El padre Pierino alzó la hostia por encima de la cabeza durante la consagración. Aquél gesto, más que ningún otro, hacía que se sintiera cerca de Dios, intermediario entre Él y el mundo de los hombres, la persona que tomaría un pedacito del Paraíso para entregarlo durante la comunión. Por eso se había hecho sacerdote.
Se inclinó ante el altar y apoyó la frente sobre el lienzo de lino blanco que cubría el mármol. Al levantar la mirada, al fondo de la iglesia, entrevió en la penumbra de las siete de la mañana una conocida silueta de pie.
El hombre iba con la cabeza descubierta y no llevaba sombrero en la mano. Tenía las manos hundidas en los bolsillos del sobretodo, las piernas ligeramente separadas y un mechón de pelo en la cara. Al salir de la sacristía, tras quitarse los paramentos sacerdotales, el padre Pierino se encontró con él cara a cara.
—¡Comisario, dichosos los ojos! ¿Qué lo trae por aquí?
Ricciardi hizo una mueca.
—¿Tan alegre de buena mañana, padre? ¿Se debe al copioso desayuno o a la ayuda de la fe?
—A la ayuda de la fe, sin duda, porque todavía no he desayunado. ¿Le apetece acompañarme, comisario? ¿Un café con leche en la sacristía?
—Café y galletas, pero en el Gambrinus de aquí enfrente. Yo invito.
—Claro que invita usted. Voto de pobreza, ¿o no se acuerda?
Fuera, la ciudad estaba despierta. Una brigada de obreros con ropa de trabajo esperaba la partida del trolebús que los llevaría a la acería de Bagnoli. Unas estudiantes, con guardapolvo negro y capa, se dirigían hacia el semiinternado de la piazza Dante. Los coches y los taxis comenzaban a afluir a la piazza del Plebiscito a la espera de los hombres de negocios, que poco después invadirían las calles. Los albañiles, formando grupos de tres o cuatro, iban en dirección al paseo marítimo, donde las obras de asfaltado de la calzada estaban en curso.
—Padre, he venido a molestarlo para preguntarle una cosa. Ayer por la mañana usted me dijo que en esta ocasión no oyó cantar a Vezzi, ¿es así?
—Sin duda, comisario. Cuando él ensayaba en el teatro, las puertas permanecían rigurosamente cerradas. Por lo demás, él sólo asistía al ensayo general. Y la otra noche, como usted bien sabe, no le dio tiempo a cantar.
Ricciardi se inclinó sobre la mesita.
—Sin embargo, recuerdo que usted dijo que el otro día, al verlo de cerca, se emocionó mucho. ¿Lo entendí mal?
El padre Pierino sonrió con tristeza.
—No, comisario, entendió bien. Es más, pensándolo mejor, fui de los últimos en verlo con vida, además de quien lo mató, claro está.
—¿Y en qué circunstancias? Por favor, padre, es muy importante que me indique hasta el último detalle.
—Es bien sencillo. Yo estaba en la famosa crujía, en lo alto de la escalera que desde la entrada de los jardines conduce a los camerinos. Debí de retroceder sin darme cuenta, el sitio no es muy amplio, créame, y entonces invadí un poco el paso. En ese momento noto que chocan conmigo con cierta violencia y me tambaleo. Me doy la vuelta y me encuentro con un hombre enorme, alto y corpulento que me dice «le pido disculpas», y yo le digo «discúlpeme usted», o algo por el estilo. Como usted ya sabe, yo no debería haber estado allí. Y entonces lo veo entrar en el camerino de Vezzi, debajo de la rampa.
Ricciardi tenía los ojos clavados en la cara del sacerdote, no pestañeaba siquiera, estaba sumamente concentrado.
—¿Qué aspecto tenía, padre? ¿Cómo iba vestido, cómo lo reconoció?
El padre Pierino se esforzó por recordar los detalles con precisión.
—Llevaba abrigo, un abrigo negro, largo. Y una bufanda blanca de lana que le cubría casi toda la cara. En la cabeza, un sombrero negro de ala ancha, encasquetado casi hasta los ojos. La cara prácticamente no se la vi. Pero era Vezzi, seguro, si no, ¿por qué iba a entrar en su camerino?
Ya, pensó Ricciardi. ¿Por qué?
Primero llegó su perfume. Ricciardi levantó la cabeza del informe que preparaba cuando percibió aquel fuerte aroma salvaje, de especias. Un momento antes de que relacionara el perfume con la persona, Maione se asomó a la puerta de la oficina.
