Otro más. También Marelli, pensó Ricciardi cuando se encontró a solas en su oficina, tenía motivos válidos para guardarle rencor a Vezzi. Y motivos válidos para mantenerlo sano y salvo al menos hasta el final de la temporada. Vete a saber cómo será la vida, pensó, cuando estás rodeado de gente que te odia pero que depende de ti. Tal vez te consideras una divinidad maligna, a la que los fieles ofrecen sacrificios por temor a los rayos o la sequía. O tal vez te sientas solo, todavía más solo.
De todos modos, Marelli también tenía una coartada fácilmente comprobable: el teatro. Tomó nota y llamó a Maione.
—Comprueba si Marelli estuvo en la Scala el veinticinco. Envía un despacho a la jefatura de Milán. ¿La señora Vezzi es de allí?
—Sí, comisario. No se ha levantado el velo ni un instante, no ha dicho palabra. Está ahí sentada, bien erguida, sin echar siquiera una mirada a su alrededor. La verdad es que resulta un poco violento. ¿La hago pasar?
—Sí, hazla pasar. Si quieres puedes irte a casa, creo que por hoy hemos terminado.
—De acuerdo, comisario. Si acaso espero hasta que haya terminado con la señora, por si me necesita.
Ricciardi, nobleza obliga, esperó a la señora Vezzi en la puerta de su despacho. Tuvo así ocasión de verla llegar desde el principio del pasillo, donde estaba la salita de espera. Alta, vestida de negro, con abrigo con cuello de piel, el velo del sombrerito le cubría el rostro. Se adivinaba una figura robusta y lozana, pero el paso era elástico y seguro, no pesado. Unos andares suaves, aunque nerviosos. Como si de un momento a otro la mujer pudiera salir corriendo, sin esfuerzo.
Se detuvo delante de él un instante, inclinó ligeramente la cabeza a un lado. El comisario adivinó la mirada tras el velo que ocultaba sus rasgos. Se hizo a un lado para dejarla pasar; le apartó la silla y, cuando ella se hubo sentado, rodeó el escritorio y se sentó a su vez. Un perfume salvaje, como de especias, impregnó la habitación.
La mujer se quedó quieta un momento. Con un gesto lento y decidido, se llevó las manos al sombrero y se lo quitó. El rostro de rasgos regulares, la tez clara, un ligero maquillaje resaltaba los labios carnosos, los ojos grandes y negros, la nariz recta un poco larga; el óvalo de su cara era proporcionado y adornado por un hoyuelo en la barbilla. La señora Livia Lucani, viuda de Vezzi, era hermosísima y lo sabía. Miraba con curiosidad al comisario, tan diferente a como se lo esperaba.
Frente a ella, sentado con las manos entrelazadas, Ricciardi la miraba fijamente a la cara con ojos inexpresivos. Se preguntaba qué había en la mirada altiva de ella. Tal vez orgullo, el eco de un dolor. Pero no era un dolor reciente, no por la muerte de su marido. Sino de algo más antiguo. A veces Ricciardi prefería a los muertos, decían siempre lo mismo, pero por lo menos hablaban. En cambio, los vivos te miraban y no sabías qué estaban pensando. Especialmente las mujeres.
Tras unos momentos, aunque tuvo la impresión de que había pasado mucho tiempo, Ricciardi habló.
—Señora, en primer lugar, en mi nombre y en el de toda esta jefatura, permita que le demos nuestro más sentido pésame. Quiero que sepa que haremos cuanto esté en nuestras manos para que se castigue al responsable del crimen.
—Gracias, comisario. Le estoy muy agradecida. No me cabe duda de que lo harán.
Livia tenía una voz profunda, modulada. Ricciardi pensó que era natural, le habían comentado que había sido cantante. De todos modos, se sorprendió; era un sonido grave, hondo, pero a la vez dulce y sumamente femenino.
—Tendrá que disculparme, señora, si le hago ciertas preguntas. No tienen más finalidad que la que acabo de exponerle. Si le resulta demasiado doloroso responder, si está fatigada por el viaje o sencillamente si su dolor… En fin, que no quisiera entrometerme. Bastará con que me lo diga y lo aplazamos.
—No, comisario. No estoy cansada del viaje. Éste es el momento y no se hable más. ¿Tendré que… verlo? ¿A mi marido?
Aquélla forma de referirse a él…, había una pizca de miedo en el tono de la mujer. No era amor, ni pena.
—Me temo que sí, que tendrá que identificarlo. Es usted su pariente más cercano, así lo dispone la ley. Pero no está aquí, sino en el hospital; la acompañaremos mañana.
—¿Cómo ocurrió? Verá…, no me lo han dicho. ¿Cómo lo hirieron? ¿Lo… lo desfiguraron?
El horror. El miedo a no poder mirar de frente los destrozos. Ricciardi conocía ese sentimiento, se lo encontraba a menudo.
