32

Una ráfaga de viento recorrió la Gallería y sacudió la cristalera del café.

—¿Está usted segura?

Maddalena sonrió con tristeza.

—A una como yo hay que preguntárselo, ¿no? Una como yo puede quedar preñada de cualquiera. Del primero que pasa por la calle. Su novia seguro que no, ¿verdad? A su novia seguro que no le haría semejante pregunta.

Ahora fue Ricciardi quien sonrió con tristeza.

—No, no se la haría. Ni ésta ni ninguna otra. Perdóneme. Prosiga.

—Ése día a la señora Lilla le dolía la espalda. En realidad no era verdad; con Vezzi quería tratar lo menos posible. Nadie quería tratar con él. Aquélla vez que vino a Nápoles, hará cosa de dos años, creo, hizo que echaran a dos personas porque, según él, eran inútiles. Era así. Sólo existía él. Debíamos tomar las medidas de los trajes para Pagliacci, había que comenzar a prepararlos. Siempre trabajamos así, con dos o tres meses de antelación; en Navidad empezamos con Vezzi, y en enero vino el resto de la compañía. Era un hombre muy minucioso, quería verlo todo, el montaje, la utilería, todo. Especialmente sus trajes.

»Cuando llegó, yo estaba hablando con Michele, en la puerta del teatro. Me acuerdo como si fuera ahora. No lo había visto nunca; bajó del coche acompañado de otros dos, era alto, corpulento, llevaba sombrero y bufanda. No era apuesto, pero era rico. Se notaba, comisario, un hombre rico, rico en dinero y rico en poder. Un hombre que podía hacer todo lo que quería. Todo. En cualquier momento. Se fijó en nosotros al entrar; en mí y en Michele. En mí. Y sonrió, una sonrisa salvaje. Conozco esa sonrisa, comisario. Antes de tocarme, los hombres sonríen de esa manera. Cuando comprenden que una no tiene por dónde escapar.

—¿Y Nespoli no la miraba así?

—No. Michele, no. Michele me trata como si fuera una princesa. Para él soy una princesa. Siempre lo he sido. Fue Michele quien me dijo que era Vezzi. Le temblaba la voz de emoción. Me suelta: «¿Sabes quién es ése? Es Vezzi, el dios de los tenores». Tal cual, el dios de los tenores. Y se comportaba como un dios, comisario. Si quería una cosa, la tomaba y después, cuando ya no la quería, la tiraba. Y cuando no tenía que quitarle a otro lo que se le antojaba, no le interesaba.

—Y a usted la había visto con Nespoli.

—Sí, me había visto con Michele. Y después me lo dijo, que había visto cómo nos mirábamos, cómo me miraba él a mí, mejor dicho. Me dijo que «el muchacho tenía la mirada ardiente, como si fuera a comerte». Y él, el dios, no podía admitir que en su presencia un hombre mirara así a una mujer, porque él debía ser el único. Los perros vagabundos se comportan así, tuve que vérmelas con algunos en la calle. Él era así. Peor que un perro. Los perros no ríen.

—¿Y qué ocurrió después?

—Que la señora Lilla me mandó a mí al camerino de Vezzi a tomarle las medidas. «Ve tú, Maddalena», me dijo, «que si voy yo a ver a ese loco malcarado, acabarán echándome del teatro». Y lo que son las cosas, conmigo fue muy amable. No se tomó ninguna libertad, no puso las manos donde no debía. Pero habló, habló mucho. Me dijo que estaba solo y triste. Que llevaba años sin hablar con su esposa. Que a pesar de estar rodeado de tanta gente, no había una sola persona que lo quisiera de veras. Que si algún día llegaba a tener la suerte de contar con una mujer de verdad a su lado, no la dejaría nunca más. Que quería un hijo.

Inesperadamente, Maddalena lanzó una carcajada. Una carcajada sombría, en la que se celaba el llanto. Ricciardi miró por la cristalera.

