27

Michele Nespoli estaba preparado, aunque entraría en escena más tarde: introducción, coro, dueto de sopranos y luego actuaba él. No pensaba en la ópera. Pensaba en la muerte.

Presentía que una vez más iban a impedir que cantara. Ése era el mayor peso. En esta ocasión ni siquiera contaría con el consuelo de una cara dormida a su lado para contemplarla a la luz de la luna. No es que se arrepintiera, no, había hecho lo que debía. Una vez más se había comportado según su código de honor, siguiendo lo que había aprendido de las historias que contaban los ancianos alrededor del fuego, en las terribles noches ventosas de Sila, cuando junto a las puertas de las casas se oían los aullidos de los lobos y los ladridos de los perros asustados. El código grabado en su naturaleza, que lo empujaba siempre a la lucha, al conflicto con el mundo de los hombres.

Y con aquella ciudad donde a los fuertes les estaba permitido aprovecharse de los débiles.

Michele Nespoli amaba, y ésa era una culpa que nadie le perdonaría. Amaba la música, amaba el canto. Y amaba a una mujer cuya sonrisa le había devuelto el deseo de vivir.

Tras conseguir el contrato, tuvo que buscarse otra casa donde vivir solo, pues la mojigatería de la dirección del teatro no aceptaba el concubinato y no quería arriesgarse a que lo despidieran. Michele esperó el día de Navidad para pedirle que se casara con él. Había imaginado con deleite la cara sorprendida y feliz, el estremecimiento de su rubia cabellera, el abrazo. Sin embargo, la cara de ella adoptó una expresión triste y su sonrisa fue pura aflicción. No, le contestó, por ahora no. Debía resolver algunas cosas de las que ya le hablaría más adelante. Debía confiar en ella, esperar y tener paciencia.

Michele recordaba la enorme sorpresa, el dolor que sintió, la ira, incluso, y la primera y violenta puñalada de los celos. Pero no tenía alternativa, la amaba, como él sabía amar, sin reservas. Esperaría. Entretanto, se conformaba con verla, aunque sólo fuera de lejos.

La mujer rubia escuchaba la música. En un primer momento había pensado en no asistir, por prudencia. Pero, tras reflexionar, decidió estar presente; de lo contrario, habría despertado muchas dudas, provocado muchos comentarios.

Debía evitarlo a toda costa. Evitar que las miradas indiscretas se clavaran en ella y en su hombre, que se hablara, que se hicieran insinuaciones. Debía estar presente para vigilar, para intuir, para prevenir.

Seguía la representación con los sentidos alerta, extrema atención y ojos vigilantes. Conocía cada nota, cada figura. Sabía la posición que adoptarían los cantantes, qué músicas interpretaría la orquesta. Había saludado a las amigas con las que se había cruzado sin traicionar sus emociones, sin dar un paso distinto del habitual.

Había sonreído a su hombre, lo había buscado con la mirada para infundirle ánimos y hacerle saber que estaba allí, que siempre iba a estar.

El padre Pierino no entendía: aunque estuviesen allí extraoficialmente, ¿por qué no sentarse en el patio de butacas? O quizá en uno de los palcos laterales, desde donde habrían podido ver mejor la representación.

Sin embargo, el comisario lo llevó casi hasta el escenario mismo, entre el cordaje y los cabrestantes que servían para cambiar los decorados. El sargento, por su parte, tras recibir una señal de Ricciardi se alejó y se fue otra vez a la entrada secundaria. El padre Pierino suspiró resignado; ¿acaso algún día podría disfrutar de una ópera, cómodamente sentado en una butaca?

Ricciardi se le acercó.

—¿Quién entra ahora en escena?

—Nadie, comisario. Al principio sólo hay música, dulcísima. Después, canta Turiddu. Una serenata a Lola.

—La mujer de Alfio, ¿no?

—Sí, la mujer de Alfio.

Después de una breve introducción, con el telón cerrado, una hermosa voz masculina comenzó a cantar. El padre Pierino notó que Ricciardi miraba continuamente el reloj y en una hojita iba anotando a lápiz los tiempos.

