Ricciardi se dejó caer en la silla, detrás del escritorio. Miró desconsolado a Maione, sentado delante de él.
—¿Lo has oído? O sea que tú también serás un héroe o un delincuente. Sin términos medios.
Maione lo miraba sin decir nada. Ricciardi suspiró.
—Sargento, vamos a tener que relevarte de la investigación. A partir de ahora ya no te ocupas del caso. Por el trabajo que has hecho hasta ahora te espera una buena gratificación.
Maione seguía mirándolo.
—Ya te puedes ir.
—Comisario, yo no me voy a ninguna parte. Por no mencionar el hecho de que yo de ése no recibo órdenes —e indicó la puerta con una inclinación de la cabeza—, sino de mi superior directo que es usted. A usted ya lo conozco muy bien, y sé cuándo un trabajo está terminado y cuándo no. Y a mí me parece que éste todavía no está terminado. Anoche ya me di cuenta y esta mañana, cuando le vi a usted la cara, terminé de convencerme. Además, cualquiera se pierde la ocasión de demostrarles a ese señor y a ese perrito faldero de Ponte que están equivocados. Por otra parte, a mí la gratificación me trae sin cuidado, mis hijos no están acostumbrados a tener demasiado dinero. Los muchachos se malcrían cuando hay mucho dinero. Por último —concluyó, parodiando al subjefe de policía y sujetándose la punta del meñique izquierdo con dos dedos de la mano derecha—, hay una sola cosa que me molesta más que un culpable suelto: un inocente en la cárcel.
Ricciardi negó con la cabeza y suspiró otra vez.
—Ya sabía yo que eres un viejo obstinado. Recuérdame que un día de estos tengo que jubilarte. En fin, que tienes razón, todavía no hemos terminado con este caso. Hay algunos aspectos que no me quedan claros, sobre los que debo arrojar luz, y luego ya podremos dormir tranquilos.
Maione dejó el periódico sobre el escritorio.
—Total, para el diario ya somos unos héroes. Fíjese lo que pone: «Tras apenas dos días de infatigables investigaciones, la policía descubre y lleva ante la justicia al cruel asesino del tenor Vezzi. Más información en las páginas de sucesos». Si somos infatigables, habrá que seguir fatigándose. Lo dice la propia palabra, ¿no?
—Así es. Pero debemos tener cuidado con Garzo y su gente. Tú te tomas un día de permiso, que yo te concedo ahora mismo; oficialmente será para llevar a tu hijo al médico. Extraoficialmente, pones manos a la obra. ¿Conoces a ese tipo que vive por encima de los Quartieri, cómo se hacía llamar…, Nenita? Ése que es un metomentodo, que lo sabe todo de todo el mundo.
—¿El travestí? Claro que lo conozco. Cada vez que encerramos a un puñado de putas, lo pescamos también a él, porque vestido de mujer queda mejor que las mujeres de verdad, con perdón de usted, comisario. Pero es simpático, uno se parte de risa con él.
—Ése mismo. Localízalo esta misma mañana. Pídele que te dé información sobre esta persona, espera que te apunto el nombre.
Tomó una hoja de papel, mojó la pluma en el tintero, escribió un nombre y pasó la nota al sargento.
—Averigua todo lo que puedas. Todo. Y después vienes aquí y me lo cuentas.
Maione leyó el nombre, asintió y sonrió.
—Entonces es ésta, ¿eh? Ya vi yo que él la miraba raro. Estaba seguro de que a usted tampoco se le había escapado. Muy bien, comisario. Quédese tranquilo.
—Una última cosa y luego te puedes ir. Haz que me traigan a Nespoli.
Como era evidente, Nespoli no había pegado ojo. Se presentó con unas profundas ojeras, una sombra negra de barba en la cara, la tupida melena despeinada. El espectro del fracaso de su vida había comenzado a bailar a su alrededor y el hombre era consciente de que no se detendría jamás. Mientras estaba en el calabozo desfilaron ante sus ojos su padre, su madre, sus hermanos, sus paisanos, todos aquéllos que habían renunciado a mucho o poco para que él pudiera estudiar, por el simple gozo de verlo cantar en el San Carlo. Y ahora que había llegado, lo había echado todo por la borda.
No obstante, sabía muy bien que no habría podido hacer otra cosa. Se había comportado como debía, como era de justicia. Por ello se sentía tranquilo mientras sostenía la mirada verde y cristalina del comisario, pestañeando por efecto de la fuerte luz matutina que se filtraba por la ventana. Pensaba que a pesar de su trabajo infame, el polizonte era un tipo honrado, digno de respeto; por una parte, te miraba a los ojos y no era frecuente encontrarse con personas que lo hicieran. Por otra, tenía la impresión de que había sufrido igual que él. Y además, había vuelto a llamarlo; en vez de conformarse con la confesión, quería llegar al fondo, entender. Y eso significaba que era inteligente. Un polizonte inteligente y honrado, combinación rara y peligrosa.
Ricciardi lo miraba en silencio. Con un ademán había mandado salir al guardia que lo había acompañado y se quedó sentado con las manos entrelazadas delante de la boca y los codos apoyados en el escritorio. Nespoli le sostenía la mirada, de pie con las manos encadenadas al frente. Tras un largo minuto, Ricciardi dijo:
—Nespoli, lo sé todo. Lo he comprendido. Y lo hice anoche. No sé si usted se da cuenta de lo que hace, de lo que le espera. Lo condenarán a treinta años de cárcel, saldrá cuando sea viejo, si es que sale. Alguien como usted no puede pasarse treinta años entre delincuentes.
