A la mañana siguiente, el viento frío no había amainado; gruesos y pesados nubarrones recorrían el cielo, dejando que los rayos de sol iluminaran la ciudad por trechos, como reflectores enfocados al azar con el fin de resaltar incluso detalles sin importancia. En el camino hacia la jefatura, Ricciardi había visto a unos hombres corriendo detrás de sus sombreros, niños descalzos jugando a que eran barcos de vela con los harapos con los que se cubrían, indiferentes al frío, y mendigos envueltos en sus trapos buscando la quietud en los portales de los edificios, de donde eran expulsados por los porteros intolerantes.
Ricciardi pensó cuánto cambiaría la ciudad si sólo cambiara el tiempo. En el viento frío y la luz tenue, los viejos edificios que bullían llenos de vida se transformaban en grutas oscuras y las nuevas obras en construcción parecían monumentos a la soledad y el abandono.
Grandes construcciones, una pegada a la otra sin solución de continuidad, salvo por las estrechas separaciones que, de vez en cuando, servían de intervalo: los callejones. Un mundo aparte. Al comisario aún le pillaba por sorpresa la diferencia entre la ciudad que se abría en la amplia calle limpia, recorrida por parejas elegantes, flanqueada por los escaparates iluminados de las sombrererías y las pastelerías; y la otra, la de los niños harapientos y alegres, la de las gallinas sueltas que escarbaban en la basura, la de los perros sarnosos en perpetua búsqueda de restos de comida, la de la sucesión de sábanas y ropa interior tendida entre vivienda y vivienda. El barrio pobre lindaba con el rico, a veces, incluso se superponía a él. Los granujillas bajaban raudos por los callejones para hacerse con algún sombrero arrebatado por el viento, y después, descalzos y chillando como locos, perseguidos en vano, regresaban a las sombras de su planeta oscuro y se encerraban en los bajos cuyas puertas de madera aporreaban inútilmente los perseguidores.
Los guardas de uniforme, castañeteando los dientes por el frío, abandonaban de mala gana el abrigo de los portones para ahuyentar a aquellos pequeños delincuentes ruidosos, ajenos a las inclemencias del tiempo, a pesar de sus escasos harapos. Era como si las bajas temperaturas golpearan sólo la via Toledo y, movidas por el respeto, se detuvieran a la entrada de los callejones pobres; en realidad, el viento soplaba con violencia también allí dentro, y se notaba por cómo se agitaba la ropa colgada de las cuerdas entre los balcones y por la ausencia de las mujeres, refugiadas en el interior de las viviendas en lugar de estar sentadas en la calle charlando, como cuando hacía buen tiempo.
Al llegar a la oficina, Ricciardi se encontró en la entrada con el auxiliar de su superior, el subjefe de policía Garzo. El desgraciado, un poco por efecto del frío y otro poco por un evidente estado de nerviosismo, golpeaba el suelo con los pies y se restregaba las manos.
—Ah, dottor Ricciardi, por fin, me estaba congelando, sopla un viento… El dottor Garzo quiere que vaya a verlo a su despacho enseguida.
El auxiliar se llamaba Ponte, era uno de los que se cohibía mucho en presencia del comisario y sentía una especie de temor supersticioso. Procuraba evitar su mirada y no cruzarse en su camino. En esta ocasión también miró al suelo, luego hacia arriba, luego hacia un lado, echando de vez en cuando rápidos vistazos a su interlocutor. A Ricciardi le molestaba todo aquello, ya fuera porque sospechaba el motivo de tanta agitación, o porque le resultaba difícil deducir por su expresión de qué se trataba.
—¿A esta hora? Normalmente hasta las diez sólo estoy yo en esta planta. De acuerdo. Me quito el abrigo y voy.
—No, dottore, por favor, el subjefe me dijo: «Lo quiero inmediatamente en mi despacho». ¡Está aquí desde las siete y media! Se lo ruego, dottore, que si no después la toma conmigo.
—He dicho que antes quiero quitarme el abrigo. Tendrán que esperar, usted y el subjefe de policía. Apártese, por favor.
Ante el tono brusco y la mirada implacable, Ponte se apartó de un brinco. Pero se notaba que se sentía sumamente incómodo. Ricciardi entró con calma en su despacho, guardó el abrigo en el armario de madera oscura, se pasó la mano por el pelo y siguió al ansioso auxiliar por el pasillo.