—¿Qué dice, padre? No lo entiendo.

—Es una serenata en dialecto siciliano, comisario. Le dice que es muy hermosa y que su belleza bien vale la condena, y también le dice, pero sólo es poesía, que quede claro, que se dejaría matar por ella y que no merece la pena ir al paraíso si ella no está allí. Es una profecía, porque al final Alfio lo matará.

Los dos hablaban en susurros. Al finalizar el canto, mientras la orquesta tocaba sola, se abrió el telón. Tras concluir una parte musical, entraron hombres y mujeres que, tras colocarse en el escenario, comenzaron a dialogar a coro. Ricciardi se relajó y el padre Pierino confió en que apreciase la belleza de la música; por desgracia, el cura notó que los pensamientos del comisario no estaban allí.

Regresó Maione, el grueso abrigo cubría su uniforme. Jadeaba ligeramente, como si acabara de someter su pesado cuerpo a un esfuerzo inusual. El padre Pierino se dio cuenta de que el sargento tenía los zapatos manchados de barro y que llevaba pegada alguna que otra hoja de hierba. ¿Había salido? ¿Adónde habría ido?

El sargento se dirigió a Ricciardi y le dijo:

—Ya está, comisario.

—Entonces, vamos a comprobarlo. ¿Saliste cuando te dije?

El sargento miró su reloj de pulsera, alejándolo de los ojos afectados por la presbicia.

—Sí, creo que sí. Mi reloj marcaba las ocho y siete minutos. Del escenario al camerino, menos de un minuto. De la ventana al camerino, dos minutos, incluido el tiempo para abrir la puerta de los jardines, que no conocía. Ha sido fácil, una cerradura normal. Del camerino al escenario, otro minuto, quizá menos.

Ricciardi iba contando nerviosamente con los dedos.

—Apenas cuatro minutos para los desplazamientos. Vamos a ver.

Entonces se dirigió al cura y le preguntó:

—Padre, ¿qué ocurre cuando un cantante sale de escena y luego debe volver a entrar?

—Pues… depende. Si debe volver a escena enseguida, espera entre bambalinas. Pero si el intervalo es más largo, entonces vuelve al camerino, se retoca el maquillaje, se arregla el traje. No se entretiene fuera, sobre todo para evitar enfriamientos; entre un ambiente y otro siempre hay cambios de temperatura.

El pequeño cura seguía susurrando, agitando las manos tal como tenía costumbre.

—¿Y la entrada a los camerinos desde el escenario es la misma para todos?

—Sí, primero están los camerinos del director de orquesta y de los principales cantantes; luego vienen los comunes, para los demás cantantes y los figurantes.

Los ojos de verde cristal de Ricciardi se veían en la oscuridad, mientras Santuzza y Lucia interpretaban su dúo. Detrás del comisario, la imponente silueta de Maione vigilaba en la sombra.

—Y dígame, padre, ¿para ir a esos camerinos comunes hay que pasar delante de los principales? ¿Está seguro?

—Sí, comisario, ya se lo he dicho.

En escena, tras salir las dos mujeres, entró un nuevo personaje vestido de aldeano, que cantaba con voz profunda: un joven alto y ancho de hombros. Ricciardi echó una rápida mirada a Maione, que asintió despacio. El comisario se dirigió otra vez al sacerdote, señalando al cantante con un gesto de la cabeza.

—¿Y él?

—Él es el compadre Alfio, el barítono que más adelante canta la frase que usted me dijo esta mañana. Es el marido de Lola, el que al final mata al compadre Turiddu.

—¿Y el cantante? ¿Quién es, lo conoce?

—Sí, lo he visto un par de veces esta temporada. A mi juicio, un joven muy talentoso. Tiene una carrera por delante. Se llama Nespoli. Michele Nespoli.

En escena, sentado a una mesa con un vaso en la mano, Michele cantaba atronador: «M’aspetta a casa Lola, che m’ama e mi consola, ch’è tutta fedeltà».

