21

Ricciardi comprobó que Maione no se había ido aún; aprovechó entonces para pedirle que acompañara a Livia hasta el hotel. También le pidió que comprobara con la jefatura de policía de Pesaro que la mujer había estado allí en las fechas que acababa de indicarle y si de veras había estado sola.

Después decidió irse a casa. Tenía frío.

Mientras andaba trató de ordenar los datos reunidos durante la larga jornada de interrogatorios. Tenía una ligera sensación de incomodidad, como cuando uno ha olvidado hacer algo, o ha perdido un objeto, o no ha valorado algún detalle de un asunto. Alguien había dicho algo importante, algo necesario, y él no conseguía que ese algo aflorara a su conciencia para poder utilizarlo. ¿Quién sería? ¿Qué sería?

El viento volvía a soplar de forma sostenida; en la calle desierta sólo se oía el golpeteo de algún postigo, los cascos de un caballo contra los adoquines y los aullidos en los portones. Los ruidos de la ciudad cambiaban según la estación. En primavera y verano, las ventanas abiertas transportaban al exterior las peleas y las canciones, melodías de piano y hasta suspiros de amor. Las radios compartían los temas bailables con el barrio entero y resultaba difícil, por no decir imposible, no enterarse de las relaciones conyugales nada idílicas de la señora zutana y su marido.

Con el buen tiempo se compartían incluso los olores, y las cocinas de los pobres y de los ricos pugnaban porque a los transeúntes se les hiciera la boca agua al aspirar aquellos aromas a cebolla picada y tomate, ajo y albahaca, trigo y requesón que salían de las cazuelas para alimentar el deseo de llegar cuanto antes a casa.

Los vecinos se saludaban de buen grado cuando las miradas se cruzaban a través de las ventanas mientras trajinaban por la casa o trabajaban ante un escritorio; es más, era un placer aspirar el aire y sentir los mensajes que transportaba.

El invierno, en cambio, no sólo cerraba puertas y ventanas, sino también almas. Olores, miradas y músicas se quedaban de mala gana dentro de las casas, disminuyendo en volumen e intensidad, como aletargados, a la espera de mezclarse otra vez.

Ésa noche la tata había preparado la cena y lo esperaba, cosiendo alguna prenda para algún pariente lejano de Fortino; en cuanto lo vio, empezó a exponerle sus preocupaciones de siempre.

—Un nuevo caso, ¿eh? Otro asesinato. Lo noto enseguida, se le muda a usted la cara de tanto obsesionarse. Cuando se trabaja, se trabaja, pero cuando uno llega a casa, tiene que pensar en sus cosas; en cambio, con usted no hay manera. No hace más que pensar en crímenes, sangre y cuchillos. ¿Por qué no piensa en formar una familia, eh? Que van a poner un impuesto, y lo tendrán que pagar los que no estén casados. ¿Qué va a hacer, pagar un impuesto? ¿Se puede saber qué le falta? Puede usted elegir la mejor mujer de Nápoles, con lo guapo y rico que es. Y además todavía es joven. ¿O se cree que será joven para siempre? A mí me parece que fue ayer cuando era una muchacha hermosa y ahora soy una vieja decrépita. ¿Y al lado de quién me he pasado toda mi vida? ¡Al lado de alguien que ni siquiera desea tener hijos! Ni una satisfacción le va a dar usted a esta pobre viejecita. ¡Hay que tener valor!

Arrullado por el ruido de fondo de los lamentos de la tata Rosa, Ricciardi siguió reflexionando mientras comía. Estaba habituado a los refunfuños de Rosa. La quería mucho, le había hecho de madre y seguía cuidando de él. Juntos habían formado una extraña familia y, aunque en ocasiones le resultaba insoportable con sus comidas pesadas y sus quejas constantes, le tenía mucho cariño y no sabía cómo habría podido arreglárselas sin ella.

