17

En la entrada principal estaba el doctor Modo, que fumaba buscando protegerse del viento frío detrás del portón. En cuanto vio a Ricciardi, sonrió.

—En el teatro de buena mañana, ¿eh? Esclavo del vicio.

El comisario hizo una mueca.

—Hola, doctor. ¿Tú por aquí? Ya me echabas de menos, ¿eh?

—Oye, ¿me invitas a comer?

—Pides demasiado. Yo me conformaba con una pizza en el carrito de siempre. Te invito a una sfogliatella y un café en el Gambrinus, creo que es un acuerdo justo.

—Derrochador. Y eso que dicen que eres riquísimo. De acuerdo, me conformo, con tal de no seguir aquí con ese ventarrón.

Caminaron en silencio, recorriendo con el viento en contra los doscientos metros que los separaban del café; el doctor sujetándose con fuerza el sombrero y el cuello del abrigo, Ricciardi con las manos en los bolsillos y el pelo revuelto. Analizaba los elementos reunidos esa mañana; tenía la sensación de encontrarse en posesión de las piezas de una marioneta de madera y no saber cómo montarlas; y también tenía la desagradable impresión de no haber prestado la debida atención a algo. Pero ¿qué era?

Entraron frotándose las manos y ocuparon la mesita que solía utilizar Ricciardi, la que estaba junto a la vidriera que daba a la via Chiaia. El doctor resopló mientras se quitaba el sombrero, el sobretodo y los guantes.

—¿Cuándo se ha visto semejante tiempo a finales de marzo? Tú porque eres de un pueblo de montaña, pero yo que soy de mar te digo que de jovencito, en esta época, ya me zambullía desde el peñasco de Marechiaro. Ni siquiera en los Alpes, durante la guerra, hacía este frío en marzo.

—No te quejes, que así te conservas mejor. Como tus cadáveres.

—Un momento, un momento, es que a lo mejor oigo voces como Juana de Arco. Me ha parecido oír un chiste. Pero a ver, ¿tú no eras el comisario Ricciardi? ¿El taciturno comisario Ricciardi, el hombre que no sonríe?

—Y ya lo ves, no sonrío. ¿Qué me cuentas? Te me has adelantado, esta tarde hubiera ido a verte.

Modo sonrió melancólico.

—Nunca me han presionado tanto para que me diera prisa, hasta de Roma, del ministerio. Pero a quién han asesinado, ¿al Papa? Tu amigo Garzo, con su simpatía habitual, esta mañana me ha mandado a Ponte, su auxiliar, nada menos que dos veces. Si había novedades de los análisis y la autopsia, en la jefatura querían saberlo enseguida.

—¿Y hay novedades?

—Pues verás, no lo sé. No estoy seguro, te diría que siguen en pie los comentarios que te hice anoche. Aunque hay algo raro, se trata más bien de una sensación. Pero existe, la sensación existe.

El camarero se les acercó. Ricciardi pidió dos sfogliatella y dos cafés.

—¿Qué sensación? ¿Hay sensaciones en tu oficio? Pensaba que sólo había rigor científico.

—Ahora sí que te reconozco, el sarcástico comisario Ricciardi, dispuesto a poner la ciencia en segundo plano. Pero la ciencia puede ayudar a tus sensaciones. Puede confirmarlas o desmentirlas.

El camarero regresó con el pedido; el doctor se abalanzó como un hambriento sobre su sfogliatella. Mientras el bigote entrecano se le teñía de blanco con el azúcar que cubría la tierna pasta, acompañaba los bocados con gruñidos de placer.

—Mmm…, si me preguntas qué es lo que me gusta de esta ciudad, te diré que las sfogliatella de hojaldre. Ni el mar, ni el sol, las sfogliatella de hojaldre.

Ricciardi, que se alimentaba de sfogliatella y pizza a días alternos, trató de que el doctor volviera a centrarse en Vezzi.

—¿Y se puede saber qué sensación tuviste? Comprendo que estás viejo, pero últimamente tienes problemas para mantener la concentración.

—Oye, que estoy más despierto yo con cincuenta y cinco años que los dos médicos de veintisiete con los que me reúno en consulta, y a ti te consta. Como recordarás, ayer te mencioné enseguida la equimosis debajo del ojo izquierdo. Se trata de un puñetazo, de un golpe.

Ricciardi asintió con la cabeza.

—Recibió un golpe, un golpe fuerte, porque tenía una fractura en el pómulo, nada serio, pero fractura al fin y al cabo.

—¿Y entonces?

—Entonces es imposible que el hematoma esté tan circunscrito. ¿Tienes idea de lo rápido que se forma un hematoma con un golpe así? Debería haber tenido como una pelota debajo del ojo. Sin embargo, presentaba apenas una pequeña equimosis.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Quiere decir, y ya sé que lo sabes porque te lo noto por los ojos, que nuestro gran tenor, amigo de los ministros del fascio, un mal rayo lo parta, ya estaba muerto cuando recibió el golpe, o le quedaban apenas unos segundos de vida. El negro corazón casi no bombeaba sangre.

—Oye, Bruno, deja de hacer tantos comentarios antifascistas, o algún día acabarás recibiendo una paliza, lo veo venir.