Continuaba la representación de la ópera; la compañía se notaba unida, los cantantes, imbuidos de sus respectivos papeles. A Ricciardi le pareció que la platea disfrutaba mucho y en varios momentos se oyeron aplausos espontáneos y sentidos. Nespoli destacaba no sólo por su voz sino por su presencia escénica; el físico atlético e imponente lo ayudaba a destacar, e interpretaba con el ardor y el empeño de quien vive y respira únicamente para cantar. Con las manos en los bolsillos y los ojos atentos, el comisario lo grababa todo sin perderse una sola palabra.

Se movió cuando, al final de un dramático dúo con Santuzza, oyó la frase que había aprendido: «Io sangue voglio, all’ira m’abbandono, in odio tutto l’amor mio finì», repetida varias veces, con fuerza y rabia, por Nespoli. A Ricciardi le pareció muy distinta de cuando la había oído de los labios muertos de Vezzi, más de lo que cabía esperar.

Con voz suave y modulada, el tenor expresaba la nostalgia de un relato; Ricciardi comprendía al fin que la imagen quería manifestar la emoción que había guiado la mano del asesino. El otro, con el timbre profundo de la voz de barítono y los ojos que despedían destellos de rabia, narraba su propio sentimiento. El comisario no tenía duda de que, en los dos días transcurridos, Nespoli sentía todavía intacta la vibración de su venganza. Y se preguntaba cómo era posible que los espectadores, los demás cantantes, el mismo padre Pierino que, como siempre, repetía las frases en voz muy baja, no se dieran cuenta y no se quedaran horrorizados.

Con un último y terrible Vendetta avró!, venganza, Nespoli salió corriendo del escenario, e inadvertidamente pasó delante de los tres espectadores ocultos. El público se puso en pie y prorrumpió en un fervoroso aplauso que ahogó a la orquesta. Desde donde se encontraba, Ricciardi, que había echado un rápido vistazo al reloj, igual que Maione, alcanzó a ver la expresión de sus ojos: estaban vacíos, como si pensara en otra cosa.

El barítono se detuvo a escuchar los aplausos, que no daban señales de disminuir; bajó rápidamente los escalones que lo separaban de los camerinos y Ricciardi, que lo siguió un trecho, vio que pasaba delante de la puerta de Vezzi sin mirar, con la cabeza erguida y la mirada fija al frente. El comisario volvió a mirar el reloj y regresó a su sitio mientras la orquesta volvía a tocar.

Cuando Nespoli regresó a escena con un agudo A voi tutti salute!, ¡Salud a todos!, habían pasado exactamente nueve minutos y cincuenta y seis segundos. Ricciardi consideró que era tiempo más que suficiente. Asistió como espectador taciturno y silencioso al epílogo de la historia y al clamoroso éxito que, también esa noche, cosechó la ópera. El padre Pierino y Maione lo miraban, el primero, ajeno a todo, el segundo, consciente de los pensamientos que cruzaban la mente del comisario. A ninguno de los dos se les escapó que la expresión de Nespoli era bien distinta de la de los demás miembros de la compañía, cuando el público reclamó que saliera sólo a recibir una ovación: el barítono sonreía con los labios, no con los ojos. Ricciardi miraba los zapatos de Alfio y las ligeras marcas que habían dejado los de Maione en el pavimento que había pisado. Barro y un poco de hierba. El cuadro estaba completo.

Ricciardi se despidió del padre Pierino mientras el público seguía aplaudiendo de pie.

—Gracias, padre. Muchísimas gracias otra vez. Su ayuda ha sido inestimable. Ahora viene la parte desagradable de mi trabajo, la que debo asumir yo. Queda en pie mi promesa, iré a verlo.

El vicepárroco lo miró fijamente, sus negros ojos, vivaces e inquietos, clavados en los verdes ojos del comisario, fijos e inexpresivos.

—Adiós, comisario. Que Dios lo ayude a no equivocarse, que sus errores los pagan los demás. Si requiriese usted de mis oficios, me encontrará dispuesto. Día y noche.

Con una última y profunda mirada, Ricciardi se dio media vuelta y, seguido de Maione, se fue hacia los camerinos.