13

El padre Pierino había celebrado la misa de siete; le gustaba, por la mirada de las personas que buscaban a Dios antes de comenzar la guerra de una nueva jornada. A esa hora no había distancia social entre los bancos de la iglesia, hombres y mujeres ataviados de formas muy distintas pero guiados por el mismo impulso.

Ésa mañana, además, hacía un tiempo raro y magnífico; el viento ululaba con fuerza en la estrecha nave central, y la luz que se filtraba por las altas ventanas era intermitente, como si diera a entender que no era un regalo, sino que debía conseguirse con esfuerzo, como los frutos de la tierra y el pan de cada día.

Al terminar la misa, el padre Pierino se había puesto el sobretodo raído y, sujetándose el sombrero con una mano, se había encaminado hacia la jefatura de policía para acudir a su cita con el comisario. Desde la noche anterior había pensado mucho en aquella mirada intensa y en lo que había visto en ella.

Además del natural interés por el prójimo, la práctica del sacerdocio le había procurado la habilidad para reconocer los sentimientos ocultos tras las expresiones, más allá de las palabras dictadas por las circunstancias; por ello, el pequeño cura había aprendido a mantener dos diálogos a la vez, uno con la boca y el otro con los ojos, ofreciendo ayuda a quien la precisaba y no encontraba fuerzas para solicitarla.

Los ojos del comisario, aquellos formidables ojos verdes, eran una ventana abierta a la tempestad.

El padre Pierino recordaba que al poco tiempo de hacer los votos había trabajado en un viejo hospital irpino, donde encerraban en una habitación a los niños infectados por enfermedades contagiosas; la puerta de aquella sala tenía un cristal, al que siempre pegaba la nariz un niño enfermo de cólera. En los ojos de aquel niño, que observaba los juegos de otros niños menos desafortunados que podían estar juntos, había visto una desesperación parecida. En la mancha dejada por el vaho de su respiración captó el sentimiento de exclusión, la inmensa soledad, la condena a mantenerse en las orillas de la vida de los demás, sin compartirla jamás.

Mientras caminaba con el viento de frente, el cura descubrió que, en el fondo, no le disgustaba volver a ver al policía, pues aquella inteligencia desesperada suscitaba su curiosidad.

Ricciardi fue a recibir al padre Pierino a la puerta de su despacho, le dio un apretón de manos firme y breve, sin hacer ademán alguno de ir a besársela. Lo invitó a sentarse delante del escritorio, en el cual, según notó el vicepárroco, no había fotografías ni objetos que pudieran ofrecer algún indicio de la vida de quien allí trabajaba. Sólo vio un curioso pisapapeles, un pedazo de hierro oscurecido y medio fundido, del que salía una pluma estilizada de metal, como si pretendiera dotar de refinamiento a aquel utensilio.

—Qué raro —dijo el cura, acariciando brevemente el objeto.

—Es una esquirla de granada, de la guerra.

—¿Estuvo usted en la guerra?

—No, era demasiado pequeño. Nací en el año 1900. Me la trajo un viejo amigo, la granada estuvo a punto de matarlo y él quiso conservarla como recuerdo. ¿Cómo dice el refrán? Lo que no mata, fortalece.

—Eso dicen, sí. Pero también fortalece la ayuda. La de los demás, la de Dios.

—Cuando está presente, padre. Cuando está presente. ¿Qué me dice usted de lo ocurrido ayer? ¿Ha pensado en ello? ¿Tiene alguna idea de lo que pudo pasar? ¿De quién pudo haber cometido el crimen?

—No, comisario. No podría tener ninguna idea sobre algo de esta naturaleza, aunque me lo propusiera. Y créame, no quiero. ¡Además, una voz como ésa! ¿Cómo se puede llegar a imaginar siquiera el querer apagarla para siempre? Un regalo que el mismo Padre Eterno nos hizo a todos.

—¿Por qué, padre? ¿Tan talentoso era ese Vezzi?

—Talentoso no, celestial. Me agrada pensar que los ángeles tienen voces como la de Vezzi, para cantar alabanzas al Señor en el paraíso. Si así fuera, nadie tendría miedo a morir. Yo lo escuché dos veces, en el Trovatore de Verdi y en la Lucia di Lammermoor de Donizetti; como es lógico, él hizo el papel de Manrico en la primera y de Edgardo en la segunda. Debería haberlo oído, comisario. Cuando terminó de cantar, descubrí que tenía la cara empapada en lágrimas, y ni siquiera me había dado cuenta de haber llorado. Ayer, al verlo de cerca, me dio un vuelco el corazón.

Ricciardi escuchaba al sacerdote, mirándolo por encima de las manos entrelazadas delante de la boca. Percibía su pueril entusiasmo y se preguntaba cómo era posible que la ópera, una ficción, pudiera producir semejante emoción. El comisario pensó en sí mismo. En su pena, en la condena que llevaba como una cicatriz que mancillaba su alma. Se preguntó cómo habría sido su carácter de no haberle tocado en suerte ver a los muertos en todas las esquinas, empeñados estúpidamente en volcar sobre él todo su dolor junto con la sangre que les brotaba de las heridas. ¿Habría sido alegre?, se preguntó. ¿Me habrían gustado la ópera, el teatro, las canciones populares? ¿Habría sido capaz de conmoverme ante las páginas de un libro o un poema, me habría identificado con un dolor fingido, creado por un escritor o un músico?

