28

Al bajar del escenario, Michele Nespoli comprendió de inmediato que todo había terminado. En cuanto vio a los dos hombres esperando con las manos en los bolsillos, delante de la puerta, de aquella puerta, lo supo.

Se sorprendió de sentir un alivio mayor del que había imaginado; no sabía vivir con aquella amenaza constante sobre su cabeza. Maione dio un paso al frente y le tocó el brazo.

—¿Es usted Michele Nespoli? Tenemos que hacerle unas preguntas. ¿Quiere usted pasar? —le dijo, indicándole el camerino de Vezzi, cuya puerta había sido reparada.

Se hizo un pasmoso silencio. Se oía la respiración agitada de cuantos acababan de salir de escena; instintivamente, quienes estaban cerca del barítono se apartaron y lo dejaron solo, en el centro de un diminuto escenario imaginario.

Los tres entraron en el camerino. En el interior todo estaba limpio. Ya no quedaban rastros de la sangre del tenor, excepto alguna aureola de humedad en la alfombra. Habían cambiado el espejo. De no haber sido por la imagen de Vezzi, que seguía percibiendo ya más desdibujada en el rincón de la habitación, a Ricciardi le habría costado mucho reconocer la escena del crimen que se había ofrecido a sus ojos dos días antes. Nespoli, que no había bajado la mirada ni por un instante, pasó revista a la estancia con los ojos negros y profundos, deteniéndolos fugazmente en el ventanal que, como entonces, estaba entreabierto.

Maione había terminado de indicar los datos generales de Nespoli y ofrecer una descripción del asesinato. En el camerino todo era silencio. Ricciardi observaba fijamente al barítono que, orgulloso, le sostenía la mirada. Y entonces el comisario habló.

—¿Quién es la mujer?

Nespoli suspiró despacio.

—No sé de qué me habla.

Ricciardi asintió ligeramente con la cabeza, como si de alguna manera hubiese esperado aquella respuesta.

Fue Maione quien, sin alterar el tono, intervino.

—¿Quiere usted contarnos lo que ocurrió la noche del veinticinco de marzo, es decir, anteanoche?

Nespoli resopló, irritado.

—Según usted ¿qué pasó?

Ricciardi avanzó dos pasos y se volvió hacia el barítono, dando la espalda al rincón donde la imagen de Vezzi seguía salpicando sangre a su alrededor.

—Tenemos motivos para creer que, por causas indeterminadas, mató usted, de forma voluntaria o involuntaria, a Arnaldo Vezzi, y que lo mató la noche del veinticinco de marzo pasado, entre las diecinueve y las veintiuna horas.

Nespoli sonrió, una vez más solo estiró los labios. Sus ojos eran como los de un animal enjaulado.

—¿Y qué le hace creer algo semejante?

Siguieron mirándose a los ojos. Maione continuaba en su sitio, entre los otros dos. Del pasillo les llegaba un murmullo constante.

—Las preguntas las hacemos nosotros —dijo el sargento sin inmutarse.

El cantante no se mostró especialmente turbado por la acusación.

—Pregunte entonces —dijo con tono desdeñoso.

—¿Se encontró usted con Vezzi el día y a la hora del crimen?

—Sí, lo vi. Me encontré con él.

—¿Dónde?

Nespoli lanzó un leve suspiro y miró fugazmente a su alrededor.

—Aquí mismo. Mejor dicho, ahí fuera; en la puerta.

—¿En la puerta?

—Sí, en la puerta. Iba hacia mi camerino, acababa de salir de escena.

—¿Y le habló usted?

—Él me habló a mí.

Hasta ese momento Ricciardi no había intervenido en la conversación; se había limitado a mirar fijamente a Nespoli y a estudiar su actitud. Entonces dijo en voz baja:

—Oiga, Nespoli, la suya no es una situación fácil. Contamos con nuestras investigaciones y con las pruebas necesarias. Si se cierra usted, lo único que conseguirá es hacernos perder algo de tiempo, pero no podrá salvarse. Es mejor que no finja no entender lo que le preguntamos.

