Cuando concluía una investigación a Ricciardi le quedaba en el alma una sensación de vacío. Se pasaba días y días pensando únicamente en el delito, oyendo la llamada del muerto, dándole vueltas a las posibles soluciones. Aunque se lo propusiera, el comisario no descansaba nunca. El crimen era como un ruido que se convertía en la música de fondo de su existencia, como las ruedas de un tren o el ritmo de los cascos de un caballo que, al cabo de un rato, dejan de oírse.
Al resolverse el enigma quedaba un cráter alrededor del cual él se movía circunspecto, porque con la solución perdía el motivo de distracción que le permitía mantener a raya su soledad. Entonces se refugiaba en la ventana y contemplaba el milagro cotidiano de una mano izquierda que bordaba o preparaba la cena, soñaba con una vida distinta, fantaseaba con ser diferente, alguien que, asomado a la ventana, conversara con los vecinos o saludara a los viandantes.
La Petrone fue a recoger a su hija, que recuperó sus rasgos de retrasada: la sonrisa boba y los ojos apagados, el hilo de baba colgando de la boca entreabierta, la mano aferrada a la de su madre y los andares fatigosos. Ricciardi envidiaba a la muchacha, que no se enteraba de la maldición que arrastraba. Para ella, los vivos y los muertos habitaban juntos en un mundo extraordinario.
La solución. Para el hombre que mira no hay solución.
En cuanto al caso de la cartomántica, pensó que la solución se le había ocurrido cuando la Petrone le refirió lo que la Calise le había contestado al preguntarle qué hacía con el dinero: «Tú y yo —le había dicho a la portera que quería asegurarle un futuro a su hija—, no somos tan distintas». Ella también tenía un hijo. Un mensaje para Ricciardi, por boca de su socia en el negocio.
Mientras miraba por la ventana de su despacho, tratando de olvidar la montaña de impresos que le quedaban por rellenar, pensó en su madre. En el sueño en el que la había visto, en su enfermedad, en sus nervios incurables. ¿Qué enfermedad tenías, mamá? ¿Qué veías fuera, en los campos, en la calle, por qué vivías encerrada en una habitación, obligada a guardar cama? ¿Qué llevabas en la sangre, mamá? ¿Qué más me has dejado aparte de estos ojos que parecen de vidrio?
Ricciardi se estremeció al notar la brisa fría, gentileza de la primavera.
Sangre de mi sangre, pensó.
Maione se sentía ligero. Lo cual, dicho de un pedazo de hombre de más de cien kilos, es mucho decir. De premio había conseguido medio día libre, como todas las veces que una investigación llegaba a buen puerto, y esta vez tenía la sensación de que sería un medio día realmente hermoso.
Cuando se cerraba una investigación, el alma se quitaba un peso de encima. Una vez más podía mirar el mundo de frente, no había ningún delito que perseguir, ni nada torcido que enderezar. Y sus manos, su pecho, su cabeza seguían llenos de la noche de primavera que Lucia le había regalado, sonriendo sin hablar. Tenía razón, como de costumbre, pensó. Era el tiempo de las caricias.
Sin embargo, ahora tenía ganas de hablar con ella. Y al llegar a casa a una hora desacostumbrada de la tarde, abrazó a su mujer y a sus hijos y se vistió de paisano; en su caso, el atuendo se componía de una vieja camisa de algodón grueso, unos tirantes gastados con los que se sujetaba unos pantalones de paño, y un par de botas desfondadas a las que jamás renunciaría. Jugó con sus niños, felizmente desorientados por la nueva atmósfera que se respiraba en casa, echó una siestecita y luego se sentó en la cocina a contemplar el maravilloso espectáculo de su esposa, la mujer más guapa del universo, que desgranaba judías y partía macarrones.
Ella sonrió sin mirarlo y le tendió un puñado de vainas llenas: «A ver si haces algo, para variar», le dijo. Él también sonrió y se puso a desgranar las judías metiendo el pulgar en el bol.
Lucia se detuvo, lo miró y le dijo: «Cuéntame».
Y él le contó.
Ricciardi terminó de rellenar la montaña de impresos que marcaban el fin de una investigación. Guardó la pluma, cerró el tintero. La noche había ganado. El cono de luz de la lámpara alumbraba un escritorio desnudo. La obra ha terminado, pensó. Es la hora.
Echó una última mirada a su alrededor, se detuvo y prestó atención al silencio tras su puerta. Él era el último. Debía marcharse.
Salió y cerró la puerta.
Se encontró al aire libre. El tiempo era perfecto. La primavera brincaba a su alrededor, tratando de captar su atención. Pero el hombre que miraba y veía a los muertos no podía notarla.
Para casa. Y ya sin ningún derecho a soñar contigo, amor mío.
