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El secretario de Vezzi se presentó atildado y elegante como siempre, el cabello peinado con raya al medio, la cara recién rasurada, las gafas con montura de oro que él se ajustaba a la nariz con un gesto repetido y nervioso.

—¿Debo preocuparme, comisario? ¿No seré sospechoso? Le recuerdo que pasé la velada sentado en la primera fila, cerca del señor superintendente.

Ricciardi hizo un gesto de leve fastidio, como quien ahuyenta un insecto.

—No, Bassi. Diría que no. Pero hay algo que no entiendo; usted dijo que, para complacer a Vezzi, su colaborador debía saber desaparecer en el momento adecuado y dejarlo libre. Explíqueme mejor en qué sentido. ¿Qué quiere decir en concreto?

Bassi dio la impresión de que acababan de pillarlo desprevenido. Con el índice de la mano derecha se ajustó las gafas a la nariz.

—¿En concreto? Pues en concreto significa que el maestro quería… discreción. Uno debía adivinar lo que él quería antes de que hablara, como les ocurre a todos aquéllos que están dotados de una gran personalidad.

—Verá usted, Bassi, le he hecho una pregunta bien clara. Créame, no estamos en un convento, aquí se oye todo tipo de cosas. Sé que usted insinuaba algo y pretendo que me explique qué era.

Bassi perdió al instante la seguridad en sí mismo. Y empezó a hablar con voz queda.

—El maestro tenía sus debilidades. ¿Y quién no? Era un hombre que siempre y en todas las circunstancias buscaba su gratificación. Y le gustaban las mujeres, sobre todo las del prójimo. Muchas veces llegué a pensar que no soportaba la idea de que una mujer prefiriese a otro. A quien fuese. Entonces iba y se la quitaba. O intentaba quitársela; normalmente lo conseguía.

—Pero ¿no estaba casado? ¿No es su esposa la que llegará hoy en el tren?

—Bueno, casado es un decir. Su esposa es un tipo de mujer que…, verá, era cantante, una contralto. Abandonó su carrera hace diez años, cuando se casaron. Y desde que el hijo se les murió de difteria hace cinco años, prácticamente ya no volvieron a hablarse. Cada cual hacía su vida. Pero, como usted comprenderá, comisario, el maestro era amigo personal del Duce. La familia no se puede destruir. Así que, para guardar las formas, siguieron juntos. Pero sólo para guardar las formas.

—Comprendo. De modo que Vezzi le daba trabajo. ¿Y aquí en Nápoles? ¿Cómo se portó estos días? ¿Hizo algo, fue a algún sitio?

—No lo sé, comisario. Cuando… cuando tenía sus cosas, el maestro me pedía que me fuera. Decía: «Ya no te necesito, nos vemos a las siete, o a las ocho, o a las nueve». Con eso yo me daba por enterado y lo dejaba solo. De todos modos, siempre había cosas que hacer, así que…

—¿Y en los últimos días le pidió que se fuera?

—Sí, el lunes; el día del ensayo general.

—¿Y le dijo algo?

—Sí, algo raro, me preguntó dónde se tomaba la línea siete del tranvía.

En cuanto Bassi se marchó, Ricciardi le preguntó a Maione qué trayecto hacía la línea siete del tranvía. El sargento se ausentó unos minutos y, al regresar, ya disponía de la información.

—Vamos a ver, comisario. Tranvías de la línea siete hay dos. El siete rojo, que sale de la piazza del Plebiscito y llega a la piazza Vanvitelli, en la colina, por encima del barrio del Vomero; y el siete negro, que sale de la piazza Dante y sube hasta el Vomero, pero termina en el piazzale de San Martino. Me lo ha dicho Antonelli, que conoce todos los transportes de la ciudad, con lo que queda demostrado que los del archivo se pasan de la mañana a la noche mano sobre mano. Ahora bien, al siete negro lo llaman «la carroza de los enamorados pobres», porque lleva hasta un bosquecillo desde el que se ve toda la ciudad, donde me ha dicho Antonelli que se reúnen las parejas. El siete rojo es el tranvía que cogen los que trabajan en el centro y viven en las casas nuevas. ¿Cuál habrá cogido Vezzi?

—El siete negro, sin duda.

Ricciardi decidió entonces aprovechar el tiempo que faltaba para que llegaran la esposa de Vezzi y su empresario, y se dedicó a hacer una rápida inspección de la línea del siete negro. En realidad, debía reconocer también que se trataba de un pretexto para no presentarle a Garzo un informe que ya no podía postergar más. No le hacía gracia exponer teorías poco elaboradas o incompletas, pero tampoco podía inventarse un asesino si no lo tenía. Por eso le pidió a Maione que se quedara de guardia, por si alguien se presentaba a prestar declaración espontáneamente, y se fue a pie hasta la piazza Dante.