A la tata no le faltaba razón, y él lo sabía. El trabajo se extendía como un tumor maligno e invadía el resto de la jornada hasta ocupar también sus sueños nocturnos; él no ofrecía resistencia, pues lo consideraba una compañía más amena que la de una mujer ahorcada que, balanceándose durante meses enteros de la cuerda que le había quitado la vida y las esperanzas, murmuraba su rencor hacia el amor perdido.

El amor que en la ópera, sobre las tablas del escenario, sabía ser sanguinario y despiadado. Io sangue voglio, all’ira m’abbandono, in odio tutto l’amor mio finì… No, tata, gracias. No es eso lo que quiero en mi vida. No quiero ser la causa o el efecto del dolor que me llega aullando desde todos los lugares por los que paso. Mejor la soledad. Mejor la ventana.

Había conseguido definir la personalidad de Vezzi, de eso no cabía duda. Un hombre perverso, terrible, un auténtico concentrado de lo peor que podía encontrarse en una persona. Dotado de un talento sin par y de la fascinación que llevaba aparejada. Pero ¿sobre quién ejercía su fascinación? Sobre quienes formaban parte de su ambiente, y de ahí no salía. Sin embargo, tenía una mujer hermosa y, al principio, enamorada. ¿Cómo era posible que no comprendiera el drama que había vivido su esposa al perder al niño? Livia era hermosa, muy hermosa, de eso no cabía duda. Incluso él, que no solía fijarse mucho en esas cosas, se había dado cuenta. Era fascinante, tenía algo felino. Un detalle nada tranquilizador.

—Una mujer tranquila, serena —pedía la tata—. Y que cuando yo me muera, cosa que ocurrirá pronto por cómo me duelen estos viejos huesos, se pueda ocupar de usted. Sólo yo sé el trabajo que supone mantener esta casa. Todo el día lavando, planchando, tendiendo, cosiendo botones que siempre se le caen. Y luego preparar la cena, que se enfría porque por la noche nunca regresa a su hora. Pero ¿qué clase de vida es ésta?

¿Se puede llegar a matar por una mujer? Había visto hacerlo por mucho menos que los ojos de Livia o su perfume. ¿Y quién podía acceder a la zona de los camerinos durante la función? Una persona de fuera habría llamado la atención de todos, pero si pertenecía al ambiente del teatro, habría pasado inadvertida. ¿Habría entrado y salido del camerino? Pero ¿cómo?

Ricciardi sonrió distraídamente a Rosa, la besó en la frente y se fue a su dormitorio.

Empujado por el viento, el mar aullaba en los peñascos. Desde la ventana del tercer piso del hotel Excelsior se veían ráfagas de espuma gris en la noche y las barcas de los pescadores, ancladas lejos de la costa, bailaban agitadamente en medio del oleaje. En la oscuridad de su habitación, Livia fumaba mientras contemplaba el paisaje que la tormenta llenaba de movimiento.

Habría podido salir. Marelli, el empresario de Arnaldo, la había invitado a cenar. Le había insinuado que ya podía volver a cantar; que el nombre de Vezzi ya no habría sido un obstáculo sino, al contrario, una magnífica publicidad. Que ya no existía el impedimento derivado de la sombra del gran tenor. Ya. El santo y seña era la palabra «ya». Ya era libre.

Pero ¿se sentía libre, Livia? ¿O tal vez vería ahora un fantasma más? El aliento, las manos. La voz de Arnaldo. El hombre que era al principio, el hombre en que se había convertido al final. Tal vez no podía haber sido de otra manera para un individuo como él. Tenía miedo de ver su cadáver, miedo de que al final no fuese él.

No sabía por qué le había hablado al comisario. Hacía mucho, pensó mientras aspiraba el humo, que no hablaba de eso con nadie. Incluso sus padres, siempre solícitos y disponibles, que desde la muerte de Carletto la llamaban «la pobre Livia», hacía años que no la oían hablar de Arnaldo. Ni siquiera le preguntaban por él, seguramente porque habían intuido cuál era la situación. Sin embargo, hoy, delante de un extraño y en un momento tan grave, había confesado sus más secretas emociones.

