Dos horas más tarde, llamó a la puerta de Ricciardi el hijo de Maione, un muchacho de dieciséis años que el comisario había visto a veces en compañía de su padre.
—Buenos días, comisario. Dice papá que lo espera en el café Gambrinus, de la piazza del Plebiscito. Tiene que hablar con usted.
—Gracias. Voy enseguida.
Vestido de paisano, Maione tenía todavía más aspecto de policía que cuando iba de uniforme. Ricciardi no habría sabido decir por qué, quizá por la forma de llevar el sombrero, o quizá porque caminaba tieso. La cuestión es que no había posibilidad de equivocarse: era policía. Lo esperaba en la mesita de siempre, la que Ricciardi ocupaba para tomarse una sfogliatella a la hora del almuerzo. Cuando llegó el comisario, Maione hizo ademán de levantarse; su jefe lo frenó con un gesto y se sentó.
—He pedido un café y una sfogliatella para usted.
—Gracias. Pero invito yo, que todavía no has cobrado la gratificación. Qué mayor está tu hijo. Te felicito. Se parece a… su madre.
—Se parece a Luca, comisario. Ya puede decirlo, ¿o se cree que no tengo ojos en la cara? Es clavado a su hermano. El otro día nos dijo que quiere ser policía. Su madre salió corriendo y se metió en el dormitorio a llorar. Y yo tuve que soltarle un bofetón. Y le grité: «¡Ni se te ocurra volver a decirlo!». Éste es un trabajo infame. Mejor ser delincuente.
—No digas tonterías, tú no piensas eso. Es el muchacho quien debe elegir. Además, con el ejemplo que le da el terco de su padre, es lógico que quiera hacerse policía.
—Y comisario, sin ánimo de ofender.
—No me ofendo. Vayamos al grano, ¿qué has hecho?
—He visto a Nenita, fui hasta donde vive, en San Nicola da Tolentino. Tendría que haberlo visto, llevaba un salto de cama, el pelo recogido con una pinza. Acostumbrado a verlo maquillado, ni siquiera lo reconocí. «¡Sargento, qué alegría! ¿Se ha decidido por fin?», ¡si llega a decir algo más, le pego una patada! ¡Precisamente a mí! En fin, que me hizo pasar a los bajos donde vive y hasta me ofreció un sucedáneo de café. Le comenté lo que necesitábamos y él ya estaba al corriente de todo. Parece ser que nuestra amiga es bastante famosa en esos barrios. A decir verdad, Nenita me preguntó enseguida para qué necesitaba yo la información. Le dije que, en primer lugar, la necesitaba para no meterlo en la cárcel por ofensa al pudor y entonces él dijo: «De acuerdo, entendido, a su disposición, sargento». Y desembuchó.
Ricciardi sonrió fugazmente mientras comía un trozo de sfogliatella.
—¿Y por qué es bastante famosa la señorita?
—Porque es guapa, eso para empezar. Después, porque sabe leer y escribir y enseña a los niños que no van a la escuela, o sea, a la mayoría. Después, y aquí viene lo interesante, porque durante unos meses vivió con un tipo, Nenita no sabe cómo se llama, pero le decían ’o Cantante. De hecho a ella la conocen como ’a’nnammurata d’o Cantante, aunque ya no viven juntos.
—¿Y desde cuándo no viven juntos?
Maione consultó las notas tomadas en una hoja de papel que había sacado del abrigo.
—Más o menos desde Navidad, según dice.
—Más o menos desde Navidad, claro. Lógico.
—¿Por qué lógico?
—Porque en Navidad empezó todo. En Navidad empezó lo de Vezzi. Y la señorita echó de casa a ’o Cantante con cualquier excusa. ¿Y adivinas quién es ’o Cantante?
—Comisario, ’o Cantante es Nespoli. ¿Quién, si no?
Ricciardi se pasó dos dedos por los labios para limpiarse el azúcar y asintió.
—Muy bien, Nespoli. Ya hemos reconstruido el pasado misterioso, dónde estaba antes de ocupar el apartamento de ahora. Sigue.