—Comisario, ha venido la señora Vezzi.
Ricciardi le pidió que la hiciera pasar y Livia entró. Vestía un sobrio traje sastre negro, la falda tres cuartos le ceñía las caderas de suaves formas. La chaqueta, abrochada hasta el cuello, contenía un busto amplio, aunque no pesado. Llevaba el abrigo con cuello de pieles colgado del brazo y el bolso en bandolera. El sombrero, ligeramente inclinado, tenía el velo negro levantado. Su rostro no mostraba las señales de la noche que, según imaginaba Ricciardi, no debía de haberle proporcionado reposo. Los grandes ojos negros, llenos de viveza, estaban alertas; el maquillaje discreto le suavizaba la expresión. Los labios carnosos esbozaban apenas una sonrisa.
—Lo encuentro tal como lo dejé, comisario. ¿Es que por la noche no se va del despacho?
Maione, que se había quedado en la puerta, arqueó una ceja.
—Físicamente sí, señora. Pero sólo físicamente. ¿Qué tal usted? ¿Se siente con ánimos?
—Sí, comisario. Para eso he venido, por difícil que resulte.
Ricciardi dio instrucciones a Maione para que preparara uno de los tres coches de la jefatura y avisara al doctor Modo de que irían hacia el hospital para la identificación.
El viaje breve se hizo en silencio. Maione iba al volante, algo que no le resultaba del todo natural; sus imprecaciones contra los obstáculos imprevistos fueron las únicas palabras pronunciadas en el vehículo.
Livia se había bajado el velo y respiraba despacio; notaba a su lado la presencia de Ricciardi, cuya tensión era palpable. El comisario repasaba mentalmente la información que poco antes le había dado el padre Pierino: estaba claro que el hombre que había chocado con el cura no era Vezzi. Ya fuera porque en ese momento el tenor debía de estar muerto, o porque ya debería haberse maquillado y en tal caso habría manchado la bufanda, que por el contrario estaba limpísima. Pero entonces, ¿para qué volvería el asesino? Tras huir por la ventana, ¿por qué no desapareció en la oscuridad y decidió en cambio arriesgarse a que lo vieran? Y además, ¿cómo podía estar seguro de que, entretanto, no hubiesen descubierto el cadáver? Todavía quedaban muchos aspectos oscuros. Pero Ricciardi estaba convencido de haberse anotado un tanto importante en la partida contra el asesino.
En la morgue del hospital se encontraron con el doctor Modo vestido con la bata blanca. El médico se mostró visiblemente asombrado por la escultural belleza de Livia, a quien dio el pésame.
—Gracias, doctor. Me gustaría decirle que tengo un dolor inconsolable. Sin embargo, siento un profundo disgusto, una gran melancolía. Tal vez nostalgia del tiempo pasado. Pero ningún dolor.
—Lo lamento, señora. Lo lamento mucho. No hay nada más triste que morir sin dejar dolor alguno.
Ricciardi los escuchaba un tanto apartado. Pensaba en las lágrimas que mojaban la cara del payaso y dejaban dos surcos oscuros en el maquillaje. Veía sus ojos entrecerrados, las piernas un poco dobladas, oía las palabras de su último canto. Hubo dolor, claro que sí, el dolor de la pérdida, el dolor de aquél a quien despojan de muchos años de vida.
Un mozo empujó la camilla con el cuerpo cubierto por una sábana blanca. Livia y Ricciardi se colocaron en un costado y Modo, en el otro. El médico levantó el extremo de la sábana que cubría el rostro del fantoche que había sido hombre, y los tres se quedaron mirando en silencio la cara cérea. Las miradas se posaron raudas en la tumefacción del pómulo, del tamaño de una moneda pequeña, en el corte circunscrito al lado derecho del cuello. Los ojos y la boca estaban entrecerrados, como si el cadáver notara un leve placer, como si oyera una música que sólo él conocía. En el centro de la garganta asomaba la incisión de la autopsia, cerrada con puntos de sutura transversales.
—Es él —dijo Livia con un hilo de voz, las manos entrelazadas con tal fuerza que estaban blancas. Ricciardi sacó una mano del bolsillo del sobretodo y la pasó debajo del brazo de la mujer, que se apoyó para no caer.
—Discúlpenme —dijo—, creía estar preparada. He pensado mucho en ello. Aunque tal vez no haya preparación posible, ¿verdad?
El médico suspiró ante una situación para él familiar. Cubrió de nuevo el cadáver y le hizo una seña al mozo que esperaba algo más apartado. El hombre se llevó la camilla y ya nadie más volvió a ver a Arnaldo Vezzi en carne y hueso.
