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—La verdad, comisario —dijo Maione, cuando Bassi se marchó—, el maestro Vezzi debía de ser un hijo de puta de marca mayor. Posiblemente era tan talentoso como lo pintan, pero también un hijo de puta. Ayer, en el escenario donde reunimos a todos, comentaron que se presentó al ensayo general con dos horas de retraso, y como había pedido ensayar su ópera en primer lugar, todos tuvieron que esperarlo. Cuando el director de orquesta se permitió quejarse, estuvo diez minutos insultándolo a gritos, fue una gran humillación. ¿Quiere hablar con el director?

Ricciardi asintió, distraído; tanto Bassi como el padre Pierino habían dicho algo que había disparado las alarmas de su instinto, pero no conseguía dar con el detalle y verlo con claridad. ¿Qué sería? Ya le vendría a la cabeza.

El director de orquesta, el maestro Mariano Pelosi, bebía. Ricciardi se dio cuenta enseguida, en cuanto le vio la cara, incluso antes de que se sentara delante del escritorio, en el pequeño despacho del director de escena.

Lo dedujo por el retículo de venitas que le cubría la nariz, los ojos ausentes y llorosos, el leve titubeo al hablar, el temblor apenas perceptible de las manos. En su eterna búsqueda de los motivos del dolor había visto a muchos como él; el vino servía de refugio a las debilidades y de estímulo a las soluciones impetuosas. Resultaba fácil encontrar en el vino la fuerza para cometer un crimen, derribar las barreras de la conciencia, reaccionar a las propias frustraciones.

—Ninguno de nosotros sale de su asombro, comisario. El teatro es un lugar para la alegría y el sentimiento, en el teatro la gente encuentra, y debe encontrar, sosiego a la locura de la vida diaria. Y en los tiempos que corren hay mucha locura, ¿no le parece? Uno no se espera que la locura llegue a un paso del escenario. Es exactamente como en Pagliacci, donde Canio mata a Nedda y a Silvio en escena, y la gente no comprende de inmediato si es realidad o ficción. Nunca se comprende de inmediato si es realidad o ficción.

—Maestro, hábleme de su relación con Vezzi. Me dicen que en el ensayo general tuvieron una, ¿cómo diría yo?, una discusión.

—Con Vezzi, Dios se divirtió, comisario. Se divirtió al dar un talento inmenso a un hombre de poca valía. Muy poca. En escena era fantástico; en cuarenta años de carrera, jamás había escuchado una voz ni visto una presencia iguales. Y mire que llevo vista a mucha gente. Caruso mismo, el gran Caruso, no tiene la tesitura, la convicción que tenía la voz de Vezzi. Por no hablar de su capacidad escénica, de su capacidad interpretativa. Parecía imposible que estuviese fingiendo. La diferencia con los demás cantantes era tan notable que, en ocasiones, hacía que la orquesta se equivocara. Su maestría restaba convicción a los demás, los hacía dudar. A sus compañeros, a los músicos de la orquesta. Al director mismo. Incluso a mí.

—Volvamos a la tarde del ensayo.

—Ah, sí, la tarde del ensayo. Llevábamos casi dos horas preparados. Habríamos podido y deberíamos haber ensayado Cavalleria rusticana, pues ése es el orden correcto, pero Vezzi quiso empezar con su ópera, porque no quería esperar. No sé si usted sabrá, comisario, que el ensayo general es exactamente igual que una representación, todos actúan con los trajes de escena. Vezzi no quiere ponerse el traje antes de salir a escena delante del público. Es, mejor dicho, era una manía suya. Eso en sí mismo confunde a quienes deben actuar con él, porque parece un intruso. También regañó con violencia a Bartino, el barítono que encarnaba a Tonio, a la Siloty, la soprano húngara que interpreta a Nedda. Además, ese retraso… Tengo que tomar unos medicamentos a una hora determinada, y me quedé encerrado en el foso con los miembros de mi orquesta. Estaba muy, pero que muy nervioso. Y entonces, cuando apareció sin disculparse ni dar explicaciones, tranquilo como si hubiese llegado antes de la hora, no aguanté más y me quejé. No me propasé con él, por la edad podía haber sido mi hijo. Y él… él… se puso a gritarme. Que era un viejo loco, un fracasado…

