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Ricciardi bajaba de la piazza Dante envuelto en el frío viento de aquel miércoles por la mañana. Las manos en los bolsillos del sobretodo gris oscuro, la cabeza un tanto hundida entre los hombros, la mirada clavada en el suelo. Caminando a paso vivo, sentía la ciudad sin mirarla.

En el recorrido desde la piazza Dante a la piazza del Plebiscito sabía que cruzaría una frontera invisible entre dos realidades muy distintas: abajo, la ciudad rica, de los nobles y los burgueses, de la cultura y el derecho. Arriba, los barrios populares en cuyo interior imperaba otro sistema de leyes y normas, de una rigidez igual o quizá mayor. La ciudad ahíta y la hambrienta, la ciudad de las fiestas y la de la desesperación. En más de una ocasión, Ricciardi había sido testigo del enfrentamiento entre las dos caras de la misma moneda.

La frontera estaba en la via Toledo. Edificios antiguos, calladas fachadas exteriores, traseras ruidosas, ventanas abiertas de par en par a los callejones, los primeros canturreos de las amas de casa. Las puertas de las iglesias, con fachadas encajadas entre los edificios colindantes, se abrían para recibir a los fieles que encomendaban su jornada a Dios. Sobre las anchas piedras que cubrían la calle pasaban las ruedas de los primeros autobuses.

La mañana era uno de los pocos momentos en que se producía una especie de osmosis, del laberinto de callejuelas de los Quartieri Spagnoli bajaban a la via Toledo las carretas de los vendedores ambulantes, cargadas con las mercancías más variopintas y festivos reclamos; de los barrios populosos del puerto y las afueras, los artesanos de manos hábiles, zapateros, guanteros, sastres subían al dédalo para llegar al incipiente barrio residencial de Vomero o a las tiendas de las callejas oscuras. A Ricciardi le gustaba pensar que aquél era un momento de pacificación, de intercambio, antes de que la conciencia de la desigualdad y el hambre impulsaran a los unos a morirse de envidia y a tramar algún delito, y a los otros a temer el ataque y a intensificar la mano dura.

En la esquina del largo della Carità, como venía ocurriendo algunas mañanas por esa zona, Ricciardi vio la imagen de un hombre víctima de un carterista, que tras rebelarse había sido salvajemente apaleado con un bastón. Del cráneo hundido brotaba la masa encefálica y la sangre cubría un ojo; el otro ojo seguía lanzando miradas furibundas y la boca de dientes rotos continuaba repitiendo sin cesar que jamás soltaría sus posesiones. Ricciardi pensó en el ladrón, ilocalizable ya tras perderse dentro de los Quartieri Spagnoli, en el hambre y el precio pagado por víctima y verdugo.

Como de costumbre, fue el primero en llegar a la jefatura; el guardia se cuadró tras el saludo militar y Ricciardi respondió con una leve inclinación de la cabeza. No le gustaba pasar entre la multitud cuando la vida en el Palazzo San Giacomo se encontraba en la fase de bullicio y desorden, ni caminar entre las invectivas venenosas de los detenidos, las fuertes llamadas al orden de los guardias, las discusiones a voz en cuello de los abogados. Prefería, con mucho, esas horas de la mañana, con la escalinata todavía limpia, el silencio y aquel ambiente dieciochesco.

Al abrir la puerta de su despacho, percibió, como todos los días, el olor familiar: libros viejos, periódicos, un aroma al polvo del tiempo y los recuerdos. La piel del viejo sillón, de las dos sillas delante del escritorio, del mugriento cartapacio verde aceituna. La tinta del tintero de cristal encajado en el portacartas. La madera clara del escritorio y de la biblioteca repleta. La esquirla plúmbea de granada que llevó a Fortino el viejo Mario, veterano de guerra, y fue instrumento de muchas de las fantasiosas batallas de su niñez, convertida ahora en dudoso pisapapeles. La luz del sol traspasaba el cristal polvoriento de la ventana, llegaba a la pared e iluminaba los retratos, cual divina investidura.

Qué hermosura, ironizó Ricciardi para sus adentros, con una leve sonrisa. El reyezuelo sin fuerzas, el gran comandante sin flaquezas. Los dos hombres que habían decidido eliminar el crimen por decreto. Siempre recordaba las palabras del jefe de policía, un atildado diplomático que dedicaba su vida entera a complacer en todo a los poderosos: no existen suicidios, no existen homicidios, no existen atracos ni heridos, a menos que sea inevitable o necesario. Que la gente no se enterara, sobre todo, la prensa: la ciudad fascista está limpia y pulcra, no conoce fealdades. La imagen del régimen es granítica, el ciudadano no debe temer nada; nosotros somos los guardianes de la seguridad.

Pero mucho antes de estudiarlo en los libros, Ricciardi había comprendido que el crimen es la cara oscura del sentimiento; la misma energía que mueve a la humanidad, la desvía, se infecta y supura para estallar luego en forma feroz y violenta. El Asunto le había enseñado que el hambre y el amor se encuentran en el origen de todas las infamias, en todas sus formas: orgullo, poder, envidia, celos. Siempre presentes, pues, el hambre y el amor. Allí estaban, en cada crimen, tras simplificarlo al máximo, tras eliminar los oropeles de la apariencia, el hambre o el amor, o ambos, y el dolor que generan. Todo ese dolor del que sólo él era testigo constante. Y tú, mi querido Mussolini, pensó Ricciardi con tristeza, ya puedes emitir todos los decretos que quieras que, por desgracia, no conseguirás cambiar las almas con ese traje negro y ese sombrero con borla. Puede incluso que consigas dar miedo en lugar de dar risa, pero no cambiarás el lado oscuro de la gente, que seguirá sintiendo hambre y amor.

Tras dar un golpecito discreto en la jamba, Maione se había asomado a la puerta.

—Buenos días, dottore. He visto la puerta abierta, ¿ya está usted aquí? ¿Es que tampoco con este frío descansa bien? Éste año la primavera se hace de rogar. Se lo tengo dicho a mi mujer, que no podemos permitirnos gastar otro mes en leña para la estufa. Si seguimos con este tiempo, a todos mis hijos les saldrán sabañones. ¿Qué tal se encuentra usted esta mañana? ¿Quiere que le traiga una tacita de sucedáneo?

—Como siempre. No, gracias. Tengo que terminar una montaña de informes. Vete, vete; si te necesito, ya te mandaré llamar.

Fuera, entre los primeros reclamos de los vendedores ambulantes, un tranvía pasó chirriando y una bandada de palomas levantó el vuelo contra el sol todavía frío. Eran las ocho.