Livia reflexionó sobre lo que había percibido en Ricciardi: la costumbre del sufrimiento. El dolor ajeno transformado en propio y convertido en una condición de vida. No le costaba nada reconocerlo, se sentía atraída por aquel hombre, por su mirada fría e inexpresiva. Había rechazado la invitación a cenar de Marelli, no faltarían oportunidades. Su carrera había esperado mucho, podía seguir esperando una noche más.

En la oscuridad, sonrió amargamente mientras recordaba aquellos ojos verdes. Fuera, el lamento del viento y el mar.

En la cocina caldeada e iluminada, Enrica lavaba y secaba los platos después de haber cenado en compañía de su familia. Reinaba el desorden de siempre, como si hubiese pasado un batallón de lansquenetes hambrientos.

De las otras habitaciones llegaban el alboroto de sus hermanos, el llanto de su pequeño sobrino, las voces de su padre, su madre, su hermana y su cuñado. Después de cenar, a Enrica no le molestaba ordenarlo todo, con paciencia y determinación. Su carácter apacible y terco encontraba en el orden su principal expresión. No quería ayuda y rechazaba con una sonrisa los ofrecimientos de su madre, que padecía de artritis, y de su hermana menor, que estaba ocupada con el niño pequeño; se conformaba con que nadie le diera prisa y la dejaran sola en la cocina. Era su pequeño reino. Así era Enrica. Tranquila, sonriente, silenciosa. Sin volverse, echó un vistazo a la ventana. Nada todavía.

Ésa noche, las voces de los adultos parecían un tanto exaltadas. La política, pensó. Siempre la política. A medida que pasaban los años y el régimen se consolidaba, las opiniones de la gente divergían cada vez más. El padre de Enrica, que era liberal, estaba convencido de que progresivamente iban perdiendo libertad, y que quienes pensaban de un modo distinto de la mayoría encontraban cada vez más dificultad para expresar sus ideas sin incurrir en un acto de violencia. Consideraba que la economía estaba estancada y la prueba radicaba en el hecho de que su hija y su yerno se veían obligados, junto con el niño, a seguir viviendo con ellos en lugar de hacerlo por su cuenta.

Pero su cuñado, dependiente en la tienda del suegro y miembro entusiasta inscrito en el fascio, le rebatía que lo suyo era derrotismo, que debía tener fe en las decisiones del Duce y los jerarcas, que eran por el bien de la patria, que ahora había que hacer sacrificios para ser en el futuro los primeros del mundo. Porque ése era el destino de Italia desde los tiempos de Roma: dominar, por el bien de la humanidad. Debían sentirse orgullosos de ser italianos, y aceptar confiados esas renuncias; cuando se cumpliera ese destino, llegarían la prosperidad y el bienestar.

A Enrica le dolía que discreparan. Pero tenía la certeza de que se querían y que esa discusión también concluiría con una copita de coñac delante de la radio. Por su parte, ella no sabía qué pensar sobre la cuestión, aunque le parecía que su padre tenía razón. Lanzó una mirada fugaz a la ventana. Nada todavía.

Le constaba que ella misma era un motivo de preocupación para sus padres. Lo intuía cada vez más por las caricias de su madre, los suspiros de su padre cuando la miraba; su hermana menor llevaba casada más de un año tras cinco de noviazgo. Hacía tiempo que rechazaba las invitaciones de sus amigas, que los sábados por la tarde se empeñaban en llevarla a las salas de baile. Alta, con gafas de miope, de movimientos no especialmente agraciados y las piernas demasiado largas, Enrica no era guapa. Pero tenía un modo de sonreír extraordinario, inclinando la cabeza de lado y entornando los ojos, y hubo algún joven que había preguntado por ella a sus hermanas y amigas. Con amabilidad y en voz baja, pero sin admitir réplicas, ella rechazaba la invitación, sin ofender a nadie. Le gustaba leer, bordar. Y escuchar música en la radio, la romántica, la que hacía soñar. A veces iba al cine y hacía unos meses incluso había visto una película sonora que la había fascinado y la había hecho llorar. Enternecido, su padre se había burlado un poco de ella. Guardó un plato en el aparador, cerca de la ventana. Se asomó. Nada todavía.

