Apenas habían pasado un par de horas, sin embargo, cuando volvieron a reunirse en el despacho de Ricciardi eran dos hombres muy diferentes de los que habían salido de allí.
El comisario se mostró taciturno, la mirada fija, la frente surcada por una arruga de dolor. El sargento, en cambio, parecía haber disuelto el nudo que le impedía respirar. Parecía haberse tranquilizado, como si se hubiese quitado un peso de encima, aunque se lo veía algo triste. Le había confiado a un muchachito, amigo de su hijo, con el que se cruzó en los callejones, el encargo de avisar a Lucia de que llegaría tarde porque estaba de servicio. Una antigua costumbre que debía recuperar, pero había insistido para que el mensajero se acordara y se lo hizo repetir varias veces, que no comería fuera. Tenía ganas de estar en casa.
La ventana estaba abierta y entraba la brisa salobre. Como era de esperar, Ricciardi estaba asomado y miraba fuera.
—Quiero saber quién la mató, a la Calise. Quiero saberlo y quiero saber también por qué. No sólo por trabajo, me refiero. Quiero saber si fue por dinero o por pasión.
Maione asintió a espaldas de Ricciardi. Y dijo lo que pensaba:
—Yo también quiero saberlo, comisario. Porque era una pobre vieja y la mataron, y después la patearon por toda la habitación. Y porque, aunque fuese usurera y estafara a la gente con las cartas, tenía derecho a respirar como todo el mundo. Y porque soy policía.
Ricciardi se dio media vuelta y miró a Maione a los ojos.
—Sí, Maione. Somos policías. Vayamos a hablar con ese actor.
Durante el breve trayecto examinaron la situación.
—Por el puro gusto de analizar el tema, comisario, y de paso vamos charlando. Pongamos que el profesor no acepta que lo abandonen y tampoco perder el dinero de su esposa que, al parecer, tiene mucho. Pongamos que va a ver a la Calise, le paga y ella le dice a la señora que tiene que terminar lo suyo con el actor. Pongamos que cuando va a saldar cuentas, discuten y el profesor pierde la cabeza. O mejor aún, la Calise quiere más dinero y lo chantajea porque sabe muchas cosas de él.
Ricciardi asintió sin dejar de andar.
—Y pongamos que Iodice no puede pagar y está desesperado. Que la Calise amenaza con arruinarlo, quitarle el negocio, dejarlo en la calle sin nada y sin poder alimentar a sus hijos.
Maione negó con la cabeza y dijo:
—No, comisario, no. Un padre de familia se lo piensa antes de buscar su ruina. Porque, sin necesidad de matar a nadie, encontrará la forma de llevar el pan a su casa, aunque pierda el negocio. Pero si pierde la cabeza, entonces, sus hijos no sólo pierden el pan sino también el honor. No fue Iodice, estoy seguro. Verá, me inclino más bien por pensar que fue la señora, tan cargada de emociones ella, y que lo hizo por eliminar a quien obstaculizaba su amor.
—Sí. Y tal vez pudo ser el querido Passarelli, el hombrecito con la madre nonagenaria y la novia sesentona, que no quería tener cerca a otra vieja. O Ridolfi, que fingió caerse por las escaleras. Pudo haber sido cualquiera, ésa es la verdad. Aún tenemos para rato.
Maione sonrió.
—Sí, pero mi candidato sigue siendo el profesor: no nos olvidemos de Teresa y de los zapatos. Para mí que fue él.
Ricciardi se encogió de hombros.
—Yo no me olvidaría de las señoras, ojo. Acuérdate de que Modo dijo que una mujer fuerte y joven habría podido provocar las mismas lesiones que un hombre. A mí, por ejemplo, no me haría ninguna gracia tener que vérmelas con el genio de la Petrone o el de la señora Serra.
Ya estaban delante del teatro, y había más gente de la que esperaban. La comedia llevaba tiempo en cartel, era un día laborable, pero la fama del director teatral estaba en alza; era evidente que eso del boca a boca funcionaba a la perfección. Por otra parte, se trataba de la penúltima representación antes de que la compañía viajara a Roma, en una palabra, reinaba un ambiente de alegre expectación.
