El padre Pierino observaba extasiado al público que, puesto en pie, tributaba una ovación a la compañía que acababa de interpretar Cavalleria rusticana. Se sentía especialmente orgulloso porque el día anterior, tras colarse como de costumbre por la entrada lateral, había asistido a los ensayos y se había encariñado con los intérpretes. No había prime donne, tan sólo jóvenes con talento y algún profesional modesto y afable; se notaba que entre ellos reinaba cierta armonía, y fue agradable comprobar que la camaradería y el respeto mutuo habían contribuido al éxito de aquella velada.
La compañía se componía en su mayor parte de artistas locales que servían de sustitutos cuando, a lo largo de la temporada, por motivos de enfermedad o accidente, se producían ausencias entre los protagonistas destacados. En cierta ocasión, cuando se anuló una representación de El lago de los cisnes, tras haberse torcido el tobillo la primera bailarina, montaron La Traviata en una semana. Pero esta vez, pensaba el padre Pierino, realmente se habían superado a sí mismos.
Mientras disfrutaba de la segunda salida de todos los intérpretes que, tomados de la mano, se inclinaban ante el público, oyó a su espalda el grito estridente de una mujer que venía desde los camerinos.
Desde la fresca oscuridad del confesionario, el cura estaba habituado a prestar atención a las emociones, y su largo y apasionado contacto con la lírica le había educado el oído para captar los tonos de los distintos estados de ánimo. No dudó en reconocer que aquel grito estaba cargado de horror y turbación. Dio media vuelta y, con el corazón en la boca, corrió hacia el lugar de donde procedía tanta angustia. Delante del camerino de Vezzi ya se formaba una pequeña multitud.
Ricciardi miró a su alrededor y habló sin dirigirse a nadie en particular.
—Ahora mismo entraré en ese despacho —dijo señalando la pequeña habitación del director de escena—, y el sargento Maione hará pasar de uno en uno a quien yo le diga. Nadie puede irse a su casa, nadie puede abandonar el teatro. Nadie puede entrar en este camerino a menos que yo lo llame. No pueden quedarse aquí, deberán retirarse a algún lugar…, al escenario, los acompañarán a todos al escenario, donde deberán permanecer hasta que hayamos terminado. En cuanto a los demás, se marcharán todos aquéllos que no podían tener acceso a esta zona, el público, el personal de la entrada. No obstante, los guardias tomarán los datos a todos.
El superintendente, morado de la rabia, se puso de puntillas y balbuceó:
—Esto es una afrenta…, es inconcebible. El acceso a esta zona está sumamente restringido. Además, ¿sabe usted acaso quién estaba esta noche en el patio de butacas? Y van a tomarle los datos al señor gobernador, a los miembros de la realeza, a los jerarcas… Exijo que se respeten las funciones.
—Mi función es la de encontrar al asesino. Y la suya, en estas circunstancias, señor, es la de facilitar mi tarea. Cualquier otro comportamiento constituiría un delito y sería perseguido. Usted decide.
La voz de Ricciardi era un silbido, los ojos verdes estaban clavados en la cara del superintendente, sin un pestañeo. El hombrecito pareció deshincharse, sus tacones tocaron el suelo sin hacer ruido. Bajó la mirada y murmuró:
—Me ocupo enseguida. Pero plantearé mis objeciones a las autoridades pertinentes.
—Como usted quiera. Ahora retírese.
Rígido, como buscando algún rastro de la dignidad perdida, el superintendente se dio la vuelta y se alejó en dirección al escenario, seguido de los presentes y del murmullo de sus comentarios.
El despacho del director de escena era diminuto, ocupado casi por entero por un escritorio sobre el que se acumulaban en desorden dibujos, apuntes, páginas de libretos anotadas a mano. De las paredes colgaban carteles de espectáculos. Había dos sillas delante del escritorio, una detrás. Por un ventanuco en lo alto entraban la luz y el aire. Ricciardi interrogó en primer lugar al propio director de escena, Giuseppe Lasio, el hombre desgreñado que había derribado la puerta del camerino de Vezzi.