—No, señora. Una sola herida, mortal, y no en la cara. Tal vez fortuita, no causada voluntariamente. Una pelea. Todavía no lo sabemos. Pero no está desfigurado, no.
Livia se llevó una mano temblorosa y enguantada a la cara. No quería llorar y no iba a llorar. Había agotado las lágrimas años antes. Pero temía que ver el cadáver del hombre al que hacía tiempo había amado quizá fuese demasiado para ella. Además, le resultaba difícil no sentir curiosidad por el hombre que tenía enfrente; sus ojos verdes, fijos, tan raros en aquel rostro moreno. La nariz afilada, cuyas fosas nasales temblaban a veces. La línea de las cejas, levemente curvada en el centro con un ceño casi natural. Los labios finos, un tanto apretados, el movimiento espasmódico de la mandíbula. El mechón de pelo sobre la cara, como un muchacho, que suavizaba la impresión de dureza general. Le recordaba una esmeralda sin engarzar, fría e indiferente, pero atractiva y encantadora. No conseguía apartar los ojos de él.
En apariencia, Ricciardi no se percataba de la insistencia con que la mujer lo estaba observando, y él, a su vez, la escrutaba, tratando de descifrar sus emociones. Si en la base de los crímenes estaban el hambre y el amor así como las alteraciones de estas necesidades, entonces una mujer, una mujer hermosa, podía ser el origen de un móvil. Aunque estuviera lejos, una esposa podía provocar decepción, celos, envidia y desencadenar una reacción. Ricciardi había visto muchas mujeres así, y sabía que vería muchas más.
La que tenía delante, además, era una mujer capaz de volver loco a cualquiera. En sus ojos negros, profundos y expresivos, Ricciardi notaba una gran energía, así como una fina inteligencia y la conciencia de la propia belleza, una mezcla más potente que cualquier explosivo.
—¿Cuánto tiempo llevaba sin ver a su marido, señora?
—Tres meses, creo. Más o menos desde Navidad.
Ricciardi la miraba fijamente.
—No le parece normal, ¿verdad? Lo sé. Pero la mía nunca fue una familia normal. Con Arnaldo no se podía tener una familia. Él…, bueno, debería haberse quedado solo. En realidad, en nuestro matrimonio todo seguía el hilo de su carrera. Como usted sabrá, en estos tiempos ya no se puede tener una carrera, una imagen pública, sin contar con una hermosa familia. Y entonces hace falta un matrimonio. Un bonito matrimonio público.
—¿Y usted, señora? ¿Qué ventajas obtuvo?
Livia no pareció percatarse del sarcasmo en la voz de Ricciardi. Miraba a lo lejos, sin ver, como siguiendo el andar de los recuerdos.
—¿Ventajas? La ventaja de contraer matrimonio con un genio, el más grande de todos los tiempos. Y con el hombre amado. Que se cree amar. O que se ha amado. ¿Está usted casado, comisario?
—No, yo no. ¿Cómo es eso de estar casado? Explíquemelo, señora.
—No lo sé. En estos años, en todos estos años, no recuerdo haber sentido que era mío. Claro, están la casa, los muebles, las fiestas. Las personas importantes, el partido, las autoridades. Cuadros, esculturas. Premios. Los viajes, las sonrisas para la prensa, los destellos del magnesio. Incluso los aviones. Los coches cama. Más sonrisas. Pero de puertas afuera. De puertas adentro, me quedaba sola, esperando. ¿Esperando qué?
—¿Y él? ¿Qué hacía entretanto?
Con la mirada perdida en el vacío, Livia seguía el recuerdo de su soledad.
—Él por ahí, de paseo. Cuando regresaba, yo protestaba, le pedía explicaciones. «¿Cómo te atreves? Cumple con tu papel. Yo vivo, soy el gran Vezzi. Déjame vivir, déjame ir». Y el amor…
—¿Y el amor?
—El amor se termina. Los brazos que te estrechaban se transforman en barrotes que te rechazan. La cara que acariciabas con la mirada, en sueños, se convierte en la señal de tu fin. Y en el fin de tus aspiraciones, de tu carrera. Yo era una buena cantante, ¿lo sabía usted, comisario? Realmente buena. Canté en Nueva York, en Londres. También aquí, en el San Carlo, en el año veintidós, interpreté L’italiana in Algeri. Pero después lo sacrifiqué todo en el altar del dios Vezzi. No sé por qué se casó conmigo, por qué me eligió precisamente a mí. En estos años, me lo he preguntado cien, mil veces. Podía haber tenido a quien quisiera, nobles damas, herederas de inmensas fortunas, pero me eligió a mí. Estaba prometida con un conde florentino cuando nos presentaron, pero él ni siquiera se percató de ese detalle. Empezó a cortejarme mandándome montañas de rosas, cartas, mensajes; parecía haber enloquecido. Después lo vi así otras veces; él era así. Cuando quería algo, lo que fuese, no dormía, no vivía hasta conseguirlo. Y así fue conmigo.
