Ricciardi recibió sin sorprenderse la información de Maione sobre los zapatos sucios del almacén del San Carlo. Sabía que se había iniciado la cuenta atrás y que se iba estrechando el cerco alrededor del asesino. Sabía que los indicios y luego las pruebas irían todos en la misma dirección para confluir en la verdad incontrovertible. Era lo suyo, como siempre.
Y así, como de costumbre, le dio a Maione un nombre y un apellido para que se pusiera a reunir otros datos necesarios para la investigación. Maione partió como una exhalación.
Por su parte, el comisario marchó rumbo a la parroquia de San Ferdinando; iba a invitar al padre Pierino. Quería ir a la ópera esa misma noche.
Se besaron por primera vez al comienzo del otoño. Hubo sonrisas y caricias, y luego aquel abrazo desesperado. Tenían la misma rabia, las mismas ganas de sobrevivir al hambre, a la gente, a todo. Y ahora ya no estaban solos. Como parecía evidente que ya nadie lo buscaba, Michele se planteó buscar trabajo. El orgullo le impedía seguir valiéndose de los escasos medios de su mujer, que contaba con un oficio, aunque no con pingües ganancias. Y tenía claro que ya no podría seguir cantando en las tabernas, donde seguramente ya se sabía lo ocurrido en la Trattoria della Mattonella. Empezó entonces a recorrer las numerosas obras de la ciudad para ofrecerse como peón. Encontró un trabajo a jornal, en la restauración de un edificio en Monte di Dio, no lejos de donde vivía.
Por la noche regresaba a casa destrozado, pues el trabajo pesado lo dejaba sin fuerzas; además, echaba de menos la música con la que siempre había alimentado su alma. Y nuevamente, antes de dormirse, el fantasma de su gente, que tanto se había sacrificado por él, le pedía cuentas de lo que hacía y lo que era aún peor, de lo que no hacía. Después, a la luz de la luna que se filtraba por la ventana, contemplaba la cara tranquila de su mujer y encontraba la justificación de todo, y entonces él también se dormía.
Sin embargo, ella sabía hasta qué punto se sentía Michele frustrado por la situación. Un día, cuando él regresaba bajo la lluvia, lo recibió con una amplia sonrisa y le dijo que, a través de una amiga, le había conseguido una audición nada menos que con el director de la orquesta del San Carlo, el maestro Mariano Pelosi. Era el 10 de noviembre.
Cuando el padre Pierino se encontró frente a frente con Ricciardi, se preocupó. En los ojos del comisario brillaba una luz fría, los músculos de la mandíbula se le contraían y los labios se apretaban en una finísima línea.
—¡Comisario! ¿Usted por aquí, tan temprano? No esperaba verle hoy. Pase, por favor, venga a la sacristía.
—Gracias, padre. Perdone si vuelvo a molestarle. Pero he venido para mantener la promesa que le hice.
—¿Cuál?
—¿Le gustaría acompañarme a la función de esta noche? Lo voy a necesitar.
El padre Pierino adoptó una expresión triste.
—Entonces quiere ir al teatro por trabajo. No es eso lo que yo tenía en mente cuando le hice prometer que iría a la ópera.
Ricciardi bajó la vista un instante. Cuando volvió a mirar al cura, sus ojos habían perdido la expresión febril.
—Tiene razón, padre. Es por trabajo y eso no me libera de mi promesa. Sigo obligado con usted y le renuevo la promesa de ir, en la primera ocasión que se presente, a ver la ópera que usted prefiera. Pero esta noche me gustaría pedirle de todos modos que me acompañara, si no tiene usted ningún inconveniente. ¿Cómo decirlo? Me sentiría en cierto modo más sereno.
El vicepárroco sonrió y apoyó la mano en el brazo de Ricciardi.