Mientras lo contaba, Pelosi empezó a conmoverse. Le temblaban los labios, y el músculo de la mandíbula se le estremecía al tratar de contener el llanto. Intento inútil, porque unos gruesos lagrimones surcaron las mejillas hirsutas del director de orquesta. Maione tosió, incómodo. Ricciardi, en cambio, lo miraba inexpresivo, como si no se hubiese dado cuenta de la emoción del viejo.

—¿Y usted? ¿Cómo se sintió usted al verse atacado delante de todos a pesar de tener razón?

—En la vida de todos, comisario, hay encrucijadas. El camino se bifurca, una es la senda correcta, la otra es la senda equivocada; lo malo es que en ese momento uno no lo sabe. Siempre cree que puede retroceder cuando quiere. Sin embargo, nunca se retrocede, nunca. Hace muchos años, demasiados, elegí la senda equivocada. Es algo que yo sé, que saben todos. Pero la música es mi vida, lo único que sé hacer. Ahora trato de trabajar lo mejor posible, y de no implicar a los demás en mis errores. Vezzi era de los grandes; con su presencia todos salimos…, salíamos ganando. Sus insultos me hirieron, sí, creo que fue un genio y un hombre profundamente egoísta y malvado, como suelen ser los genios. Pero como habrá podido comprobar usted, en toda la velada no me moví del foso de la orquesta. Yo no soy el asesino que busca.

Al salir Pelosi, Maione dijo:

—Cuanto más escucho a la gente, más me convenzo de que ese Vezzi era un desgraciado. Y me pregunto cómo debe de ser trabajar para alguien que te da asco. Usted, por poner un ejemplo, no es que sea comunicativo, la verdad. Pero nosotros sabemos qué piensa. Al menos casi todos. En fin, hay que descartar que los que estaban en el escenario, incluida la orquesta, puedan haberlo asesinado.

Ricciardi parecía sumido en sus pensamientos.

—Recapitulando —dijo—, Vezzi muere degollado, o al menos con una esquirla de vidrio clavada en la carótida. Lo encontramos sentado en el camerino, con la cara sobre la repisa. Sangre por todas partes, menos en el abrigo, la bufanda, el sombrero y en uno de los cojines del sofá. La ventana abierta, la puerta cerrada. Y sabemos que para un cantante la principal preocupación son las corrientes de aire, especialmente antes de salir a escena. En los camerinos no entra nadie que no sea conocido. Todos los que, para bien o para mal, tenían alguna vinculación con Vezzi, estaban en la sala, bajo la mirada de los demás, y ninguno salió. Todos lo odiaban, pero a nadie le convenía hacerle daño. Un verdadero acertijo.

—El detalle del abrigo, la bufanda y el sombrero me parece importante. ¿Usted cree entonces que alguien entró sin ser visto y huyó por la ventana después de matar a Vezzi?

—No. Las prendas estarían sucias. Además, en el camerino hay un armarito que tiene sombrerera. Vezzi era ordenado, se deduce por la forma en que cuidaba sus cosas, por el hecho de que se maquillara solo, por los objetos de tocador del cuarto de baño. Alguien los sacó y los dejó en el suelo y encima del sofá. Pero ¿por qué? ¿Y cómo es posible que todo el sofá esté manchado de sangre salvo un pequeño cojín? No cuadra. Falta algo que debemos encontrar.

Ricciardi no dijo que el otro elemento eran las lágrimas en la mejilla del payaso que cantaba, las palabras que decía, la mano tendida.

