19

La iglesia de Santa Maria degli Angeli estaba helada. En la nave y el interior de la cúpula, por la que se filtraba la luz de un sol que no calentaba, se oía el silbido incesante del viento. En los bancos frente al altar, unas cuantas viejas entonaban cánticos sin fin, con palabras trabucadas de una lengua ya olvidada, e imploraban la clemencia de Dios y de los santos.

Los frescos de la bóveda y las paredes narraban la vida de María, desde la visita del arcángel a la ascensión al cielo. La proporción de las naves, la dolorosa y devota pericia del artista hablaban del amor de Dios por los hombres, y desde hacía siglos, los napolitanos consideraban que aquél era el lugar adecuado donde acudir a solicitar una gracia, con alguna esperanza de ser atendidos en sus quejas. Olvidaban puntualmente que de ellos dependía que el destino les fuera favorable.

Se llegaba a la iglesia desde la piazza del Plebiscito, tras subir por la via Gennaro Serra; tal vez a causa de la leve fatiga del paseo la gente esperaba obtener la recompensa de ver cumplidos sus deseos. En especial, durante esos días en que el viento del norte barría las aceras y sacudía las conciencias.

En la penumbra del fondo se ocultaba una mujer. Un largo chal negro sobre la rubia cabellera y la cara, la cabeza inclinada. Ocultaba su belleza, su cuerpo, los ojos azules. Le habría gustado rezar, pero le faltó valor.

Levantó la mirada y contempló el fresco de la cúpula, manchado de humedad, donde se representaba el Paraíso.

La mujer sonrió con tristeza. Un Paraíso maltrecho, en ruinas. Un Paraíso soñado, pintado en colores vivos y después perdido. Le pareció su propia historia. Había imaginado una vida nueva, un nuevo amor. Echó un vistazo a su alrededor y vio las hermosas figuras de la vida de María. La pureza, la inocencia. Sin embargo, ella… No había entrado para pedir perdón, no se arrepentía de la traición. Había ido allí para pensar cómo se las arreglaría, después de haber estado tan cerca del paraíso, para no terminar en el infierno.

A las veinticuatro horas exactas del asesinato de Vezzi, Ricciardi volvió a entrar en la jefatura. Tal como preveía, delante de su despacho se encontró con Maione y con Ponte. La tensión se notaba en el aire, seguramente, ambos habían sostenido más de una discusión; el sargento tenía los ojos inyectados de sangre; al auxiliar le temblaban los labios.

—Por fin, dottore. Yo ya no sé qué decirle al subjefe de policía. Aquí, el sargento, la toma conmigo. Yo trato de cubrirlos hasta donde puedo, pero…

—¡Qué vas a cubrir tú, que eres el lameculos de un lameculos! Lo que tienes que hacer es dejarnos trabajar, ¿lo entiendes o no lo entiendes? Si tenemos que informar cada cinco minutos, ¿cómo vamos a avanzar?

Ricciardi sopesó si debía intervenir y dijo:

—Deja, Maione. Yo me ocupo. Tú ve a recoger al empresario y a la esposa del tenor, que estarán a punto de llegar. Ponte, acompáñame al despacho de Garzo.

Ésta vez, el subjefe de policía no se levantó para recibir a Ricciardi. Ni siquiera lo invitó a sentarse.

—Vamos a ver, Ricciardi, se lo preguntaré una sola vez. ¿Cómo lleva la investigación?

Lleva. Dijo lleva, no llevamos.

—Sigo investigando. Si hubiese tenido novedades, se las habría comunicado, naturalmente. ¿No habíamos quedado en eso?

