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La mujer rubia caminaba pegada a las paredes de la piazza Carolina, en dirección a la via Gennaro Serra, empujada por el viento frío que soplaba del mar, pero su paso no era veloz. A diferencia de los escasos transeúntes que se apresuraban por llegar al calor del hogar, ella no tenía ganas de encontrarse delante de aquella mirada que exploraría su ánimo en busca de sus sentimientos ocultos.

Había adquirido destreza en disimular. En ocultarse. Debía evitar que se supiera, que todos se enteraran de lo ocurrido. Bajo la trémula luz de las farolas, caminando a paso cada vez más lento, notaba en el cuerpo las manos de su amante; recordaba su rostro, su tono, la respiración entrecortada. Repasaba mentalmente las palabras que se habían dicho, las promesas, los proyectos. ¿Cómo había podido ocurrir?, se preguntaba. Y ahora, ¿cómo iba a ocultar a los ojos de su hombre que había amado a otro, y que había soñado marcharse con él?

Se pasó la mano por la cara, bajo el sombrero que ocultaba sus hermosísimos ojos. Lágrimas. Lloraba. Debía dominarse, no estaba lejos de su casa, vislumbraba la oscura mole de la iglesia de Santa Maria degli Angeli, en lo alto de la subida de Pizzofalcone. Dentro de poco se encontraría delante del hombre que sentía por ella un amor tan grande que conocía hasta sus pensamientos. Estaba arrepentida. Sufría por él, por la traición. Debía hacer lo posible porque nadie se enterara, debía defenderlo del escándalo.

Apretó el paso y se preguntó una vez más qué ocurriría.

Como todas las noches, Ricciardi cerró la puerta de su habitación en cuanto hubo entrado; antes de acostarse, la volvería a abrir, para escuchar la pesada respiración de la tata Rosa y asegurarse de su regularidad. Se puso la bata y la redecilla para el pelo. Se acercó a la ventana, las luces estaban apagadas; apartó las cortinas. En el retal de cielo, terso y despejado por obra del viento del norte, se veían cuatro estrellas luminosas; pero Ricciardi no quería ser iluminado por las estrellas.

La luz que ansiaba ver era la de una tenue lámpara sobre una mesita, detrás de la ventana, a la misma altura que la suya, en el edificio de enfrente. La mesita estaba al lado de un sillón en el que se sentaba una joven concentrada en su bordado, un rincón íntimo en la gran cocina. Ricciardi sabía que se llamaba Enrica y que era la mayor de los cinco hijos de un comerciante de sombreros; una familia numerosa, pues una de las hermanas de Enrica, casada y madre de un niño pequeño, vivía con el marido en el mismo apartamento. La joven bordaba con la mano izquierda, abstraída; llevaba unas gafas con montura de carey. De ella Ricciardi sabía incluso que inclinaba un poco la cabeza cuando se concentraba; sus gestos eran armónicos y agraciados, aunque cuando discutía no sabía dónde meter las manos; era zurda. A veces reía de repente, cuando jugaba con sus hermanos pequeños o con su sobrino; y lloraba a veces, cuando estaba a solas y pensaba que nadie la veía.

No había noche en la que él no dedicara un momento a asomarse a la ventana, para vivir a través del reflejo la vida de Enrica, único reposo que él concedía a su alma atormentada. La veía durante la cena, tranquila y amable en compañía de los suyos, sentada a la izquierda de su madre. Cuando escuchaba la radio con expresión atenta y recatada, o un disco en el monumental gramófono, embelesada y con una media sonrisa en los labios. Cuando leía con la cabeza inclinada y se humedecía el dedo para volver la página. Cuando discutía y, firme y testaruda, defendía sus razones. Seguramente no había nadie que la conociera mejor que él.

Nunca le había dirigido la palabra. Tampoco pensaba que fuera a hacerlo. Un domingo en que la tata no había podido ocuparse, tuvo que salir a comprar verdura al vendedor ambulante que bajaba de Capodimonte; después de pagarle, se había dado la vuelta con el brécol debajo del brazo y se había encontrado con ella cara a cara. Todavía se estremecía al recordar la extraña mezcla de placer, incomodidad, alegría y pánico que había experimentado; a partir de aquel día, iba a ver en cientos de ocasiones el negro profundo de aquellos ojos, antes de conciliar el sueño o nada más despertar por las mañanas. Se había marchado a la carrera, con el corazón galopándole en el pecho y zumbándole en los oídos. Sin volverse, perdiendo tallos de brécol por la calle, mantuvo los ojos entrecerrados para atrapar la imagen de aquellas piernas largas, el esbozo de sonrisa apenas atisbado. ¿Cómo podía hablarte? ¿Qué podría ofrecer yo, aparte de la pena de verme continuamente exhausto?, pensaba el hombre.

En el pequeño cono de luz, Enrica seguía bordando, ajena a todo.

Antes de entregarse al sueño, Ricciardi volvió a pensar en el payaso y en su último y desesperado canto.

—Io sangue voglio, all’ira m’abbandono, in odio tutto l’amor mio finì…

¿Qué impulsa a cantar a un hombre que se encuentra al borde de la muerte? ¿Se disponía a entrar en escena? ¿Repasaba su papel? ¿Por qué lloraba? Recordaba bien el surco dejado por aquella lágrima en el maquillaje.

¿O acaso el llanto expresaba una emoción vinculada a la ópera? Y en ese caso, ¿cuál? ¿Qué tenía de peculiar aquella función? ¿Por qué si en el escenario llevaban más de una hora cantando, el protagonista seguía maquillándose en su camerino? Debía encontrar respuesta a todos estos interrogantes. Entrar en la vida de Vezzi y en su curioso oficio hecho de simulación. Le pediría ayuda al cura.

Y mientras el viento sacudía los postigos, Ricciardi se sumió en un sueño confuso, en el que una mano zurda bordaba delante de un payaso lloroso.