—Por cierto, Maione, ve al hotel donde estaba Vezzi, pregúntale a Bassi, su secretario, en cuál se alojaba. Averigua si alguien se acuerda de cómo iba vestido ayer cuando salió, si alguien notó algo distinto de lo habitual, si antes fue a algún sitio. Y también a qué hora salió por la tarde para ir al ensayo general. Quiero saber por qué llegó con retraso. Yo seguiré un rato más aquí.

Fuera del despacho del director de escena y en compañía de éste, se encontraba el duque Spinelli, el superintendente. Su inquietud y sus saltitos eran los mismos de la noche anterior, pero se notaba en él una nueva deferencia, una actitud más sumisa. Evidentemente, debía de haber tomado conciencia de que sus relaciones no eran suficientes para conseguir que apartaran a ese comisario maleducado e irreverente de la dirección de las investigaciones. Sin embargo, su tono seguía siendo pomposo.

—Buenos días, comisario. No quería molestarlo mientras estuviese ocupado con los interrogatorios. Quería decirle que estoy a su total disposición, y junto conmigo todo el personal del teatro. Se nos ha informado de lo importante que es descubrir al vil asesino, y es nuestra intención brindarle nuestra más amplia colaboración.

Ricciardi lo miró fríamente. Se lo imaginaba tieso y con aire ofendido mientras ponía al mal tiempo buena cara, al recibir instrucciones de sus superiores.

—No lo dudo, duque. No lo dudo. Necesitaría un calendario completo de las representaciones programadas últimamente, digamos desde que empezó el montaje de las óperas al día de hoy. Quiero saber también las fechas en que Vezzi estuvo en el teatro. Director, dígame, ¿desde qué entrada se accede más rápido a los camerinos?

Lasio se pasó la mano por el cabello rojizo; era de esos hombres que parecía desaliñado sin estarlo, tal vez por la piel clara y pecosa o por la cabellera rebelde. Lucía una camisa de cuello rígido, con las puntas redondeadas y la corbata con el nudo flojo. No llevaba chaqueta y tenía el chaleco desabrochado.

—Seguramente la entrada secundaria, la que da a la calle junto a la verja de los jardines. Entrando por allí hay que subir un tramo de escaleras y los camerinos están cerca. La escalera es estrecha y está medio oculta, hay que saber dónde está, pero el acceso es directo. El personal de escena la utiliza si precisa salir un momento del teatro durante la representación.

—¿Y en la puerta hay alguien?

—Durante la representación, no. Apagamos la luz del zaguán para concentrar al personal en la entrada central, y cerramos el portón. Pero hay una puerta lateral.

Ricciardi se quedó pensando.

—Durante la representación, ¿qué miembros del personal pueden acceder a los camerinos, además de los asignados al escenario?

—En condiciones normales, nadie. Excepto el personal médico, claro, y el de sastrería, encargado de llevar los trajes de escena que precisan de los últimos ajustes. Pero yo intento que el ajetreo se reduzca al mínimo; no quiero ruidos, distracciones ni desorden. Cuanto más ajetreo, mayores las posibilidades de que se produzcan errores en las entradas. No hay nada peor que una entrada anticipada o retrasada, créame.

—Comprendo. ¿Y dónde está la sastrería?

Intervino el superintendente.

—En la cuarta planta, comisario. Hay un montacargas que se usa para llevar rápidamente los trajes para los cambios en los camerinos. En algunas óperas hay decenas de cambios de vestuario entre acto y acto. Me acuerdo de que en cierta ocasión se…

—Sí, ya me lo imagino —lo interrumpió Ricciardi—, pero ahora quisiera ver la sastrería. ¿Están trabajando?

—Claro, no paran de trabajar. —El superintendente volvía a tener cara de ofendido, como si acabaran de abofetearlo, pero se mostró más cauto que la noche anterior, y añadió—: No obstante, para el personal será un placer poder colaborar.