La pizza del carrito que pasaba por la piazza Municipio le recordó a Iodice y su sueño. El almuerzo solitario de Ricciardi tenía, en general, esta variante, alternativa del café con sfogliatella, duraba apenas una exhalación y el comisario comía mientras pensaba en otra cosa. En el trabajo, en Garzo, en la investigación en curso. En Enrica.
En esa ocasión, sin embargo, al observar los hábiles movimientos del cocinero ambulante, el comisario trató de imaginar los pensamientos y las palabras del suicida, cuando todavía no era prisionero de su sueño y recorría las calles de la ciudad ajeno a todo, feliz. Tenía razón el doctor Modo: hay un momento exacto en que la propia muerte queda determinada. Y ese momento siempre es inevitable. El destino no ordena de antemano, no interviene. El destino no existe.
El bocado hirviente le llegó al estómago, acallando su estúpida queja. Rica, la pizza. Pobre Iodice, pobres sus hijos, pobre su mujer. Y pobre su madre que, a juzgar por el refrán mencionado antes de marcharse de su despacho, y que había abierto las nuevas líneas de investigación, sí creía en el destino.
Caminó un trecho por via Toledo. Las dos caras de la calle estaban a la vista: los grandes edificios antiguos de ventanas altas y amplios balcones, las entradas austeras vigiladas por porteros de librea. Nombres famosos y escudos de armas, siglos de historia transitados como en un paseo bajo la sombra de aquellos muros, año tras año. Della Porta, Zevallos Stigliano, Cavalcanti, Capece Galeota: construcciones duras y majestuosas, la sala grande de la ciudad. En la parte de atrás, el hormiguero de los Quartieri, callejones sin nombre donde bullían las pasiones y los delitos, ésos que el régimen quería borrar remodelándolo, como si una plaza nueva o unas cuantas fachadas pudieran cambiar las almas.
Los niños salían del colegio, algún obrero y los profesionales regresaban a casa. Casi todas las tiendas estaban cerradas, la pausa del almuerzo tocaba a su fin. El aire estaba cargado de primavera.
Ricciardi detectaba el tufo del amor. La Calise trabajaba con el dinero y los sentimientos, raíces de todos los delitos. En esta ocasión, sin embargo, lo presentía, el amor era el asesino.
Mientras seguía andando pasó cerca de los solares en obras, vacíos a esas horas. Los pesados bloques blancos de las nuevas construcciones, los inestables andamios de madera, a medio montar. Y haciendo guardia, apenas sombras desvaídas, los dos muertos unos meses antes en accidente de trabajo. Ricciardi observó distraídamente que había uno nuevo: «Rachele, Rachele mía, me han empujado para que fuera contigo, espérame que voy contigo». Suspirando, trató de no retener aquella frase que, de todos modos, volvería a oír muchas veces. ¿Quién era Rachele? ¿La esposa, la hermana? ¿Y el pobre infeliz que necesitaba compañía? ¿Se había caído o se había tirado? A saber. ¿Qué importancia podía tener ya?
Unos metros más adelante vio una pareja que caminaba a su encuentro, él cojeando con dos muletas, la pierna izquierda vendada de rodilla para abajo. Reconoció a Ridolfi, el viudo infeliz de la mujer que se había prendido fuego, devoto cliente de la Calise. Discutía acaloradamente con una señora insignificante, en apariencia de su misma edad, la cabeza gacha bajo un sombrerito con velete.
Antes de que la mirada del hombre se encontrara con la suya, Ricciardi alcanzó a oírle esta frase: «Busqué también allí, te digo. Vete a saber dónde las habrá metido, la desgraciada. Ojalá arda en el infierno como ardió al morir».
Le temblaba la voz de rabia. Cuando vio a Ricciardi, su rostro se transformó en la máscara de dolor habitual, ésa que la compasión exigía; con un gesto cómico y torpe se detuvo en precario equilibrio sobre una sola muleta y se quitó el sombrero.
Sin responder al saludo más que con una mirada inexpresiva, el comisario pensó que una muleta también podía ser una buena arma para cometer un delito; y si con una dislocación se puede pasear por via Toledo, también se puede llegar a un apartamento del barrio de Sanità.
Sin embargo, por más vil e hipócrita que fuera, el profesor Ridolfi también debía contar con un móvil para cometer un crimen.
Dio media vuelta y volvió sobre sus pasos; el tiempo apremiaba y todavía quedaba mucho por hacer.
Maione esperaba al comisario a la entrada del despacho.
