En el pasillo de las oficinas, aterido como de costumbre, vieron a Ponte, el auxiliar de Garzo. En cuanto el hombre vio a Ricciardi y a Maione fue a su encuentro.
—Dottore, el subjefe quería que… que pasara un momento por…
—Ahora no puedo. Tal vez cuando vuelva. Estoy ocupado con la investigación, sin pérdida de tiempo, según sus órdenes. Mándele mis saludos.
Y se marcharon escaleras abajo, dejando al pobre hombre helado en todos los sentidos, y con el problema de tener que enfrentarse sólo a la ira del subjefe de policía.
Ricciardi no tenía intención de malgastar unas horas valiosísimas; sabía demasiado bien que la resolución de los casos era una carrera contrarreloj, pues las probabilidades de éxito disminuían con el paso del tiempo. Un viejo comisario con el que había trabajado sostenía que pasadas cuarenta y ocho horas del crimen, ya no hay manera de descubrir al asesino, a menos que se entregue por voluntad propia. Algo que ocurría las raras veces en que la voz de la conciencia se tornaba ensordecedora y arrojaba el alma de los asesinos directamente al infierno. Con más frecuencia, con mucha mayor frecuencia, prevalecía el deseo de evitar el infierno en la tierra, es decir, el castigo de los hombres.
Recordaba que un par de años antes, un delincuente que había cumplido ya condena, al que habían detenido por hurto, en ese mismo patio de la jefatura, tras dejarse capturar y no haber dicho ni una palabra hasta ese momento, le había quitado la pistola a uno de los dos guardias que lo acompañaban y, sin vacilar, se había pegado un tiro en la sien, matando con el mismo proyectil al guardia que estaba a su lado.
Durante meses Ricciardi vio a los dos en la esquina del patio: el detenido gritaba que él no volvería al infierno de la cárcel, el guardia llamaba a su mujer y a su hijo, y los dos con un buen agujero en la sien derecha.
Fuera, la ciudad estaba atrapada en el torbellino del viento. Las violentas ráfagas impedían a los transeúntes cruzar el espacio abierto de las calles o las plazas, por lo que todos caminaban pegados a las paredes. Los pesados tranvías avanzaban por las vías y parecían oscilar bajo las fuertes rachas; los cocheros de los escasos carruajes iban encorvados en el pescante, con el látigo apretado en la mano. En el aire, el olor a leña quemada de las estufas y al estiércol de los caballos se renovaba con cada ráfaga.
Ricciardi y Maione llegaron al San Carlo en medio de un torbellino de páginas de diario y sombreros arrancados a sus dueños. Como siempre, el sargento avanzaba obstinadamente, un paso por detrás del comisario, que caminaba con la cabeza descubierta y la mirada clavada en el suelo.
En el teatro, el ambiente era muy distinto al de la noche anterior. Luces apagadas, todo limpio y en orden. El fastuoso vestíbulo estaba frío y en silencio. Un joven cronista, encajado en un silloncito y embutido en un pesado abrigo, se levantó como impulsado por un resorte.
—Buenos días, ¿es usted el comisario Ricciardi? Soy Luise, del Mattino. ¿Me permite que le haga unas preguntas?
—No. Pero puede pasarse por la jefatura, donde el subjefe de policía Garzo se las responderá encantado.
—En realidad, el dottor Capece, el jefe de redacción, me dijo que hablara con usted, que es quien se ocupa directamente de la investigación.
—Por favor, jovencito, no me haga perder el tiempo. Estoy ocupado, de modo que no contestaré a ninguna pregunta. Y tenga la bondad de retirarse.
En el camerino de Vezzi, aparte del cadáver, que ya se habían llevado, todo estaba exactamente como la noche anterior. La sangre se había coagulado y manchaba de negro la alfombra, el sofá y las paredes. En un rincón, Ricciardi veía la imagen del tenor que repetía su canto, con las lágrimas surcándole el rostro y la mano tendida.
De brazos cruzados, el comisario se preguntaba qué sería lo que el tenor quería detener con aquella mano. Y por qué se había quedado sentado, con la cara en el cristal y un largo pedazo de vidrio clavado en una arteria. Se acercó al sofá, contempló el abrigo. Supongamos que lo hayan dejado aquí después de morir el tenor, pensó, ¿quién lo habrá traído de vuelta y por qué? Un asesino que consigue alejarse del lugar del crimen no regresa enseguida, a menos que se vea obligado. Y con toda la gente que había, ¿quién podía moverse libremente por los camerinos? Lanzando un suspiro, Ricciardi llamó a Maione; era hora de empezar a conocer más de cerca al hombre que cantaba en aquel rincón, mientras la sangre le brotaba a borbotones de la garganta.
El secretario de Vezzi era un hombre visiblemente trastornado. Stefano Bassi, así se llamaba, no sabía imaginarse su vida sin el maestro.
—No tiene usted idea, comisario. No tiene usted idea de lo que el maestro ha sido para mí. No puedo creer que todo esto sea verdad. Y además de este modo tan atroz.