Nespoli se volvió hacia el comisario y sonrió.

—¿Y si tiene esas pruebas, por qué pierde usted el tiempo?

—Porque debemos reconstruir lo sucedido, por eso. Y también —y aquí Ricciardi bajó más el tono de voz—, queremos saber si hay cómplices.

Volvió a hacerse el silencio. Nespoli y Ricciardi se miraban. Maione, a su vez, los observaba a los dos, con los ojos entornados, como si estuviera a punto de dormirse; era su manera de concentrarse.

Al final, Nespoli habló y su voz, potente y contenida, retumbó como un trueno lejano:

—¿Pruebas, dice? ¿Y qué pruebas son ésas?

—Encontramos los zapatos que se cambió para no dejar en escena pisadas de barro. Es el único que en ese momento llevaba zapatos del vestuario de esa medida. Tiene los pies grandes. Es de los pocos que tenían acceso a los camerinos, el único que podía vestir las prendas de Vezzi. Y además, lo vieron cuando volvía a entrar por las escaleras y lo reconocieron.

Maione no dio señales de mostrarse sorprendido por la pequeña trampa que Ricciardi acababa de tenderle al barítono: los dos sabían que no eran más que indicios y que el padre Pierino nunca habría podido estar seguro de que la persona con la que se había cruzado en las escaleras era Nespoli y no Vezzi o cualquier otro de la misma talla. El sargento sabía que su trabajo se parecía a veces a la pesca del mújol, que practicaba los domingos cerca del puerto; y en esta ocasión, el mújol volvió a morder el anzuelo.

Y mordió con un suspiro y una sonrisa, sacudiendo un poco la cabeza.

—El cura. Maldita sea.

Parecía más divertido que abatido, como si acabara de perder una mano jugando a las cartas. En voz todavía baja, Ricciardi añadió:

—¿Qué tenía usted contra Vezzi? ¿Qué le había hecho?

—Era un canalla. Un hombre vil y mezquino. Seducía a las mujeres. Se tomaba todo tipo de libertades, se creía Dios; y no era Dios, era un hombre que no valía nada.

—Y entonces lo mató.

—No quería matarlo. Discutimos, nos peleamos. Le di un puñetazo y se golpeó contra el espejo. Era alto como yo, más corpulento que yo, pero en cuanto lo toqué se golpeó contra el espejo. Hasta para eso no valía nada.

Silencio. Ricciardi se dio la vuelta y vio las lágrimas que surcaban el rostro del payaso. Volvió a mirar a Nespoli.

—¿O sea que no merecía vivir? Y entonces el que se creyó Dios fue usted y por eso vino aquí a matarlo.

El barítono se estremeció.

—No, yo no soy Dios. Pero para mí el bueno es bueno, y el malo es malo. Y Vezzi era malo. Ni siquiera intentaba parecer bueno. En el ensayo, por ejemplo, con el pobre Pelosi. Yo estuve presente, no puede usted imaginar cómo lo trató; Pelosi es un hombre bueno, bebe pero es una persona respetable que no hace daño a nadie. Lo llamó viejo borrachín, inútil. No tuvo piedad.

—¿Y las mujeres? Ha hablado usted de mujeres.

—Sí, las mujeres. Tenía la mano muy larga, se tomaba todo tipo de libertades, con la fuerza o valiéndose de su poder pretendía sus atenciones, porque era importante, porque era el famoso Vezzi. Ahora ya no es nada.

Hablaba tranquilamente, con un tono normal, discursivo. En su voz no había asomo de emoción. Pero sus ojos, sus ojos de fiera enfurecida echaban chispas. Por extraño que pareciera, Ricciardi pensó que habría sido un magnífico actor de cine, pero no del sonoro, sino del mudo: sus expresiones no habrían precisado de subtítulos, habría bastado con la música.

—Cuéntenos exactamente qué ocurrió.

Nespoli se encogió ligeramente de hombros.