Angelo Garzo era un arribista. Toda su vida, no sólo su carrera, estaba dominada por esa pulsión; al borde de los cuarenta, tascaba el freno porque lo asignaran a una jefatura de policía, aunque fuera menor.
Creía reunir todos los requisitos: buena presencia, magníficas relaciones, una familia perfecta, dedicación al trabajo, afiliación al partido y participación en toda iniciativa política, aptitud para complacer a los superiores y pulso firme con sus subordinados. Se consideraba dotado de gran capacidad de organización; su presencia en todo era concienzuda y constante, era moderadamente mundano y, a su juicio, bastante simpático. Pero en realidad se trataba de un inepto.
El recorrido hasta alcanzar su puesto actual había estado marcado, según las circunstancias, por la delación, la astucia, el servilismo con los superiores y, sobre todo, por un eficaz aprovechamiento de la capacidad de sus subordinados.
Con ese espíritu recibió a Ricciardi cuando éste asomó por la puerta, acompañado del auxiliar.
—¡Mi querido Ricciardi! ¡No veía la hora de que llegara usted! Por favor, pase.
Había rodeado su escritorio, en perfecto orden y completamente despejado, salvo por una hoja de papel colocada en el centro. Fulminó a Ponte con la mirada y le dijo entre dientes:
—¡Y eso que te dije que me lo trajeras enseguida! Quítate de en medio.
Ricciardi entró, lanzando un rápido vistazo a su alrededor. Aunque de medidas parecidas al suyo, el despacho de Garzo tenía un aspecto muy distinto. Muy ordenado, sin montañas de informes ni viejas carpetas, la inmensa biblioteca, detrás del escritorio, repleta de austeros volúmenes de derecho y leyes, sin duda, pero jamás consultados. En el amplio respaldo del sillón de piel marrón destacaba, a la altura de la cabeza, un suave paño verde. Delante del escritorio, dos sillas de piel en tono rojo oscuro, con un pequeño cojín. Un voluminoso florero se elevaba en lo alto de un mueble, bajo y abierto, donde se veían una botella de cristal y cuatro copitas de licor. En las paredes, además de los dos retratos oficiales, una distinción concedida por escrito a la jefatura de Avellino, de la que Garzo se había apropiado indebidamente. Encima del escritorio, como complemento del cartapacio y del abrecartas de piel verde, la foto de una mujer sonriente, aunque no guapa, con dos niños serios vestidos de marineros.
De toda aquella ostentación, Ricciardi envidiaba únicamente la fotografía.
En los pasillos se rumoreaba que la mujer de Garzo era sobrina del gobernador de Salerno y que de ese matrimonio dependía gran parte de su carrera. De todos modos, pensó Ricciardi, en tu vida hay una sonrisa. En la mía, sólo una mano que borda, observada desde muy lejos.
Garzo, con su voz persuasiva e impostada, acompañaba sus pensamientos con movimientos parsimoniosos.
—Póngase cómodo, por favor. Tome asiento. Verá, Ricciardi, sé muy bien lo que piensa, que le falta el reconocimiento explícito de su superior, que su trabajo no siempre es bien valorado, que no recibe los elogios que merece. Sé muy bien que, con motivo de la espléndida y rápida solución del caso Carosino, esperaba usted una distinción del señor jefe de policía, que en esa ocasión prefirió dirigir sus honores a toda la brigada móvil, a través de mi modesta persona. Sin embargo, y esto debe quedarle bien claro, nunca le faltarán mi estima y mi consideración. Y en caso de que se presentara una situación positiva, sabría demostrarle con hechos cuánto aprecio su colaboración.
Ricciardi escuchaba en silencio, las manos en continuo movimiento. Era consciente de la falsedad de las palabras de Garzo, que lo consideraba una amenaza para su cargo. El subjefe de policía habría prescindido de buena gana de aquel hombre raro y taciturno, con ojos como dagas, sin amigos, que jamás se confiaba a nadie y que, por lo que se comentaba, no tenía afectos ni inclinaciones sexuales dignas de mención que lo hicieran más vulnerable. Por desgracia, era muy capaz: casos aparentemente complicadísimos, que él no habría podido interpretar siquiera en su totalidad, eran resueltos por aquel individuo con una habilidad casi sobrenatural. Como si fuera cierto lo que se rumoreaba por ahí, que tenía tratos con el mismo diablo, que le contaba sus fechorías. Garzo pensaba que, para llegar a comprender tan bien el crimen, había que ser un poco criminal. Por eso él, persona cabal, no entendía nada de esas cuestiones.