Con la boca llena de crema y café, que no había dejado de engullir mientras hablaba, Modo sonrió de oreja a oreja y dijo:

—¡Pero yo tengo amigos en la policía!

—Bueno, tú sabrás. Por lo tanto, o ya estaba muerto o agonizaba. ¿Y para qué iban a golpearlo si ya estaba muerto?

Ricciardi clavó la mirada en el médico, que estaba de espaldas a la vidriera. Detrás de él, la niña muerta tendía el hatillo de trapos hacia ellos diciendo: «Ésta es mi hija. Yo le doy de comer y la lavo». El comisario suspiró.

—¿Te pasa algo? —preguntó Modo, al ver la expresión de dolor en la cara de Ricciardi.

—Me está entrando jaqueca. No es nada, un simple dolor de cabeza.

—Eres un tipo raro, Ricciardi. El más raro que hay, lo dicen todos. Sabes bien que la gente tiene miedo de tus silencios, de tu determinación. Es como si te quisieras vengar. Pero ¿de qué?

Dottore, hablo contigo con mucho gusto. Eres eficiente, honrado; una persona que si puede dar algo más, lo da, y en los tiempos que corren ya es mucho. Pero si quieres que siga hablando contigo, no me preguntes nada más, por favor.

—Como quieras, perdona. Pero cuando uno trabaja con alguien durante mucho tiempo, acaba tomándole cariño. A veces pones cara de dolor. Y yo el dolor lo conozco, créeme.

No, no lo conoces, pensó Ricciardi. Conoces las enfermedades y los lamentos. Pero el dolor, no, ése que llega después y corrompe el aire que respiras y deja un tufo dulzón que se te pega a la nariz. La putrefacción del alma.

—Gracias, Modo. Sin ti ya me habría suicidado. Si las investigaciones revelan algún dato más, te mantendré informado. Una curiosidad —añadió Ricciardi, poniéndose en pie—, ¿por qué me lo has contado a mí y no a Ponte, el auxiliar?

—Porque tu amigo Garzo lleva traje negro, por eso, y tú de negro sólo tienes el humor. Cuando salgas, paga, que un trato es un trato.

Delante de su despacho, Ricciardi se encontró con Maione y con Ponte. Al primero lo saludó con una inclinación de la cabeza, y al segundo no le hizo caso. Entró seguido por el sargento, que se quitó el abrigo. El militar hizo ademán de cerrar la puerta, pero el auxiliar asomó la cabeza.

—Perdóneme, dottore, pero no quiero pasar por este mal trago. El dottor Garzo me ha pedido que le dijera que en cuanto regresara fuese usted a verlo. ¡Ni siquiera ha ido a comer!

—Pero si tanta necesidad tiene de hablar con el comisario, ¿por qué no viene él? —preguntó Maione, sarcástico.

—¿Está usted loco, sargento? ¡Ése sólo sale de su despacho para ir a ver al jefe de policía! Se lo pido por favor, dottore, por favor, no me haga usted pasar por este mal trago.

—Ponte, en este momento estoy ocupado con una investigación, como ya sabe o debería saber el subjefe de policía. Si tiene alguna comunicación que me pueda ayudar, que me la envíe. Si no, póngame por escrito que tengo que ir a verlo en lugar de trabajar. Él mismo me ordenó que no debía ocuparme de otra cosa.

Ponte lanzó un prolongado suspiro.

—Está bien, dottore, entiendo. Se lo diré, y que Dios me coja confesado. Usted a lo suyo.

Cuando el auxiliar se marchó, Maione se sentó y sacó la libreta.

—Vamos a ver… Vezzi se alojó en el Vesuvio, en el paseo marítimo, donde suele quedarse cuando viene a Nápoles. Llegaron en tren el veintiuno, a última hora de la tarde, él y Bassi, su secretario. El personal del hotel, para variar, no lo podía ni ver; dicen que le echaba un rapapolvo a todo aquél que se le ponía a tiro, que nunca había nada que le gustara, etcétera. Pero no ocurrió nada digno de mención, no discutió con nadie hasta el punto de que quisieran acabar con él. El ensayo general estaba programado para las seis de la tarde del lunes veintitrés. Vezzi salió a las cuatro y no regresó hasta bien entrada la noche, después del ensayo. El portero se acordaba bien porque le preguntó si necesitaba un coche y él le contestó que no se metiera donde no lo llamaban. Ayer salió a las seis para ir al teatro, y llevaba el abrigo negro largo, el que ya sabemos, un sombrero negro de ala ancha, una bufanda blanca de lana con la que se tapaba la cara para evitar el viento. El portero le deseó buena suerte, él hizo los cuernos y le echó una mirada aviesa. Eso es todo. Ah, por cierto, fíjese si estará agitado el mar, que llega casi hasta el hotel.

Ricciardi había escuchado atentamente, con las manos entrelazadas delante de la boca y los ojos fijos en Maione.

—¿A qué hora llegan, el empresario y la mujer de Vezzi?

—Dentro de dos horas, a la estación de Mergellina —contestó Maione tras echar una mirada al reloj de pulsera.

—Entonces, tráeme a Bassi; hay algo que no entiendo.