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Luigi Alfredo Ricciardi era delgado, de estatura media. De tez oscura, los ojos verdes destacaban en la cara; el cabello negro, peinado hacia atrás con brillantina, a veces dejaba suelto un mechón que le cruzaba la frente y que él colocaba en su sitio distraídamente, con gesto brusco. La nariz era recta y fina, como los labios. Las manos pequeñas, casi femeninas, nerviosas, siempre en movimiento. Las llevaba metidas en los bolsillos, consciente de que traicionaban su tensión, sus emociones.

No necesitaba trabajar, podría haber vivido de las rentas de su familia, de las que no se ocupaba demasiado. Y, tal como le recordaba algún pariente en las contadas ocasiones en que lo veían por el pueblo en verano, debería haber frecuentado el trato de una sociedad más en consonancia con su apellido. Pero él ocultaba tanto sus rentas como su título, para pasar lo más inadvertido posible y seguir con la vida que había elegido, o mejor dicho, que lo había elegido. Me gustaría veros, les habría dicho a los parientes de haber podido, sintiendo todo ese dolor constante, perenne, de todo tipo, ese dolor que os pide paz, os reclama justicia desde siempre, todos los días.

Decidió estudiar derecho, hizo la tesis en derecho penal, luego ingresó en la policía, única fórmula para responder a aquella demanda, aligerar aquel peso. Para sepultar a los muertos en el mundo de los vivos.

Carecía de amigos, no veía a nadie, no salía de noche, no tenía mujer. Su familia se limitaba a la vieja tata Rosa, que, con setenta años, lo cuidaba con absoluta devoción y lo amaba tiernamente sin tratar jamás de ahondar en sus miradas y sus pensamientos.

Trabajaba hasta tarde, aislado de sus compañeros, que procuraban evitarlo. Sus superiores temían su valor, su extraordinaria capacidad para resolver casos complicados, su total dedicación al trabajo, factores que hacían pensar en una ambición desbocada, en un afán por destacar, escalar posiciones, quitarle el puesto a los demás. Sus subordinados no entendían su impenetrabilidad, sus silencios; nunca sonreía, nunca hacía comentarios superfluos. Empleaba unos métodos extravagantes, no se atenía a los procedimientos, pero al final siempre tenía razón. Los más supersticiosos, que en aquella ciudad no eran pocos, percibían algo extraño en las soluciones de Ricciardi, como si sus investigaciones fueran a la inversa, como si recorriera retrospectivamente el curso de los acontecimientos. Era difícil que los guardias, cuando los destinaban a colaborar directamente con el comisario, no reaccionaran con un gesto de fastidio. Por otra parte, sus investigaciones eran febriles, y una vez las iniciaba, no las terminaba nunca hasta dar con la solución del caso. No había noches, ni días, ni siquiera domingos hasta que el culpable acababa en la cárcel. Como si en todas las ocasiones la víctima fuese un pariente suyo; como si la hubiese conocido en persona.

Algunos apreciaban el hecho de que sistemáticamente renunciase en favor de la brigada a los premios especiales en dinero, otorgados a las investigaciones más importantes; además nunca faltaba al trabajo, cedía a otros los días de permiso, se ocupaba personalmente de ocultar a los superiores los errores de sus subordinados, para después enfrentarse con cara de palo al responsable y exigirle que prestara más atención. Con todo, sólo uno de sus colaboradores le tenía verdadero aprecio: el sargento Raffaele Maione.

Apenas superada la cincuentena, Maione estaba contento de seguir con vida y en pleno uso de sus fuerzas. Por las noches, sentado a la mesa, le gustaba repetir a su mujer y a sus cinco hijos: «Debéis dar gracias a Dios por poder comer. Y a la fortuna, porque todavía no hayan matado a vuestro padre». Y los ojos se le llenaban de lágrimas al pensar en Luca, su hijo mayor, que como él había entrado en la policía, aunque no había tenido tanta suerte. Llevaba un año de servicio cuando, en el curso de un registro, fue apuñalado mortalmente en el barrio de Sanità. Habían pasado tres años, pero el dolor seguía vivo; su mujer no volvió a hablar del tema, como si aquel hijo hermoso y fuerte, que reía siempre y la levantaba en brazos para hacerla volar y la llamaba «mi novia», no hubiese existido. Sin embargo, allí estaba, sentado en el centro de su alma, quitándole el sitio a sus hermanos y hermanas, acompañándola el día entero.

