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Sentado ante su escritorio, Ruggero Serra di Arpaja contemplaba la primavera que asomaba a su balcón. Las cortinas de seda ondeaban hacia él, para volver luego a su sitio, como si la brisa jugara a invitarlo a salir. El aire olía a mar y a flores nuevas.

El sol se ponía detrás de la colina de Posillipo y sus rayos llenaban la habitación de una luminosidad que lastimaba los ojos cansados del hombre. Había pasado otra noche sin poder dormir. Otro día de espera.

Unas emociones desconocidas, descubiertas tras una vida recorriendo las sendas marcadas por la condición social, se habían enseñoreado de sus decisiones. Últimamente había hecho cosas que jamás habría imaginado y conocido una parte de sí mismo cuya existencia ignoraba.

En un momento tan crucial, esa misma mañana había tratado de guardar las formas: el traje oscuro, la camisa perfectamente planchada, bien afeitado y peinado. Sólo los ojos, escudados tras las gafas de montura de oro, revelaban el tormento de su alma. El anuncio del embarazo, que Emma le había hecho tras una noche de reivindicaciones e insultos recíprocos, llevaba la marca de la redención y de lo irrevocable. Después de esa noticia, nada volvería a ser como antes.

El sol le había traído una nueva y extraordinaria certeza: amaba a su mujer y sin ella la vida no tenía ningún valor. Que lo detuvieran, que lo denigraran, que expusieran su reputación a la curiosidad de sus supuestos amigos; si Emma lo abandonaba, ya nada de eso tendría importancia.

Sin apartar la mirada de la primavera indiferente, abrió el cajón de su escritorio y sacó el revólver. Ya había comprobado que estuviera cargado. No pasaría una noche más, una primavera más sin amor.

Se puso el sobretodo. Vamos al teatro, pensó.

A ver la última representación.

Sentada delante del espejo, Emma trataba de disimular con polvos compactos el cansancio de la noche insomne. No soportaba que Attilio la viera menos hermosa que de costumbre.

Sabía que al asistir al teatro transgredía las férreas normas de la Calise. Pero ¿de veras podía decidir el destino de los demás una mujer que no había sabido prever su propia muerte? ¿Y si se hubiese equivocado desde el principio, si la hubiese condenado a la infelicidad por error?

Trató de distraerse saboreando de antemano la desbordante emoción del encuentro con Attilio, el eco de su amor, la pasión y la ternura a las que se había acostumbrado.

Había mandado que le prepararan el coche, pero el equipaje todavía no; faltaban pocas horas para el encuentro y no sabía aún qué iba a hacer. Jamás había decidido nada, y ahora se le exigía que sola, sin ayuda, tomara la decisión más importante.

Un nuevo sentimiento, tal vez la protección que llevaba en el vientre, la dominaba y la turbaba. Todo el egoísmo que albergaba en su interior, y que había sido el motor de su vida, de su relación con Attilio, de su intolerancia frente al mundo, había desaparecido. Iba a ser madre. Era como si toda su existencia se concentrara sólo en eso y ahora viviese las cosas de un modo profundamente distinto al que había imaginado. Se sentía muy alejada de sus amigas, que se habían limitado a dar a luz y a dejar a sus hijos, como si de una molestia necesaria se tratase, en manos de un ejército de nodrizas e institutrices.

Sentía un vago sentimiento de compasión por Ruggero, en cuyos ojos trastornados había captado un dolor sincero; pero estaba convencida de que era el asesino de la Calise y, por el bien de su niño, debía separarse de él y de su infausto destino.

Se dejaría guiar por su corazón, pensó. Decidiría después de ver a Attilio salir a escena con ese porte regio que tan bien conocía. Iré al teatro.

A ver la última representación.

Ricciardi y Antonietta se sentaron en la platea, ocuparon dos butacas laterales próximas al escenario. El comisario deseaba que la muchacha viera bien las caras de Romor y de los Serra, con la esperanza de que Ruggero estuviese cerca de su esposa que, como siempre, había reservado el palco de primera fila, el más cercano al escenario.

No sabía bien qué esperar: un movimiento en falso, una reacción errónea. Había descubierto al culpable, pero los elementos con que contaba eran meramente indicios, no tenía ninguna prueba.

Sólo podía confiar en que el asesino cometiera un error o que Antonietta, la única testigo posible, lo reconociera, aunque sabía que la demencia de la muchacha impediría utilizar su testimonio en un tribunal. Pero podía ser suficiente para hacerle perder la cabeza al homicida. Lo había visto en más de una ocasión.

Hundiendo la cabeza entre los hombros, trató de confundirse en la penumbra de la platea. Al entrar había reconocido a Camarda, Cesarano y Ardisio, tres de los hombres de la brigada de Maione, que iban de paisano y estaban estratégicamente situados. El sargento mismo se había colocado debajo del escenario, en la segunda fila, camuflado por el sombrero y el cuello levantado del abrigo. Ricciardi miró hacia el palco justo cuando entraba Emma, más hermosa que nunca, aunque sus ojos delataban incertidumbre, dolor, cansancio. Estaba sola.

Al cabo de unos minutos, en la sombra, de pie, detrás de ella el comisario vio una silueta indistinguible. El profesor, pensó. Maione le hizo una seña disimulada a Camarda, que asintió y abandonó la sala. Ricciardi comprendió que el sargento había enviado al policía a vigilar la puerta del palco, para que estuviera listo en caso de que los acontecimientos se precipitaran. No era manco, Maione. Ni cojo ni manco.

Se atenuaron las luces y se oyó aplaudir al público. Los actores estaban preparados, tanto los situados detrás del telón, como los que se encontraban en la sala. Todos preparados.

Para la última representación.

