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Patrisso, el portero de la entrada de los jardines, miró a su alrededor con circunspección.

—Dese prisa, padre Pierino, pase, pase. Que no lo vea nadie, si llegan a enterarse de que dejo que se cuele justo el día del estreno, no sabe la que me puede caer encima. Corra, dese prisa, ya sabe por dónde tiene que entrar.

El padre Pierino sonrió, feliz como un niño en una pastelería; se levantó la sotana por encima de los tobillos y, con insospechada agilidad, subió veloz el tramo de la escalera principal. Dobló primero a la derecha, y enseguida a la izquierda por el corredor de los palcos, y enfiló la estrecha escalinata que conducía al escenario. Allí se detuvo en un pequeño rellano y se metió en una especie de entrada desde uno de cuyos extremos se veían el pasillo de los camerinos y la escalera de acceso de los actores, y del otro, gran parte del escenario. Tenía que estirar el cuello y ponerse de puntillas, pero la perspectiva era especial y extraordinaria: al lado de los cantantes, de cara al público, pero también testigo del trabajo incesante que había detrás del escenario. Contuvo el aliento, disponiéndose a disfrutar de «su» velada.

No era por el programa, la verdad. Cavalleria rusticana y Pagliacci tenían su atractivo, pero lo más importante era que esa noche volvería a escuchar la voz celestial de Arnaldo Vezzi, el tenor más grande del mundo. En el cartel de esa temporada, Vezzi era, sin duda, la estrella. Su elección interpretativa, Canio de Pagliacci, no era la mejor; al padre Pierino le habría gustado más verlo en un papel pucciniano, que habría permitido a los matices de su sonoridad hallar la colocación adecuada. Sin embargo, según sospechaba el vicepárroco, el papel de Canio era el más importante. La partitura de la ópera de Leoncavallo permitía a Vezzi interpretar prácticamente solo, disponer de todo el escenario sin que nadie le hiciera sombra.

La orquesta ya había entrado, acompañada de un gran aplauso. Tres golpecitos de batuta en el atril, las dos manos en el aire, y comenzó la magia.

Al final del tramo de escaleras de mármol alfombradas de terciopelo rojo, sin detenerse, Ricciardi le susurró a Maione que mandara a los guardias que bloquearan las entradas, tanto la principal como las secundarias para que nadie abandonara el teatro. El pequeño superintendente los condujo por un pasillo secundario y una estrecha escalinata hasta un rellano donde había una puertecita a la izquierda y dos enfrente; un pasillo a la derecha dejaba ver otras puertas abiertas.

—Éste —dijo el duque, señalando la puertecita— es el despacho del director de escena. El de enfrente es el camerino del director de orquesta. Y allí…, qué tragedia…, en mi…, en nuestro gran teatro…

Ricciardi echó un vistazo a su alrededor para captar el mayor número de detalles. La puerta que el superintendente había indicado en último lugar había sido separada de sus goznes. En el suelo había fragmentos de madera y la cerradura, todavía cerrada, había quedado colgando, casi arrancada por completo. La jamba presentaba daños visibles; la puerta había sido forzada desde fuera, era evidente por la posición del picaporte y el pestillo deformado. Se arremolinó una multitud variopinta; el comisario vio payasos, aldeanas con traje regional siciliano, campesinos calabreses, un Arlequín, una Colombina. Notó que empezaba a asomar un considerable dolor de cabeza. Además, el ambiente estaba caldeado en exceso y él llevaba puesto el grueso sobretodo.

—¿Quién derribó la puerta? —preguntó.

—Yo —contestó un hombre corpulento, de cabello rojizo y aspecto desgreñado—. Soy el director de escena, Giuseppe Lasio.

—¿Quién le avisó?

—Nosotras. Vinimos a traer el traje. Llamamos a la puerta durante cinco minutos, gritamos preguntando si había alguien, pero nadie salió a abrirnos —contestó una mujer imponente de mediana edad, que llevaba un delantal azul y un par de tijeras enormes colgadas del cuello con una cinta; a su lado, una muchacha sostenía con esfuerzo una percha en la que llevaba un traje de payaso muy amplio y colorido.

—Que nadie se mueva hasta que yo salga del camerino. Maione, encárgate tú.