—Quería un hijo. Dijo que el suyo se le había muerto porque su mujer no lo cuidaba, no se había dado cuenta a tiempo de que tenía muchísima fiebre. Tenía un talento enorme, comisario. Qué talento tenía para interpretar. Tal vez, de tanto cantar en el teatro, llegó a pensar que la vida era pura representación. Como un juego. Y yo, Maddalena la lista, la que había sobrevivido al hambre, a la sed y a las enfermedades, la que había peleado con los perros, con las ratas y los hombres, caí en la trampa. Al día siguiente avisé de que no me encontraba bien, a Michele le dije que iba a ver a una vieja monja que había enfermado, y pasé el día en el Vomero, con él. Y también el día siguiente. En aquel cuarto del Vomero nos olvidamos del mundo.

—La pensión Belvedere.

Maddalena esbozó una sonrisa fatigada.

—También eso sabe usted. ¿Ha entrado en la habitación, la ha visto? Entonces también sabrá que fui feliz, el único lugar de mi vida donde he sido realmente feliz. Me decía que era su hada rubia, me acariciaba los ojos y el pelo. Me decía que había terminado de sufrir, que iba a dejar a su mujer y a todo el mundo para estar conmigo. Que me lo regalaba a mí, el mundo.

—Y usted se lo creyó.

—Sí, me lo creí. Porque quería creer. Porque esas cosas ocurren, también en la vida. Una compañera se casó con un comerciante de ferretería; vivía encima de un burdel en el barrio de Sanità y ahora vive como una señora y si nos ve por la calle, finge no conocernos. ¿No podía ocurrirme también a mí?

—Y Nespoli, ¿no pensó usted en él?

Maddalena hizo una mueca de dolor, como si hubiese notado una punzada.

—Michele…, dos pobres desgraciados, Michele y yo. ¿Qué futuro podíamos tener? Y si hubiese tenido éxito, ¿adónde iba a ir con alguien como yo a su lado? ¿Qué futuro nos esperaba a los dos? Además yo no era suya. Yo era de Arnaldo, desde el momento mismo en que se había fijado en mí. Cuando se marchó, me dijo que pondría orden en sus asuntos y luego volvería a buscarme. Me pidió que mientras tanto no le contara nada a nadie, que si no su mujer, que conocía gente importante, habría hecho lo imposible por impedir que viviéramos juntos. Que fuera discreta y tuviera paciencia. Y tuve paciencia. Creí en él. Pensé que era un hombre duro porque estaba solo y que a mi lado se iba a convertir en el hombre más dulce del mundo. Lo vi partir y regresé a mi vida de siempre. Pero ya no me bastaba.

—Nespoli incluido.

—Incluido Michele, sí. Todo me parecía… poco, vacío. Incluso las cosas que antes me parecían el cielo en la tierra. Pensaba en joyas, en abrigos de piel. Pero más que nada, pensaba en Arnaldo, un príncipe que hacía que me sintiera como una reina. Y Michele… Michele quería casarse conmigo. No tuve valor para decirle que no era posible, me daba miedo. Michele es un hombre peligroso, tiene un carácter especial, se pone violento. Le dije que era mejor que esperásemos a que le llegara el éxito.

—Y entonces descubrió usted que…

—Sí, un mes más tarde. ¡Qué felicidad, comisario! Pensé que le volvería a dar a Arnaldo el hijo que había perdido, que le regalaría una familia y la felicidad. No lo busqué, no le escribí. Sabía que llegaría, que la representación sería por estas fechas, así que esperé. Esperé para decírselo yo, quería ver qué cara ponía. Por nada del mundo me lo habría perdido.

—Cuando él vino, ¿fue a verlo enseguida?

—Sí. El segundo día que estuvo aquí para preparar el ensayo general, me acerqué a él. Me dijo que debíamos tener cuidado, que el secretario lo vigilaba, que era espía de su mujer, que nos veríamos al día siguiente, el día del ensayo, en la pensión Belvedere. Le dije qué tranvía debía tomar, porque si iba en coche de punto o en taxi todos se enterarían. Y nos vimos allí.

