8

La intervención de la policía consistía en tomar fotografías del cadáver desde diferentes ángulos. Hasta que se cumpliera con este trámite, no se podían levantar las pruebas, que se conservaban para las futuras investigaciones. Ricciardi exigía estar presente para poder observar por última vez la escena del crimen y, al mismo tiempo, evitar que en la confusión que se originaba se alterase algún detalle, algún elemento necesario para su trabajo. Por tanto, al salir del despacho del director de escena, se reunió con el fotógrafo, el técnico de la policía y el forense, que sudaban envueltos en sus abrigos, a la espera de poder acceder al camerino. Ricciardi los saludó con una leve inclinación de la cabeza, volvió a entrar y se plantó delante de los pedazos de espejo, del muerto y de su imagen.

A medida que la noche se volvía más húmeda y el aire entraba por el ventanal entreabierto, en el camerino el frío se hizo más intenso.

Ricciardi se asomó y comprobó que abajo, a no más de dos metros, había un arriate de los jardines del Palazzo Reale. Era increíble que al subir y bajar las escaleras de aquel teatro se perdiera conciencia de la altura a la que se estaba. Se apartó de la ventana y quedó deslumbrado por el destello del magnesio de la cámara fotográfica, se restregó los ojos y sólo vio con nitidez la imagen del tenor que repetía su estrofa. Sabía de sobra que no eran sus ojos los que le permitían aquella percepción. Cuando consiguió ver otra vez con normalidad, captó un detalle que antes había pasado por alto: en el sofá bajo, al lado de la puerta derribada, había un abrigo negro con un sombrero de ala ancha. En el suelo, entre el sofá y los pies del cadáver, una bufanda blanca de lana. Algo no cuadraba, pero ¿qué era? Ricciardi tardó una fracción de segundo en darse cuenta; entre tanta sangre, precisamente en medio de un charco coagulado, la bufanda aparecía inmaculada. Con un rápido movimiento, el comisario levantó el abrigo y el sombrero del sofá y descubrió que los cojines que había debajo estaban impregnados con la sangre del tenor. Todos ellos, excepto uno, de rayas azules y blancas, que estaba limpísimo.

El forense daba vueltas alrededor del cadáver, mientras observaba la escena y tomaba rápidos apuntes en una libreta de tapas negras. Cuando los destellos fotográficos terminaron, movió el cuerpo con la ayuda del técnico y lo depositó sobre una gruesa alfombra manchada de sangre; el jersey de lana que llevaba Vezzi en el momento de morir estaba completamente empapado.

El médico forense era un profesional serio y concienzudo, cuyo trabajo Ricciardi había valorado en otras ocasiones. Cincuentón, había adquirido una sólida experiencia en la guerra, en el Véneto. Había estado en el Carso entre 1916 y 1918, incluso lo habían condecorado. Se llamaba Bruno Modo, y era una de las poquísimas personas a las que Ricciardi tuteaba.

—Y bien, Bruno. ¿Qué me dices?

—Veamos…, herida punzante, carótida seccionada. Muerte por desangramiento, en esto no hay ninguna duda. Como podrás ver… —Y señaló el cuarto con un gesto amplio—. Pequeña equimosis debajo del ojo izquierdo, sobre el pómulo. Un golpe, tal vez un puñetazo. A simple vista, nada más, no veo otros traumatismos, no hay piel debajo de las uñas…, los nudillos de las manos, normales…, no hay desgarros en el cuero cabelludo…

Mientras hablaba, daba vueltas alrededor del cadáver tendido en el suelo y lo observaba a través de las gafas, que llevaba en la punta de la nariz; de vez en cuando, le levantaba una mano o le apartaba el cabello. Pero con delicadeza, con respeto. Por eso a Ricciardi le gustaba aquel hombre.

—¿Cuándo calculas que fue?

—Ah, no hace mucho. Un par de horas, diría, quizá menos. Pero te lo confirmo después, en el hospital.

Después, en el hospital. Cuando de ti no queden, pensó Ricciardi mirando al muerto, más que unos pobres pedazos cosidos a la buena de Dios y el verso de una romanza de ópera cantada en la oscuridad. Ya no te quejarás más del traje. El próximo, el último, te lo coserán encima sin ningún respeto.

—Oye, Bruno. El modo…, perdona, el arma —se corrigió, con una sonrisa torcida, por la involuntaria confusión con el apellido del médico—, ¿puede ser una esquirla del espejo?