El viento había amainado un poco y el cielo se estaba poblando de nubarrones, tal vez fuera a llover. A primera hora de la tarde la calle era un hervidero de gente y de vendedores ambulantes.

Ricciardi continuaba reflexionando mientras caminaba: ¿por qué el tranvía? Un carruaje o uno de los cincuenta taxis de la ciudad habrían sido la solución más lógica. O incluso el funicular, el hermoso y moderno funicular central inaugurado tres años antes, el verdadero motivo del progresivo aumento de la población del nuevo barrio, el Vomero, el preferido por la burguesía.

La única razón por la que Vezzi podía haber preferido el tranvía era el anonimato. Que no lo reconocieran. ¿Y por qué? Porque el propósito del tenor no era dar un simple paseo tonificante. Se trataba de otro tipo de paseo; por lo tanto, también había que excluir una visita de cortesía a algún amigo noble.

La parada del tranvía, en la piazza Dante, se encontraba al pie de una larga subida que llevaba al Vomero. Ricciardi sacó el billete y se sentó cerca de la ventanilla. Por el camino, hacia Port’Alba, entrevió la imagen de un miembro de la camorra acuchillado durante un ajuste de cuentas por el que habían detenido inmediatamente al responsable: un joven que ambicionaba hacer carrera en la sociedad, pero que, por el contrario, pasaría ahora treinta años pudriéndose en la cárcel. El muerto, un hombre grande y grueso, con los brazos en jarras, reía hasta partirse la garganta, literalmente, porque tenía el cuello abierto de oreja a oreja y a través de la herida se veía borbotear la sangre y el aire de su último aliento. Se mofaba de su asesino y de su falta de valor; un fatal error de apreciación. El tranvía emprendió la marcha con una sacudida.

A medida que subía, los edificios fueron raleando; no obstante, Ricciardi vio numerosas obras. Una ciudad en construcción, que poco a poco iba ganando terreno al campo. El terremoto del año anterior había dado paso a las necesarias consolidaciones y reestructuraciones, se habían producido algunos derrumbes con varios muertos, aunque la que había quedado arrasada había sido la lejana Hirpinia. Había también edificios nuevos, nuevas calles. Otros barrios que vigilar, otras fortunas; y nuevos crímenes y delitos, pensó el comisario con un suspiro.

El viento frío fue aumentando en intensidad a medida que el tranvía se encaramaba con esfuerzo a la colina; Ricciardi lo veía claramente por cómo se agitaba la vegetación, ahora más densa. Árboles, arbustos; parcelas cultivadas, senderos de tierra batida que se internaban en el campo, aquí y allá casitas rodeadas de palmeras. A los costados de la calle, por cuyo centro discurrían las vías, algunas barracas donde las mujeres hacían la colada y los niños jugaban al aire libre.

Un muchacho, con un perro y dos cabras atadas con una cuerda, vendía requesón y pan a un grupito de albañiles que descansaban, cerca de una obra en construcción. Uno de ellos, algo más apartado, tenía la cabeza inclinada de una forma poco natural. El comisario apartó la vista; otro más de los miles de accidentes de trabajo de los que nunca se sabía nada.

El tranvía llegó al final del trayecto, en la plaza nueva, delante de la cárcel militar. Ricciardi se acercó al responsable de la taquilla y le preguntó si conocía alguna pensión en los alrededores. Tras recibir las indicaciones se dirigió hacia una casita baja no muy alejada donde, en una placa de metal pintada de verde, se leía en letras amarillas: «Pensión Belvedere».

La propietaria mostró al principio cierta desconfianza, pero cuando él se identificó, la mujer dijo recordar al señor corpulento que «hablaba en extranjero, del norte» y que había estado allí el lunes 23. Estuvo tres horas en su habitación, donde se reunió con él la señora. La señora había llegado por su cuenta, no llegaron juntos. Sí, había dicho «su habitación»; el señor se la había alquilado por tres meses y había pagado por adelantado. ¿El señor comisario quería verla?

Ricciardi se encontró en una habitación limpia, desde cuya ventana se veía un panorama espectacular. No había ningún objeto personal, salvo una brocha, jabón y una cuchilla de afeitar cerca del lavabo, en un rincón. Ni rastro de presencia femenina, nada en la cómoda, nada en el armario, excepto un batín nuevo, en apariencia jamás utilizado. Lo cogió, como si quisiera juzgar su consistencia. En el hombro había un largo cabello rubio.