La comedia arrancaba con un monólogo del protagonista. Ricciardi reconoció al hombre que la noche anterior había reprendido bruscamente a su hermano. Pese a que su atención estaba en otra parte, el comisario percibió el magnetismo que emanaba del actor, y que, de inmediato cautivó al público. Antonietta miraba fijamente al frente, sin dejar de bisbisear palabras sin sentido. La luz del escenario caía sobre la platea permitiendo que Ricciardi viera a Emma y a Ruggero. La mujer se aferraba a la barandilla, las manos pálidas, la cara turbada y expectante; su marido parecía una máscara, tenía la cara inexpresiva de un maniquí.

Al concluir el monólogo, entró la actriz protagonista, una mujer excepcionalmente fea, pero con un enorme talento. Ricciardi dedujo que se trataba de la hermana del director teatral, se le parecía mucho, y distraídamente pensó que una compañía de teatro familiar debía suponer un gran ahorro. El público se divertía, el dúo era brillante, el ritmo bueno, los diálogos breves y mordaces; todos se reían menos los Serra, los policías y Antonietta, perdida en quién sabe qué visiones.

En un momento dado, en cuanto terminó el intercambio de réplicas, Romor salió a escena. El protagonista lo recibió con una frase sarcástica que provocó una estruendosa carcajada del público. Ricciardi recordó la alusión del actor a la antipatía que le profesaba el hombre, y se dio cuenta de que así era. Delante del comisario, sin la mínima consideración por sus acompañantes, tres muchachas comentaron algo entre susurros y rieron nerviosamente; se notaba que Romor tenía sus seguidores. Cuando se hizo otra vez el silencio, el actor dio un paso al frente y se disponía a declamar su réplica cuando ocurrió algo inesperado.

Ya entre bastidores, mientras esperaba el momento de entrar en escena, Attilio se había dado cuenta de que el palco de primera fila volvía a estar ocupado. Hacía tiempo que no ocurría y se había acostumbrado a la incertidumbre, la duda, la soledad. Como un cordero preparado para el sacrificio, noche tras noche se veía obligado a soportar las burlas del maldito director teatral, sin tener la posibilidad de reaccionar, ni de vengarse.

Pero esa noche, precisamente en la última representación, Emma había vuelto. La había visto, y estaba sola, sin una amiga que le hiciera de tapadera. Aquello solo podía tener una lectura: que había decidido respetar el compromiso, reunirse con él y emprender una nueva vida, sin más miedos ni convencionalismos. Salió a escena exultante. Que aquel payaso presuntuoso tuviera su última satisfacción, a él ya no le importaba.

Al entrar Attilio, Emma se inclinó por encima de la barandilla del palco, miraba el escenario pero, más que nada, miraba dentro de sí misma. Buscó el eco de la pasión que le había parecido notar apenas un cuarto de hora antes. No sintió nada. El hombre al que había amado más que a ningún otro le pareció de pronto un desconocido. Vio con claridad que para ella ya no significaba nada, y en un instante comprendió que su historia no tendría futuro. Se preguntó si la Calise no habría visto precisamente eso la última vez que le echó las cartas; y en el momento en que pensaba en la Calise, oyó su voz en la platea. A sus espaldas, Ruggero dio un paso al frente y se llevó la mano al bolsillo del sobretodo.

En un primer momento Ricciardi creyó estar viendo una visión. Procurando no perderse las reacciones de Emma y todos los movimientos de Ruggero, dejó de prestar atención al escenario y la platea. El público esperaba en silencio la réplica, los actores fingieron un momento de incomodidad tras la entrada de Romor. Y de pronto se oyó clara una voz que él reconoció inmediatamente como la del fantasma de la Calise. Se volvió de golpe y se quedó helado al ver ante sí aquella espantosa imagen.

Antonietta se había puesto en pie. Encorvada hasta menguar de estatura, las piernas se le torcieron un poco, la cabeza se le inclinó en un ángulo anormal, la mano izquierda le colgaba inerte al costado del cuerpo, la derecha esbozó un gesto indeciso, como si quisiera apartar a alguien o alejar algo de sí. Su expresión obtusa había adquirido un aire melancólico, parecía a merced de un terrible recuerdo.

De su garganta brotó un sonido ronco; ni siquiera Ricciardi, acostumbrado a todos los horrores, olvidaría jamás las palabras que salieron con toda claridad de la boca deforme de la muchacha que jamás había dicho nada inteligible.

—El Padre Eterno no es mercader que paga los sábados.

Todos los espectadores se volvieron hacia la muchacha. Se oyeron incluso aplausos aislados de quienes creyeron que formaba parte de la representación. Los actores en escena se miraron sorprendidos.

Romor avanzó, entrecerrando los ojos y haciendo visera con una mano para protegerse de las luces de los focos y ver mejor la platea. Y preguntó:

—¿Mamá? ¿Eres tú?

Petrificado, Ricciardi observaba el fantasma de la vieja, recreado a la perfección por Antonietta, notó una opresión en los pulmones y por la boca expulsó el aire en un soplo.

Se oyó un grito desgarrador, una voz estridente de niño desesperado. Attilio bajó del escenario hecho una furia, los ojos fuera de las órbitas, el labio superior contraído en un rictus que dejaba al descubierto unos dientes de lobo famélico.

—¡Maldita, tú no eres mi madre!

Maione se levantó de su asiento con sorprendente agilidad y se lanzó a las piernas del actor provocando su caída. No obstante el peso considerable del sargento, el hombre siguió arrastrándose hacia la muchacha, con las manos como garras y un rugido que, desde el pecho, le salía por la boca torcida. Por su parte, Antonietta lo miraba fijamente sin dejar de repetir la última frase de la Calise. Sólo cuando Ardisio y Cesarano intervinieron, Attilio se quedó quieto y se echó a llorar.