—Qué quiere que le diga… yo volvía a mi camerino, había terminado mi primera parte y me quedaban unos diez minutos. Él tenía la puerta abierta, me miró y comentó con ironía: «¡Vaya con el diletante! ¡Casi parecías un cantante de los de verdad!». Me ofusqué. Le di un empujón, y él cayó hacia atrás. Se levantó y me dijo: «Te has buscado la ruina, no volverás a cantar en la vida». Yo entré, cerré la puerta a mi espalda. Intenté disculparme, pero él repitió: «No volverás a cantar en la vida». Entonces dejé de pensar y le pegué un puñetazo.

—¿Cómo le pegó el puñetazo? ¿Dónde?

Nespoli imitó un gancho con la derecha y dijo:

—Así. En la cara, creo que le di debajo del ojo.

Se correspondía con la marca del golpe que tenía el cadáver.

—¿Y después?

—Después él cayó hacia atrás, contra el espejo, que se rompió. Empezó a sangrar por la garganta, a chorros, le salía un montón de sangre. Boqueaba, se sentó en la silla, la sangre seguía manando, a borbotones. Canalla, se le había acabado el canto. Con aquella voz de pacotilla que empleaba para tomarle el pelo a la humanidad. Con aquella alma negra.

Ricciardi miró de reojo al alma negra que, sin dejar de llorar, seguía cantando y perdiendo sangre. Pero tenía derecho a vivir, pensó. Por negra que fuera su alma.

—¿Y usted qué hizo?

—Pensé a toda prisa. No podía salir por la puerta del camerino, podían verme. Pero si salía por la ventana y volvía a entrar, con el traje de escena, durante nuestra representación, habría sido sospechoso. Casi como confesar. Entonces cogí del armario el abrigo, el sombrero y la bufanda del muy canalla y salí por el ventanal.

Indicó con la barbilla por dónde había salido.

—¿Y por dónde volvió a entrar?

—Por la puertecita, la que está junto a la entrada de los jardines. Siempre está abierta, vamos allí a fumar cuando hay ensayo.

—¿Y al regresar se encontró con alguien?

—Sólo con el cura; estaba al final de la escalera. Pero lo vi concentrado, escuchando el entreacto. No creí que me hubiese reconocido. Todavía me quedaba algo de tiempo, pensé.

—¿Qué hizo usted entonces? ¿Volvió a entrar en su camerino?

—No. ¿Cómo iba a entrar? ¿Con el abrigo y el sombrero de Vezzi? Además, aunque después del entreacto viene el coro y casi todos están en escena, en el camerino siempre hay alguien. Miré a mi alrededor con mucho cuidado, no vi a nadie, abrí la puerta y eché dentro el abrigo, el sombrero y la bufanda. Todavía estaban tocando el final del entreacto.

Ricciardi miró a Maione y éste asintió. Los tiempos se correspondían con lo que habían cronometrado esa noche.

—Entonces cerré con llave la puerta del camerino y bajé en el montacargas hasta el almacén para cambiar los zapatos.

—¿Y la llave?

Nespoli se mostró desorientado por un instante.

—¿La llave? Me la metí en el bolsillo, y después, cuando salí, fui a la playa y la tiré al mar.

Ricciardi lo miró fijamente a los ojos. Nespoli le sostuvo la mirada.

—¿Qué le dijo al encargado del almacén para justificar que los zapatos estaban sucios?

—¿A Campieri? No estaba en su puesto, a lo mejor lo llamaron y tuvo que ausentarse. Si hubiese estado, los habría limpiado lo mejor posible y habría salido a escena, arriesgándome a dejar las huellas. A esas alturas no me quedaba otra alternativa. Además, no tenía más tiempo, debía volver a actuar.

Siguió un momento de silencio. El murmullo del pasillo sirvió de fondo a la larga mirada que intercambiaron el cantante y el policía. Maione respiraba pesadamente. El alma de Vezzi lloraba, cantaba y clamaba justicia, pero sólo Ricciardi la oía.