Ricciardi escuchaba, absorto. Buscaba en las palabras de Livia el germen de la venganza, pero no lo encontraba.
—¿No siente rencor o rabia por la vida que ha llevado? ¿No siente que le robaron algo que le pertenecía?
La mujer levantó la vista y la clavó otra vez en aquellos ojos verdes. Se hundió en ellos durante un momento que se prolongó con desmesura. Vio en ellos la conciencia del sufrimiento y reconoció el sentido del dolor.
—¿Ha perdido usted a alguien, comisario? ¿A alguna persona muy querida?
Ricciardi calló un instante y volvió a ver al hombre de San Martino, el que se apretaba el vientre con las manos y repetía «sin ti no hay vida», mientras la mujer colgada preguntaba por qué.
—Digamos que conozco ese tipo de pérdida; en mi trabajo he visto muchos casos y conozco la ausencia.
—Entonces, si conoce la ausencia, sabrá que se convierte en una condición. Uno se acostumbra, si sobrevive. Yo me acostumbré. Hace seis años tuve un hijo de Arnaldo. Creí recuperar los gestos de la alegría y del amor perdido. Pero estaba escrito que no sería así. El mismo Dios que me había condenado a cadena perpetua, me quitó la alegría que me había dado. ¿Es mejor ser ciego de nacimiento o volverse ciego? ¿No conocer los colores o al menos poder recordarlos? Esto también es algo que me he preguntado mil veces. Tantos años preguntándome siempre lo mismo.
—¿Qué le pasó al niño?
—Murió de difteria cuando tenía un año. Arnaldo no me lo perdonó nunca, como si lo hubiese matado yo. «Ni siquiera has sabido ser madre», me dijo. Le hacía falta un hijo, tanto como una esposa, tal vez más. Era la continuidad, el futuro. Y además, la prueba de su virilidad, de la aptitud de su simiente, para ofrecérsela al partido, a la patria. Qué tonterías. ¿No cree usted que son tonterías, comisario? ¿O es de los que creen en estas cosas?
—No, no soy de ésos. ¿Y después? ¿Qué pasó después? ¿No hubo un acercamiento?
Livia suspiró, pasándose la mano por el cabello recogido.
—No. Pero nunca habíamos estado unidos. Y si un hijo une, perderlo puede separar definitivamente. Eso suponiendo que nuestro matrimonio haya existido alguna vez.
Se detuvo y siguió sus pensamientos. Después miró a Ricciardi a los ojos.
—Comisario, ¿alguna vez ha visto un fantasma?
—Vaya usted a saber. Quizá, a veces. Aunque es posible que todos veamos fantasmas.
—Yo vivo con el fantasma de mi hijo. Me hace compañía, hablo con él. A veces me parece que lo veo, lo siento entre mis brazos, noto su peso.
—¿Y su marido? ¿Qué ocurrió después?
—Siguió su camino, definitivamente. Ni siquiera trataba de mantener las apariencias. Nos veíamos en los actos oficiales, fui a verlo cantar en un par de ocasiones. Él con sus historias, yo con las mías. Sin reproches, ya no hubo reproches.
Ricciardi enarcó una ceja.
—¿Sus historias?
Livia levantó la barbilla, orgullosa.
—Soy una mujer herida de muerte, pero viva. Tuve necesidad de sentirme apreciada, sí. De comprobar si seguía siendo capaz de provocar una mirada, una sonrisa. Si todavía podía recibir un ramo de rosas, una carta de amor. ¿Acaso debía haber seguido siendo fiel? ¿A quién? ¿A un hombre que se pasaba meses fuera de casa? ¿Y que no vacilaba en humillarme, apareciendo en público con otras mujeres? Debería haber visto usted las caras de conmiseración de nuestros amigos, de nuestras amistades importantes. Tal vez confiaba en poder hacerle algo de daño yo también.
—Le pido disculpas, señora. No quería ofenderla, son cosas que no me atañen. Quería saber si había alguien que, de alguna manera, quisiese librarse de su marido. Para llegar a usted, quizá.
—No, comisario. Hace meses que no veo a nadie. Puede comprobarlo fácilmente. Pasé toda la semana en Pesaro, en casa de mis padres. Sola. Como siempre.
Cuando saludó a Ricciardi, antes de volver a cubrirse la cara con el velo, Livia se dio media vuelta y le sonrió inesperadamente. Una sonrisa luminosa, dulcísima. Inclinó la cabeza a un lado y le lanzó una larga y profunda mirada.
—Me hospedo en el Excelsior, comisario. Si me necesita para algo, si tiene más preguntas, avíseme. En cualquier caso, mañana por la mañana aquí estaré para ir a identificar el cadáver.