—¿Se lo dijo usted entonces?

—No. Estaba cansado, nervioso. Me dolía decírselo estando él así. Era algo tan hermoso, tan importante, que no quería echarlo a perder. Se durmió y cuando despertó era tan tarde que por poco no llega al ensayo general. Me despedí y le dije que lo amaba. Después nos fuimos al teatro por separado.

Ricciardi se inclinó hacia adelante, consciente del hecho de que se encontraba ante el quid de la cuestión.

—Y así llegamos a la noche del veinticinco.

Maddalena se estremeció perceptiblemente y echó un vistazo a su alrededor. Después miró a Ricciardi mientras volvía a tocarse el vientre.

—Debo saber qué quiere hacer usted, comisario. No puedo pensar sólo en mí. No permitiré que mi hijo nazca en la cárcel. Ya sabe lo que pasa después. Lo entregan al orfanato y si llega a vivir, le espera la misma vida que tuve yo. Y no es eso lo que quiero para mi hijo. ¿Qué hacemos?

Ricciardi sabía que Maddalena tenía razón y que su hijo era inocente. Pero pensaba en Nespoli y en la lágrima que le había surcado la mejilla esa misma mañana. Y en las lágrimas de Vezzi. ¿Acaso podía conceder el perdón en nombre de ellos?

—Yo no quiero que ese niño nazca en la cárcel, que lo sepa usted. Pero tampoco quiero que un inocente pase treinta años encerrado por el mero hecho de amar a una mujer. Que lo utilizó.

Maddalena se sonrojó.

—Yo sólo quería proteger a mi hijo. Quería darle una vida mejor.

Ricciardi no había apartado la vista de sus ojos ni un solo instante.

—Prosiga.

Siguió un momento de silencio. La mujer sabía que el comisario no soltaría a su presa hasta averiguar la verdad. No le quedaba más remedio que contarle lo sucedido y confiar en el atisbo de humanidad que percibía en el fondo de aquellos ojos verdes que parecían de cristal. Con el pensamiento retrocedió tres días y por enésima vez revivió su dolor.

—Fui directamente a su camerino. Ya se había maquillado. ¡Qué raro parecía con cara de payaso! No es que no me gustara. Siempre me gustaba.

»Me sonrió, nervioso. Parecía distante. Pensé que sería por la ópera. El gran cantante es grande porque siempre está tenso antes de medirse de nuevo con su propio talento. Lo miré y también le sonreí. Entonces se lo dije. Así, sin más, que íbamos a tener un niño. Me miró, con la borla para empolvarse la cara en la mano, parecía no haber comprendido. Después arrugó la frente y me preguntó por qué no había puesto cuidado. No lo entendí, ¿no era acaso lo más bonito del mundo? ¿No era tan feliz como yo? Me dijo que no había de qué preocuparse, que me daría el dinero. No entendía, ¿de qué me estaba hablando? ¿De matar a nuestro niño? ¿No había perdido ya a su hijo?

»Me agarró del brazo con fuerza, me hizo daño. Me gritó que cómo me atrevía a hablar de su hijo. Le recordé sus promesas, que había sido él quien dijo que íbamos a vivir juntos para siempre.

»Entonces me soltó el brazo, retrocedió y se echó a reír. Primero, despacio. Una risita como cuando se piensa en algo cómico. Después, cada vez más fuerte, una carcajada indecente, vulgar. Y jadeando dijo: «Yo, contigo…, juntos…, uno como yo con una como tú…, les presento a mi nueva esposa, Madama Hilo y Aguja… mi hijo, el hijo de la modista…», y no paraba de reír, se había inclinado hacia adelante…

… inclinado hacia adelante, las rodillas dobladas…

—Parecía haber enloquecido. Tendía la mano hacia adelante, como si quisiera alejarme porque lo hacía reír…

… la mano tendida, como si quisiera alejar a alguien…

—Y siguió riendo, riendo, reía de tal manera que se le saltaron las lágrimas. ¡Lloraba de risa!

