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En la mente de Ricciardi se iba dibujando una posible dinámica de los acontecimientos. No incluía los hechos, porque todavía se le escapaban demasiados detalles, sino las emociones que estos hechos habían generado. Él trabajaba así: creaba un esquema, una geografía de las emociones que encontraba. Aquello que iba reuniendo mediante el Asunto, los sentimientos de aquéllos a quienes interrogaba, el asombro, el horror de los presentes. Después intentaba analizar el alma de la víctima, sus lados claros y oscuros, a través de las palabras, las miradas de quienes la habían conocido.

No elaboraba las palabras de los testigos, pues corría el riesgo de recordarlas mal; además, fuera del contexto en que eran pronunciadas, perdían sentido, importancia. Guardaba en su memoria la actitud, la expresión, la pasión de quien hablaba, la emoción que destilaban y, en especial, la que se ocultaba bajo la superficie. En resumidas cuentas, más que escuchar, sentía.

En el homicidio de Vezzi, en la forma en que había sido sorprendido por la muerte, sentía un único impulso violento, no reiterado. Una solitaria ola de odio firme y limpio, y la destrucción que, al retirarse, había dejado en la orilla. Y sentía que habían cogido al payaso desprevenido, con su último canto doliente. Pero Ricciardi también sentía que las palabras y el tono del canto eran disonantes, que quien cantaba era la víctima, no el autor del sentimiento de venganza.

Con el tiempo había aprendido que el Asunto podía llegar a veces a alejarlo de la solución de los delitos. En cierta ocasión, las últimas palabras de una muchachita asesinada se referían al padre y en esa dirección habían orientado las investigaciones. Pero el padre al que se refería era un cura y quien fue a parar a la cárcel no era el asesino. Desde entonces trataba de dar a las palabras el peso que podían tener, sin excluir nada.

Por aquella disonancia, por la falta de armonía que percibía entre la palabra y la emoción, había vuelto a citar al padre Pierino. No sabía si quería ver al experto en ópera lírica o al confesor capaz de entender el espíritu de las personas, aunque con parámetros muy alejados de los suyos.

Cuando Maione condujo al sacerdote al despacho, Ricciardi se levantó para recibirlo.

—Gracias por venir enseguida, padre. Tengo verdadera necesidad de hablar con usted.

El sacerdote sonrió, como siempre.

—Mi querido comisario. Ya le he dicho que para mí es un placer poder ayudarlo. ¿Cómo van las cosas?

—No demasiado bien, me temo. Creo haber entendido algo, pero aún quedan algunos aspectos para mí oscuros. Hábleme, padre. Hábleme de Pagliacci y de ese personaje que interpretaba Vezzi. Canio, ¿verdad?

El padre Pierino se acomodó mejor en la silla, entrelazó los dedos sobre la barriga y dirigió la mirada hacia la ventana sacudida por el viento.

—En efecto, Canio. El payaso enfurecido. Veamos, el auténtico drama de los celos, como usted bien sabrá, es Otelo. Con música de Verdi, libreto de Boito, basado en la tragedia de Shakespeare. El Moro de Venecia, según recordará usted. Se trata de un crescendo de emociones que culmina con la muerte por asfixia de Desdémona y el suicidio de Otelo. En realidad, Desdémona es inocente. Todo ha sido urdido por Yago, el traidor.

»En Pagliacci, igual que en Cavalleria rusticana, las cosas son diferentes. La mujer es culpable, la traición existió de veras. Se trata de traición entre hombres y mujeres, es real, pertenece a la vida cotidiana y, como dice Tonio en el prólogo, puede ocurrirle a cualquiera. No tiene nada de raro, nada de exótico. No hay dinero, soldados, góndolas ni dogos.

Ricciardi escuchaba con la máxima atención, mirando fijamente al cura.

—O sea que Canio, pese a ser payaso, no es un personaje alegre.