En la salita que había enfrente de la morgue, el médico le ofreció un cigarrillo a Livia, que lo encendió con manos temblorosas.
—Qué absurdo. Tanta grandeza, tantos sueños. La magia de una voz incomparable. La soberbia, la omnipotencia. Y después, todo este silencio.
El doctor Modo suspiró.
—Siempre es así, señora. Sea quien sea la persona. La misma dignidad, el mismo silencio. Tanto en la guerra como en la enfermedad. Por más gente que haya aquí esperando, allá dentro siempre están solos y en silencio.
Ricciardi escuchaba y pensaba. ¿Silencio, dices, doctor? No te imaginas lo que aún les queda por decir. Cantan, ríen. Hablan. Gritan. Pero vosotros no los oís. Yo sí. Y cómo.
Livia le dio las gracias al médico, éste se puso a su entera disposición. De la retirada del cuerpo y de las exequias se ocuparía Marelli, el empresario. Etcétera, etcétera. La retórica propia de la muerte.
El viaje de regreso fue distinto. Livia estaba decididamente aliviada por varios motivos. Se daba cuenta de que había cerrado un capítulo importante de su vida. En aquella ciudad que no era la suya, sacudida por aquel extraño viento frío fuera de temporada, tal vez había recuperado su libertad cuando ya llevaba años sin buscarla. Y la cara de Arnaldo, maltratado por la muerte, ya no era malvada; Livia pensaba que quizá con el tiempo conseguiría recordar las pocas cosas positivas, los momentos hermosos de cuando se conocieron y los primeros años de casados.
—¿Usted cree en el destino, comisario?
—No, señora. No creo. Creo en los hombres y en sus emociones. En el amor y el odio. En el hambre. Y sobre todo en el dolor.
Hablaba con la vista clavada al frente, la cabeza hundida entre los hombros y el cuello del sobretodo levantado. Livia observaba su perfil afilado, el cabello rebelde sobre la cara. Percibía su distancia, como si hablara desde otro mundo o desde otra época.
Maione conducía en silencio, sin imprecar a los granujillas que cruzaban la calle descalzos, en pos de una pelota de trapo y papel de diario empujada por el viento. Por el retrovisor escrutaba al comisario, sorprendido por sus palabras; nunca le había oído aquel tono, tan absorto.
La mujer volvió a hablar.
—Entonces, en su opinión, ¿cuántas posibilidades tiene una persona en su vida de conseguir un poco de felicidad?
—Las que quiera, señora. A lo mejor ninguna. Pero ilusiones, muchas. Todos los días, a cada momento. Pero ilusiones, sólo ilusiones.
Livia comprendió que la mente de Ricciardi no estaba con ellos, sino en otra parte. Por eso se quedó callada hasta que llegaron a la jefatura.
Cuando llegaron, Maione le preguntó a la señora si necesitaba que la llevara al hotel. La mujer dijo que prefería andar un poco, a pesar del viento; necesitaba que le diera el aire. Se acercó a Ricciardi.
—Comisario, de momento me quedaré en la ciudad. No me siento con ánimos para regresar a casa ahora. Esperaré a que concluya la investigación, siempre que no tarde mucho. Ya sabe en qué hotel me alojo. Si me necesita, allí me encontrará.
—Por supuesto, señora. Lo tendré en cuenta, se lo aseguro.
Otra frase con segundas que caía en el vacío. Livia pensó en la infinidad de veces que una sonrisa o una palabra habían bastado para que comenzara un galanteo. Ignoraba por qué esos ojos y esa voz la turbaban tanto; y no sabía qué hacer para que Ricciardi entendiera que quería verlo a solas para hablar de algo que no fuese el asesinato de su marido.
Decidió ser más explícita.
—¿Qué es lo que no funciona, comisario? Entre nosotros siempre hay dos diálogos, uno con palabras, el otro con miradas. ¿Por qué con usted no funciona igual que con los demás? ¿Es que no experimenta usted emociones?
Maione, que estaba a pocos metros, tuvo un acceso de tos. Ricciardi hizo una mueca.
—Ojalá fuera eso, señora. Viviría más tranquilo. Pero usted tiene su dolor y deberá buscar otro puerto donde guarecerse del temporal.
Livia se quedó mirándolo y sus ojos negros y profundos se llenaron de las lágrimas que la imagen del marido muerto no habían provocado. Se dio media vuelta y se marchó.