Ricciardi alcanzó a Maione fuera del teatro y se dirigió hacia la jefatura, que estaba cerca de allí. El procedimiento era irregular, pues por seguridad deberían haber ido acompañados de al menos dos guardias. Sin embargo, el detenido tenía una actitud tan sumisa y tranquila que no hacía temer ninguna locura por su parte. Un centenar de metros más adelante se cruzaron con el jadeante Luise, el joven cronista del Mattino.
—¿Qué tal, comisario? Me han avisado por teléfono. ¿Quién es el detenido? ¿Ésta vez me lo puede decir?
Ricciardi se compadeció del joven al que había tratado mal la primera vez que se encontraron, y no quiso dejar que se marchara con las manos vacías.
—Se trata de un cantante de la Cavalleria rusticana llamado Michele Nespoli. Es un sospechoso.
Nespoli levantó la vista, que hasta ese momento había mantenido baja, y sentenció, despectivo:
—¡Qué eficientes estos polizontes! Siempre pillan al culpable. Sobre todo si alguien se chiva.
Maione le puso la mano en el hombro.
—Limítese a hablar cuando lo interroguen.
Luise trató de preguntar algo sobre las circunstancias de la detención, pero los tres se alejaron a paso veloz.
Cumplidos los trámites de la detención y una vez que Nespoli fue conducido a los calabozos de la jefatura, Ricciardi se despidió de Maione.
—No ordenes todavía el traslado a Poggioreale. Mañana quiero volver a interrogarlo.
—Hay algo que no le queda claro, ¿eh, comisario? Me di cuenta por las preguntas que le hizo y por la forma en que lo miraba. Pero ha confesado.
—Sí, ha confesado. Pero mañana quiero volver a interrogarlo. Buenas noches.
Mientras regresaba a su casa, el comisario repasó la sucesión de los hechos.
En primer lugar, la mirada; una vez esposado, Nespoli había mirado a una persona que Ricciardi no hubiera imaginado nunca. La casualidad del hecho: ¿cómo era posible que una persona, aunque tuviera un temperamento fogoso como el barítono, reaccionara de forma tan desproporcionada ante un simple comentario? Los tiempos: ¿cómo era posible que en apenas diez minutos, sin haber preparado nada, alguien que está cantando en una ópera lírica salga de escena, mate a un hombre, escape por la ventana, vuelva a entrar, suba al cuarto piso, se cambie de zapatos, baje y vuelva a escena? El modo: ¿cómo era posible que un único puñetazo que, por lo demás, había planteado dudas incluso al médico por sus limitados efectos, consiguiera abatir con tanta violencia a un hombre haciendo que rompiera un espejo grueso y muriese desangrado? Sin duda, era posible; había visto circunstancias todavía más extrañas. Pero difícil, muy difícil. Por último, había que considerar el Asunto: las lágrimas que surcaban el rostro de Vezzi. No se llora durante una riña por motivos tan fútiles.
Entonces, pensó Ricciardi, Nespoli encubría a alguien. ¿A quién y por qué? ¿A la persona a la que había mirado? ¿Estaría al corriente de los hechos o sería cómplice? ¿Cómo sacar a la luz la verdad? ¿Acaso Nespoli veía claramente a qué se exponía? Además de su carrera, irremediablemente perdida, el cantante iba a perder la libertad, y por muchos años. Aunque no fuese intencionado, el homicidio de Vezzi había llamado la atención de la prensa y el poder de Roma; Ricciardi sabía muy bien que los jueces siempre estaban ansiosos por complacer al régimen, del cual el tenor había sido un hijo predilecto. El comisario hubiera podido apostar que la condena sería ejemplar.
Eran casi las once. Con la conciencia tranquila por el tentempié vespertino que le había dado, la tata Rosa se había ido a dormir; los profundos ronquidos que provenían de su alcoba así lo corroboraban. Ricciardi se retiró también y se cambió. Por pura escrupulosidad, se acercó a la ventana, descorrió las cortinas y miró al frente.
