo cómo puede nadie llevar una vida normal, estudiar y hacerse policía y psicólogo, además. Y, al mismo tiempo, vivir con esa… maldad.
Patrik se tomó su tiempo antes de responder. Él tampoco lo comprendía del todo, pero había cavilado mucho al respecto desde el jueves y creía haber llegado a algo parecido a una respuesta.
—Yo creo que es eso, precisamente, son dos partes distintas. La una llevaba una vida normal. A mí me daba la impresión de que Hanna deseaba de verdad trabajar como policía y hacer algo importante. Y era una buena policía. Sin duda. A Lars no lo conocí antes… —Hizo una pausa, antes de proseguir—. Bueno, tengo de él una idea más vaga, pero es obvio que era un hombre inteligente, y creo que él también tenía la intención de vivir una existencia normal. Al mismo tiempo, el secreto que escondían debía de devorarlos por dentro, devoraría su psique. Así que, cuando se toparon con Elsa Forsell en el primer destino de Hanna en Nyköping, fue como el detonante de algo que, en realidad, había estado latente todo el tiempo. Bueno, ésa es mi teoría, pero jamás llegaremos a saberlo.
—Ya… —respondió Erica pensativa—. Eso es lo que yo sentía con mi madre —explicó—. Como si viviese dos vidas separadas. Una con nosotros, con mi padre, con Anna y conmigo, y otra en su cabeza. Y a esa otra, nosotros no teníamos acceso.
—¿Por eso has decidido investigar?
—Sí —afirmó Erica—. No lo sé, pero tengo el presentimiento de que nos ocultaban algo.
—¿Y no tienes ni idea de qué puede ser? —Patrik le apartó de la cara un mechón de pelo sin dejar de contemplarla.
—No —respondió Erica—. Y tampoco sé con exactitud por dónde empezar. No queda nada. Ella nunca guardó nada.
—¿Estás segura? —preguntó Patrik—. ¿Has mirado en el desván? La última vez que estuve allí, había un montón de chismes viejos.
—La mayoría serán de mi padre. Pero… podríamos echarle un vistazo. Por si acaso —dijo con entusiasmo al tiempo que se ponía de pie.
—¡¿Ahora?! —preguntó Patrik, que no se sentía con ánimo de dejar el calor del sofá para subir a un desván frío y polvoriento y, además, lleno de telarañas. Y no había nada que él odiase más que las arañas.
—Sí, ahora. ¿Por qué no? —insistió Erica, que ya iba camino del piso de arriba.
—Sí, ¿por qué no? —suspiró Patrik levantándose a disgusto. Era lo bastante sensato como para no protestar cuando a Erica se le metía una idea en la cabeza.
Cuando llegaron al desván, Erica lamentó su arrebato durante un segundo. Era innegable: allí no parecía haber más que basura. Pero ya que estaban allí, bien podía echar una ojeada. Se agachó para no golpearse con las vigas y empezó a mover cajas y a abrirlas al azar. Se limpió las manos en el pantalón con cara de asco. Sí que había polvo allí arriba. Patrik también iba mirando aquí y allá. Se le había ocurrido así, sin reflexionar, y ahora dudaba de que diese algún resultado. Seguro que Erica tenía razón. Además, ella conocía mejor a su madre. Si decía que Elsy no había guardado nada… De repente, descubrió algo que llamó su atención. Al fondo del desván, en la parte de techo más bajo, había un viejo baúl.
—Erica, ven aquí.
—¿Has encontrado algo? —dijo Erica llena de curiosidad y agachándose para acercarse hasta donde estaba Patrik.
—No lo sé —confesó—. Pero este baúl tiene una pinta muy prometedora.
—Puede que perteneciese a mi padre —respondió Erica pensativa, pero algo le decía que no, que aquel cofre no era de Tore. Era de madera, pintado de verde con unas sinuosas guirnaldas de flores ya pálidas por toda decoración. La cerradura se había oxidado, pero el baúl no estaba cerrado con llave, así que levantó la tapa con cuidado. Lo primero que vio fueron dos dibujos infantiles. Al mirarlos más de cerca descubrió que había algo escrito en el reverso: «Erica, 3 de diciembre de 1974», decía en uno. «Anna, 8 de junio de 1980», se leía en el otro. Constató perpleja que era la letra de su madre. Un poco más al fondo halló un montón de dibujos y un buen número de objetos que Anna y ella habían confeccionado en la clase de trabajos manuales, mezclados con artículos de decoración navideña y otros adornos de fabricación casera. Todo aquello de lo que, según ella creía, su madre jamás se ocupó—. Mira —le dijo aún incapaz de dar crédito a lo que veía—. Mira, lo había guardado mi madre…
Fue sacando los objetos uno a uno con sumo cuidado. Era como un azaroso viaje a su propia niñez. Y a la de Anna. Erica sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y Patrik le acarició la espalda.
—Pero ¿por qué? Creíamos que ella no… ¿Por qué?
Se secó las lágrimas con la manga de la camiseta y continuó hurgando en el baúl. Más o menos hacia la mitad, se acabaron los recuerdos infantiles y empezaron a aparecer cosas más antiguas. Aún con la incredulidad en el semblante, Erica sacó un montón de fotografías en blanco y negro y se quedó mirándolas atónita.
—¿Sabes quiénes son? —preguntó Patrik.
—Ni idea —respondió Erica meneando la cabeza—. Pero puedes apostar el cuello a que lo averiguaré.
Continuó rebuscando ansiosa, pero se quedó rígida cuando notó que su mano tocaba un objeto blando que contenía otro afilado. Con mucho cuidado, fue sacándolo del baúl. Era un trozo de tela mugriento, que algún día fue blanco pero que ahora amarilleaba lleno de feas manchas de óxido. Había algo enrollado en el tejido. Erica abrió despacio el envoltorio y, al ver lo que contenía, se quedó sin aliento. En el interior del rollo de tela había una medalla de cuyo origen no cabía abrigar duda alguna. Allí estaba, la cruz gamada. Sin poder articular palabra, le mostró su hallazgo a Patrik, que tenía los ojos como platos. Miró luego el trozo de tela que se le había caído a Erica en el regazo.
—Erica…
—¿Sí? —respondió ella con la vista aún fija en la medalla que sujetaba con el índice y el pulgar.
—Creo que deberías mirar esto —observó Patrik.
—¿Qué? ¿Qué es? —preguntó desconcertada antes de ver lo que Patrik le enseñaba. Hizo lo que le decía. Dejó la medalla nazi y desplegó el retazo de tela. No era un simple trozo de tela, sino una camisita de bebé. Y las manchas marrones no eran de óxido, sino de sangre. Sangre reseca.
¿A quién había pertenecido la camisita? ¿Por qué estaba llena de sangre? ¿Y por qué la había guardado su madre en un baúl en el desván, junto con una medalla de la Segunda Guerra Mundial?
Por un segundo, sopesó la posibilidad de devolverlo todo al baúl y cerrar la tapa.
Pero, al igual que Pandora, era demasiado curiosa para dejar la tapa cerrada. Tenía que buscar la verdad. Cualquiera que ésta fuese.