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Cuando Maione oyó la voz de Ricciardi que lo llamaba, por el tono intuyó que había cambiado la marcha de la investigación. La experiencia le había enseñado, sin margen de error, que había un momento exacto en que, a raíz de un interrogatorio, un careo o una palabra clave, el comisario se orientaba hacia la verdad, comenzaba a ver la luz. En esos momentos, la exclamación era, indefectiblemente, «¡Maione!». Y él se ponía contento, por él mismo y por el comisario porque, una vez concluida la operación, podría disfrutar de un momento de paz por fugaz e ilusoria que fuese.

Restregándose las manos, como el viejo perro de caza que se pone a menear el rabo en cuanto oye que descuelgan la escopeta del armero, se asomó a la puerta:

—¡Usted dirá, comisario!

Michele Nespoli tenía veinticinco años y era calabrés. Su familia era pobre aunque fuese propietaria de una pequeña parcela y un rebaño no lejos de Mormanno, en Sila. Eran nueve hermanos, él era el tercero, el primer varón. Desde pequeño, además de su carácter impulsivo, alegre y fuerte, había mostrado una gran pasión por el canto y hecho gala de una hermosa voz. En el pueblo no había fiesta, reunión de campesinos o pastores en la que no se le pidiera a Michele que cantara; y cuando él dejaba oír su voz de ángel, todos sonreían, dejaban de pelear o simplemente se callaban. Ni el vino ni los juegos de cartas eran distracción suficiente; su voz detenía los corazones.

Resultó natural, pues, que la familia, y buena parte de la aldea, contribuyeran con sus limitados recursos a enviar a Michele a estudiar canto al conservatorio de San Pietro a Majella, en Nápoles, la más grande institución meridional, y entre las mejores de Italia.

Con el paso de los años, el timbre de la voz de Michele se hizo más profundo, y el muchacho fue cultivando una fina entonación y una magnífica expresividad; sin embargo, como en todos los aspectos de la vida en los que, además, hay que ganar dinero, le habría resultado útil un poco de diplomacia y de aptitud para la adulación.

Por desgracia, éstas eran unas cualidades de las que carecía Michele, que, para colmo, tendía a ser colérico y orgulloso en demasía, algo que demostró al reaccionar a las propuestas de un viejo maestro de solfeo, con tendencia a poner buenas notas a cambio de actitudes cordiales, propinándole una bofetada en público. Durante unas terribles semanas lo suspendieron de los estudios y temió haber perdido por culpa de un impulso los años de sacrificios de él y de sus paisanos: ¿con qué cara regresaría a la aldea? ¿Qué explicaciones podía ofrecer? Afortunadamente, su diploma quedó a salvo gracias a su indudable talento. Aunque ya se había labrado fama de persona conflictiva y de poco fiar, y le costó mucho conseguir papeles con los que poder mantenerse en la ciudad.

Comenzó entonces una época de estrecheces; de día trabajaba de camarero en los bares, de noche cantaba en el paseo marítimo o en restaurantes, acompañado por un coro desordenado de borrachos que batían palmas. Pero él era calabrés, no se daría por vencido. Había llegado a Nápoles cuando era un muchachito para convertirse en cantante, y por Dios, que llegaría a ser cantante.

Con el tiempo se dio a la bebida; pensaba irónicamente que bebía para seguir el ritmo de quienes lo aplaudían en las tabernas. Pero la realidad era que por la noche no estaba lo bastante cansado para dormirse enseguida, y el fantasma del fracaso bailaba alegre a su alrededor. Para aturdirse se ganaba el vino de mala calidad que le daba alivio a cambio de cantar un poco más de lo pactado. Mientras interpretaba sólo debía prestar atención para no exagerar, para mantener la dicción, de lo contrario se habrían reído de él, algo que detestaba. Había empezado la caída y habría llegado cada vez más bajo de no haber sido por lo que ocurrió la noche del 20 de julio de 1930.

Ricciardi tenía bien claro lo que debía hacer. Tras su conversación con el padre Pierino se había dado cuenta del verdadero valor del mensaje del Asunto en lo que respectaba a Vezzi. Naturalmente sabía que se trataba de una indicación, de un simple indicio; pero ya tenía claro que el asesino no habría tenido necesidad de volver a entrar tras escapar por la ventana si no hubiese tenido que participar en la función. Por tanto, había que buscar entre las personas que podían encontrarse entre bambalinas durante la ópera, es decir, cantantes, comparsas, operarios y técnicos.

Y debía tratarse de un hombre, para poder llevar el abrigo de Vezzi, que era corpulento, y ser capaz de saltar por la ventana: un metro y medio, de acuerdo, pero a pesar de todo, se trataba de un buen salto. Y volver a entrar en el camerino de Vezzi arriesgándose a que lo descubrieran, para después salir otra vez sin disfraz alguno.