Maione le había tomado aprecio a Ricciardi justamente a raíz de la muerte de su hijo. El entonces agente de policía había sido de los primeros en llegar al lugar de los hechos. Con amabilidad le había pedido a Maione que se alejara de la taberna donde habían encontrado el cuerpo del muchacho, boca abajo en un charco de sangre, con el cuchillo sobresaliéndole por la espalda. Se había quedado sólo apenas unos minutos y, al salir de la oscuridad, sus ojos verdes parecían iluminados por una luz interior, como los de un gato, pero estaban anegados en lágrimas. Se había acercado a Maione. Rodeado del silencio de los presentes, cohibidos por la pena atroz del padre, Ricciardi había alargado una mano y le había apretado el brazo. Maione recordaba aún la inesperada fuerza que había sentido, el calor de aquella mano a través de la tela del uniforme.

—Te quería mucho, Maione, como a nadie en el mundo. En su último pensamiento te llamó. Te acompañará siempre, a ti y a su madre.

Pese a estar obnubilado por el inmenso dolor, Maione sintió un escalofrío en la espalda y la nuca. No preguntó, ni entonces, ni después, en los años de vigilancias o en los largos viajes a que los obligaban las distintas investigaciones, cómo lo sabía Ricciardi, por qué había sido precisamente él quien había recibido el último mensaje de su amado hijo. Pero sabía que había ocurrido así, que el agente había dicho lo que había visto y sentido, que no eran las habituales palabras de consuelo que él mismo había ofrecido tantas veces a los parientes de los muertos.

El aprecio que Maione sentía por Ricciardi venía de entonces. De los días terribles que siguieron, sin descanso ni perdón, mañanas, tardes y noches sin comer, sin beber, sin volver a casa, dedicados a erosionar el recio muro de la ley del silencio del barrio, a intercambiar información, incluso a prometer hacer la vista gorda ante ciertos trapicheos, con tal de echarle el guante al vil asesino de la taberna. Hasta Maione, que actuaba movido por la rabia, fue dejándose vencer por el cansancio. Pero no Ricciardi, que parecía impulsado por un fuego, poseído.

Y al final encontraron al asesino, en otro barrio, en el almacén donde guardaban el botín, rodeado de los suyos. Cuando entraron, después de reducir y maniatar a los vigilantes que el asesino había colocado a la entrada del callejón, lo encontraron riéndose. Fue una operación en la que participaron doce hombres, pues no había un solo policía que no quisiera echarle el guante al asesino de Luca Maione. Y cuando, en el cuarto enorme, vacío de cómplices y sin el botín, el hombre se vio a solas con Ricciardi y Maione, y entre sollozos, despojado ya de toda su fiereza de chulo, imploraba que le perdonasen la vida, Ricciardi miró a Maione. Maione miró al hombre y vio a su hijo pequeño que le llevaba una pelota de trapo, y reía, la cara sucia, los ojos hermosos. Se dio media vuelta y salió del cuarto sin decir palabra. Fue entonces cuando Ricciardi le tomó aprecio a Maione.

Desde aquel momento, el hombre se convirtió en el fiel compañero de Ricciardi; cada vez que el comisario salía, era él quien organizaba el grupo que debía escoltarlo. Sabía que durante la primera inspección del lugar del crimen había que dejarlo a solas; a él le correspondía la tarea de mantener alejados a los otros agentes, a los testigos, a los familiares desesperados y a los simples curiosos, durante esos primeros y largos instantes en que Ricciardi iba a conocer a la víctima, a seguir su legendaria intuición, a identificar los elementos para iniciar la cacería. Además, servía de contrapunto a la soledad y a los silencios de Ricciardi con su afabilidad innata, con su capacidad para dialogar con las personas de forma directa, atento a los peligros a los que su compañero se enfrentaba, siempre desarmado, con una audacia a veces rayana en la inconsciencia o incluso en el instinto suicida. Maione sospechaba que Ricciardi, empujado por una furia de conocimiento, iba en busca de la muerte, de su esencia, como si quisiera definirla, descubrirla, sin manifestar un especial interés por su propia supervivencia.

Pero él no quería que Ricciardi muriese. En primer lugar, porque, en su cordial simplicidad, estaba convencido de que en el comisario vivía una parte del hijo que había perdido; en segundo lugar, porque con el tiempo le había tomado cariño a aquellos silencios, a aquellas sonrisas fugaces, al eco del dolor que se percibía en los gestos de aquellas manos atormentadas. Por eso, en nombre y en recuerdo de Luca, seguiría velando por la salud del comisario.