—Buenas tardes, comisario, ¿ha comido ya? Pizza como siempre, ¿eh? Dichoso usted que tiene un estómago de hierro. Yo, si llego a comerme una pizza frita, después me tengo que ir derecho al hospital para que el doctor Modo me ingrese. Vamos a ver, ya tengo el nombre. Ésta ciudad es impresionante. Uno hace algo bueno, como por ejemplo, qué sé yo, atrapa a un criminal, y nadie se entera; pero si alguien le pone aunque sea una vez los cuernos al marido, un poco más y los vendedores callejeros de diarios lo anuncian a los cuatro vientos. En fin, que el hombre se llama Attilio Romor, y parece ser que es un joven apuesto. Actúa en una comedia de ese famoso, ¿cómo se llama…? Usted ya sabe a quién me refiero, aquí abajo, en el teatro dei Fiorentini. La función es a las ocho. Podemos pasarnos sin problemas, como usted quiera. Llegamos justo a tiempo, dice que mañana es la última representación, después se van a Roma.
Ricciardi lo pensó.
—La última representación. Mañana. Haremos lo siguiente, nos encontramos allí, a las ocho. Ahora nos vamos a casa a descansar un poco, que hoy se nos hará tarde.
Pero Maione no fue a su casa. Tenía que pasar por otro sitio y enseguida, debía quitarse un peso de encima de una vez para siempre.
En su alma sencilla y fuerte el desorden no tenía cabida; se había pasado toda la vida enfrentándose a sentimientos y emociones unívocos y directos, no sabía cómo manejarse frente a la duda.
Cuando llegó a vico del Fico, el sol acababa de ponerse. Filomena se sorprendió al verlo, pero no reprimió la sonrisa feliz. Se subió a toda prisa el chal para taparse la cara y ocultar la cicatriz, pues ya se había quitado la venda.
—Raffaele, qué sorpresa. No lo esperaba tan temprano. Quería prepararle algo de comer.
Maione hizo un gesto con la mano, como para indicarle que no hacía falta.
—No, Filomena, por mí no se moleste. Si me permite, quiero hablar con usted un momento. ¿Nos podemos sentar?
Una sombra de preocupación cruzó el hermoso rostro de la mujer; la expresión de Maione era distinta de la que le conocía. Parecía taciturno, decidido, como si sintiera un dolor sordo y lo atormentara un pensamiento.
En el cuarto de la planta baja, envuelta como siempre en la semipenumbra, estaba Rituccia, sentada a la mesa, ocupada en desgranar guisantes. Maione observó su expresión serena y distante, una viejecita de doce años.
Filomena le pidió que los dejara solos, la niña saludó con una leve inclinación de la cabeza y salió.
—Es una buena chica, pero desgraciada. Ha sufrido mucho, primero perdió a la madre, luego al padre. Gaetano y yo hemos pensado en tenerla con nosotros, por lo menos hasta que los parientes de su madre den señales de vida. Por ahora no ha venido nadie. ¿Le preparo un sucedáneo de café? No tardo nada.
Maione se sentó y dejó el sombrero encima de la mesa, delante de él.
—No, Filomena, no se moleste. Siéntese un momento que quiero hablar con usted.
La mujer se sentó, secándose las manos en el delantal. En sus ojos negros y profundos brilló una luz preocupada y expectante. Al sentarse, se quitó el chal de la cabeza. Maione le sonrió.
—Ésta casa y usted han hecho algo importante para mí estos últimos días. Saber que están y el trayecto hasta aquí me han devuelto las ganas de llegar al final del día. Se ha convertido usted en una buena y querida amiga, me sonríe y me alegro de su sonrisa. Pero, Filomena, soy policía. No es por el uniforme, que no es más que un envoltorio. Soy policía hasta la médula. No puedo convivir con la idea de que algo queda sin resolver y que usted está en peligro. Quien cometió este… este delito —dijo, indicando con un gesto vago la cara de ella—, puede regresar con intenciones todavía peores.
Filomena negó apenas con la cabeza y sonrió.
—Verá, Raffaele, para mí es usted algo nuevo en mi vida. Usted ve la persona que soy. Me he destapado la cara y descubierto la herida y usted ni me ha mirado. Ya nadie me mira como antes. Ni siquiera mi hijo. Pero usted, en cambio, me mira a los ojos sin apartar la vista. Acaba de decir que somos amigos, entonces hagámonos a la idea que no nos conocimos en estas sino en otras circunstancias.
Le tocó a Maione negar con la cabeza.
—No, Filomena. Entre amigos, entre personas que han aprendido a apreciarse, que hablan y tienen la alegría de verse, no se pueden dejar las cosas sin decir. Yo tengo que saber, Filomena. Con esta sombra entre nosotros no puede haber amistad.
Los ojos de Filomena se llenaron de lágrimas; en la mirada de Maione leyó una decisión que nunca le había visto.
Fuera, en el callejón, los niños jugaban con una pelota de trapo. Una mujer llamó a su hijo para cenar. En el fogón, el agua de la olla rompió a hervir.
La mujer se llevó la mano a la cicatriz y tocó sus bordes con los dedos, un movimiento que comenzaba a ser habitual.
—De acuerdo, Raffaele. No quiero perder su amistad. Y con el amigo es con quien quiero hablar. Esto no debe salir de mi casa, donde ocurrió todo. ¿Me da su palabra?
Maione asintió. Filomena no dejó de mirarlo fijamente a los ojos.
—Ha sido mi hijo.