—¿Cuál es exactamente su cometido?
—Soy el responsable de escena. En la práctica, todo lo que ocurre en el escenario está bajo mi dirección. Los técnicos, la entrada y salida de los actores, las instalaciones. Todo lo que no es artístico; en una palabra, la organización.
—¿Qué ha ocurrido esta noche? Por favor, cuéntemelo todo, incluso los detalles que le parezcan insignificantes.
Lasio arrugó la frente bajo los mechones de cabello rojizo.
—Fue después del entreacto de Cavalleria, nos ocupábamos de la salida, a continuación del brindis. Se trata de una escena coral, en la que interviene toda la compañía, el decorado estaba en su sitio, también el telón de fondo. La señora Lilla fue a llamarme a la entrada del escenario.
—¿La señora Lilla?
—Letteria Galante, pero nosotros la llamamos señora Lilla. Dirige la sastrería del teatro, se ocupa de entregar directamente los trajes de escena de los actores principales. Ya la ha visto, es esa mujer… robusta. Siciliana de origen. Muy, muy competente. En fin, que vino y me dijo: «Señor director, Vezzi no abre la puerta. Hemos llamado, hemos gritado su nombre, pero no contesta».
—¿Hemos?
—Sí, estaba con una muchacha de la sastrería. Son unas treinta, no las conozco a todas. Iban a entregar el traje de Canio, el de payaso que vio usted, el que llevaba la muchacha. Yo bajé a toda prisa, no se dispone de mucho tiempo entre el final de Cavalleria y el comienzo de Pagliacci, y Vezzi no siempre es…, era…, cómo decirlo, riguroso y puntual. A veces desaparecía y había que buscarlo en el teatro e incluso fuera. Como sabrá, era uno de los grandes, el más grande de todos en escena. Pero fuera, a veces era difícilmente gobernable. De ésos que van a lo suyo y los demás que aguanten. Privilegios del talento.
—¿Y esta noche había salido? ¿Lo vio salir?
—No, yo no. Pero por mi trabajo me muevo mucho, y a lo mejor se me pasó por alto. En cualquier caso, bajé al camerino y comprobé que la puerta estaba cerrada con llave. No ocurre nunca. Los cantantes, y especialmente Vezzi, nunca se levantan para abrir la puerta mientras se maquillan. Eso me preocupó.
—¿Y qué hizo?
—Después de llamar, pensé que Vezzi se había encontrado mal y derribé la puerta de una patada. Hice la guerra y estoy acostumbrado a lo peor. Pero jamás había visto tanta sangre junta. Detrás de mí entró la señora Lilla y se puso a gritar. Luego, todos empezaron a correr de aquí para allá. Y entonces mandé a uno de los operarios para que fuera a llamarlo a usted. ¿Hice bien?
—Sin duda. ¿Entró alguien más en el camerino después de usted?
—No, nadie. Esperé al lado de la puerta a que usted llegara. Ya le he dicho que estuve en la guerra. Sé cómo hay que proceder.
—Un último detalle. Según nos han dicho, el camerino estaba cerrado con llave. Pero yo no he visto la llave, ni dentro ni fuera. ¿La sacó usted?
Lasio se pasó la mano por el cabello rojizo, despeinándolo aún más, mientras intentaba recordar.
—No, comisario. Ahora que me lo pregunta, la llave no estaba, ni por dentro ni por fuera.
—Gracias. Puede retirarse, pero no se marche, podría necesitar algún dato más. Maione, haz pasar a las dos sastras.
La señora Lilla entró como un velero y llenó el despacho. Era rubia, de ojos azules y penetrantes. Detrás iba la muchacha que, comparada con su jefa, parecía todavía más pequeña y delgada, y llevaba una bata que le sobraba por todos lados. La mujerona se cruzó de brazos y miró a Ricciardi con aire belicoso.