Había que buscar algún elemento, en primer lugar, un par de zapatos manchados por la hierba de los jardines reales y tal vez también un poco de barro. La inspección llevada a cabo la noche en que se cometió el crimen había permitido ver que las marcas dejadas tras el salto en el arriate eran bastante profundas, lo cual hacía pensar en una persona de cierto peso. Después había que buscar una prenda, o más de una, manchada de sangre; por el estado en que se encontraba el camerino, parecía imposible que el asesino no se hubiese manchado.

Ricciardi obtuvo de Maione la confirmación de que, la noche del crimen, el teatro había quedado bajo vigilancia, por lo tanto, nadie pudo llevarse objeto ni prenda alguna. Después le pidió ciertos datos operativos.

—Sin causar alarma ni levantar sospechas, debemos tratar de averiguar si alguno de los cantantes, las comparsas o los trabajadores entró en el almacén y la sastrería del teatro para cambiarse los zapatos o la ropa sucia. Si lo hizo y después no pudo llevárselos, entonces tienen que seguir allí. Debemos encontrarlos.

—Y en particular, comisario, ¿qué debemos buscar?

—Hombres. Hombres altos y corpulentos.

A las once de la noche del 20 de julio de 1930, Michele Nespoli estaba cantando «Santa Lucia luntana», en la Trattoria della Mattonella, en los Quartieri Spagnoli. Ésa noche había empezado a beber antes de hora, el calor feroz del verano le recordaba las montañas de su tierra, el Pollino oscuro y silencioso al que cantaba desde la ventana de su casa de Sila. Y a su madre y sus ásperas caricias.

La sala se fue llenando de la desesperada melancolía de la canción; todos los presentes tenían seres queridos que habían embarcado con rumbo a tierras muy lejanas, como decía la canción, y que no volverían a ver nunca más. Algunos, achispados, terminaron apoyando la cabeza sobre la mesa y llorando sin recato. Fue entonces cuando un hombre, que según se supo después acababa de salir de la cárcel, se dirigió bruscamente a Michele y lo conminó a que cambiara enseguida de canción. Michele, que estaba en medio de la última estrofa, con los ojos llenos de su propia emoción, no se dio por aludido y se empeñó en terminarla. El hombre, casi sin poder tenerse en pie, tiró una silla al suelo, aferró un cuchillo de la mesa y volvió a pedirle, esta vez a gritos, que dejara de cantar. Mirándolo fijamente, desafiante y burlón, el cantante terminó la canción con un maravilloso agudo. Y entonces, lanzando un grito atroz, el hombre se abalanzó sobre él blandiendo el cuchillo.

Hubo un breve forcejeo; ninguno de los allí presentes, quizá a causa de los sentidos embotados por la comida y el vino, aunque más probablemente porque nadie quería meterse en líos, consideró conveniente intervenir. Todo duró apenas treinta o cuarenta segundos, tras los cuales, Michele quedó sentado en el suelo, jadeando, con un corte profundo en el brazo izquierdo. Pero el hombre que lo había atacado ya no se movía y el cuchillo que momentos antes había llevado en la mano le asomaba ahora clavado en el corazón. En la sala se hizo un profundo silencio. La dueña del mesón se acercó al cantante y le dijo:

—Muchacho, vas a tener que irte.

Y le abrió la puerta. Con dificultad, tambaleándose, Michele salió y se perdió en el laberinto nocturno de los Quartieri Spagnoli.

El almacén se encontraba en la cuarta planta del teatro, anexo a la sastrería. Ricciardi ya lo había visto en su primera visita al reino de la señora Lilla. La gestión del material de escena, objetos tales como armas, sombreros, zapatos, no correspondía a la sastrería, sino a un viejecito ágil y alegre llamado Costanzo Campieri. Maione lo encontró en su puesto de trabajo y supo que prácticamente nunca se iba a su casa.

—Sargento, yo no tengo familia y lo único que me importa es este trabajo. Además, soy responsable de la ropa, lo cual no es poco; en estos tiempos de hambre y desesperación, hay quien sería capaz de matar por unos zapatos.

—Hablemos de la noche del miércoles. ¿Hubo algún movimiento raro? En general, ¿se cambian los objetos del escenario?

Campieri se rascó la cabeza calva y contestó:

—Algunas veces se puede romper algo durante la función, y entonces la cambiamos, si es posible, entre una escena y la siguiente. O la arreglamos, si podemos. Yo una vez arreglé el sombrero del faraón de Aida, que se había roto en la parte de atrás cuando el cantante todavía no había salido a escena. Estoy hecho un artista. Otra vez…

—Ya me lo contará luego. Volvamos al miércoles, ¿sabe si vino alguien a cambiarse?

—No, no vino nadie, pero algo raro sí que pasó. Me di cuenta ayer, cuando pasé revista.

