Cuando llegaron al despacho, Ricciardi le indicó a Maione que necesitaba hablar otra vez con el padre Pierino, con el superintendente del teatro y con Bassi. El secretario fue el primero en presentarse, manifiestamente preocupado.
—Buenos días, comisario. Perdone usted, pero empiezo a estar bastante desorientado con sus continuas citaciones. Le he dicho todo lo que sé. ¿Qué necesita?
—¿Tiene algo que ocultar, señor Bassi? Si es así, entonces le aconsejo que hable; si no es así, bastará con que conteste sinceramente a nuestras preguntas ahora y todas las veces que sea necesario, y no tendrá nada que temer.
El hombre suspiró, los hombros encorvados, la expresión resignada.
—De acuerdo, de acuerdo. No tengo nada que ocultar, faltaría más. ¿Qué quiere saber?
—Hablemos de Navidad. Del viaje a Nápoles alrededor del veinte de diciembre. Quiero conocer los desplazamientos de Vezzi en esos días, o al menos aquéllos de los que usted tuviera noticia.
—Veamos, salimos la mañana del veinte, llegamos tarde por la noche. Veníamos de Milán, nos acompañaba el señor Marelli, el empresario, íbamos a regresar el veintiuno al anochecer. Sólo debíamos acordar las condiciones del contrato, echar un vistazo a los diseños de escena, tomar las medidas para los trajes, ese tipo de cosas. Pero al final regresamos el veintitrés al anochecer, a punto estuvimos de pasar la Navidad en Nápoles. Recuerdo que cambié la reserva de los billetes en dos ocasiones.
Ricciardi escuchaba con atención.
—¿Y a qué se debieron esos cambios?
—Ah, no tengo la más mínima idea. El maestro lo quiso así. No daba explicaciones, como de costumbre. Nosotros no podíamos hacer otra cosa que tomar nota y actuar en consecuencia.
—¿Era por el teatro? Me refiero a si era por cosas relacionadas con…, no sé…, la escena, la orquesta…
Bassi soltó una risita nerviosa y se ajustó las gafas en la nariz.
—¡Pero qué teatro! Sólo estuvo allí la mañana del veintiuno. Echó una mirada distraída a los diseños, le hizo un par de comentarios al superintendente, se dejó tomar las medidas por la sastra y después desapareció tres días. No, comisario, créame, el teatro no tenía nada que ver. La cuestión era bien distinta. Para mí que se trataba de asuntos del corazón. No tengo pruebas, claro está.
—¿Y adónde iba?
—No lo sé. Regresaba al hotel por la noche muy tarde y se iba a dormir sin saludar, como era su costumbre. El señor Marelli y yo nos pasamos dos días jugando a las cartas en la sala del hotel Vesuvio.
Bassi no sabía nada más y lo dejaron marchar. Mientras Ricciardi reflexionaba, Maione rompió el silencio.
—En la estación de trenes puedo comprobar el cambio de las reservas y los viajes de los tres. El superintendente no está aún, a lo mejor quiere hacerlo esperar para demostrar que es importante. ¿Le aviso en cuanto llegue?
—Sí, sí. Te puedes ir.
El sargento vaciló con la mano en el picaporte de la puerta del despacho.
—Si me permite, comisario…, me gustaría comentarle algo.
—Dime. ¿Qué ocurre?
—Hace tres años que trabajo con usted. Ya sabe, desde que Luca…, mi hijo… En fin, que le tengo mucho aprecio. Es cierto que nadie quiere trabajar con usted, dicen incluso que no es usted humano. Porque habla poco y trabaja mucho, no ceja hasta que ha encontrado al culpable. Pero a mí me gusta esta forma de trabajar. Por eso el nuestro no es un trabajo como los demás.
—¿Y?
Maione vacilaba, pero estaba decidido a terminar el discurso que había preparado.
—Pues que nadie lo aprecia más que yo y nadie mejor que yo sabe que pone usted todo el corazón y todas sus fuerzas en el trabajo. Verá…, tiene usted más de treinta años y podría ser hijo mío. Yo he perdido a mi hijo y hay veces en que lo miro y pienso que es muy competente y, en el fondo, bueno como el pan, lo noto, lo sé. Pero está usted solo, comisario. Y morimos solos. Yo si no hubiese tenido a mi esposa y a mis hijos, en estos años me habría muerto cien veces. Nuestro oficio va ocupando poco a poco más espacio, como un sótano cuando se inunda, y acaba llenando toda la vida. Y es un error.
