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Ahora que Maddalena se había callado, el viento daba la impresión de soplar con más fuerza. El tiempo parecía haberse detenido. La mujer miraba ante sí y veía sus fantasmas; la mano posada sobre el vientre la mantenía ligada al presente.

Ricciardi se movió en la silla y llamó su atención.

—Atiéndame bien, señorita. Su destino, el de Nespoli y sobre todo el de su hijo están unidos para siempre. No pueden pensar en construir la vida de esa criatura sobre la mentira y el castigo de un inocente.

Maddalena seguía mirando el vacío.

—Conozco a un abogado que me debe un favor. Ya se ocupará él de defender a Nespoli. Si mantiene su versión actual, no tiene salida. Pero si la cambiara, quizá quede alguna esperanza.

La mujer se estremeció y miró al comisario.

—¿Una esperanza? ¿Para Michele? ¿Y cuál sería?

—El homicidio por razones de honor se castiga con una pena máxima de tres años de prisión. Mi condición para dejarla en libertad es que diga que Nespoli intervino porque Vezzi intentó forzarla y usted pidió ayuda.

—¿Y yo? ¿Y mi hijo?

—A usted no le pasará nada. Es la víctima. El ocultamiento de pruebas recaerá en Nespoli y en su condena. Debe declarar que iba usted a casarse, que se lo dijo a Vezzi cuando le hizo las primeras proposiciones a las que usted se opuso con firmeza. Que no lo dijo enseguida por miedo, porque está en estado de buena esperanza, y el hijo es de Michele.

Maddalena se sobresaltó.

—¡Pero no es verdad y yo lo sé!

—Créame, señorita, su hijo saldrá ganando. Por lo demás, no tiene usted otra salida. La alternativa es ir a la cárcel.

La mujer agachó la cabeza bajo el peso de la situación. No tenía elección.

—Comprendo, comisario. Es justo, así debe ser. Esperaré a Michele. Pero ¿se lo creerán los jueces? Vezzi era un hombre importante y nosotros somos unos pobres diablos. ¿Qué esperanza tenemos?

Miraba a Ricciardi. Y de repente, de sus ojos azules y luminosos empezaron a brotar unos lagrimones.

Mientras bordeaba el Palazzo Reale, Ricciardi pensaba en el hambre y el amor. En esta ocasión, los dos viejos enemigos se habían unido para perpetrar su crimen. Había dejado a Maddalena, frágil y sola, la rubia cabeza envuelta en el pañuelo, tras hacerle prometer que al día siguiente, al salir del trabajo, se presentaría en la oficina del abogado; ya se encargaría él de ponerlo al corriente de los hechos. Y no costaría nada. Después decidió que la larga jornada todavía no había concluido.

El cielo estaba despejado gracias al viento; la luna y las estrellas alumbraban la calle desierta, mientras las luces que colgaban sobre el centro de la calzada se agitaban impetuosas. El amor. Enfermedad a veces mortal, pero necesaria. Tal vez no sea posible vivir sin él, pensaba Ricciardi mientras avanzaba con las manos en los bolsillos del sobretodo. Desde los callejones oscuros había ojos que lo miraban, lo reconocían y decidían que no era la presa ideal para el último atraco del día. El comisario llegó a la esquina de la via Partenope, a la izquierda vio las altas olas romper contra la escollera. Y a la derecha, los grandes hoteles.

En la cocina de su casa, Enrica había terminado de lavar los platos con su meticulosa atención de siempre. Había comprobado, en varias ocasiones, que en la ventana de enfrente las cortinas estaban corridas. Ésa noche la congoja le oprimía el corazón y no sabía por qué. Se sentía sola, abandonada. ¿Dónde estás esta noche, amor mío?

Livia observaba la ira del mar desde la ventana de la tercera planta del hotel Excelsior. Fumaba y pensaba. Al día siguiente se marcharía de la ciudad e intentaría retomar su vida; una vez más. ¿Encontraría la fuerza necesaria? Observó fugazmente la maleta ya hecha. ¿Qué me llevo de aquí? ¿Y qué dejo en esta ciudad donde el mar aúlla bailando con el viento?

Su pensamiento no fue para Arnaldo; tuvo la sensación de no haberlo conocido nunca. Dibujados por el humo vio otra vez los ojos verdes, febriles. El orgullo, el desencanto de esos ojos. La soledad y la necesidad de amor en el fondo del alma. Y el dolor, ese inmenso dolor. ¿Por qué no me permitiste mitigar ese dolor? Dio la última calada y contempló otra vez el mar embravecido. En la espuma de las olas que llegaba hasta la calle, vio una silueta caminando de cara al viento y la reconoció. El corazón le dio un vuelco.