—De acuerdo, comisario. Lo acompañaré como me pide. Y lo ayudaré otra vez, pero me gustaría que fuese indulgente con usted mismo, al menos por una vez. Y que buscara los buenos sentimientos que, me consta, tiene usted guardados en el fondo del alma.
Ricciardi asintió, serio.
—Hasta la noche, padre. Y gracias de nuevo.
Michele sintió una inmensa emoción al verse en el escenario del San Carlo. Naturalmente, en los años pasados en el conservatorio había asistido a la representación de numerosas óperas, aferrado a la barandilla del gallinero, conteniendo la respiración y cantando para sus adentros los papeles de los barítonos. Sabía muy bien que su voz era muy adecuada para los papeles fuertes, los de gran impacto emotivo, y que el hecho de haber adiestrado las cuerdas vocales cantando en las tabernas lo ayudaría a presentarse a la audición en condiciones aceptables.
Con él había una decena de aspirantes; el papel que ofrecían era para algunas óperas de esa temporada, en una compañía de apoyo que dependía del teatro. El sueldo era bueno, pero la posibilidad de hacer realidad su sueño iba más allá de toda ganancia, pues en caso de que consiguiera el puesto, el fantasma del fracaso que lo acompañaba constantemente desaparecería al fin.
Cantó con todo el corazón, con toda el alma; Rigoletto, su papel favorito, vibró redivivo en su potente voz. Nadie interpretó con su rabia, con su pasión. A Pelosi, que a lo largo de su dilatada carrera había oído a muchísimos cantantes encarnar ese papel, le brillaron los ojos de admiración y sorpresa. Michele resultó ser el mejor y consiguió el papel.
Cuando regresó a casa, le parecía estar flotando, tal era su felicidad. Abrazó a su mujer y tuvo la sensación de encontrarse en el cielo.
Como debía ir a la ópera, Ricciardi pasó antes por su casa; no quería que la tata se preocupara más de lo debido y temía su reacción posterior. Aunque eso no le ahorró una vehemente protesta: la tata se encargó de confirmarle que si seguía así, sin respetar los horarios, acabaría enfermando del estómago, que al no avisarle le dificultaba las cosas, que no tenía nada para prepararle de comer.
No era cierto, pues en la mesa aparecieron inmediatamente algo de carne fría y verdura cocida, y Ricciardi pensó que le convenía regresar más temprano todas las noches para evitar el dolor de estómago.
Cuando terminó de comer, fue a cambiarse; se puso el traje oscuro. Después descorrió las cortinas de la ventana de su alcoba aunque sólo pudiera dedicarle un instante, no quiso faltar a su cita secreta. No se le pasaba siquiera por la cabeza que Enrica supiera que él la miraba; por eso no advirtió la reacción sorprendida de la muchacha, que en ese momento ponía la mesa para la cena. Disfrutó de sus movimientos lentos, agraciados, de la encantadora danza doméstica de la muchacha, de la habilidad de aquella mano izquierda, de la feminidad de su cabeza apenas inclinada para calcular la distancia que había de un plato a los cubiertos y de éstos a las copas.
Tuvo que esforzarse para apartar la vista de Enrica. Pero el encuentro que lo esperaba poco después reclamaba su presencia: no podía faltar a la velada de esa noche en el teatro.
Tal como habían acordado, Maione lo esperaba en la entrada de la jefatura. Ricciardi lo interrogó con la mirada. El sargento negó con la cabeza.
—No mucho. Vive solo, en un pequeño apartamento por la zona del conservatorio, desde hace apenas unos meses; nadie sabe dónde estaba antes. Consiguió trabajo hace poco, es el primer año, pero dicen que es bueno; muy bueno. Lo otro lo sabremos mañana. He dado el encargo a dos personas, Alinei y Zanini.
—De acuerdo. Mantenme informado en todo momento. Y ahora vamos, que el padre Pierino nos estará esperando fuera.