—Ahora ella vive sola. Hace una vida bastante retirada, no se prodiga. Pero hay una noticia, mejor dicho, un notición; la señorita espera, comisario, está en estado de buena esperanza. Se lo ha confesado a su portera, porque hace un par de noches se encontró mal, vomitó y esas cosas. ¿Se lo puede usted creer, comisario? Cuando me lo contó, Nenita se puso verde de envidia.
Ricciardi se había inclinado hacia adelante, como era su costumbre cuando captaban toda su atención.
—De modo que embarazada, ¿eh? Por eso el cordero se transforma en fiera. ¿Y le preguntaste eso otro que te pedí?
—Claro, comisario. Tenía usted razón, como siempre. —Maione sonrió lleno de admiración al tiempo que sacudía la cabeza—. La señorita escribe con la izquierda.
La tarde transcurrió lenta, mientras el viento seguía barriendo la ciudad.
Ricciardi se encerró en su despacho, tratando de sacarse de encima el trabajo burocrático que en los últimos días había desatendido; pero le costaba concentrarse. En su mente quedaba completa la sucesión de los hechos, pero lo que percibía a través del Asunto no acababa de encajar con el cuadro que había ido construyendo. Vezzi cantaba la romanza de Nespoli: ¿por qué, si el barítono, como creía Ricciardi, no había sido el ejecutor del asesinato? ¿Y por qué lloraba? Según la experiencia de Ricciardi, aquello no era frecuente; la muerte violenta y repentina no dejaba sitio para la emoción. Las lágrimas debían de ser anteriores. Y entonces, ¿por qué lloraba Vezzi cuando lo mataron? El comisario echaba frecuentes vistazos al reloj: tenía una cita con una persona que no sabía que tenía una cita con él y no podía retrasarse.
El viento soplaba con más fuerza y aullaba bajo el pórtico del San Carlo. En una esquina, con el cuello levantado y el cabello revuelto, Ricciardi se preguntaba cómo sería aquel lugar sin aquel silbido insistente. Prácticamente, casi todas las veces que había estado por allí en los últimos tres días, el viento no había amainado nunca. Cuando no pasaban los escasos automóviles o los rechinantes tranvías, se oía a lo lejos el fragor del mar.
No llevaba mucho esperando cuando por el portón que daba a los jardines salió la persona que esperaba, acompañada de otras dos mujeres que Ricciardi reconoció: Maria y Addolorata. Observó la silueta menuda de la joven con la que quería hablar. Qué error de juicio cuando la vio por primera vez: insignificante, agobiada bajo el peso de la percha de la que colgaba el traje de payaso. La mirada clavada en el suelo, los hombros caídos. La mujer que había detenido el corazón de Vezzi y robado el de Nespoli, la dueña de aquel cabello rubio y largo prendido en el batín hallado en la pensión del Vomero, la que había vivido con el pobre barítono y lo había echado de casa en Navidad, al iniciar la relación con el adinerado tenor: Maddalena Esposito, para servirlo, comisario.
En cuanto lo vio, la mujer se detuvo. Tal vez por un instante pensara incluso en huir, pero luego se despidió apresuradamente de sus compañeras y fue a su encuentro. Cuando estuvo delante de él lo miró a los ojos: los de la mujer eran azules, fuertes y luminosos. Era muy hermosa, Ricciardi no se dio cuenta hasta ese momento; no podía haber ocurrido de otro modo, pensó, puesto que no le gustaba aparentar. Sólo cuando le convenía, si le convenía.
—Buenas noches, comisario. Qué sorpresa, usted por aquí.
—Buenas noches, señorita. ¿Damos un paseo?
La mujer se mostró intrigada.
—Su visita es oficial, ¿o no?
—Depende de usted. Diría que no.
Maddalena asintió, se volvió en dirección a la plaza y echó a andar.
Recorrieron en silencio un centenar de metros. Ricciardi sabía que debía ser el primero en mostrar sus cartas; de lo contrario, la mujer se habría escudado en la confesión de Nespoli. No era su intención subestimar la inteligencia de Maddalena, pues había conseguido disimular desde el principio el papel que había tenido en los hechos.
—¿Puedo invitarla a un café? Con este viento es difícil hablar.