—¡Aquí las preguntas las hago yo! —le soltó Garzo—. ¿Tiene idea de las presiones a las que estamos sometidos? Desde Roma nos llegan despachos cada hora. Los diarios no hablan de otra cosa. Han llamado de Il Mattino para protestar vivamente por el trato que le ha dispensado esta mañana en el teatro a uno de sus cronistas, un tal Luise. Se vengarán, Ricciardi, lo sabe, ¿verdad? No se tarda nada en pasar de «brillante investigador» a uno que «da palos de ciego». ¿Qué tengo que decirle al jefe de policía? ¿Y qué tiene que decir él a los de Roma? La oficina del Duce está más en contacto con el alto comisario de la ciudad por la muerte de Vezzi que por el terremoto del año pasado. Usted debe, repito debe, darme algún dato.

—Yo no hablo a tontas y a locas, dottor Garzo. Nunca. Si doy algún dato, significa que lo tengo.

La seguridad de Garzo se fue desmoronando.

—¡Pero no sé qué decirles! Se lo ruego, póngase en mi lugar. ¡No puedo fingir que no sé nada!

—Diga que tal vez sea un crimen con trasfondo pasional. ¿Acaso la pasión no está siempre detrás de un crimen? Diga eso, sea cual fuere la solución, usted habrá estado en lo cierto.

Garzo se animó.

—Tiene razón, Ricciardi. ¡Muy bien, estupendo! Esto los aplacará durante un tiempo. Pero, por favor, no me deje a oscuras. Si descubriera algún otro dato, le ruego que me lo comunique de inmediato.

—De acuerdo, le doy mi palabra. Pero mantenga a la prensa y a Ponte lejos de mí.

—Cuente con ello. A seguir trabajando, Ricciardi.

Al regresar a su despacho, Ricciardi trató de poner en orden sus ideas. Vezzi había llegado a Nápoles en viaje oficial, acompañado de Bassi, poco antes de Navidad. Se había quedado unos días, había alquilado el cuarto en la pensión Belvedere. Había estado allí el mismo día del ensayo general, y por eso se le había hecho tarde. El largo cabello rubio en el batín. Por tanto, una mujer. Y una mujer que había que ocultar con cuidado.

Al parecer había varias personas con buenos motivos para quererlo muerto, o al menos para vengarse: el director de orquesta, por ejemplo. O el mismo Bassi, al que mortificaba continuamente. O los barítonos, las sopranos y los camareros.

Pero Ricciardi se había hecho a la idea de que la gente del teatro difícilmente habría dado ese tipo de desahogo a su amor propio; la conveniencia era lo primero. Además, estaban habituados a actuar, a fingir. No, no veía él a un cantante o un músico de la orquesta tramando por puro resentimiento un crimen tan atroz y llevándolo luego a la práctica. Además, las características del homicidio estaban marcadas por el impulso: la pelea, el espejo roto, toda aquella sangre. En cualquier caso, no se trataba de un crimen premeditado. Y antes de que lo mataran, el tenor estaba a solas en el camerino, maquillándose y preparándose. El capricho de Vezzi. ¿Quién podía haber sido entonces? Ricciardi sabía que debía buscar a los dos viejos enemigos: el hambre y el amor.

Maione se asomó por la puerta.

Dottore, el empresario y la señora están en la salita. ¿A quién hago pasar primero?

Mario Marelli era un hombre de negocios; se notaba por cómo vestía, por su forma de hablar, por sus gestos. Incluso por sus rasgos: la mandíbula cuadrada, voluntariosa, la nariz imponente y la mirada azul, límpida, bajo las cejas pobladas. El pelo, con un corte impecable, peinado con brillantina, las sienes algo encanecidas; en la camisa blanca e impecable, de cuello redondeado, destacaba una corbata oscura, bien anudada. Debajo de la chaqueta cruzada, de raya diplomática marrón, resaltaban los botones del chaleco y por el bolsillo asomaba la leontina del reloj de oro.

—Comisario, no malgastaré su tiempo ni el mío fingiendo sentirme afectado. Vezzi era una pésima persona, ya se habrá hecho usted una idea; y si no se la ha hecho, se lo digo yo. En los diez años que llevo trabajando para él, no he conocido a nadie a quien le cayera bien. Exceptuados los poderosos de Roma, claro está. Eso sí que se le daba bien, lamerle el culo a los poderosos.