A la tenue luz de la lámpara, Enrica cosía; había aplazado la preparación del ajuar porque quería terminar un traje de verano para su sobrino, que cumplía un año a finales de agosto; ése iba a ser su regalo. Quería mucho al hijo de su hermana; se preguntó si amaría de aquella manera a un hijo propio, si es que llegaba a tenerlo, o si lo querría más. Suspiró y el instinto la impulsó a mirar por la ventana; se estremeció de forma imperceptible al ver que las cortinas de la ventana de enfrente se habían descorrido en un horario tan fuera de lo habitual.
Mientras observaba la pechera que acababa de bordar, sonrió para sus adentros y pensó que su familia tenía razón cuando no cesaba de repetirle desde niña que era terca como una mula.
Al otro lado de la calle, recorrida por el fuerte viento, en la oscuridad de su alcoba, Ricciardi observaba a Enrica mientras cosía. Como siempre, imaginaba que tarde o temprano hablaría con ella y le contaría cuánta paz le daba verla bordar. Entonces le pediría que bordara y él se sentaría a mirarla; ella sonreiría, inclinando la cabeza de lado y le diría que sí, con aquella voz que él nunca había oído.
Entretanto, al otro lado de la calle, el trabajo quedó terminado. Enrica dejó el bordado, y para cortar el hilo sobrante con la mano derecha tomó de la mesita la tijera y la pasó a la izquierda.
Y Ricciardi lo comprendió todo.
La cinta con las tijeras, que faltaba; alguien que trabajaba con la mano izquierda; el sentido de lo que había dicho el médico forense dos días antes; la bata demasiado grande. Y, sobre todo, comprendió aquella mirada que había durado un instante.
Pensó también, mirando al otro lado de la calle, que una mirada de un instante podía cambiar el sentido de una vida entera.
Acababa de colgar el sobretodo en la oficina cuando entró el subjefe de policía Garzo hecho una furia; detrás de él, nerviosísimo, iba Ponte, su ayudante.
—Ricciardi, ¿es cierto lo que me han dicho esta mañana? ¿Qué detuvo a un sospechoso del homicidio de Vezzi? ¿Es cierto?
Ricciardi cerró el armarito, suspiró y se volvió hacia su superior.
—Sí, es cierto. Fue anoche.
Garzo estaba fuera de sí; su cara, habitualmente sonriente y controlada, se cubrió de manchas rojas; se había aflojado la corbata y llevaba el pelo revuelto.
—¿Y por qué no se me avisó? Lo dije claramente, más de una vez, que se me mantuviera al tanto de todas las incidencias del caso, incluso las mínimas. ¿Y usted detiene al culpable y no me informa? ¡De no haber sido por mi amigo, el jefe de redacción del Mattino, que me ha telefoneado esta mañana para felicitarme, no me habría enterado de nada! Pero ¿quién soy yo? ¿Un cero a la izquierda?
Ricciardi lo miraba fríamente, con las manos en los bolsillos del pantalón.
—Está usted gritando en mi despacho y no me parece la manera adecuada de pedirme información. Ayer no pude avisarle porque eran las once de la noche y hacía ya dos horas que usted se había marchado. Además, se trata de un sospechoso, no de un culpable. Me comunico con usted como debo hacerlo, es decir, por la vía oficial. Lo que le digan sus amigos no me interesa demasiado.
Había hablado en voz baja, casi murmurando; el efecto, comparado con los gritos de Garzo, había sido increíble. Ponte, que estaba en la puerta, bajó la cabeza como si acabara de recibir un puñetazo. Maione, que había llegado a la carrera, se tapó con una mano la sonrisa de oreja a oreja; en la otra llevaba el diario.
Garzo se quedó como embalsamado. Parpadeó dos o tres veces, y al final lanzó un profundo suspiro. Miró a su alrededor y pareció sorprenderse de estar en el despacho de Ricciardi. Cuando volvió a hablar, lo hizo con un tono casi de sometimiento, aunque en su voz se notaba una vibración feroz.
—Claro…, claro. Disculpe. Le pido disculpas, Ricciardi. Entonces, si es tan amable, ¿puede decirme algo de esa detención de ayer, para que informe al jefe de policía? Ya sabe usted, para que no lo pillen desprevenido cuando lo llamen desde Roma.