—En efecto, comisario. Es más, si tuviera que darle mi opinión, creo que el personaje de Canio es uno de los más tristes de toda la ópera lírica. Un hombre condenado a hacer reír, que vive con la obsesión de no resultar ridículo. Cuando Peppe, el Arlequín, lo llama para que salga a escena mientras sufre por los celos, enloquece definitivamente.

—Y en escena mata a la mujer y a su amante.

—Eso mismo. Aquí también hay un delator: es Tonio, el payaso jorobado. Su deformidad representa la maldad, la perfidia. Pero en realidad, aunque lo haga por egoísmo, porque le había echado el ojo a la mujer de Canio, él dice la verdad: Nedda, Colombina, tiene un amante. Y en eso radica la belleza del libreto porque, precisamente en escena, donde se encuentra la simulación, se consuma el verdadero drama, como si se pretendiera decir que la vida acaba encontrándose siempre a sí misma, en la calle, en las casas e incluso en el escenario.

—¿Entonces Canio mata a Tonio y a Nedda?

El padre Pierino se echó a reír.

—¡No, no! Tonio no es el amante de Nedda, sino Silvio, ¿no se acuerda? Ya se lo dije. Un joven del pueblo, que no formaba parte de la compañía de cómicos. Canio mata a Nedda y después a Silvio, porque este sube al escenario para ayudar a la mujer.

—O sea que el amante no actúa con Canio. ¿Es eso?

—Exactamente. Es un personaje no especialmente importante, un barítono.

—Y cuando Canio comprende que Nedda tiene realmente un amante, enloquece de celos.

El padre Pierino asintió, absorto.

—Sí, se confunden ficción y realidad. Canio interpreta al marido traicionado, y cuando descubre la verdad, se arranca el traje mientras canta: No, pagliaccio non son!, y entonces apuñala a su mujer.

Ricciardi volvía a ver la imagen del payaso con el rostro cubierto de lágrimas, la sangre que lo manchaba todo a medida que le brotaba a chorros del agujero de la carótida, la mano tendida hacia adelante, mientras cantaba…

—Io sangue voglio, all’ira mabbandono…

In odio tutto l’amor mio finì! —concluyó por él el padre Pierino, mientras aplaudía y reía divertido—. ¡Bravo, comisario! ¡Veo que ha estado estudiando! Muy hermosa la cita y muy adecuada, dado que las dos óperas se representan juntas. En realidad, cuentan la misma historia y los personajes están más próximos de lo que pueda imaginarse.

Ricciardi miraba al cura sin comprender.

—¿Qué personajes, padre?

—¡Canio y Alfio! La frase que acaba de recitar, ¿no?

—¿Pero no es Canio quien la canta en Pagliacci?

—¿Se burla de mí? No, no, la canta Alfio en Cavalleria rusticana. Él también es un marido traicionado. Es su última intervención cuando sale del escenario, antes del entreacto. La dice al final del dueto con Santuzza, que le revela que su mujer lo traiciona con el compadre Turiddu, a quien matará en duelo al finalizar la ópera. Pero si usted no lo sabía…, ¿dónde la ha oído?

Ricciardi miraba ahora el vacío, ligeramente inclinado hacia adelante en la silla. Se le había abierto una perspectiva del todo nueva que permitía encajar muchas piezas del rompecabezas.

—¿Cómo ha dicho usted? El barítono…

—Alfio es un barítono, sí. Debe tener una voz profunda, para dar fe de la fatiga…

—No, no, padre —lo interrumpió Ricciardi, levantando la mano—, la frase que ha dicho al referirse al otro barítono, a Silvio. Usted ha dicho «un personaje no especialmente importante». ¿Es así?

El padre Pierino estaba confundido.

—Sí, eso he dicho. Pero no es él quien pronuncia la frase que ha citado. ¿Se encuentra usted bien, comisario? Se ha puesto pálido.

Ricciardi parecía hablar consigo mismo, aunque se dirigiera al cura.