—¿Para qué me ha mandado llamar? —preguntó sin rodeos Ricciardi.
Garzo se mostró casi resentido ante la brusquedad del comisario, pero le duró un instante. De inmediato continuó halagándolo, en tono conciliador.
—Tiene razón, no hay tiempo que perder. Somos hombres de acción. Es por lo ocurrido anoche en el San Carlo. Yo no estaba, ya sabe, por compromisos de trabajo inaplazables; a mí tampoco me queda tiempo para divertirme. Me han informado de su oportuna intervención, me congratulo, o sea que usted también estuvo trabajando hasta tarde. Se presentó con el sargento, cómo se llama…, ah, sí, Maione. ¿Qué tal fue? Sé que estuvo usted un poco… ¿cómo diría yo? Un poco brusco. A veces, lo sé muy bien, no queda más remedio. Pero, caramba, que estaban allí el gobernador, el príncipe D’Avalos, los Colonna, los Santa Severina… ¿No había forma de pasar por alto la toma de datos? Ricciardi, a veces es usted demasiado… directo. Lo digo por su bien, es usted muy eficiente, pero debería ser más diplomático, al menos con la gente influyente. Hubo quejas. Incluso del superintendente Spinelli. Un mariconcito, pero con amistades importantes.
Ricciardi no había movido un solo músculo, se había limitado a escuchar en silencio, sin pestañear siquiera.
—Es usted muy libre de pasarle el caso a otros, dottore. Yo trabajo así. Según los procedimientos, me parece.
—¡De eso no cabe duda! Y ni en sueños le pasaría el caso a otros. No hay nadie que pueda resolverlo mejor que usted. Precisamente por eso lo he mandado llamar tan temprano. ¿Cómo va la investigación?
—Empezamos esta mañana. Haremos otra inspección y tomaremos declaración a los testigos. Trabajaremos sin descanso.
—Muy bien, estupendo, sin descanso. Seré franco con usted, Ricciardi. Se trata de algo gordo, más gordo de cuanto podamos imaginar. Ése cantante…, Vezzi…, al parecer, era lo mejor de lo mejor en lo suyo. Los aficionados lo adoraban, un auténtico orgullo nacional. Y en los tiempos que corren, en que el orgullo nacional es un valor absoluto… Parece que el propio Duce se encontraba entre sus admiradores y que iba a verlo cuando cantaba en Roma. Dicen que valía tanto o más que el mismísimo Caruso. Y el hecho de que haya ocurrido aquí, en nuestra ciudad, ha sembrado la consternación entre las autoridades. Pero, seamos sinceros, también se trata de una oportunidad. Si encontráramos al culpable con la rapidez y la perfección que le caracterizan a usted, en fin, con ello me…, nos ganaríamos la atención directa de las máximas autoridades del Estado, Ricciardi. ¿Lo entiende?
—Entiendo que hay un muerto, dottore. Y que murió asesinado, y un asesino anda suelto por la ciudad. Le dedicaremos el tiempo que haga falta, como siempre; haremos cuanto haya que hacer, como siempre. Sin perder tiempo. Siempre que no nos lo hagan perder.
En esta ocasión, Garzo no pudo dejar de percibir el frío sarcasmo en las palabras del comisario.
—Verá, Ricciardi —dijo, frunciendo el ceño—, no pienso permitir que me falten al respeto. Lo he mandado llamar para decirle lo importante que es esta investigación, en primer lugar, por su propio bien. Le consta que no dudaré en atribuirle la responsabilidad del fracaso, en caso de que fracase. No pienso poner en juego mi carrera por sus errores. Haga bien su trabajo y a todos nos irá bien. Hágalo mal y lo pagará caro. ¿Ve esto? —preguntó, señalando la hoja de papel que había sobre su escritorio—. Éste despacho viene del Ministerio del Interior. Nos piden que comuniquemos hasta el último detalle de la investigación. Hasta el último detalle, ¿me comprende, Ricciardi? Debe rendirme cuenta de todo, paso por paso. A su vez, el señor gobernador rendirá cuentas a Roma. Suspenda todos los demás asuntos de los que se esté ocupando.
Por fin Ricciardi reconocía al verdadero Garzo.
—Como de costumbre, dottore. Seguiré el caso como de costumbre. Con toda la atención necesaria.
—No lo dudo, Ricciardi. No lo dudo. Puede marcharse.
Al otro lado de la puerta, el auxiliar Ponte puso sumo cuidado en no mirarlo.