Hablaba con mucha lentitud para contener la rabia. Ricciardi casi llegó a compadecerse de él.
—Por supuesto. Veamos. A raíz de ciertos datos reunidos en el curso de la investigación comenzamos a sospechar de Michele Nespoli, cantante barítono en el Real Teatro de San Carlo. Interrogado in situ por mí y por el sargento Maione, a quien se debe gran parte del mérito de la detención, confesó el crimen. Pero hay otros aspectos que debemos comprobar para valorar si hubo cómplices o móviles que ahora desconocemos. Por tanto, en estos momentos, no emitiría comunicados oficiales.
Garzo abría y cerraba la boca; a Ricciardi le recordó una enorme merluza con traje y corbata. Cuando por fin recuperó el habla, dijo:
—No estoy seguro de haber entendido bien. ¿No me ha dicho que el tal Nespoli confesó haber asesinado a Vezzi?
—Sí, pero…
Garzo levantó la mano.
—¡No! ¡No me venga con peros! Si tenemos la confesión, y la tenemos, no hay margen de duda. Le pido que me comprenda de una vez por todas, una cosa es encontrar al asesino a los dos días del homicidio, y otra es seguir indagando después de una confesión. Si se sigue indagando a pesar de la confesión, quiere decir que la solución nos ha caído del cielo sin que la buscáramos, por lo tanto, no tiene mérito. Ahora bien, yo me inclino decididamente por la primera hipótesis, y de ese modo creo interpretar la opinión del señor jefe de policía. Por tanto, mi querido Ricciardi, primero —indicó el número uno sujetándose el pulgar de la mano izquierda entre el pulgar y el índice de la derecha—, lo felicito de todo corazón por tan brillante solución del caso; segundo —y con los mismos dedos se sujetó el índice de la mano izquierda—, lo invito a que se abstenga de seguir con la investigación y de referir ninguna de sus dudas a nadie. ¿Estamos de acuerdo?
La historia de siempre. El régimen pretendía ciudades limpias y entusiastas, llenas de esperanza y fe en el sol del porvenir. Un crimen era una herida social inaceptable. Un crimen suponía que había locos, personas que no se daban cuenta de lo afortunadas que eran de tener por gobernantes a los más grandes estadistas del mundo, personas que, en este país de santos, poetas y navegantes, eran también portadoras de la simiente de la violencia extrema.
No podía haber piedad para aquél que causara la terrible herida. Había que encontrarlo y meterlo en la cárcel o matarlo, y había que encontrarlo deprisa, para que nadie viera minada su seguridad. Y si la policía había sido tan hábil y puntual en la resolución del caso, obteniendo nada menos que una confesión completa, no quedaba más que cerrar el caso y tratar de olvidar lo sucedido.
Lo antes posible.
Ricciardi no había movido un solo músculo.
—No. En absoluto. Corremos el riesgo de dejar a uno o más culpables en libertad, lo sabe usted de sobra. Y de no aclarar ciertos aspectos de este caso que en estos momentos carecen de explicación.
Se hizo un breve silencio. Maione y Ponte, que seguían en el umbral de la puerta, parecían dos estatuas. Garzo reaccionó.
—No tengo intención de volver sobre el tema, Ricciardi. Es una orden. Ah, y una cosa más, usted y yo sabemos muy bien cuántas veces acudió a mí para defender las posturas de sus más estrechos colaboradores, y también sabemos cuánto los aprecia usted. Por ello, me permito recordarle que, en caso de que se desobedezcan mis órdenes, no sólo le haré a usted responsable, sino también a ellos. De manera que el sargento Maione, aquí presente, en lugar de recibir una distinción y una más que probable gratificación en metálico, pasaría a ser el destinatario de una sanción disciplinaria. Téngalo en cuenta.
Se dio media vuelta y salió con paso marcial. Ponte se hizo a un lado para dejarle paso y, con cara de fingida aflicción, lo siguió.
Maione entró en el despacho de Ricciardi colorado como un tomate.
—¡Será mal bicho! —exclamó, y cerró la puerta a su espalda.