La verdad se la guardaba. No quería contarle a nadie que, en su interior, no se sentía libre de aceptar que los jóvenes la cortejaran. Ah, sabía que se habrían reído, que le habrían dicho que era la ingenua soñadora de siempre, que la realidad era otra: que ya tenía veinticuatro años y seguía sola. Que de nada servía bordar un ajuar que, con toda probabilidad, jamás utilizaría. Que si quería una familia, hijos y una casa, más le valía tener una vida social y no perder el tiempo.

Pero había algo de lo que Enrica no hablaba: de la ventana de enfrente y las cortinas que se abrían todas las noches, aunque no siempre a la misma hora; y de aquella vez en el puesto del verdulero ambulante, cuando se había quedado mirando los ojos más desesperados que había visto jamás. Y de cómo todas las noches notaba que esos mismos ojos febriles la miraban, durante horas, en invierno, al otro lado del cristal, y en verano, sin barreras, cuando el perfume del mar llegaba hasta Santa Teresa traído por el viento cálido del sur. Y de cómo aquella mirada lo era todo, una promesa, un sueño, hasta un abrazo ardoroso. Mientras así pensaba, se volvió impulsivamente hacia la ventana. La cortina de enfrente estaba corrida. Enrica se sonrojó, bajó la vista y ocultó una leve sonrisa: buenas noches, amor mío.

Ricciardi observaba a Enrica. Disfrutaba de sus gestos lentos, metódicos, precisos.

Faltaba algo, un detalle, un matiz. Estaba seguro de que no tardaría en encontrar la solución o al menos el camino que lo conduciría a la solución. Una frase, una frase que había oído, que había conservado en un rincón de la memoria y de la que ya no se acordaba.

Enrica ordenaba los platos en el fregadero, por tamaño, de menor a mayor, con atención.

Los datos, vamos a ordenarlos por orden de importancia, de menor a mayor. Los importantes los recordaba bien, era inútil que se concentrara. Pensemos en los que en apariencia no son importantes.

Enrica pasaba un trapo por la mesa.

Repasemos bien las cosas: ¿a quién interrogué primero?

Enrica colocaba las sillas alrededor de la mesa de la cocina.

Al padre Pierino, que me habló de la trama de las óperas.

Enrica doblaba el mantel, después de haberlo sacudido.

El cura también le había hablado de Vezzi, de su grandeza. Incluso le temblaba la voz.

Enrica barría ahora las migas que tras la cena habían quedado esparcidas en el suelo.

Recordaba la emoción del padre Pierino, pero el vicepárroco no había asistido al ensayo, en eso había sido claro.

Enrica había terminado de recoger y miraba a su alrededor, satisfecha.

El padre Pierino dijo que había oído su voz en los discos y en otras representaciones. Pero en esta ocasión, no.

Enrica cogía la caja con el bordado, luego iba a colocar la silla junto a la ventana y a encender la lámpara. Para Ricciardi, era el momento más bonito del día, verla sentada mientras se ponía a bordar con la mano izquierda, la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado. El corazón le dio un vuelco.

El padre Pierino le había dicho: «Ayer, al verlo de cerca, me dio un vuelco el corazón».

En la oscuridad de su alcoba ocurrió algo extraordinario: el taciturno comisario Ricciardi, envuelto en su bata y con la redecilla en el pelo, sonrió y dijo en voz baja: «Gracias. Buenas noches, amor mío».