Maione sabía lo que debía hacer, se acercó a la puerta descolgada, se asomó al interior del cuarto, comprobó que no hubiese nadie y dijo:

—Apártense todos. Comisario, ya puede pasar.

Ricciardi avanzó hacia la puerta, bajó la mirada y entró.

Al llegar a la mitad de Cavalleria rusticana, el padre Pierino estaba agradablemente sorprendido. De hecho, la ópera era una guarnición, mejor dicho, un entrante de Pagliacci, debido a la presencia del gran Vezzi. Como muchos otros, el vicepárroco estaba tan ansioso por asistir a la exhibición del tenor que habría invertido el orden canónico de las representaciones; sin embargo, comprobó maravillado que los cantantes de Cavalleria estaban ofreciendo una interpretación notable. El tenor que encarnaba al compadre Turiddu, la soprano en el papel de Santuzza y especialmente el barítono, que hacía de compadre Alfio, parecían en gran forma y deseosos de no desentonar ante semejante intérprete. La orquesta también demostraba estar a la altura, y la ejecución, al llegar al coro después del intermedio musical, estaba pasando de notable a memorable. El padre Pierino se emocionó tanto con la música conmovedora que no se dio cuenta de que se había movido de su sitio e invadido parte de la estrecha escalera que llevaba a los bastidores; fue entonces cuando notó que alguien chocaba con él y se volvió sorprendido.

—Disculpe —bisbiseó distraídamente un hombre corpulento, envuelto en un amplio abrigo negro; lucía un sombrero de ala ancha y una bufanda blanca.

—Discúlpeme usted —contestó el padre Pierino, retirándose a toda prisa a su crujía. Temía ser descubierto y crearle problemas al pobre Patrisso. Pero el hombre no pareció dar importancia alguna a su presencia y, tras bajar los últimos peldaños, se fue hacia los camerinos. El padre Pierino lo siguió con la mirada…, no sería por casualidad… De hecho, el hombre lanzó un vistazo a su alrededor y se detuvo un momento delante de la puerta de la que colgaba una tarjeta con el nombre «Arnaldo Vezzi». Dijo algo y entró en el camerino. El cura estuvo a punto de desmayarse, ¡había chocado con el tenor más grande del mundo! Lanzó un suspiro y, sin dejar de sonreír, se concentró otra vez en el escenario, donde el compadre Turiddu proponía un brindis, cantando al vino sincero.

En el camerino hacía frío; Ricciardi lo notó enseguida. Observó el ventanal, comprobó que estaba entreabierto y dejaba pasar unas corrientes de viento helado y el olor de la hierba húmeda de los jardines reales. Las bombillas que enmarcaban el espejo estaban encendidas e iluminaban profusamente el cuartito. Había sangre por todas partes. El cadáver se encontraba en la silla, delante del espejo, inclinado sobre la repisa, de espaldas a la puerta. En realidad, el espejo estaba hecho añicos, excepto la parte superior, salpicada de sangre. Los cristales estaban esparcidos por todo el cuarto.

El cadáver apoyaba la cabeza sobre la repisa, descansando sobre la mejilla izquierda; por el lado derecho de la garganta asomaba un pedazo enorme de espejo en el que se reflejaban un ojo vítreo y la boca torcida, de la que fluía un hilo de baba. Ricciardi oyó cantar, con voz queda:

—Io sangue voglio, all’ira m’abbandono, in odio tutto l’amor mio finì…

Sobre el lado visible de la cara, en la espesa capa de maquillaje se veía el surco de una lágrima. El comisario se volvió, y en el ángulo entre el marco del espejo roto y la pared, vio la imagen de Arnaldo Vezzi de pie, aunque ligeramente inclinado hacia adelante, con las rodillas dobladas; la cara muy maquillada, la boca risueña de payaso. Lágrimas postizas en los ojos, lágrimas verdaderas en las mejillas. La mano derecha con la palma abierta, tendida hacia adelante, en ademán de alejar a alguien, y borbotones de sangre densa que el corazón moribundo bombeaba a través del tajo en el lado derecho del cuello. Sin perder la calma, Ricciardi miró fijamente al espectro durante largo rato: los ojos apagados lo observaban sin verlo, la boca articulaba el canto sin que en el tórax se percibieran los movimientos de la respiración. El comisario lanzó otra mirada al cadáver. El último canto del payaso, sólo para él, que de ópera no entendía nada. Fue hacia la puerta y salió.