Nespoli lo miraba fijamente, sin que se le moviera un pelo.
—Usted no lo mató. Lo sé. Y también sé quién lo hizo.
El cantante parpadeó, pero no soltó palabra.
—Piense en quienes lo aprecian. Tiene usted una madre, hermanos. No puedo creer que no tenga un motivo, un solo motivo para querer vivir, para ser libre. Aunque sólo sea para cantar. Tiene usted talento, lo escuché ayer.
Nespoli no movió un solo músculo. Del ojo derecho le brotó una lágrima que empezó a surcarle la mejilla. No pareció darse cuenta.
—¿Tan fuerte es su relación con esa mujer? ¿Qué hizo ella por usted para merecer este sacrificio, para que usted le regale su vida?
El hombre encadenado seguía mirando orgullosamente a los ojos a Ricciardi, que, llevado por la vehemencia de la conversación, se había inclinado hacia adelante.
—Si usted no me ayuda, ¿cómo voy a ayudarlo yo? Ya no puedo seguir con el caso, a menos que se retracte de su confesión. Déjeme que lo intente. ¡No permita que sea yo quien mande a un inocente a la cárcel! Se lo ruego. Retráctese.
Nespoli esbozó una sonrisa triste y no dijo nada. Al cabo de otro largo minuto, Ricciardi lanzó un profundo suspiro.
—Como usted quiera. Imaginaba que actuaría de esta manera. —Llamó al guardia y le dijo—: Lléveselo.
Al salir, Nespoli se detuvo en el umbral, se dio media vuelta y dijo en voz baja:
—Se lo agradezco, comisario. Si alguna vez ha amado, me comprenderá.
Te comprendo, pensó Ricciardi.
Al cabo de unos instantes, Ponte llamó a la puerta.
—Disculpe, comisario. El subjefe de policía quiere verlo en su despacho.
Ricciardi lanzó un suspiro desganado, se levantó y fue a la amplia oficina del final del pasillo. Antes de llegar a la puerta entreabierta percibió el intenso y agreste perfume de especias, que ya le era familiar. Garzo no estaba solo.
—¡Ah, mi querido Ricciardi! Entre, por favor. Siéntese, siéntese. Ya conoce a la señora Vezzi, ¿no?
Sentada delante del subjefe de policía se encontraba Livia; tenía las piernas cruzadas, iba embutida en un traje negro, sobrio a la par que sensual. Llevaba el velo levantado y sujeto al sombrero; fumaba. Sus espléndidos ojos negros se clavaron en Ricciardi y en su boca se insinuó una sonrisa. Parecía una pantera dispuesta a dormirse o a abalanzarse sobre la presa, según conviniera.
—La señora Vezzi se ha enterado por los diarios de la buena noticia de la detención del asesino —dijo Garzo—, y ha venido a felicitarnos. Dice que manifestará su satisfacción ante las más altas autoridades de Roma a las que tiene acceso. Incluso a nuestro amado Duce y a su esposa, de los que es amiga. Ha solicitado verle a usted para felicitarle.
Ricciardi seguía de pie y miraba a Livia a los ojos. Sin apartar la vista de ella, le comentó a Garzo:
—La señora Vezzi otorga excesiva importancia a nuestra intervención. Lo cierto es que habríamos podido indagar aún más a fondo. Tal vez no haya sido más que… cuestión de suerte que consiguiéramos la confesión.
Garzo adoptó un tono preocupado y lanzó una furibunda mirada a Ricciardi, que no se dio por aludido, pues el comisario seguía mirando a la viuda.
—Pero ¿qué dice? Como es habitual, nuestro Ricciardi es demasiado modesto. En realidad, nuestra detención ha sido fruto de minuciosas investigaciones y, tal como las describe el diario, infatigables. Yo mismo, y la señora tendrá la amabilidad de tomar nota para poder comentarlo, le di al comisario frecuentes y precisas indicaciones y, sobre la base de estas indicaciones, pudimos atrapar al culpable que, ante las pruebas irrefutables que conseguimos reunir, no tuvo más remedio que confesar. ¿No es así, Ricciardi?
El tono de Garzo era ahora decididamente amenazante. Livia no dejaba de sonreír mientras seguía fumando y mirando a Ricciardi.
—No me cabe duda de que su trabajo… en equipo, se dice así, ¿no?, ha dado resultados. Pero yo misma he tenido ocasión de observar al comisario Ricciardi en acción y puedo asegurar que no hay nada que lo distraiga de su trabajo. Es un hombre de primera.
Garzo no estaba dispuesto a dejarse arrinconar y, como siempre, intentó barrer para casa.
—En efecto, es uno de nuestros mejores elementos. Tal como comentó usted, señora, este éxito es mérito del equipo, y se debe, sobre todo, a la habilidad de elegir a las personas adecuadas para que ocupen los puestos adecuados. ¿No es así, Ricciardi?
El comisario no había apartado los ojos de Livia, que tampoco había dejado de mirarlo y de sonreír. Al ver que volvían a interpelarlo, Ricciardi no tuvo más remedio que contestar.
—El dottor Garzo tiene toda la razón. Independientemente de lo que haya dicho, diga o vaya a decir. Por lo que a mí respecta, la señora sabe que hago lo que tengo que hacer. Al menos lo intento. ¿Puedo retirarme?
Livia asintió sin dejar de sonreír. Garzo rezongó:
—Sí, Ricciardi, retírese. Y no se olvide de lo que hemos hablado.
Ricciardi inclinó levemente la cabeza a manera de saludo y se marchó.