En la recepción del hotel, el portero no quería avisar a la señora Vezzi. Aquél hombre despeinado y mojado, con los ojos verdes ardientes de fiebre, daba miedo. Estaba pensando en llamar a dos botones para que lo ayudasen a echarlo, cuando del ascensor bajó jadeante la señora. Livia tenía los ojos iluminados, brillantes. Se había echado el sobretodo encima del salto de cama, se había arreglado un poco la tupida y suave cabellera negra, se había puesto unos zapatos y había bajado. El corazón le martilleaba en los oídos, tenía la boca seca. Había acudido a ella.

Enrica se había sentado en un sillón y había cogido la caja con el bordado. Lanzó otra mirada a la ventana. Nada. La congoja no le daba tregua. Tenía ganas de llorar.

Ricciardi observó a Livia, estaba más hermosa que nunca. La mirada luminosa, los labios carnosos desplegados en una sonrisa. Le dijo que debía hablar con ella. Que era importante. Le preguntó dónde quería que hablaran; él contestó: «Caminemos».

En cuanto salieron, Livia se estremeció y se aferró al brazo de Ricciardi. Él empezó a hablar.

—A veces, la verdad no es la que parece. Es más, casi nunca lo es. En cierta manera se asemeja a la extraña luz de estas farolas, ¿sabes, Livia? —empezó Ricciardi, tuteándola por primera vez—. A veces alumbra aquí, otras allá. Nunca todo a la vez. Entonces debemos imaginarnos lo que no se ve. Hay que intuirlo por una palabra dicha o callada, por una huella, por una señal. A veces, por una nota.

»Los que nos dedicamos a este oficio tenemos otro ojo, somos capaces de ver aquello que los demás no ven. Y así ocurrió esta vez, Livia. No cuadraba que alguien como tu marido hubiese muerto a causa de un insulto, de una de sus ocurrencias. En realidad, no murió por eso. ¿Quieres saber por qué murió tu marido? Murió por culpa del hambre y del amor. Por eso murió. Ahora te lo cuento.

Livia oía la voz de Ricciardi en medio del rumor del viento y el mar. Ya no tenía frío. Ella recorría las calles oscuras, comía basura en los portales, en compañía de los perros callejeros y de las ratas. Aprendía a coser observando a una vieja monja. Quería cantar en un pueblo de montaña, en Calabria. Le pegó a un viejo profesor del conservatorio. Sentía cómo la manoseaba un maldito sastre repulsivo. Y en otra ocasión se dejó encandilar por un tenor rico y famoso. Llevaba en el vientre un hijo suyo, que seguía vivo, y todavía no había nacido. Y otra vez, toda aquella sangre.

La voz de Ricciardi mecía a Livia, que ni siquiera notaba las lágrimas que surcaban su rostro y se mezclaban con el agua de mar rociada por el viento. Caminaba aferrada al brazo fuerte y doliente, y desde el cuello levantado de aquel abrigo le llegaba todo el amor del sufrimiento ajeno.

—¿Lo comprendes, Livia? Si en el tribunal no hay alguien que declare quién era de verdad Arnaldo Vezzi, encerrarán a ese pobre muchacho en Poggioreale, de donde no lo dejarán salir nunca. Y la muchacha se quedará sola, porque en esta ciudad, a una mujer pobre y deshonrada ya no la quiere nadie. Y el niño irá a engrosar las filas del hampa, en el mejor de los casos, si no muere antes aplastado bajo un carruaje o consumido por las enfermedades.

Livia caminó un trecho más, luego le dijo al viento y al cuello del abrigo:

—¿Y qué podría hacer yo? ¿No comprendes que ahora soy la honorable viuda de un gran hombre? Me convertiría en una vil ingrata que escupe sobre alguien que ya no puede defenderse.

—Piensa en el niño, Livia. Piensa en la posibilidad que tienes de darle a ese niño una familia y una esperanza de futuro. Si quieres, si te parece, piensa también en tu hijo, en lo que te pediría que hicieras si siguiera vivo.

La mujer apretó con fuerza el brazo al que se aferraba. Suspiró en medio del viento que le alborotaba el cabello.

—¿Y tú? ¿Qué hay para ti? ¿Tienes una esperanza de futuro? ¿Por qué no me das tu esperanza y haces que sea también mía?

Continuaron caminando en silencio hasta llegar nuevamente a la entrada del hotel. Tras la puerta de cristal, el portero los miraba perplejo.

Ricciardi se detuvo y miró con fijeza a Livia.

—No es mi hora, Livia. Ni mi lugar. Tienes derecho a ser feliz, tienes derecho a la suerte que te ha sido negada. Eres hermosa, Livia, y joven. Tienes derecho; yo todavía no.

Livia lo miró a través de las lágrimas y la humedad del mar, y le sonrió.

—De acuerdo. Declararé ante el tribunal. Lo haré por mi Carletto. Y por ti.

Y se quedó mirándolo, en medio del ruido del viento y el mar.

La mujer que bordaba notó que la congoja ya no le oprimía tanto el pecho. Incluso antes de levantar la vista sabía que las cortinas de la ventana de enfrente estaban corridas.

Sin dejar de bordar, Enrica sonrió.