—No me arrepiento —dijo Nespoli—. No me arrepentiré jamás.

Ricciardi salió en primer lugar, mientras Maione le ponía las esposas a Nespoli. La multitud reunida delante del Camiri no enmudeció. Acompañado del director de escena, el superintendente se abrió paso; era tal su frustración que tenía la cara morada.

—¡Esto es demasiado, definitivamente! ¡Acceder por una entrada lateral durante la representación, y meterse incluso en el escenario! ¡Y luego en un camerino! ¡A ver si comprenden de una vez por todas que esto es un teatro! ¡Uno de los principales del país!

Mientras el duque describía sus piruetas, incapaz de detenerse siquiera para respirar, Ricciardi se dio cuenta de que el murmullo de la abigarrada multitud de payasos, colombinas, arlequines y carreteros había vuelto a callar. Se volvió hacia el camerino y vio salir a Nespoli, y luego a Maione. El hombre seguía observando a todos con su mirada orgullosa, segura y desafiante; las personas que estaban más cerca se apartaron instintivamente. Nespoli miró a su alrededor una sola vez, y fue entonces cuando ocurrió.

El comisario se percató de que, por un instante, un breve y único instante, la mirada de Nespoli cambió. Fue un hecho tan repentino y pasajero que casi dudó haberlo visto, pero no podía tratarse de un error, acostumbrado como estaba a valorar las emociones a través de las miradas.

En ese instante, la cara de Nespoli se había suavizado y entristecido; se veía en ella una expresión de desesperación y derrota. El hombre fuerte y desencantado había desaparecido para dar paso a un muchacho infeliz, dispuesto a ofrecer su vida por amor; la suya era la expresión del sacrificio supremo.

Ricciardi recordó entonces que, unos años antes, se había ocupado del homicidio de una mujer a manos del marido al que ella quería abandonar para irse con su amante; tras matarla, el hombre se había quitado la vida con dos disparos de su pistola de oficial del ejército. El comisario tenía presente la imagen del asesino que repetía: «Por ti, amor mío, por ti», mientras el cerebro seguía crepitando por el calor de la pólvora.

Ricciardi recorrió la pequeña multitud para descubrir a quién había buscado con la mirada el cantante. Sabía que la clave estaba allí, en aquella mirada, el motivo verdadero del asesinato de Vezzi, la condena de Nespoli. Observó a la multitud y, en un primer momento, mientras el superintendente seguía protestando, no vio al posible destinatario de una mirada como aquélla; después, de forma inesperada, reconoció la imagen especular de los ojos del barítono. Así como en los del cantante se reflejaban la derrota, la adoración y el sacrificio, los otros estaban cargados de amenaza, le pedían que tratara de no traicionarse, de mantener aquella actitud.

El instante pasó y dejó al comisario confundido: el nuevo elemento, que no tenía intención de subestimar, cambiaba nuevamente la perspectiva. Y lo hacía de un modo radical. Sin embargo, disponían de una confesión, una confesión completa, y no podía pasar por alto ese punto.

La salida de Nespoli había producido el efecto, nada despreciable, de acallar un momento al superintendente. Pero fue sólo un momento.

—Pero… ¿es lo que parece? ¿Ha detenido al culpable? ¡Entonces debo retirar lo dicho! ¡Enhorabuena! No es que haya dudado ni por un instante del triunfo de la justicia, aunque esta última… esta última irrupción suya me llevó a pensar que, quizá, para resolver el asunto debía volver a dirigirme a sus superiores o bien, de haber sido necesario, hablar con las autoridades de Roma. Ahora bien, si llegara a demostrarse que ha dado usted en el blanco…

En voz lo bastante alta para que lo oyeran todos los allí presentes, Ricciardi dijo:

—Sí, señor duque. En efecto. Parece ser que hemos detenido al culpable.

Todos comentaron el anuncio de Ricciardi y por un momento se oyó un vocerío confuso; una sola persona, a la que el comisario observaba, no despegó los ojos del suelo.