Tras identificarse, Ricciardi y Maione le pidieron al acomodador que les indicara la entrada de artistas. Dentro del teatro, en el estrecho pasillo al que daban las puertas de los camerinos, se cruzaron con actores y actrices ataviados para la función, en cuyos rostros se reflejaba el nerviosismo previo a la representación. Hablaban entre ellos agitadamente, pero guardaron silencio cuando a una de las puertas se asomó un hombre al que Maione reconoció por una foto publicada en el diario: era el director e intérprete principal.
El hombre llevaba la cara empolvada de blanco y dos manchas de colorete en los pómulos, el cuello levantado, según la moda de hacía diez años, la corbata ancha y de colores, la chaqueta con un remiendo bien visible en el costado. Pese a sus ridículos ropajes, la expresión era sombría: el bigotito y los labios finos, las cejas arqueadas bajo la frente amplia partida por una única arruga vertical. El sargento había leído que apenas tenía treinta años, pero visto así de cerca, le pareció bastante más viejo.
Mirándolos fijamente, se dirigió a un hombre más bajo, de aspecto alegre, que se le parecía vagamente.
—¿Son amigos tuyos estos señores? ¿Qué pasa, ahora también te dedicas a dejar que los extraños se metan entre bastidores? ¿Es que vas a organizar una de tus partidas de cartas en el camerino?
Abrió los brazos y, dirigiéndose al grupo de actores que esperaba cerca, el otro contestó sonriendo y volviendo los ojos al cielo.
—¡La culpa es de Peppino, claro está! ¿De quién iba a ser si no? Peppino tiene la culpa de todo, incluso de que llueva. Pues no, yo a estos señores no los conozco. Es la primera vez que los veo. Pero si me lo mandas, la partida de cartas la organizo sin problemas. Será más divertido que escucharte a ti, que no haces más que quejarte de todo.
La tensión se hizo palpable y el director teatral cerró bruscamente la puerta de su camerino. Peppino, tal como se había presentado, se encogió de hombros, bufó y se dirigió a los dos policías.
—Sabrán disculparlo. Cuando la institutriz nos daba clases de buenos modales, mi hermano siempre se ponía enfermo. Ya me dirán ustedes en qué puedo servirles.
Maione hizo ademán de contestar, pero Ricciardi le posó la mano en un brazo.
—Somos… amigos del señor Attilio Romor. ¿Sabe dónde podemos encontrarlo?
Peppino lanzó una estruendosa carcajada.
—¡Ésta sí que es una buena noticia! ¡Romor tiene amigos que no llevan faldas! Entonces les deberá dinero. Por favor, lo encontrarán ustedes en el camerino del fondo del pasillo. El más alejado del de mi hermano.
Y negando con la cabeza fue hacia la entrada del escenario.
Ricciardi y Maione se dirigieron en dirección opuesta.
Romor apenas había acabado de prepararse.
Era un joven alto, de los que saben que gustan a las mujeres; dos muchachas que pasaban delante de la puerta de su camerino cargadas de trajes de escena se dieron un codazo e intercambiaron un comentario al oído.
En apariencia, el hombre no se percató, o tal vez estuviese acostumbrado. Los hizo pasar con educación.
No pareció sorprenderse cuando supo quiénes eran, su mirada abierta y sincera no delataba preocupación alguna. Fue Maione quien le hizo las preguntas.
—Señor Romor, estamos al corriente de su…, de su estrecha amistad con una señora casada. Estamos investigando un desgraciado hecho ocurrido hace unos días y quisiéramos hacerle unas preguntas.
Romor sonrió dejando al descubierto una perfecta dentadura. Los miraba a los ojos y en absoluto se sentía incómodo.
—Sí, la señora es amiga mía, comisario. Una queridísima amiga. Pensamos incluso en irnos a vivir juntos. Estoy al tanto de…, del desgraciado hecho, me enteré de lo ocurrido a la cartomántica porque Emma me hablaba a menudo de ella. No la he conocido nunca, pero sé que estaba muy unida a ella. Estoy a su disposición.
Maione y Ricciardi intercambiaron una rápida mirada.