—¿Cuántas veces, durante la confesión, habrá tenido usted ocasión de enterarse de sentimientos y emociones de gente «no especialmente importante»? Yo, a todas horas, todos los días, veo la congoja y el delirio de gente así.

El padre Pierino protestó vivamente.

—¡Pero yo no me refiero a la gente de verdad! Se trata del teatro. No debería usted decirme eso, precisamente a mí. El Señor fue el primero que afirmó que todos los hombres tienen la misma importancia. ¿Está usted seguro de que sus señores —e indicó las dos fotografías de la pared— dan la misma importancia al homicidio de Vezzi que, por ejemplo, al de cualquier carretero de los Quartieri Spagnoli?

Sorprendido por la vehemencia de la reacción del padre Pierino, Ricciardi sonrió con tristeza.

—Tiene usted razón, padre. Tiene usted razón. No es eso lo que quería decir, de todos modos le pido disculpas. Comprendo que pueda pensarlo, pero no es eso lo que yo quería decir. La cosa es que a estas alturas me resulta difícil pensar que el amor puede ser algo más que el móvil principal de los crímenes. Créame, padre, si no es el amor es el hambre y en ese caso es más sencillo. El hambre es comprensible. Es algo directo, inmediato. El amor, no, el amor sigue otros caminos.

—No puedo creer que lo piense de veras, comisario. El amor no tiene nada que ver en ese tormento. El amor mueve el mundo, es el de los padres de familia, el de las madres y sobre todo el de Dios. El amor consiste en querer el bien de quien se ama. Y no su sangre, su dolor, porque eso es un castigo.

Ricciardi miraba al cura con los ojos encendidos, parecía que un inmenso fuego interior lo hiciera temblar. El hombre bisbiseaba, moviendo apenas los labios. Emitía un silbido y el padre Pierino se encogió instintivamente en la silla, casi horrorizado.

—Yo lo veo, ¿me comprende, padre? Veo y siento el dolor de los muertos que siguen aferrados a la vida que ya no tienen. Y sé cómo es, siento el rumor de la sangre que fluye. El pensamiento que los abandona, la mente que se agarra con las uñas al último retazo de existencia que se escapa. ¿El amor, dice? Si supiera usted cuánta muerte hay en su amor, padre. Cuánto odio. Permítame que le diga que el hombre es imperfecto, padre. Lo sé muy bien.

El padre Pierino observaba al comisario con ojos desorbitados. De algún modo comprendía que Ricciardi hablaba en serio, que no se servía de metáforas. ¿Qué había en el ánimo de aquel hombre? ¿Qué ocultaban aquellos ojos transparentes y desesperados? El vicepárroco sintió una pena inmensa y una humana repulsión.

—Yo… yo creo en Dios, comisario. Y creo que si a algunos les reserva un sufrimiento mayor que a otros, es porque tiene Sus fines. Si eso puede servir de ayuda al prójimo, si puede ayudar a tanta gente, entonces es posible que su sufrimiento esté justificado, quizá todo ese dolor tenga un sentido.

Ricciardi recuperó el control poco a poco, se apoyó en el respaldo de la silla, suspiró levemente, cerró los ojos y volvió a abrirlos. Y entonces mostró otra vez ese rostro inexpresivo tan suyo. El padre Pierino se sintió aliviado, como si por un instante, un solo instante, se hubiera asomado al infierno.

—Padre Pierino, debe saber que me ha sido de gran ayuda. Le prometo que la información que me ha dado, tal como acordamos en su momento, no será utilizada para mandar a la cárcel a un inocente, y que será comprobada con la máxima atención.

—Me alegro de haberle resultado útil, comisario. A cambio le voy a pedir una cosa, que me prometa que, cuando termine este horrible suceso, vendrá a verme. Y que iremos juntos a la ópera y, naturalmente, usted correrá con los gastos.

Ricciardi exhibió su mueca habitual que el padre Pierino había aprendido a reconocer como una sonrisa.

—Es un precio muy alto para mí, padre. Pero se lo prometo.