—¿Cómo es que no estaba con él en Nápoles?

—Estuve para organizar el asunto, antes de Navidad; es entonces cuando se acuerdan las condiciones del contrato, los pagos y demás cláusulas. Después, cuando se representa la ópera, no es necesario que el empresario esté presente. En el caso que nos ocupa, cuanto menos tiempo pasaba con ese degenerado, mejor para mí. Por tanto, procuraba con sumo cuidado no seguirlo.

—Cuando vino antes de Navidad, ¿recuerda si Vezzi se alejó durante algún tiempo?

—¿Vezzi? Todo el tiempo. Tal vez no me he explicado: dejaba a mi cargo la parte contractual, hablar con la superintendencia, con la orquesta, con el director de escena del espectáculo. Él sólo se dedicaba a todo lo relacionado con su persona. La sastrería para los trajes, el camerino, el maquillaje. Sólo le interesaba vestirse, maquillarse y cantar. El resto del mundo debía girar a su alrededor. Pasamos cuatro días en la ciudad, y puede que yo lo viera unas tres veces, durante unos minutos. Ah, creo que en una ocasión comimos juntos, en ese restaurante de Piedigrotta, ése tan famoso. Me acuerdo porque devolvió el pescado dos veces, la cocción no era de su agrado. Tendría que haber visto la cara del dueño. Qué sinvergüenza.

—¿Cuáles son los motivos de su resentimiento? Está claro que sus relaciones eran especialmente críticas, no sólo las profesionales.

—Era imposible tener buenas relaciones con Arnaldo Vezzi. Le diré más, la única manera de tener alguna relación con él consistía en dejarse pisar y complacerlo en todo. Es una fórmula que puede funcionar en algunas ocasiones, pero existen circunstancias particulares en que esa postura se vuelve indefendible.

Ricciardi se inclinó levemente hacia adelante y preguntó:

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, cuando en Berlín se emborrachó y se presentó ante el canciller con una hora de retraso. O cuando lo encontraron en el hotel con una niña de trece años, hija del dueño del establecimiento. O aquella vez en Viena, cuando presa de la ira porque, según él, se la tenían jurada, partió contra el suelo un violín de cincuenta mil liras, después de arrancárselo al músico de la orquesta. ¿Quiere que siga?

—Entonces, ¿cómo mantenían la relación profesional? ¿Sobre qué bases?

—Es sencillo, sobre la base de que era un genio. Un genio absoluto. Además de su voz extraordinaria, su saber estar en escena, tenía la capacidad para interpretar a la perfección cualquier papel, metiéndose dentro del personaje. Y cuando digo que se metía dentro del personaje, es en sentido literal, porque se imbuía del alma de aquél al que interpretaba, se identificaba con él a la perfección. Yo tengo una teoría. Creo que lo conseguía porque él carecía de alma propia. De manera que escribía sobre una pizarra limpia, no tenía emociones propias que ocultar. Una víbora.

—¿Y entonces?

—Entonces no había un tenor mejor. Representarlo era como dirigir el tráfico. Si él hubiese querido, habríamos podido contar con compromisos apalabrados para los próximos diez años.

Ricciardi frunció el ceño, perplejo.

—Entonces, para usted, su muerte supone un serio daño, ¿no? Ha perdido usted un trabajo importante. Por lo demás quizá no, pero sólo por ese motivo debería mostrarse bastante afectado.

—No, comisario. Si todavía no se ha enterado por el imbécil de su secretario, se lo digo yo. Vezzi había decidido prescindir de mi colaboración. Había dicho, de forma muy noble como era habitual en él, que podía conseguir las mismas retribuciones y, además, ahorrarse el diez por ciento. Mal que me pese, debo reconocer que tenía razón.

—De modo que prácticamente lo había despedido.

—Prácticamente, pero a partir de la próxima temporada. Seguiría siendo su representante hasta que finalizara la presente. De modo que, por desgracia, todas las quejas, las penalizaciones exigidas, las multas seguían llegando a mi despacho.