… las lágrimas le surcaban la cara…

—¡Y no paraba de reír! Y me di cuenta de que lo que sentía por él iba cambiando. Me di cuenta de su falsedad. Y del escenario me llegó el canto de Michele, sentí su amor y la risotada del payaso que tenía ante mí. Y entonces el odio corrió por mis venas, envenenándome.

Io sangue voglio, all’ira m’abbandono, in odio tutto l’amor mio finì…

—Y mi mano agarró las tijeras que llevaba colgadas del cuello, mis tijeras de modista. Se las clavé una sola vez, con fuerza, en la garganta. No sé si quería matarlo. Tal vez sólo quería que parara de reírse.

Un golpe con las tijeras. Eso faltaba, cuando te vi. Asestado con la mano izquierda, porque eres zurda como mi Enrica, por tanto, a la derecha, en el cuello del payaso que tenías delante. En la carótida…

—Y así fue, dejó de reírse. Farfullaba, con la mano en la garganta, aquella garganta tan preciosa. Me senté en el sofá, bajo el chorro de sangre. Quería ver cómo muere un payaso.

El cojín era lo único limpio. Te habías sentado encima. Para ver morir al payaso. Io sangue voglio…

—Entonces, como en sueños, abrí la puerta para irme. En ese momento, Michele salía de escena. No sé si Dios existe, comisario. Pero es extraño que en ese preciso momento, con el trajín que hay en los camerinos durante la representación, fuese justamente Michele, mi Michele, el único que me vio. Y vaya si me vio, tenía la bata empapada de la sangre de Vezzi, en una mano llevaba las tijeras con la cinta rota, los ojos entornados. De un empellón me metió de nuevo en el camerino.

»Al ver la escena comprendió. Vezzi casi se había desangrado del todo, pero seguía vivo. Entonces Michele le dio un puñetazo en la cara…

Hematoma demasiado pequeño para producir fractura, había dicho el médico; la víctima se había desangrado…

—Me ordenó que me quitara la bata sucia. Envolvió las tijeras en la bata, rompió el espejo y colocó a Vezzi en la silla. Eligió la esquirla más afilada y se la hundió en la herida del cuello, hasta el fondo, sosteniéndola con la bata sucia. Yo lo miraba como si estuviese asomada a una ventana. Después me dijo que esperara allí y que cerrara la puerta con llave. Del armarito sacó el abrigo, la bufanda y el sombrero de Vezzi y se los puso. Recogió la bata y las tijeras y las escondió debajo del abrigo. Y saltó por la ventana.

Para hacer desaparecer todo rastro de la escena del crimen. Para que nadie pensara que podías haber sido tú…

—Lo esperé junto al muerto. Me parecía estar soñando. Un minuto más tarde, o tal vez un año, al otro lado de la puerta, oí que Michele me llamaba en voz baja. Le abrí y entró.

Después de cruzarse en las escaleras con el padre Pierino, que lo confundió con Vezzi…

—Me dijo que necesitaba cambiarse de zapatos porque los llevaba sucios de barro, de lo contrario iba a dejar las huellas en el escenario, donde debía volver poco después. Entonces me desperté, comprendí que debía darme prisa, que podía salvar a mi hijo de la ruina. Ésta vez él me esperó en el camerino y yo subí a la cuarta planta. Dije que venía directamente del convento de la monja enferma y le pedí a Maria que me prestara su bata.

Una bata que le sobraba por todas partes, lo recuerdo…

—Cogí los zapatos y los bajé. Nadie se fija en nosotras, las modistas, cuando vamos de aquí para allá. Los escondí debajo de la bata, que me venía grande. Michele se puso unos zapatos limpios y me dio los sucios, y volví a subir para dejarlos en su sitio. De las llaves se ocupó él.

La puerta cerrada, abierta a patadas por Lasio…

—Después cogí el traje y le dije a la señora Lilla que ya lo había terminado. Le había hecho el último ajuste, el último corte.

El último corte.