Sin motivo aparente, su pensamiento voló hacia la vecina de enfrente que bordaba en silencio, bajo el cono de luz de la lámpara. En ocasiones, tenía la sensación de ver en el rostro de la muchacha una leve sonrisa, y se preguntaba en qué estaría pensando. ¿Seguirías sonriendo, dulce muchacha que bordas por las noches, si estuvieras al lado de un hombre como yo? Su condena, pensó, debía ser sólo suya. No podía compartirla con nadie, ni transmitirla.

Volvió a concentrarse en el tenor, que cantaba mientras la sangre le brotaba de la garganta herida. Con un ademán, apartó el mechón que le cruzaba la frente como un mal pensamiento, y prestó atención al sacerdote sentado frente a él.

—¿Y esta vez cómo cantó?

—No, comisario, esta vez todavía no había cantado. Ayer era el estreno, la primera representación. Y él todavía no había salido a escena.

—Y entonces, ¿cómo es que la representación había comenzado? ¿Quién estaba cantando?

—Ah, comprendo su perplejidad. Permítame que le explique. Veamos, en general, se representa una sola ópera, en tres actos o más. Sin embargo, en este caso, al tratarse de óperas breves, se representan dos, Cavalleria rusticana de Mascagni y Pagliacci de Leoncavallo. Son dos obras que pertenecen a la misma época, la primera es de 1890 y la segunda, de 1892, si no me equivoco.

—¿Y Vezzi sólo cantaba en una de las dos?

—Sí, en Pagliacci. Él encarna…, habría encarnado a Canio, el protagonista. Un personaje difícil, y leí que en este papel se superaba a sí mismo.

—Entonces era la segunda ópera.

—Eso mismo, la segunda. Se suelen representar así, primero Cavalleria y después Pagliacci, que es más entusiasmante y colorida, por lo que se capta la atención del público con mayor facilidad. Personalmente, desde el punto de vista musical, prefiero Cavalleria, que tiene un entreacto extraordinario. Pero en Pagliacci hay algunas arias hermosísimas, las que corresponden al papel de Canio. Vezzi nunca hubiera interpretado a Turiddu en Cavalleria, por ejemplo.

Ricciardi escuchaba con la máxima atención. Captaba ávidamente la información, analizando las situaciones que podían haberse creado la noche en que se cometió el delito.

—Entonces, si dejamos de lado los papeles principales, ¿la compañía es la misma?

—Puede ser la misma, pero en general no lo es. En el caso que nos ocupa, Vezzi contaba con una compañía reunida expresamente para él, mientras que Cavalleria fue interpretada por una compañía que actúa con frecuencia en el San Carlo.

—¿O sea que los ensayos se hicieron por separado y las compañías nunca estuvieron en contacto?

—No, excepto algún ensayo de la orquesta, destinado a que sus miembros estudien y repitan las entradas y alguna escena, es difícil que las dos compañías lleguen a superponerse. Incluso en las representaciones, como las de anoche, entre las dos hay tiempo suficiente para que se alternen sin estar en contacto. Como es natural, muchos se conocen. El ambiente no varía, es siempre el mismo.

—Hablando de la orquesta. Es la misma, ¿no?

—Sí, es la misma. La del teatro, con su director. Un caballero, además de un profesional, el maestro Mariano Pelosi. Tuvo una época prometedora, en la que parecía que haría una carrera fulgurante, que llegaría a ser un Toscanini. Pero después se estancó. No obstante, es un director más que digno, y el San Carlo es uno de los principales teatros del mundo.

—¿Y las dos óperas? Cuénteme algo de las tramas.

—Ah, las dos óperas. Tienen argumentos parecidos, aunque tratados de distinta manera. Cavalleria rusticana se basa en una obra de Verga, y transcurre en Sicilia, la mañana de Pascua.

Tiene un solo acto, con el entreacto del que le he hablado. Hay un hombre, Turiddu, un tenor, que está prometido con Santuzza, pero sigue enamorado de Lola, su antigua compañera, casada con Alfio, un barítono, carretero de oficio. En fin, dos parejas, un antiguo amor y dos nuevos. Santuzza, presa del desaliento y de los celos, le cuenta a Alfio lo que hubo entre los dos, y en un duelo final, Alfio mata a Turiddu. En mi opinión, en esta ópera son más logrados los papeles femeninos, Lola, Santuzza y Lucia, la madre de Turiddu.