Ricciardi no acababa de verlo claro.

—Pero las decisiones artísticas, las óperas que cantaría, las fechas, todo eso lo acordaba con usted, ¿no?

—¿Quién, Vezzi? Cómo se nota que no lo conocía —soltó Marelli con una amarga sonrisa—. Debería ser así y es así en el caso de los demás artistas que represento. Pero no con Arnaldo. Él hacía lo que le venía en gana, en el momento en que se le ocurría. Incluso cambiar de idea y decidir lo contrario echando a perder el trabajo de decenas de personas. Verá, comisario, lo que de verdad me aflige de toda esta historia es haberme perdido la próxima temporada de Vezzi, la que él habría gestionado directamente. Estoy seguro, créame cuando se lo digo, que entre multas y penalizaciones habría pagado por lo menos el doble de sus ingresos. Sólo yo sé el trabajo que me costaba tratar de reparar los daños que causaba.

—¿Y cómo es que aceptó representarlo si era un personaje tan difícil?

—¿Sigue usted la ópera, comisario? ¿No? Entonces permítame que le explique algo. Mi generación, digamos que los que ahora tienen más de cuarenta años, quedará ligada para siempre a la ópera. Igual que nuestros padres y nuestros abuelos. Ligados a la pasión, a la alegría y al dolor que encontrábamos en el escenario, al principio desde el gallinero, después desde el patio de butacas, y los más afortunados, desde el palco. Era y sigue siendo una ocasión de encuentro, una forma de reconocer melodías conocidas, apasionantes.

»Pero las cosas están cambiando, no hay más que echar un vistazo a nuestro alrededor. La radio, las canciones bailables. El jazz, la música de los negros de Estados Unidos. Y sobre todo el cine. ¿Ha tenido ocasión de ver una película sonora? Me parece que en Nápoles tienen ustedes dos salas. En Milán ya son cuatro, y en Roma, nada menos que seis. Y eso que llegó a Italia más o menos hace un año. Hoy en día, la gente quiere hacer, no quiere escuchar. Ya no le basta con sentarse y mirar, o como máximo aplaudir o abuchear; ahora la gente quiere bailar, canturrear, silbar. Estar ahí, en la escena, ver de cerca a los dos protagonistas cuando se besan con pasión. O ir al estadio y ver a veinte energúmenos en pantalón corto. ¿Qué espacio tendremos en el futuro para la ópera? Cada vez menor, se lo digo yo. Cada vez menor.

»Por eso cuando aparecen los Vezzi, hay que protegerlos y salvaguardarlos. Porque nace uno cada cien años. Uno como Vezzi llena el teatro cada vez que canta. Aunque cante cien veces lo mismo, la gente va a oírlo cien veces. ¿Por qué? Porque cada vez la gente siente algo nuevo, algo diferente. Un encanto distinto. Entonces, mejor un Vezzi con todas sus locuras, los defectos, las maldades y las humillaciones que inflige, que mil profesionales válidos y meticulosos, aplicados y respetuosos del trabajo ajeno, pero sin talento. Ésos siempre tendrán el teatro medio vacío, se lo dice Marelli; y de esto Marelli sabe, señor comisario.

Ricciardi asintió con una mueca. Ya había oído esas argumentaciones.

—Pero entonces, en su opinión, ¿quién podría haberlo matado?

Marelli lanzó una breve carcajada sin alegría.

—Ay, cualquiera. Cualquiera que haya tenido la ocasión de ver su alma negra, aunque fuera por un instante. Yo mismo me sentí tentado de estrangularlo al menos unas mil veces. Pero ¿quién iba a estrangular a la gallina de los huevos de oro? Un hombre de negocios, seguro que no.

—Por cierto, el día veinticinco usted…

—… estaba en la Scala, donde ponían La Traviata. Actuaban dos de mis representados. Unos muchachos competentes, profesionales serios. Ellos no llenarán nunca el teatro, pero el próximo año seguirán conmigo.