Maddalena le lanzó una mirada veloz y asintió. Se cubría el pelo con un pañuelo oscuro y el cuello y la boca con una bufanda áspera; llevaba un sobretodo negro y liso, vuelto con sus hábiles manos de modista. Dentro de la Galleria Umberto encontraron un café abierto y se sentaron a una mesita apartada.
La mujer se quitó el sobretodo y el pañuelo, los dobló ordenadamente y se los colocó sobre el regazo. Ricciardi se la quedó mirando largo rato. Tenía manos finas y delicadas, como las facciones; el pelo, peinado hacia atrás y recogido, era de un color dorado natural, igual que las cejas, y la piel morena ofrecía un contraste insólito y agradable. Sin embargo, lo más sorprendente eran sus ojos, de un azul profundo, moteados de amarillo; recordaban los de un gato. Al verlos, el comisario comprendió por qué la mujer bajaba siempre la mirada y ponía sumo cuidado en no fijar los ojos en su interlocutor, pues jamás habría pasado inadvertida.
—Podría fingir y decirle que Nespoli mencionó su nombre. O podría interrogarla hasta inducirla a confesar, no creo que pueda pagarse un abogado lo bastante hábil para defenderla de las acusaciones del tribunal. Pero he mirado a los ojos de su hombre y quiero respetar su voluntad. Sé lo que ocurrió, lo tengo claro. No puedo permitir que por semejante mentira ese muchacho vaya a la cárcel y pase allí treinta años por algo que no hizo, o que no hizo solo. Así que quiero entenderlo. Debe usted explicármelo.
Clavó sus ojos verdes y cristalinos en los azules y luminosos de la muchacha: dos conciencias, dos inteligencias enfrentadas. Sin disimulos, sin pretextos.
La mujer se posó una mano en el vientre con suavidad.
—Usted lo sabe…
Una afirmación, no una pregunta. Él asintió.
—Me llamo Esposito porque me abandonaron al nacer. ¿Sabía que la mayoría de los niños abandonados mueren? Sólo sobreviven los fuertes, comisario. Los muy fuertes. Estuve enferma, pasé hambre, me dieron por muerta una decena de veces; nadie habría lamentado demasiado mi pérdida. Pero luché con uñas y dientes para seguir viva. Todos se extrañaban de que aquella niña pequeña como una ratita se aferrara tanto a la vida. Y como quería vivir, aprendía. A leer y escribir, me ponía al lado de la monja que llevaba las cuentas; no me hablaba siquiera, pero yo observaba. A coser, me ponía al lado de otra monja que remendaba una y otra vez los mismos faldones. Y ayudaba, mientras las demás jugaban o se morían a causa de las enfermedades. Y el hambre, no quiero mencionarle siquiera lo que llegué a comer de niña con tal de seguir viva. Las cosas más asquerosas.
Ricciardi la miraba y reflexionaba. Ahí estaba, el hambre, esa vieja enemiga.
—Las otras se morían, hasta las que parecían fuertes. De viruela, de cólera. De tifus, de difteria. ¿Qué otras enfermedades quiere que le mencione, comisario? Se las puedo describir mejor que un médico. Hasta que un buen día me sentí preparada y me fui. Sin dar las gracias, sin llevarme nada. ¿Y qué iba a llevarme? No tenía nada. ¿Y para qué iba a dar las gracias? No me habían dado nada. Dormí en la calle, comí con los perros, me defendí. Ni en el burdel me quisieron, demasiado flaca, con cara de muerta de hambre. Pero algo sabía hacer, sabía cortar y coser. Con la izquierda.
Levantó la mano y la miró como si se tratase de un trofeo, de una medalla. A Ricciardi se le estremeció el corazón al pensar en una pequeña mano que bordaba.
—Trabajé con un viejo sastre, y el muy cerdo se aprovechaba de mí. Yo lo dejaba hacer hasta que terminaba, había que comer. Dormía en el portal de la tienda. Y un buen día entró en el taller la señora Lilla; necesitaba un corte de tela de un color que había visto en el escaparate. Le bastó un instante, una mirada. Tiene mucho ojo, la señora Lilla. Se dio cuenta de que yo valía, que trabajaba mucho y que aquel hombre era un puerco. Me llamó aparte. Al día siguiente empecé a trabajar en el San Carlo.
