La luz del amanecer se encontró con Ricciardi y Maione, sabedores de que ése sería el día decisivo. Para la memoria de Tonino Iodice y el honor de sus hijos; para la paz del alma de Carmela Calise; para la reputación de la familia Serra di Arpaja; para el bienestar y tal vez la carrera de Attilio Romor, actor con un futuro brillante y un presente difícil; para el apellido y el destino del hijo de Emma.
Un día decisivo gracias también a la certeza de haber resuelto un misterio en un mundo en el que, por real decreto, ya no podía haber misterios, ni sangre, ni asesinados.
Cumpliendo con las órdenes de Ricciardi, Maione se presentó en el palacete de los Serra poco antes del almuerzo. Esperó a que el portero se hubiese retirado de su garita y entró, protegido por las sombras, para no ser visto desde los balcones de la planta noble.
Supo que la señora iría al teatro sin el chófer, pues le había pedido al portero que le preparara el coche nuevo, ese extraño vehículo de color rojo, y que le llenara el depósito de gasolina. El hombre empezó a quejarse de que siempre le tocaba hacerlo todo, mientras Maione asentía, paciente, aunque en el fondo lo encontraba insoportable. Poco después se enteró de un detalle que le pareció sumamente interesante: el profesor también le había preguntado al portero si sabía qué planes tenía la señora, y después le había pedido que avisara al chófer, porque él también iba a salir esa noche. Para ir al teatro, había añadido. ¿No era absurdo tanto derroche? Dos personas que iban al mismo teatro, a la misma hora. Y en dos coches distintos.
Cuando Maione le transmitió toda la información, Ricciardi hizo una mueca. En el teatro. Una vez más, las pasiones auténticas y las simuladas se confundían. A saber cuáles serían las más ruidosas.
En el teatro. Sería allí donde se atarían todos los cabos. Pues muy bien, que sea en el teatro. Allí estaremos, pensó. Le pidió a Maione que organizara un pequeño grupo de paisano, cuatro hombres en total, para situarlos en varios puntos de la sala y en la salida. Uno de ellos debía sentarse al lado del profesor sin que éste se percatara, para prevenir cualquier reacción temeraria.
—¿Y usted, comisario? ¿Qué hará?
Inesperadamente, Ricciardi esbozó una sonrisa y se apartó el mechón de la frente con un gesto brusco de la mano. Le brillaron los ojos bajo la luz del sol poniente.
—Tengo que ir a recoger a una señorita. Ésta noche iré acompañado al teatro. Ocúpate de que me dejen dos entradas en la taquilla.
Nunzia Petrone no daba crédito a sus oídos. No se fiaba por naturaleza, y menos de un policía. Le pareció una petición absurda, casi una broma, pero no percibió rastros de alegría en los ojos del comisario.
—¿Antonietta? ¿Y por qué? ¿Para qué la necesita?
De pie, con las manos en los bolsillos del sobretodo, el mechón cubriéndole la frente, Ricciardi la miraba a los ojos.
—Porque tal vez ella estuvo presente cuando mataron a la Calise. Usted misma me dijo que se había quedado una hora más en su casa la noche que la mataron. Y si el asesino se hubiese dado cuenta, probablemente también la habría matado. Tal vez, si su hija ve a alguien, nos puede ayudar a reconocerlo. Tal vez.
La Petrone miraba a su alrededor con sus ojitos, como buscando ayuda entre los pobres utensilios de su cocina.
—Pero Antonietta no entiende nada, comisario. Habla siempre sola, como si viera personas que nosotros no vemos, niños con los que juega en su imaginación. Ella es… simple, ya la ve usted. ¿Qué espera de ella, pobrecilla?
Ricciardi se encogió de hombros.
—Es un intento. Un intento nada más. Pero le prometo que no le ocurrirá nada. Yo estaré a su lado todo el tiempo. Y se la traeré de vuelta tal como me la llevé. Así de paso se divierte, no deja de ser una velada en el teatro.
Ricciardi se vio entonces bajando del barrio de Sanità hacia el teatro dei Fiorentini, caminando al lado de la muchacha que arrastraba los pies, mientras con la mano derecha junto a la boca seguía murmurando su cantilena. A su paso todos callaban y se apartaban.
Las sombras de la noche fueron engullendo poco a poco la calle, y las luces todavía no se habían encendido. Era la hora en que los sueños se materializan.
Como siempre, al comienzo de via Toledo, Ricciardi miró de reojo a los muertos. Antonietta sonrió y los saludó.
El comisario se estremeció al ver a la muchacha detenerse y acariciar al fantasma de un niño con la cabeza hundida, tal vez a causa del atropello de un tranvía, la piel ensangrentada y desnuda del tórax surcada por el bramante que le sujetaba los pantalones. Curiosamente, el gorro seguía firme sobre su cabeza, por lo menos en la mitad intacta, mientras que en la otra mitad se apoyaba en el trozo de cráneo blanco y en el cerebro putrefacto que quedaba al descubierto.
Los viandantes vieron a la muchacha tender la mano en el vacío y no hicieron caso. Ricciardi la vio acariciar un brazo sacudido por los espasmos de la muerte, mientras a través de los dientes rotos oía el grito desesperado del niño que pedía ayuda.
«¡Ayúdeme, madre!», repitió Antonietta, abstraída. Ricciardi la empujó suavemente por la espalda y ella siguió andando sin volverse.
Más adelante, a la altura de las obras de los nuevos edificios blancos, entre los empleados que regresaban a sus casas y las mujeres que volvían de la compra, aparecieron uno tras otro los obreros fallecidos en el trabajo. Ricciardi avanzó con la cabeza gacha, mientras Antonietta los saludaba alegremente con la mano regordeta, sin distinguir a los vivos de los muertos y sin que ni los unos ni los otros reparasen en ella. Quizá los verdaderos fantasmas fuesen ellos dos, invisibles para todos.
Antonietta le lanzó un beso al muchacho y al viejo que habían muerto juntos; pero cuando se encontraron delante de un muerto reciente, el que llamaba a una tal Rachele y le decía que lo habían empujado para que fuera con ella, la muchacha se paró en seco y se ocultó detrás de Ricciardi. ¿Qué has sentido esta vez?, se preguntó él. ¿Qué emoción distinta? Entonces sientes y oyes más que yo. En ese momento experimentó por la muchacha un sentimiento de pena infinita y le acarició la cara. Ella le sonrió y continuó andando.
Aunque siguió mirando hacia atrás y estremeciéndose ligeramente.