Maione prestó atención.

—¿Y qué era?

—Encontré unos zapatos en el lugar de otros. Zapatos sencillos, de hombre, grandes, número cuarenta y cinco. Negros, normales. Iguales, idénticos a los otros.

—Y si eran iguales, ¿cómo se dio usted cuenta?

—Porque yo los zapatos los tengo siempre bien lustrados. Y éstos los encontré con la suela sucia de hierba y barro.

Michele no recordaba casi nada desde el momento en que salió del mesón hasta que se despertó en el portal desconocido. Le parecía haber oído los silbatos de los agentes de la policía, aunque podía ser cosa de su imaginación. Lo que estaba claro era que había perdido mucha sangre y que le dolía el brazo.

Se despertó al notar la frescura del paño mojado que le habían colocado sobre la frente y la suavidad de la tela que le habían puesto debajo de la cabeza. Al abrir los ojos vio algo muy raro, una mujer que lo observaba de cerca. Un rostro ovalado, de dulces contornos, los ojos azules y preocupados, la boca con un gesto de leve enfado; el cabello largo hasta los hombros, el camisón sencillo, de color blanco. Michele se quedó embelesado, como cuando una imagen queda atrapada en los ojos y ya no los abandona.

—Quédate quieto, no te muevas, has perdido mucha sangre. En cuanto puedas, te levantas y te vienes conmigo, que no tengo fuerzas para llevarte hasta arriba.

La voz era un bisbiseo, pero se notaba su tono solícito e imperioso. Con esfuerzo y decisión, Michele se incorporó hasta quedar sentado.

—Ya puedo. Será mejor que me vaya, no quiero meterte en líos.

Ella le puso la mano sobre el brazo sano para retenerlo.

—No te puedes ir, ahí fuera está lleno de esbirros. Van de aquí para allá, seguro que ha ocurrido algo malo; yo no quiero enterarme, pero ya te lo he dicho, ni se te ocurra moverte, que con toda la sangre que has perdido te puedes morir. Después, cuando te recuperes, si quieres ir a ver a la policía por tu propio pie, eso es algo que no me incumbe y puedes hacer lo que te parezca. De momento, por caridad cristiana tengo que ayudarte.

El razonamiento era de una claridad meridiana; además, Michele no tenía ganas de marcharse en plena noche para buscar su perdición, cuando él no había hecho más que defenderse. De modo que se apoyó en el brazo de ella, sorprendentemente fuerte pese a ser una joven tan menuda, y subió la escalinata de la casa solariega.

La mujer vivía sola, en un minúsculo apartamento que había en el desván del antiguo edificio. La salida que estaban utilizando se encontraba en la planta inferior. En los meses que Michele pasó allí, se cruzó con algunas personas, hombres y mujeres, que le sonreían sin dirigirle la palabra. Descubrió que entre los habitantes de ciertos barrios existía una solidaridad callada, una ley del silencio que se imponía a los de fuera. Ignoraba lo que la muchacha había contado de él, ni cómo había justificado su presencia, si es que lo había hecho, pero, por extraño que pareciera, tenía la certeza de encontrarse en un lugar seguro.

Uno de los primeros días, por la ventana abierta oyó a dos guardias y a la portera que conversaban en el patio. Estaba claro que preguntaban por él y lo describían con todo lujo de detalles. La mujer, a la que él había visto más de una vez, negó conocerlo con tanta decisión y firmeza, que Michele sonrió e incluso llegó a dudar de encontrarse allí.

La fatalidad quiso que cantara. Ocurrió al cabo de una semana, mientras se afeitaba en el fregadero de la cocina con un cuchillo más afilado que de costumbre. No se dio cuenta siquiera, era sábado y lucía el sol. La muchacha había salido a comprar algo de pan y fruta, él se sentía mejor y estaba tranquilo. Y entonces, de forma espontánea, le dio por cantar una canción reciente muy en boga, «Dicitencello vuje». En un momento dado cayó en la cuenta de que por la ventana abierta ya no llegaban los ruidos de la mañana, ni siquiera las voces de los niños que jugaban. Preocupado de haberse delatado, se asomó; quizá la policía aparecería de un momento a otro.

En el patio, tres plantas más abajo, se había reunido un pequeño grupo; vio a una decena de personas y unos cuantos niños que miraban hacia arriba, boquiabiertos. Una anciana escuchaba extasiada. La muchacha entró con un envoltorio de papel de diario, miró a su alrededor, desorientada. Del grupo se separó la portera, que la besó y la abrazó. Desde un balcón del segundo piso llegó el aplauso de un hombre en camiseta; que recordara, Michele nunca había conseguido un éxito tan clamoroso. A partir de entonces, para la gente del barrio se convirtió en ’o Cantante y ella en a’nnammurata d’o Cantante.