—¿Se iban a ir a vivir juntos? La señora ha declarado que ya no quería dejar a su marido.
El actor sonrió con gentileza.
—Sargento, mi Emma es una persona muy sentimental y, por eso, muy influenciable. Al encontrarse ante una decisión de semejante calado, es lógico que la asalte todo tipo de incertidumbres. Hace unos días, su marido vino una noche a verme. Me esperó a la salida del teatro y me ofreció dinero para que dejara a Emma. Yo, naturalmente, no acepté, no soy un hombre que se deja comprar; el dinero no me importa, tengo mi trabajo. Incluso me amenazó, dijo que me arruinaría, que hablaría con el director de la compañía. Pero si ha visto el espectáculo, ya sabrá usted que no podría odiarme más de lo que ya me odia. Sé que al vencer el contrato tendré que buscarme otra compañía. Por suerte éste es un buen momento para el teatro y trabajo no falta. Algo encontraré.
—¿Y cómo respondió a las amenazas de Serra?
Romor se rió a carcajada limpia.
—Pues así, carcajeándome. No hay manera de convencerme. Le aseguro que ella no puede vivir sin mí. Le revelo un detalle, esperamos un hijo. Y un hijo, comisario, es algo importante, irrevocable. Un hijo une a una pareja para siempre, y así será entre Emma y yo.
—¿Estaría dispuesto a repetir esto que dice en presencia de los Serra?
Los Serra. Una pareja institucionalizada, una familia. Ricciardi apreció la forma en que Maione provocaba una reacción de Romor; si el hombre llegaba a captar que lo excluían, que no tenía posibilidad de recuperar su relación, se mostraría reticente y preocupado. Pero no fue así. Sonrió sin apartar la vista del comisario, pero contestando a Maione.
—Sargento, es algo que ya tenía intención de hacer. Conozco a mi Emma, es maravillosa y sumamente sensible. Estoy seguro de que cuando me vea no tendrá dudas y elegirá el amor antes que la árida convención social de la que ahora es prisionera. Confío en poder demostrarlo muy pronto. Habíamos decidido marcharnos tras la última representación en Nápoles, precisamente mañana por la noche. Todavía no he perdido las esperanzas de que, después de reflexionar, Emma respete nuestra cita y pase a recogerme por el teatro.
Ricciardi clavó la mirada en la del actor y éste se la sostuvo.
—Una última cosa, Romor, según usted, ¿quién mató a la Calise?
El hombre adquirió una expresión triste.
—¿Cómo saberlo, comisario? No la conocía. Pero creo que una mujer que vive engañando a los demás y, por lo que he leído, haciendo también de usurera, no debe excluir la posibilidad de terminar de esa forma. No se me olvida que Emma era esclava de esa obsesión, no podía vivir sin que la Calise la orientara con sus sentencias. Pero debo decir que, cuando vino a amenazarme, el marido de Emma me pareció dispuesto a todo. Si tuviera que mencionar a alguien…
De regreso a la jefatura de policía, Maione reflexionaba en voz alta:
—A mí ese tipo me parece un perfecto cretino. Le gustan las mujeres, sabe que gusta, y se cree que siempre será así. En mi opinión, más le hubiera valido aceptar el dinero del profesor, porque de la relación con Emma no va a sacar nada.
Ricciardi estaba concentrado en sus pensamientos.
—Ten en cuenta lo del hijo. El profesor estaría más que dispuesto a reconocerlo, suponiendo que sepa que su mujer está embarazada. ¿Pero ella? A mí me pareció muy implicada. En fin, que son cuestiones que no nos atañen. Lo que me gustaría saber es a quién le interesaba matar a la Calise. Y ya no nos queda tiempo. Por cierto, tengo una idea.
—¿Qué idea, comisario?
—La idea de que mañana por la noche la señora Serra no resistirá la tentación de ir al teatro a disfrutar por última vez de la comedia que tanto le gusta. Por la tarde, te darás un paseo e irás a ver a tu amigo el portero, entérate si la señora manda preparar el coche o pide disponer del chófer para ir al teatro.
Maione parecía perplejo.
—¿A casa de los Serra? ¿Y antes no debemos informar al imbécil de Garzo?