Lo dijo como si hubiese entrado en el Paraíso. A su pesar, Ricciardi veía las imágenes de la vida de aquella mujer y sintió pena. Pero en su mente, la figura de Vezzi cantaba y lloraba por los años que todavía le quedaban por delante y que no llegaría a vivir.
—Y me encontré con la luz, el calor, la música. Yo nunca había escuchado música, comisario. Algún organillo, la radio a través de los balcones abiertos en verano. Pero la música del teatro, nunca. Te llega al alma, hace que te sientas viva. Y además reían, bailaban. ¡Y encima me pagaban para vivir en esa fiesta! ¡A mí, que hasta el día anterior me disputaba la comida con las ratas y los perros! No me habría ido nunca, trabajaba hasta tarde, por la mañana era la primera en llegar. La señora Lilla le habló a un amigo suyo, que conduce un coche de caballos, y tenía un cuarto disponible en un desván, en la zona de los Quartieri. ¡Una casa! Me sentía como una condesa.
A la mujer se le pusieron los ojos soñadores, como si estuviese contando un cuento de hadas. Ante ella humeaba la taza de café, no había tomado ni un sorbo.
—Y así fue mi vida durante dos años. Soy muy buena en mi trabajo, comisario, la mejor. Pero no quería echarlo todo a perder con ostentaciones, me parecía bien así. Ayudo a las otras cuando no saben hacer algo; los trabajos más complicados me los quedo yo y así todos me aprecian. Hago lo posible para que nadie se fije en mí, porque ya lo sé, es algo que he aprendido muy bien a lo largo de mi vida: si se fijan en ti, tarde o temprano, te la juegan. Y así fue.
Una sombra veló el embeleso de sus maravillosos ojos azules, como un nubarrón repentino en el cielo. Maddalena suspiró y siguió con su historia.
—Conocí a Michele una noche, cuando regresaba del trabajo muy tarde. Al día siguiente representaban La Traviata, los trajes de la escena de la fiesta son complicados. Lo encontré tirado en el suelo, en el portal, un poco más y lo piso. Parecía muerto. ¿Qué podía hacer? Yo misma estuve a punto de morir de hambre, tendida en un montón de portales. ¿Pasaba de largo y lo dejaba morir para no meterme en líos? No. No hubiera podido pegar ojo el resto de mi vida. Así que lo ayudé. Lo subí a mi cuarto. En otros barrios, en otras casas no me lo habrían permitido. Pero aquí, en esta ciudad, no se ofenda usted, comisario, la mala gente suele ser mejor que los polizontes. La gente pobre, la que escapa, la que tiene hambre, es generosa. Así que si Michele sigue vivo, es gracias a mí. Y a los vecinos del edificio y a los de nuestro callejón. Y a los del barrio. Y él lo sabe, lo sabe bien. Eso es lo que vio usted en sus ojos.
Ricciardi conocía de sobra los equilibrios de la ciudad. Era dolorosamente consciente de lo que la mujer decía y de la imposibilidad de cambiar el estado de las cosas.
—Todo fue natural. Michele es apuesto, dulce y bueno. Él también ha sufrido mucho y sigue sufriendo. Se curó y se quedó conmigo. Lo quiero y él me quiere, y para los dos es la primera vez. Y entonces hablé con la señora Lilla, que habló con Lasio, el director de escena, que habló con el director de la orquesta, el maestro Pelosi. Nadie sabía lo nuestro, yo dije que una amiga mía lo había oído cantar en una taberna. Lo contrataron enseguida, en cuanto oyeron esa voz de ángel que tiene.
Se notaba el orgullo en el tono de Maddalena. Ricciardi trataba de adivinar el sentimiento que Nespoli inspiraba a aquella mujer. Estaba unida a él, sin duda; pero no la hacía vibrar.
—Si se hubieran enterado de que vivía amancebado, no lo habrían contratado. Ése es el ambiente del teatro, comisario. Así que se buscó algo por su cuenta.
—Y fíjese usted qué casualidad, lo encontró justo cuando usted conoció a Vezzi.
La mujer acusó el golpe; apartó un momento los ojos y luego, desafiante, volvió a fijarlos en el comisario.
—Sí, cuando conocí a Arnaldo Vezzi. El padre de mi hijo.