Hablaba con voz temblorosa, de forma inconexa, retorciéndose las manos. Ordenado, de estilo atildado, aspecto agradable y físico espigado, Bassi siempre había sido la viva imagen de la eficiencia, pero ahora, al verse privado de su punto de referencia, no sabía por dónde empezar. Se ajustó a la nariz las gafas con montura de oro.
—No me separé de él ni un instante. Pero esa maldita costumbre de maquillarse y vestirse a solas. Era una especie de conjuro, una obsesión. El capricho de Vezzi, solía decir él. Ya no volveré a oírlo reír y tampoco cantar con su voz de ángel. Me parece mentira.
—¿Dónde estaba ayer, durante la representación de Cavalleria rusticana? ¿Cuándo lo vio por última vez?
—Estaba en la sala, con el superintendente, puede comprobarlo usted. No me moví de allí en toda la representación. No lo hicieron del todo mal, por cierto, especialmente el barítono, el que interpretaba a Alfio. Al maestro lo habíamos saludado antes, cuando se retiró a su camerino. Siempre decía que nadie debía verlo con el traje fuera del escenario, que traía mala suerte. Tenía un carácter, no sé cómo calificarlo, digamos que firme. No había que llevarle la contraria. Era de esas personas que siguen su camino sin desviarse. Sabía ser… duro. Pero si lo complacías, si desaparecías en el momento adecuado, entonces, era el jefe ideal.
—¿Si desaparecías en el momento adecuado? Explíqueme mejor en qué sentido lo dice.
—En el sentido de que con frecuencia pedía que le dejaran libertad. Libertad para hacer lo que quería. Era un artista, ¿sabe usted? Un gran artista, el más grande en lo suyo. Hasta el Duce…
—Lo consideraba el mejor de todos, un orgullo nacional, ya lo sé. ¿Y ayer? ¿Notó usted si estaba, no sé, de mal humor, o distinto de lo habitual?
Bassi soltó una risita nerviosa.
—¿De mal humor? Cómo se nota que no lo conoció. El maestro siempre estaba de mal humor. Consideraba a todo el mundo inferior a él e indigno de interponerse entre él y sus metas. Eliminaba con un gesto de la mano, como si de una mosca se tratara, a todo aquél que se pusiera en su camino. Y eso hizo anoche, en el momento de retirarse a su camerino, una hora antes del comienzo de Cavalleria. Le gustaba maquillarse solo, no sabría decirle por qué, quizá así se relajaba. Creo que no consideraba a ningún maquillador digno de tocarle la cara.
—Gran tipo. ¿Hacía mucho que trabajaba usted para él?
—Un año y medio. Creo que soy el que más ha aguantado. Mi antecesor acabó en el hospital con la nariz rota. A mí me fue mejor, un poco por mi carácter, un poco por necesidad, soy de los que aguantan. Además, el maestro era de los que pagaban muy bien. No sé qué voy a hacer ahora.
—Que usted sepa, ¿tenía enemigos? Alguien a quien le interesara verlo muerto, quiero decir. Dinero, mujeres. Lo que sea.
—¿Quiere saber si había alguien que hubiese sufrido un agravio o a quien el maestro hubiera maltratado de alguna manera? No me alcanzaría el día entero para enumerarlos a todos. Pero tanto como para quererlo muerto… Verá, comisario, el mundo de la lírica es peculiar, hay mucha gente cuyo sustento depende de los artistas. Los empresarios, las empresas discográficas, los propietarios de teatros, la gente como yo. Y cuando se trata de un gran artista, que mueve multitudes, en cuyas representaciones se cuelga siempre el cartel de agotadas las entradas, entonces, comisario, créame que no hay nadie que lo quiera muerto, y mucho menos envejecido, enfermo o loco. Todos lo mimamos, y soportamos de buen grado sus extravagancias. O alguna bofetada de vez en cuando.
—¿Y fuera del ambiente?
Bassi se ajustó otra vez las gafas en la nariz.
—En la vida del maestro no había nada fuera del ambiente. Cuando alguien es tan grande y, además, está acostumbrado a que lo consideren así, no puede relacionarse con nadie de fuera de su ambiente. En un año y medio, creo que nunca lo vi hablar con nadie que no tuviera que ver con la lírica.
—¿Desde cuándo estaban ustedes en la ciudad?
—¿Ésta vez? Hacía tres días. El tiempo de preparar la representación; el maestro sólo se presenta al ensayo general y sin traje, él sólo con traje de calle y los demás, con los de escena, le gustaba de ese modo. Veníamos de Roma, donde habíamos firmado unos acuerdos para una gira por Estados Unidos para este próximo otoño. No sé qué vamos a hacer ahora, la verdad. Tendré que hablar con el señor Marelli, el empresario y agente del maestro. Llegará en tren a última hora de la tarde.
—Sí, lo sé. Yo también tengo que hablar con él. Puede marcharse, pero no se aleje del hotel, porque tal vez precise volver a hablar con usted.