—Yo no hablaría de arma, me parece imposible manipular un pedazo de vidrio tan punzante sin herirse, y no veo rastros de sangre en la supuesta empuñadura. Yo me inclinaría más por pensar que se cayó encima del fragmento con todo el peso del cuerpo. Fíjate qué grueso y puntiagudo es. Yo diría que recibe el puñetazo y va a parar al espejo. Es un hombretón, pesa lo suyo, es alto y corpulento.

Maione intervino muy respetuoso.

—Doctor, ¿se deduce cómo se golpeó? Quiero decir, ¿ve usted por casualidad cómo pudo ir a estrellarse contra el espejo?

—No, sargento, no veo otras equimosis. Pero eso no significa nada, puede haberle dado un codazo, un golpe con el hombro. Lleva un jersey grueso de lana que pudo haber amortiguado el golpe. Después se cayó en la silla y se murió. No tardaría mucho con esa herida, cuestión de segundos. Fíjese usted, inundó una habitación.

Ricciardi lanzó una mirada fugaz a la imagen del tenor, ligeramente inclinada hacia adelante, con las rodillas dobladas y la mano tendida.

—Bien, si ya habéis terminado aquí, vamos al escenario.

La aparición de Ricciardi y Maione fue recibida por un coro y, bien mirado, estaban en el lugar adecuado, pero el coro era de vehementes protestas. Unos querían saber si estaban detenidos, otros se lamentaban porque los esperaban sus familias, otros tenían hambre, otros, frío; todos preguntaban por qué seguían allí retenidos. Ricciardi levantó despacio una mano y se hizo un silencio.

—Calma. En seguida les dejaré marchar. Pero antes quiero verlos a todos, saber quiénes son. Todos los que estuvieron en escena se pondrán a la derecha. El personal, los técnicos y la orquesta, a la izquierda.

Se produjo un momento de desorden, como en una coreografía no ensayada. Algún que otro choque, unos cuantos gruñidos irritados y se formaron dos grupos numerosos. En realidad, tres: en medio había quedado un hombre vestido de cura.

—¿Y usted? Decídase, ¿no lleva usted traje de escena?

—Verá, señor comisario, no es un traje… Yo soy el padre Pietro Fava, vicepárroco de San Ferdinando.

—¿Y qué hace aquí? La víctima ya estaba muerta cuando la encontraron. ¿Quién lo ha llamado?

—No, comisario, yo…, verá usted, a decir verdad, me he colado.

Se oyó una carcajada general, un tanto nerviosa. El director de escena dio un paso al frente, pasándose la mano por la tupida cabellera rojiza.

—Comisario, si me permite, se lo explicaré.

—Hable, hable.

—El padre Pierino, aquí presente, es un viejo amigo mío. Un amante de la ópera, un entusiasta de la ópera. Él cree que nadie lo sabe, pero desde hace dos años, y con mi permiso, Patrisso, el portero de la entrada que da a los jardines, lo deja pasar. No molesta a nadie, se pone en el balcón corrido de la escalera estrecha y mira. Nos hemos acostumbrado a verlo, sin él nos parece que falta algo. Los cantantes, los músicos de la orquesta lo consideran un amuleto.

Un murmullo de aprobación y muchas sonrisas confirmaron las palabras del director de escena. El padre Pierino, sólo en el centro del escenario tan amado, se puso rojo de orgullo, sorpresa e incomodidad.

—Entonces, usted conoce la ópera, ¿no? —dijo Ricciardi—. Y también el teatro. Pero no es ni cantante, ni músico de la orquesta, y tampoco trabaja aquí. Conoce a todos, pero no conoce a nadie. Bien.

Después se dirigió a los demás.

—Los guardias les han tomado los datos, durante unos días no podrán ausentarse de la ciudad. Si alguien se viera en la necesidad de hacerlo, que pase por jefatura y nos lo comunique. Si alguien se muda de casa, que pase por jefatura y nos lo comunique. Si alguien tiene algo que decir, si se ha acordado de algo, que pase por jefatura y nos lo comunique. Por ahora, pueden irse. Usted no, padre. Con usted tengo que hablar un momento.

Lanzando un suspiro coral de alivio, la gente se agolpó en dirección a la salida; sólo el padre Pierino se quedó en su sitio, con aire afligido y preocupado. No es que tuviera nada que temer, pero, según él aquéllos eran tiempos en los que tener que vérselas con la policía no era nada bueno. Además, estaba sinceramente afectado por la muerte de Vezzi. Pensaba con verdadero pesar en su voz, en esa delicada prueba del amor de Dios por los hombres, ese regalo a los enamorados de la ópera que nunca volvería a oír más que a través del gramófono chirriante de su cuartito.