Al salir, el comisario le dijo a la señora que podía considerar que la habitación estaba libre, porque su inquilino no iba a volver; la dueña de la pensión no disimuló su contrariedad.

—Yo esperaba que renovara el alquiler. Aunque cuando se lo pregunté no me contestó. Se marchó muy apurado.

—¿Cómo que renovara? ¿No había alquilado por tres meses desde el lunes veintitrés?

—No, comisario. Tres meses a partir del veinte de diciembre pasado. Fue entonces cuando vinieron por primera vez. La plaza todavía estaba en obras.

—Y la señora que se reunía con él, ¿era siempre la misma?

—Sí, comisario. Siempre la misma. Se notaba que era joven, llegaba sola, nunca con él.

—¿Sabría describírmela?

—La verdad es que no. Llevaba sombrero, bufanda, un abrigo pesado. Nunca le vi la cara. Ni siquiera contestaba cuando la saludaba, nunca la oí hablar. Es una lástima, porque él parecía contento. ¡Y qué propinas tan buenas me dejaba!

La noticia arrojaba nueva luz sobre los acontecimientos, pensó Ricciardi mientras recorría la bajada que llevaba a la plaza panorámica y el mirador. Así que Vezzi había venido a Nápoles en diciembre; ésa era la otra vez a la que Bassi había hecho referencia con tanta sutileza. Era ése el detalle que había hecho que se dispararan las alarmas de su instinto y que no había conseguido aclarar enseguida. Pero también en las palabras del padre Pierino había algo más, algo que todavía no estaba claro. ¿Qué sería?

El tranvía salía al cabo de un cuarto de hora. Decidió asomarse al nuevo mirador. La ciudad se extendía a sus pies, bajo un cielo cada vez más cargado de lluvia; vista así, mientras se encendían las primeras luces, no parecía que en ella bulleran tantas pasiones y emociones. Pero Ricciardi sabía bien cuántas capas había debajo de aquella tranquilidad aparente. Para el régimen, ni un crimen, tan sólo seguridad y bienestar, así se había establecido por decreto. Pero los muertos velaban en las calles, en las casas, pidiendo paz y justicia.

Se acercó al murete, y allá abajo vio la tortuosa escalinata de la via Pedamentina que desde San Martino llevaba al corso Vittorio Emanuele. Un camino largo y agradable, que flanqueaba una pendiente cubierta de espesa vegetación. Las farolas colgantes, que alumbraban la escalinata, se balanceaban al viento. La última luz de la tarde iluminaba todavía un pequeño parque con bancos, el lugar de encuentro de los enamorados que no podían pagarse una habitación durante tres meses, ni siquiera durante tres horas.

Ricciardi vio dos parejas en los bancos: un marinero intentaba abrazar a una muchacha que lo mantenía a raya riendo; un joven elegante, delgado, tal vez un estudiante, tomaba de la mano a una mujer que lo miraba con aire soñador. Ricciardi apartó la vista; a unos cuantos pasos del marinero vio sentado en el suelo a un hombre que con ambos brazos se sujetaba con fuerza el abdomen, como si quisiera abrazarse. Por la boca le salía una espuma amarillenta y burbujeante. Tenía los ojos vidriosos. Incluso desde tan lejos, el comisario oía sus palabras: «Sin ti no hay vida. Sin ti no hay vida. Sin ti no hay vida…». Se envenenó, pensó Ricciardi. Barbitúricos, ácido, lejía. ¿Cuál es la diferencia?

Algo más atrás, la silueta de una joven mujer se balanceaba en una rama; colgaba de una tira de tela, tal vez una bufanda. Parecía una fruta tardía de invierno, como un racimo de uva que, escapado de la vendimia, no se hubiese secado todavía. Los ojos desorbitados, el rostro cárdeno, la lengua horriblemente hinchada y azulada asomaba entre los labios tumefactos. El cuello estirado por la tracción, las piernas y los brazos tendidos y compuestos. Seguía repitiendo: «Amor mío, ¿por qué? Amor mío, ¿por qué?». Un paraje para enamorados, pensó el comisario. Había visto otros «habitados» de ese modo; la gente iba a buscar la paz a los lugares donde había sido feliz, sin saber que la paz no existía, ni siquiera tras la muerte.

Mientras observaba a los vivos y a los muertos, le vino a la cabeza la publicidad de un reconstituyente que a menudo veía en el diario. Antes y después de la toma, pensó.

Antes y después del amor.

La bocina del tranvía resonó en el aire; sin mudar la expresión, Ricciardi se dio la vuelta y despacio empezó a subir la cuesta.