Y Maione empezó a hablar, tras años sin hacerlo, poniendo en ello el corazón y la mente.
Lucia se enteró entonces de la historia de una pobre vieja salvajemente asesinada y la de una hermosísima mujer marcada, y sintió pena y espanto. Después vio al hombrecito del mechón de cabellos peinados con primor, el que tenía una novia sesentona y una madre inmortal, y rió hasta que se le saltaron las lágrimas; y se imaginó a la mujer noble, rica y sin amor y sintió pena por ella; y al marido mayor, respetable y triste, y también sintió pena por él.
Conoció a una mujer gorda, de ojos pequeñitos que, tras toda una vida de honradez, decidió dedicarse a la estafa, y negó con la cabeza en señal de desaprobación; pero supo que tenía una hija retrasada, testigo de a saber qué infierno, y entonces la compadeció. Siguió la evolución de la mente enferma de un actor narcisista y, una vez más, sintió espanto; vio una niña pálida, de ojos grandes y viejos, sin madre ni padre, y lloró por ella. Con un gesto de censura reprobó al camorrista que amenazaba y al comerciante libidinoso, ambos con la sangre envenenada por la belleza.
Y escrutó los ojos de su marido cuando le habló de la mujer que había decidido cortarse la pata y dejarla en el cepo, para volver a ser dueña de su vida y de la de su hijo; le pareció oír que vibraba una cuerda, ésa que ella creía sólo suya. Pero él le sonrió, le acarició la cara y exclamó: «¡Por todos los santos, qué guapa eres!».
Conoció a un pizzero alegre y feliz, y vio que de su pecho manaba a borbotones la sangre y con ella se iban también el orgullo y el amor por sus hijos, y lloró por él y por sus tres pequeños. Luchó al lado de la esposa y la madre del pizzero para salvar su nombre, y con ellas saboreó la victoria.
Una vez más comprendió lo que son los hijos, hijos que cortan rostros, que matan a patadas, que esperan la muerte de su madre para poder casarse; y madres que mienten, roban, estafan por sus hijos. Que por ellos renuncian al amor y a la vida, a la belleza, a los sueños.
Por último, observó al hombre que miraba por la ventana. Supo de la grieta en la coraza, se enteró del descubrimiento del amor imposible del comisario, el que había encontrado al asesino de su Luca. Se acordaba de él, en medio de la niebla del dolor, en el funeral: los ojos verdes, transparentes, y dentro de aquellos ojos su mismo sufrimiento.
El destino recorre caminos desconocidos, pensó. Y también pensó que a veces al destino hay que ayudarlo.
Apretó los labios. Y luego sonrió al amor de su vida, al padre de sus hijos, vivos y muertos.
En la oscuridad de su habitación, Enrica trataba de recuperar la serenidad. No conseguía dejar de llorar. La humillación, la ofensa, la rabia. No eran suyos esos sentimientos, le eran desconocidos, y por eso no sabía combatirlos. Se odiaba con toda el alma.
Su familia no intentaba mellar siquiera su soledad. La discreción de la muchacha era una barrera que nadie se atrevía a derribar.
La ventana de la cocina la aterrorizaba, pero le resultaba un suplicio mantenerse apartada de ella; cada día echaba más en falta aquellos dos ojos verdes en la oscuridad.
Oyó que llamaban suavemente a su puerta. Dijo que no tenía hambre.
Era su madre; repitió su negativa.
—Hay alguien que pregunta por ti. Insiste. Dice que es importante.
Salió a ver quién era. Se encontró con una hermosa señora a la que no conocía: rubia, con los ojos color cielo. Llevaba un chal negro y debajo un bonito vestido floreado. La mujer le sonrió, se fijó en sus ojos hinchados por el llanto y le dijo:
—Buenas tardes, señorita. Me llamo Lucia Maione.
El comisario Luigi Alfredo Ricciardi apenas había probado la comida. Tampoco había contestado a las preguntas preocupadas de la tata Rosa. Hundido por la tristeza, había escuchado la música que, desde salones lejanos, llegaba a través de la radio, pero esa noche no había bailarines, y la música sonaba en balde.
Era tarde, pero no tenía el valor de retirarse a su celda sin luz para encontrarse más solo que nunca.
Se desvistió y se puso la camisa de dormir. Mecánicamente. Podría haber tenido cien años, o incluso no haber nacido nunca.
No pudo evitar echar un vistazo antes de apagar la luz. Y sintió el corazón abrirse otra vez.
Tras la ventana, al otro lado de la calle, una muchacha con los ojos anegados en lágrimas y el bastidor en la mano miraba en su dirección.
Allá en lo alto, haciendo equilibrios en el tejado, la primavera revoloteaba riendo.