Ricciardi sonrió.
—No. Ha dicho que la investigación es cosa mía y hago lo que me parece. Total, hoy es el último día del plazo. Si no conseguimos nada, verás cómo el pobre Iodice cargará con el crimen y en paz. A ver si conseguimos desenmascarar al profesor.
Cuando se quedó solo, Attilio sonrió al espejo del camerino. Las cosas iban tomando buen cariz; obligaría a Emma a enfrentarse a su responsabilidad.
Estaba convencido de que, al verse entre la espada y la pared y sin la obligación de guardar las apariencias, ella elegiría vivir su amor. Por otra parte, ¿por qué se había empeñado tanto el marido en convencerlo de que la dejara? Porque sabía que Emma lo amaba. Con las mujeres nunca se había equivocado y en esta ocasión tampoco iba a hacerlo.
Confiaba en que al día siguiente su mamá también fuera al teatro. A disfrutar de la última representación. La del triunfo.
Te vas a casa en compañía del trabajo y no haces más que pensar en la investigación, en la galería de rostros, sensaciones, tonos de voz. Caminas, pisas las piedras, hueles la brisa ligera del bosque lejano. Y piensas en las palabras que has oído y que debes ordenar.
Caminas entre las escasas personas vivas que regresan a casa, pegándose a las paredes, y entre algún que otro muerto que te mira, rezumando dolor por las heridas. Caminas sin mirar, dando pasos de extraño por este mundo. Subes las escaleras, abres la puerta, oyes la respiración cansada de la vieja tata que duerme serenamente. Te desnudas, la noche y tú sois una sola cosa, piensas que esta noche no, que no irás. Te acostarás y encontrarás el sueño. Mejor dicho, él te encontrará a ti y te arrastrará durante unas horas por un territorio de paz ilusoria, unas pocas horas.
Pero no hay manera; te acercas a la ventana. Quizá esté bordando otra vez y, sin percatarse, a su manera, te salude, y de ese modo te transporte dulcemente hasta tu mundo de los sueños sin sueños.
Pero no hay manera; tu mirada se encuentra con los postigos cerrados. Nadie te habla.
Vas al encuentro de la noche y sabes que, en la oscuridad, tus ojos buscarán en vano la paz. Buscabas descanso. Pero no hay manera.
Sube por el callejón, a paso lento y pesado, cargando sobre los hombros el día, la semana, la vida. Sube por el callejón y se siente más solo que nunca cuando le viene a la cabeza la imagen de toda esa gente que busca amor y encuentra odio, rencor, rabia. Sube por el callejón sin mirar a su alrededor, esta vez quizá no lo detendría ni siquiera un grito. Ésta noche le cuesta mucho andar. Ésta noche quiere paz.
La brisa que sopla desde el mar, y le acaricia los hombros, lo acompaña, ayudándolo a afrontar la cuesta. Viene cargada con la promesa del verano; tal vez la cumpla. Aunque a saber cuántos morirán antes.
Mañana habrá un culpable, pero esta noche permanecerá ajeno a todo, durmiendo, o quizá dormido para siempre. Quizá víctima y verdugo bailan bajo la luna, en algún claro encantado del bosque, en compañía de los otros muertos. Quizá la víctima y el verdugo intercambian sus papeles, en el sueño todo está permitido.
Reinan la angustia y la soledad en los cuartos que antes llenaba la sonrisa de ella y que ahora están desiertos.
Recordarla, su sonrisa resucitada, la mano, la caricia, el contacto olvidado. Imaginar que con la mano roza su cara, ver sus ojos azules, los mismos que lucía en la fuente, a los dieciséis años.
Durante la cena, él intenta hablar, ella se lo impide posando un dedo sobre sus labios. Y después se toman de la mano y se van a dormir. Ella le abre la puerta del cuerpo y del alma. Quizá ha sido un sueño, un regalo de la noche, de la luna detenida entre las almas. Quizá el aire cumpla su promesa y quizá él renazca en ese perfume.
Se duerme con la vida entre los brazos, su vida, acurrucada en su pecho. Oye una respiración desconocida y familiar al mismo tiempo.