»Pagliacci, en cambio, está ambientada en Calabria. Dura aproximadamente lo mismo que Cavalleria. Una compañía de cómicos llega a un pueblecito; el jefe es Canio, el tenor, el papel que habría interpretado Vezzi. Se trata de un hombre que es cualquier cosa menos alegre, pese a que hace el papel de payaso; en realidad lo envenenan los celos que siente por Nedda, su mujer, que en las representaciones hace de Colombina. Y ella lo traiciona con Silvio, un joven rico que vive en el pueblo. Al final, en una escena dramática y hermosísima, pasan de la simulación a la realidad y Canio mata a Nedda y a su amante, y luego se arranca el disfraz. Lo bonito de la ópera, además de la música, es esa mezcla de verdad y representación, la gente no entiende si fingen o si van en serio, hasta que corre la sangre.

»Como verá, comisario, la temática es la misma, celos, amor y muerte. Como por desgracia ocurre a menudo en la vida cotidiana, ¿no?

—Es posible, padre. Aunque quizá la vida cotidiana presenta también otras complicaciones. El hambre, por ejemplo. En sus óperas, ¿hay hambre? Si supiera usted cuánta hambre hay en los crímenes, padre. Pero volvamos a Vezzi. ¿Qué sabe usted de Vezzi, cómo era en realidad?

—No sabría decirle. En general, cuando puedo, y gracias a la cortesía de Patrisso, mi feligrés que trabaja de portero en la entrada de los jardines, me gusta asistir a los ensayos, en especial los generales, donde salen todos con los trajes. Pero en esta ocasión, el ensayo de Pagliacci fue a puerta cerrada. Vezzi suscita gran atención, se dice incluso que es el tenor preferido de Mussolini.

—Sí, eso he oído. Muy bien, padre. Le estoy muy agradecido. Si precisara algún dato más, ¿puedo molestarlo? Como ya le he dicho, yo de estas cosas no sé mucho.

—Por supuesto, comisario; pero permítame que le haga una sugerencia, no estaría mal que de vez en cuando escuchara algo de lírica. Le haría bien ver lo hermoso que puede llegar a ser un sentimiento y su expresión.

Sorprendentemente, el padre Pierino vio en los ojos verdes de Ricciardi la sombra de un dolor inmenso. No era un recuerdo, más bien una condición. Como si, por un solo instante, el policía le hubiese abierto una ventana que daba a un misterioso territorio de su alma.

—Conozco los sentimientos, padre. Y a veces llegan a hartar. Gracias, ya puede irse.

En la puerta, el padre Pierino se cruzó con Maione, que entraba en ese momento.

—Buenos días, padre. ¿Ha impartido ya su clase de ópera?

—Buenos días, sargento. He expuesto algunas nociones, pero dudo que el comisario llegue a ser un asiduo espectador del San Carlo. Si me necesita, estaré en la parroquia.

Tras dirigir a Ricciardi un saludo casi militar, Maione se sentó.

—Le informo, comisario. Anoche obtuvimos las declaraciones y aquí tiene la lista de los que estaban en el escenario interpretando la Cavalleria rusticana, y la de los músicos de la orquesta. El doctor Modo nos espera esta mañana en el hospital, pero no antes de mediodía; ayer dijo ya que Vezzi llevaba muerto como mínimo una hora cuando lo encontraron, y por lo tanto había empezado la primera ópera. De manera que podemos excluir a los cantantes de la Cavalleria y a los músicos, ¿no? ¿Cuáles eran sus movimientos durante la ópera? Aquí tiene la lista del reparto de Pagliacci. En mi opinión, todas estas personas son las que debemos controlar bien.

—Todo, debemos controlarlo bien todo. ¿Y el personal?

—No es que fuesen muchos, pero vimos a los que podían acceder a los camerinos. Es una zona de por sí restringida que, además, cuando viene Vezzi, se convierte en una especie de hotel de lujo, según me contó el portero. Al parecer, cuando alguien se presentaba en la portería, Vezzi pretendía que le pidieran autorización expresa a él para entrar. En fin, podemos excluir al personal encargado del público y a los camareros, los de esta lista de aquí.

Ricciardi sabía que Maione había comprobado a fondo la información antes de presentarse en su despacho. Y que podía fiarse de esos datos.

—¿Y esta mañana a quién tenemos en el San Carlo?

—Al superintendente, seguro. Está como loco, ayer saltaba de aquí para allá, lloriqueaba, un auténtico incordio. Estaba molesto con nosotros, decía que se encargaría de que lo apartaran a usted del caso. También estarán los de la orquesta; me comentaron ayer que por contrato deben ensayar todos los días. Nosotros sólo cerramos la zona de camerinos, los jardines del Palazzo Reale, debajo de las ventanas y la entrada lateral, de manera que pueden trabajar entre el escenario y la sala. Después llamó la gente de Vezzi, el empresario, un tal Marelli, un tipo del norte de Italia; también llamaron de parte de la mujer, una excantante de Pesaro, Livia Lucani. Querían saber cuándo podrán retirar el cadáver para el funeral. Les dije que llamaran más tarde. De todos modos, vienen hacia Nápoles, emprendieron el viaje anoche, llegarán esta tarde a la estación.

—En cuanto lleguen, quiero hablar con ellos. Y ahora vamos al teatro.