—¿Qué significa eso de que nadie puede abandonar el teatro? ¿Qué se piensa, que hemos sido nosotras? Para que lo sepa, nosotras aquí venimos a trabajar, no a hacer porquerías. Somos gente honrada.
—Nadie ha dicho nada. Siéntese y conteste a las preguntas. Cuénteme lo que ocurrió.
La mujer se sentó pesadamente, lanzando un suspiro, como si con aquella aclaración se hubiese quitado un peso de encima y ahora pudiera hablar con más educación. O tal vez porque no podía oponerse a la personalidad decidida del comisario, que emanaba en oleadas de sus ojos verdes.
—Nosotras traemos antes los trajes. Mucho antes. Los cantantes normales se los prueban, piden los arreglos que hacen falta, y se acabó. Pero éste, quiere veinte pruebas. Que si le queda corto, que si después le queda largo. Que si ahora está ancho, que si está estrecho. El botón del sobrecuello no cierra. Una cruz. Nosotras estamos en la cuarta planta, comisario. Si nos honra con su visita, comprobará con sus propios ojos en qué condiciones trabajamos, las treinta allí metidas. En verano nos ahogamos de calor, entre el carbón de las planchas y el pedaleo de las máquinas. Allá arriba ni siquiera nos llega el frescor de los árboles. Y en invierno, ya ni le cuento, tenemos que coser con guantes cortados y todas las estufas encendidas, salen sabañones por todas partes. Pero no nos quejamos, ¿no es verdad, Maddale’? —dijo, dirigiéndose a la muchacha—, porque el trabajo es el trabajo y nosotras nuestro trabajo lo hacemos bien. El San Carlo es famoso en todo el mundo, incluso por sus trajes, y los trajes somos nosotras. En fin, que cuando viene Vezzi nos pasamos el día subiendo y bajando sin parar. Cuatro pisos, cargadas de piezas de tela. Pero, a Dios gracias, el traje del payaso al fin quedó listo, le hicimos incluso el arreglo de último momento, pedido esta misma noche. Quise bajar yo misma, con Maddalena aquí presente, para comprobar si le había quedado bien. Y nos encontramos con la puerta cerrada.
Ricciardi estaba pensando que no le habría gustado nada encontrarse en el lugar del tenor, en caso de que el traje hubiese precisado más modificaciones. Después, tras analizar las actuales condiciones de Vezzi, se dio cuenta de que su preocupación era inútil.
—¿Qué hizo usted al darse cuenta de que la puerta estaba cerrada?
—Llamamos al director Lasio para que nos dijera qué debíamos hacer. Si no, después, nos echan la culpa a nosotras, si el espectáculo empieza con retraso. Vino él y esperamos delante de la puerta.
—¿Y él qué hizo?
—Él llamó, gritó el nombre del tenor y después derribó la puerta de una patada. ¡Eso es un hombre! —dijo, con imprevista coquetería. Ricciardi se sorprendió del cambio—. Fue entonces cuando me asomé y vi…, aquello parecía la matanza de los atunes de mi pueblo…, salí corriendo de allí. Y eso es todo.
—Y usted, señorita…
—Maddalena Esposito, para servirlo, comisario.
Otra vez en comparación con la señora Lilla, la joven hablaba con voz suave, la vista clavada en el suelo. Limpia y ordenada con su bata azul, se quedó allí de pie, palidísima, con las manos entrelazadas sobre el vientre.
—¿Lo confirma todo?
—Sí, señor comisario. El maestro nunca estaba contento, tuvimos que arreglarle el traje muchísimas veces. Después bajé con la señora Lilla y la puerta estaba cerrada. No sé decirle nada más.
—De acuerdo, pueden retirarse. Maione, ¿ha llegado el fotógrafo?