Ricciardi escuchaba en silencio. Tal vez debería haber reprendido a Maione por tomarse esas confianzas, pero la inmensa turbación del sargento lo enternecía. Estaba colorado, restregaba el suelo con los pies, se miraba las manos entrelazadas. Decidió dejar que continuara.
—A veces lo comento con mi esposa. Ella lo conoce, ¿sabe usted? Se acuerda de cuando el funeral. Usted la saludó. Y digamos que es una verdadera lástima que un hombre como usted esté solo. Siempre trabajando. Y le voy a ser sincero, incluso llegué a pensar en esos hombres a los que no les gustan las mujeres, a los que no les interesan. Y me figuré que usted, no se me vaya a ofender, comisario, pensé que a lo mejor usted era así. Pero hoy, con esa señora… ¡Madre santa, qué preciosidad! Y aunque acaba de enviudar, ya sabemos, por todo lo que nos han contado, que ese hombre era un desgraciado. Y con la misma confianza que hay entre un padre y un hijo, usted me puede decir: «Maione, ¿cómo te atreves? Métete en tus asuntos». Pero la verdad es que si no se lo digo, me quedaré con el cargo de conciencia. ¡Tómese medio día libre, comisario, e invite a comer a la señora!
El hombretón lanzó un fuerte suspiro de alivio, como si se hubiera quitado un peso de encima. Ricciardi se levantó del sillón, se acercó, posó la mano en el brazo del sargento, como el día en que le dijo que su hijo había muerto con su nombre en los labios.
—Te lo agradezco. Sé que me tienes mucho aprecio y, a mi manera, yo también te lo tengo. Discúlpame si a veces soy brusco, no tengo buen carácter. Pero, créeme, yo estoy bien así. Y dale recuerdos a tu mujer.
Maione lo miró un instante a los ojos, sonrió y salió.
El superintendente Spinelli estaba alteradísimo, como de costumbre. Entró en el despacho como un vendaval, se detuvo de pronto y miró a su alrededor.
—Aquí me tiene, he venido de inmediato. Buenos días, comisario. ¿Tenemos novedades? Se me debe una explicación sobre el estado de la investigación. Además, considero que mi posición me da ciertos derechos en ese sentido.
—Cuando tengamos noticias, se las comunicaremos, señor. Por ahora, limítese a responder a las preguntas que le voy a formular.
Una vez más, la dureza de Ricciardi consiguió cerrarle la boca al superintendente, que adoptó la consabida actitud ultrajada.
—Estoy a su disposición, comisario.
—El pasado mes de diciembre, Vezzi vino a la ciudad, junto con Bassi y Marelli, para ultimar los detalles del contrato de la representación de Pagliacci. ¿Es así?
—Así es, está todo apuntado. Llevo una agenda actualizada, por si tuviera que rendir cuentas de mi trabajo en el Real Teatro. Lo recuerdo perfectamente. Llegaron el veinte al anochecer, los esperábamos desde la mañana, pero con Vezzi eso no era ninguna novedad. Al teatro vinieron el veintiuno y pasaron allí toda la mañana.
—¿Hablaron con usted?
—Los saludé a los tres, como era mi deber. Después tuve una reunión con Marelli para concluir los temas… llamémoslos administrativos. Vezzi y Bassi estuvieron con el director de escena, las encargadas del vestuario y el director para ver los bocetos, tomar las medidas de los trajes y cosas por el estilo. Se fueron a la hora de comer.
—¿Recuerda algún episodio, algo distinto de lo habitual?
—No. Sólo recuerdo que, enterados de su viaje, se había reunido un pequeño grupo de seguidores, cantantes, músicos de la orquesta. En el ambiente, Vezzi era una auténtica leyenda. Querían verlo, pedirle un autógrafo. Él se irritó y quiso que lo dejaran solo. Se vio únicamente con las personas que le acabo de mencionar.
—¿Y después?
El superintendente lo miró, enarcando bastante una ceja.
—¿No me ha oído? Se marcharon, antes de la una. Incluso declinaron la invitación para que almorzáramos juntos. No tengo ni idea de cuándo se fueron de la ciudad.