A la sastrería de la cuarta planta se accedía por una escalera estrecha o en montacargas. Ricciardi quiso comprobar ambos accesos; subió en la cabina jadeante, sostenida por cables chirriantes, y bajó por la empinada escalera. Desde lo alto del balcón corrido había una vista espectacular del escenario y del foso de la orquesta. Un pesado cortinaje ocultaba la perspectiva sobre la sala. Al final de un largo pasillo se llegaba a una puerta que daba a otro universo.
Parecía una fábrica de sueños. Sedas y brocados, tejidos de oro y plata, de todos los colores, del rojo al violeta, del amarillo al azul y al verde. Sombreros y gorros de distintas épocas, uno al lado de otro en amplias sombrereras: cilindros, yelmos romanos y vikingos, complicados tocados egipcios; tules, velos, delicadas zapatillas de baile y pesados zapatones de soldado. Entre todo aquel material, numerosas mujeres vestidas de manera uniforme, como la señora Lilla: camisas azules con unas pesadas tijeras colgadas al cuello con una cinta, cabello recogido y cubierto en parte por una cofia blanca. Se movían con pericia en aquel desorden aparente, cortando, cosiendo y planchando. Fuera el viento aullaba, mientras por las ventanas altas entraba la luz intermitente del sol, interrumpida por las nubes que se desplazaban por el cielo.
Ricciardi era una mancha oscura en medio de aquella fiesta de colores. El abrigo gris, la tez morena, mientras su mirada recorría sin descanso la gran sala. El superintendente daba saltitos a su lado.
La señora Lilla fue a recibirlo, molesta y con aire expeditivo. Ése era su reino y no aceptaba intromisiones. La actitud belicosa hacía que pareciera todavía más imponente.
—Buenos días. ¿Qué necesitan? Vamos retrasadas con el trabajo, debemos arreglar todos los trajes del pobre Vezzi para el sustituto.
El superintendente dio un paso adelante.
—Buenos días. Señora, le ruego que usted y sus colaboradoras se pongan totalmente a disposición del comisario, que precisa de ustedes para continuar con su investigación. Ése será su principal cometido.
La señora Lilla se encogió de hombros.
—Siempre y cuando lo tenga usted presente cuando los trajes para la representación de esta noche no estén listos. ¿Qué quiere saber?
Ricciardi se dirigió a ella sin saludarla y sin sacar las manos de los bolsillos del sobretodo.
—¿Cómo se reparten el trabajo? ¿Hay alguien que se ocupe de algunos cantantes en especial, por ejemplo?
—No. Cada cual tiene su especialización, unas cosen, otras cortan principalmente. Todas saben hacer de todo, la sastrería es el orgullo de este teatro. Pero cada una sabe hacer algo mejor que las demás, y a eso la dedico.
—¿De modo que Vezzi no tenía una sastra que lo atendiera en exclusiva?
—¡Ay no, por favor! Vezzi volvía locas a mis muchachas; si una sola se hubiese encargado de él, ya le diría yo quién lo había matado. No, no. De la prueba se ocuparon Maria y Addolorata, el otro día. Al traje de payaso, me refiero; porque los de Canio estaban listos de otra función. Después completaron el trabajo Lucia, que es la mejor en los acabados, y Maddalena, a la que ya conoció usted, la que bajó conmigo para la entrega. Ella se ocupó de la última modificación; es joven, pero va adquiriendo destreza.
—¿Dónde están estas cuatro? ¿Las puedo ver?
—Sí, con el ruego de que no nos haga perder demasiado tiempo. Están allá al fondo.
Ricciardi se acercó a una mesa ancha, a la que estaban sentadas las cuatro jóvenes; sobre el tablero estaba el traje del payaso, en el que todas trabajaban con los ojos gachos. Así vistas, de uniforme y con las tijeras y las agujas en la mano, parecían iguales. El comisario reconoció a duras penas a la muchacha pálida que la noche anterior había visto tambaleándose casi bajo el peso del traje.
—Buenos días a todas. ¿Cómo va el trabajo?
Se oyó un murmullo de asentimiento, pero fue la señora Lilla quien contestó.
—Menudo trabajito. Vezzi era un hombre grande y corpulento, con barriga. Su sustituto es delgado y bajito, no entiendo de dónde saca la voz. Tenemos que cortar los trajes de nuevo.
Ricciardi se dirigió otra vez a las muchachas.
—¿Alguna recuerda haber visto u oído algo raro en el camerino de Vezzi? Una palabra, un objeto. Un cambio de humor.
Una de las cuatro, morena, de ojos vivarachos, levantó la vista, la posó en el comisario y esbozó una sonrisa.
—El humor de Vezzi no cambiaba nunca, comisario, era siempre negro como este botón. En el mejor de los casos, te daba una palmada en el culo. En el peor, era como si una fuese transparente.
—¡Maria! ¡Cuidadito con cómo hablas aquí dentro! —exclamó la señora Lilla. Pero se notaba que el comentario la divertía. Ricciardi comprendió que así no iría a ninguna parte.
—Si os acordarais de algo, me lo hacéis saber, o venís a la jefatura, o se lo decís a la señora Lilla.
Entretanto entró el director de escena; su aparición provocó un cambio espectacular en la señora Lilla, que se sonrojó, bajó la vista y empezó a arreglarse nerviosamente la erizada cabellera rubia con las dos manos. Lasio se dirigió a Ricciardi.
—Comisario, en la entrada principal hay un hombre que pregunta por usted, dice que es el doctor Modo, el forense. Buenos días, señora Lilla.
La mujer respondió con voz amable y aterciopelada, a kilómetros de distancia del brusco vozarrón que había empleado hasta ese momento.
—Buenos días, señor director. Caballeros, estamos a su disposición, vuelvan cuando gusten.