El San Carlo había recuperado su antigua apariencia; en relación con la noche del estreno, se veía menos elegancia y menos lujo, pero más pasión auténtica y más preparación en el patio de butacas. El padre Pierino esperaba a Ricciardi y entretanto observaba las caras de los espectadores que iban pasando por la entrada principal del teatro, y se divertía adivinando por sus atuendos, sus edades y expresiones qué localidad ocuparían. El teatro le gustaba más en esas veladas; percibía el amor por la lírica, el conocimiento de las partituras y ni siquiera se molestaba cuando, a veces, el error de algún cantante era castigado con sonoros silbidos, aunque él era más indulgente.
Cuando el comisario llegó, acompañado del sargento Maione, el cura acudió alegre a su encuentro.
—¡Buenas noches, mi querido comisario! ¡Aunque haya venido por trabajo, sin duda quedará fascinado por el ambiente del teatro!
Lanzando una rápida mirada a su alrededor, Ricciardi lo aferró del brazo.
—¡Calle, padre! Ésta noche el comisario y el trabajo no existen. Nadie debe saber que estoy aquí. Enséñeme por dónde suele entrar usted.
Desorientado, el padre Pierino se excusó con la mirada y señaló hacia el final del pórtico; allí, en un entrante se encontraba el portoncito de la entrada lateral. Los tres se encaminaron en esa dirección y entraron; salió a su encuentro Patrisso, el portero, que en un primer momento no los reconoció.
—Perdonen, señores, ésta es la entrada de servicio, no se puede… ¡Ah, padre Pierino, es usted! Y… ¡sargento, comisario, buenas noches! ¿Qué puedo hacer por ustedes?
Fue Maione quien contestó al portero.
—Buenas noches, Patrisso. ¿Cómo es que todavía tienen abierto este lado?
—Es que por aquí pasan el personal de escena, los materiales y cosas así, y tenemos abierto hasta un cuarto de hora antes del comienzo. Después cerramos; si alguien tuviera que salir, está la puertecita del zaguán que da a los jardines reales. En caso de emergencia, por ejemplo. Iba a cerrar ahora mismo.
Ricciardi se preguntaba si la entrada de un asesino podía considerarse una emergencia. Fuera la respuesta afirmativa o negativa, para eso había servido la puertecita de los jardines la noche del estreno.
—Y dígame, Patrisso, ¿alguna vez hay alguien, no sé, un cantante, por ejemplo, que salga o entre durante la representación?
Patrisso abrió los brazos.
—Comisario, ¿cómo voy a saberlo? Ya se lo he dicho, nosotros cerramos y vamos a reforzar al personal de la entrada principal. Claro que puede haber quien salga a fumar, entre bambalinas no se puede porque es peligroso. Nadie se creería lo que llegan a fumar los cantantes. Y eso que viven de sus voces. O a tomar el aire, a estirar las piernas para relajarse. Aunque con este viento, no. Los enfriamientos son el peor enemigo de un cantante.
Los tres escuchaban con atención. Ricciardi reconstruía mentalmente los posibles acontecimientos de la noche del estreno; ya estaba seguro de haber entendido cómo había ocurrido todo e incluso de saber quién podía ser el asesino, al menos con cierto margen de aproximación. Cualquier nuevo dato que consiguiera podía contribuir a confirmar su hipótesis. Para el comisario, aquello no representaba ninguna satisfacción, no era más que un indicio de que se estaba acercando a la verdad.
Volvió a pensar en la imagen de Vezzi que contaminaba aún el camerino cerrado, con las rodillas levemente flexionadas y la mano tendida, y en el canto desesperado de una romanza que no era la que le tocaba interpretar. Y en las lágrimas, las lágrimas que surcaban su rostro maquillado: un dolor inmenso, definitivo, que no admitía perdón. Vezzi era el ejecutor de la extrema venganza, su propia condena. Acompañado de Maione y el padre Pierino, Ricciardi ascendió la escalinata que llevaba a los bastidores y los camerinos pensando en la muerte.