Doce horas más tarde, lo único que cambió en la oficina de Ricciardi era la luz; la polvorienta lámpara de sobremesa con su pantalla verde había sustituido al anémico sol del invierno tardío. El comisario seguía inclinado sobre el escritorio, concentrado en cumplimentar unos impresos.
Cada vez más pensaba en sí mismo como en un empleado del catastro, obligado a dedicar la mayor parte de su tiempo a transcribir fórmulas y registrar números: la contabilidad del crimen, la retórica del delito.
A eso de las dos había cedido al hambre y, a pesar del frío, salió a la calle sin sobretodo para tomar una pizza en el carrito ambulante que había debajo de la jefatura. El humo espeso de la olla de aceite hirviendo, el apetitoso olor de la fritura, el calor de la pasta caliente, siempre le habían resultado irresistibles. Uno de esos momentos en que se sentía alimentado por la ciudad como por una madre. Luego, como tenía por costumbre, tomó un café rápido en la piazza del Plebiscito, en el Gambrinus, donde veía pasar los tranvías, llevando a remolque su cargamento habitual de alegres granujillas, que, en inestable equilibrio sobre las vías, viajaban agarrados a la carrocería.
Mientras apretaba la taza caliente entre los dedos, se acercó al cristal una niña de mirada ceñuda; de su mano derecha, abandonada al costado del cuerpo, colgaba un hatillo de trapos, tal vez una muñeca. No tenía brazo izquierdo, por la carne arrancada asomaba un blanco fragmento de hueso, astillado como un pedazo de madera nueva. La cadera ahuecada, la depresión del tórax hundida. Un carruaje, pensó Ricciardi. La niña lo miraba fijamente, y de pronto levantó el hatillo de trapos hacia él: «Ésta es mi hija. Yo le doy de comer y la lavo». Ricciardi dejó la taza, pagó y salió. Ya no se quitaría el frío de encima en todo el día.
A las ocho y media de la tarde, Maione se asomó otra vez a la puerta.
—¿Necesita algo más, dottore? Yo ya me voy, esta noche vienen a cenar mi cuñado y su mujer. Muchas veces me pregunto si esos dos no tienen casa. Siempre comen a mi costa.
—No, Maione, gracias. Tengo para un rato más, y después yo también me iré, termino con esto y por hoy cierro. Que pases una buena velada. Hasta mañana.
Maione cerró la puerta, dejando entrar una corriente helada que hizo estremecer a Ricciardi, como un presentimiento. Y debía de tratarse de un presentimiento, porque no transcurrieron ni cinco minutos cuando la puerta volvió a abrirse y por ella asomó la corpulenta y achaparrada silueta de Maione.
—Olvídese de lo que he dicho, dottore. Por una vez que me quería ir a mi hora. Alinei ha llamado por el telefonillo desde el portón, hay un muchacho. Tenemos que ir a ver, dice que ha ocurrido una desgracia en el San Carlo.